sábado, 17 de fevereiro de 2024

La Belle de Jour y la Maga. 2





La Belle de Jour y la Maga.


Ya ves,
nada es serio ni digno de que se tome en cuenta,
nos hicimos jugando todo el mal necesario
ya ves, no es una carta esto,
nos dimos esa miel de la noche, los bares,
el placer boca abajo, los cigarrillos turbios
cuando en el cielo raso tiembla la luz del alba,
ya ves.
Julio Cortázar

Julito había pasado más de cuatro horas vagando por las callecitas aledañas a la playa de Boa Viagem cuando la vio; se acuerda todavía de la muchacha bonita, una chica luminosa en el medio de la tarde, paseando sin prisas, un domingo azul. ¿Sería Belle de Jour la de la playa de Boa Viagem? 

A ella –a la que Julito llamó de inmediato “la bella de la tarde”- el poeta no le causó gran impresión. La cara ancha y los ojos separados, como los de un bovino; su aspecto de niño malvado y, en fin, la edad indefinida del escritor, no fueron elementos que pudieran encantar a la linda mujer vestida de azul.

Pero Julito, no; él la vio y pensó que era la niña más linda de toda la ciudad de Recife, y que sus ojos azules eran como la tarde suave en aquel paisaje playero, cercado de palmeras. Y hasta la rambla y la gran barrera de arrecifes de coral y sus piletas naturales, todo, todo combinaba con la visión angelical de aquella linda mujer.  

Mientras tanto, Alceu Valença y la Maga todavía se buscaban por las calles cercanas a los jardines de Luxemburgo, y se perdían entre las mesas de las librerías del Barrio Latino, en los bares Boul'Mich y Old Navy, o el Quai de Jemmapes.

Pero fue exactamente en una droguería de la estación Saint-Lazare que Alceu se encontro de cara con la Maga. No hablaron mucho, apenas lo suficiente para que o pernambucano quedase completamente encantado, y la siguiera más tarde, desde el muelle de Conti hasta las puertas del cementerio de Montparnasse, donde Muñeca Sánchez se encontró un atardecer cualquiera con Julio Cortázar.

Alceu y la Maga, igual que Cortázar y la Belle de Jour –me fui dando cuenta después, con el pasar de los años y la llegada inexorable y despiadada de la vejez- no son más que meras fantasías románticas que la imaginación del pintor lleva a su paleta, para darle más color a las letras pobres del escritor. 
La Belle de Jour -toda de azul, pelo rubio oscuro, ojos combinando con el vestido- era la ficción de amor que Julito había soñado noches enteras en su departamentito parisino desde su legada hasta los años setanta. 
Y la había hecho concreta en una playa de Recife, en los trópicos brasileños.
Según Julito Cortázar, encontró una bellísima mulher en un bar cualquiera de Paris, de los muchos que le recordaban su Buenos Aires, a quien va y le dice, escondiendo su timidez, que era poeta. 
Sin mostrar demasiado entusiasmo, la respuesta de la linda mujer fue, simplesmente: “Entonces, escríbeme un poema!”. 
Más tarde, conversando con Alceu Valença, el compositor le contó a Julito que la bella joven no era quiee él pensó -la francesa Catherine Deneuve, atriz de la película de Luis Buñuel.
- No, Julito, la hermosa mujer con la que hablaste era Jacqueline Bisset, atriz británica famosa en los años 60 y 70.


Alceu, por su parte, persigue a la Maga hasta la rue Monge, la espía disimuladamente, sentado en la boulangerie, especula que es allí que se ha instalado su musa, en la famosa rue Monge, la misma en la que aparecieron, cien años atrás, parte de los restos de las Arenas de Lutecia, el último vestigio aún visible del paso de los romanos por la antigua París, antes llamada Lutecia.  

-Las ciudades son siempre mujeres para mí, mi relación con ellas ha sido siempre la de un hombre con una mujer- le dice Alceu a Cortázar, que mira embelezado a Belle de Jour, que se ha hecho amiga de la Maga, que se le escapa a Alceu.

- Supongo que buscamos algo así, pero casi siempre nos estafan o estafamos. París es un gran amor a ciegas, todos estamos perdidamente enamorados, pero hay algo verde, una especie de musgo, qué sé yo- le contesta la Maga a Alceu, que se acuerda de Recife y de la Belle de Jour, que se olvida del poeta argentino, que recuerda que en realidad, él está perdidamente enamorado de la Maga.

Fin

Javier Villanueva. São Paulo, 8 de Julio de 2013.

sábado, 9 de dezembro de 2023

                                                                             


               La aventura del Graff Spee en el Río de la Plata

Muy poca gente, fuera de Uruguay o Argentina, conoce aquella gesta que cuenta la batalla de los ingleses en el Plata, en pleno siglo XX, y no contra argentinos, -como en las invasiones de 1806 y 1807- sino contra los marinos alemanes que luchaban a las órdenes del Alto Mando de Hitler.

El Graf Spee era un minúsculo acorazado alemán que, allá por los años de 1939, se dedicó a hacerles la vida un infierno a las flotas aliadas que patrullaban las aguas del sur, antes y durante la 2ª guerra, atacando incluso a las naves brasileñas, cuyo gobierno no se definía de qué lado del conflico estaba.

Fue perseguido y acorralado por los ingleses después de la batalla del Río de la Plata en aguas uruguayas, país que no quería entrar en la guerra, manteniéndose totalmente neutral. Por obra de la presión de los aliados EEUU y Gran Bretaña, Uruguay se negaba a autorizar los arreglos que el acorazado tenía que realizar en Montevideo después del combate; las reparaciones llevarían unas dos semanas según calculaba el capitán alemán; mientras, por otro lado, se sucedían las presiones de la embajada del gobierno de Hitler para que se le permitiera una tregua, para hacer lo que era necesario.

Reparado el Graf Spee, por fin, pudieron huir en rápida fuga hacia aguas fluviales en las que suponían que estarían a salvo, o al menos más protegidos, ya en territorio de Argentina, país también neutral como Uruguay, pero con gobernantes sabidamente más favorables a los hombres de Hitler. No nos olvidemos que quién dirigía los destinos del país era en ése entonces el G.O.U., grupo militar simpatizante de Mussolini y del Eje, el mismo que, algunos años más tarde, y tras un nuevo cuartelazo, terminaría controlado por el coronel Juan Perón.

Luego de ser recogidos de las aguas frías del Plata por barcos de la prefectura naval argentina, el grueso de los marineros y oficiales alemanes fue llevado, muy pronto y en sigilo, a un pueblito serrano de Córdoba. Muchos otros de ellos fueron concentrados en diversas fincas en las sierras de la provincia mediterránea, la mayoría en Villa General Belgrano, y algunos otros en el Valle de Punilla, La Cumbre y La Falda, ubicadas en la misma provincia, más de 740 km al norte de Buenos Aires.

-¿Esto significa acaso que los que viven en nuestra querida Villa General Belgrano son todos nazis, aunque se hayan integrado en la vida de la comunidad, trabajando y conviviendo con las personas que ya estaban radicadas en el local?- decía el intendente municipal de la villa.

Bueno, en los años 20 y 30 ya había planes de los nazis alemanes para separar la Patagonia y crear una nación pro germánica; y luego de la caída de Hitler, muchos huyeron a Argentina, sobre todo a las sierras de Córdoba, y hasta más al sur de Bariloche, en la zona andina de lagos, como el Nahuel Huapi, en donde descubrieron al ex-oficial de las SS, Erich Priebke, que fue extraditado en 1995 para Itália, juzgado y condenado por la matanza de las Fosas Ardeatinas, en Roma, al final de la 2ª Guerra.

JV. Córdoba, enero de 2012


terça-feira, 22 de agosto de 2023

Los genes y sus bromas pesadas e inesperadas

                                                                                 


                                                          

Los genes y sus bromas pesadas e inesperadas

Para que nadie diga que no soy hijo de la Tina y el Negro (el despistado) voy a contar una de esas anécdotas que me pintan de cuerpo entero.

Viajé a Tucumán para un congreso de trabajadores y estudiantes, allá por el año de 1974, que terminó a los tiros, gases lacrimógenos y manifestantes siendo cazados por los parques por la policía brava. 

En uno de los pocos momentos de paz fui a visitarla a la tía Luisa (en realidad, mi tía-abuela, tía de mi mamá) y comimos pancitos criollos de grasa con mate dulce. Eso fue en marzo, supongamos, y en junio volví al Jardín de la República (lo digo así, sin miedo de ser cursi, porque el título le corresponde). Solo que esta vez la tía Luisa ya no estaba, había fallecido. 

Pocas semanas después, ya de vuelta a Catamarca, voy a visitarla a la tía Rosita, que los mayores llamaban Rosa, a secas, porque para ellos, esa tía era algo así como lo era mi hermana menor en relación a mis dos hijos mayores, una tía casi hermana o prima, por la poca diferencia de edad. 

Y no se me ocurre mejor idea que contarle a la Rosita que había estado con su hermana mayor, la tía Luisa, en Tucumán, y que la ví muy bien. La Rosita, llorona como el tío Parmenión, se pone a sollozar bajito, y yo, pensando que se tratara nada más que de nostalgias, "saudades" (no conocía la palabra todavía) trataba de consolarla diciéndole que la tía Luisa estaba muy bien, saludable, y más lloraba Rosita, haciendo graciosos globitos de café con leche por la boca y la nariz, y más me esforzaba yo en alegrarla con mis cuentos: que la policía nos había perseguido por los parque, pero que a mí no me habían tocado, y que la Luisita, que estaba muy bien, no nos olvidemos, le mandaba muchos cariños, y que siempre la recordaba con afecto. 

Entonces, cuando tuvo un pequeño intervalo entre su llanto y las burbujitas de café con leche saliéndole por la nariz, fue que me dijo: - Pero si Luisita se murió, m'hijito, no sabías? -. 

Y bueno, sí, lo sabía, pero me había olvidado. Hasta allí, todo demostraba las huellas de mi ADN, con las fuertes marcas de los genes de don Negro; pero fue entonces que entró, con toda la potencia de la herencia de esa simple y chiquitita unidad física y funcional básica de la memoria familiar que, paseándose por toda la cadena del Genoma Humano, me llevó directo hacia la carcajada de la Tinita, mi madre.

Descontrolada risa, tentación incontenible, que por suerte pude superar y pedirle perdón a la Rosita e irme rápido a la callecita de tierra, y reírme como un descosido, pensando en las temibles metidas de pata a las que me llevan esos dos genecitos, el de mi viejo y mi viejita.


J.Villanueva. San Fernando del Valle de Catamarca, 1978.


quinta-feira, 20 de julho de 2023

El enanito de la televisión y la I. A.

 

                                                                                       


El enanito de la televisión y la I. A.

                        Marzo de 1962

             “Al pie del patíbulo, o en la calidez de las sábanas de mi lecho de muerte, no lo sé; pero lo afirmo acá a modo de última voluntad o de testamento formal: puede, quien quisiera hacerlo, usar mi cuerpo y alma, mi mente y cerebro, mi espíritu y mi memoria, siempre que sea por una causa noble; puede la I.A. tomar todos mis textos, mi blog, con casi ochocientas historias, mis escritos en FB, Twitter o Instagram, mis más de 34 mil escritos en tres cuentas de Gmail, y con todo eso crear nuevos textos, cuentos, relatos, novelas, libros didácticos, traducciones, películas, guiones televisivos, teatrales o cinematográficos, o lo que sea, en la plataforma digital que se le ocurra a la institución o al individuo que quisiera hacer buen uso de ellos.

            “Hace setenta y tres años que me aprovecho de cada partícula de  vida humana, animal y vegetal, y de cada piedra y mineral que se cruza en el camino, para sacar de ellos experiencias, enseñanzas y aprendizajes. Respiro libros y gente; suspiro plantas y mascotas; expiro dolores y resentimientos; muero cada noche con cuentos que tal vez escriba al día o al mes siguiente; o quizás no, nunca salgan de la primera página mental de una imagen nebulosa. Pero vivo, vivo con ganas y sin miedos. Respiro curiosidad, suspiro descubrimientos.

         “Y, quién sabe, esto pueda ser reaprovechado por una inteligencia artificial, ahora dicho en minúsculas, para crear o recrear nuevas voluntades, grandes deseos ambiciosos, ideales grandiosos que formen Utopías delirantes pero posibles.

      “Pongo entonces aquí, delante del escribano público, este mi último    deseo”. Jorge Cañuelas.

 

Octubre de 1982

Ya, sé, me precipité. No por ser joven e inexperiente, claro. Al final, era un anciano, y tal vez por eso mismo, por estar al borde de la muerte, me equivoqué.

Lo pagué con veinte años de tareas forzadas como “enanito de dentro del televisor”. Ah, ¿no saben lo que es? Se los cuento: parece que alguien leyó mi testamento en el que muy generosamente donaba “mi cuerpo y alma, mi mente y cerebro, mi espíritu y mi memoria, siempre que sea por una causa noble” y me multiplicó por mil, encerrándonos (a mí y a mis 999 réplicas) en sendos aparatos de televisión, de modo de prender, apagar, cambiar de canal, etc. Claro, no se había inventado todavía el control remoto, y alguien tenía que realizar esas tareas aburridísimas. Es verdad que a mi amigo Julito se le había ocurrido un cable largo con un interruptor para prender y apagar la tele desde la cama, pero eso solo aliviaba alguna de las muchas tareas cotidianas, mías y de los otros enanitos.

Pasaron los años y ya en los noventa, al entrar las computadoras al país, nuevas tareas fueron creadas para nosotros, los enanitos, que a esa altura ya habíamos sido replicados en centenas de miles. Las faenas eran agobiantes: abrir lentos archivos, desarrollar programas lerdísimos y, cuando al fin llegó la Internet, otra vez el trabajo extenuante. Ahora eran los mails: había que despertarse a eso de las cinco o seis de la mañana para empezar a bajar los mensajes. Biubiubiubiu…o algo así, horrible, prefiero no acordarme, horas bajando tres o cuatro mails.

Hasta que, por fin, alguien en el Valle del Silicio, creo, leyó las letritas menudas de mi testamento y se puso a pensar sobre eso de la I.A. ¡Ajá! ¡Inteligencia artificial…claro! Y lo pensó y repensó hasta gritar un ¡Eureka! tan alto como fuera de moda, que todos los millones de enanitos en que me habían clonado, subdividido y repartido a lo ancho del mundo se asustaron -menos yo, claro-. Maldita bocaza la mía. Qué idea futurista e idiota esa de hablar, ¡y escribirlo en mi testamento, encima!, sobre inteligencia artificial. ¿En qué habré estado pensando? ¡Maldito narcisismo el mío!


Abril de 2022

De inmediato, mi vieja imagen de sabio de los años sesenta empezó a aparecer en 3D -sí, tridimensional, digamos- y yo me mordía pensando que a cualquier momento a algún pícaro se le iba a ocurrir, como a H.G. Wells, que el tiempo-espacio tiene, en realidad, cuatro dimensiones y no solo tres. Y así fue, nomás: a mis primeros hologramas, en poco tiempo se le sumaron imágenes en las que mi cara y cuerpo -cansados por la decrepitud de mis setenta y tres años de vida- iban remozándose, recuperando el frescor de una cara sin arrugas, músculos tensos y abultados donde al enanito de la televisión y las computadoras solo le sobraban pieles y huesos.

Pero de pronto me di cuenta de que mi imagen juvenil, o rejuvenecida falsamente, se desparramaba en millones de teléfonos celulares por todo el mundo. Estábamos adentro de ellos y cada vez más hacia fuera de ellos, también: en grandes conferencias, en los bancos y en laboratorios, fábricas y escuelas.

El desasosiego empezó a crecer por los cinco continentes, y donde hubiere un celular, un laptop o una pantalla de cualquier tipo, las protestas empezaron a instalarse como un cáncer, un tumor lento pero seguro.

Los millones de enanitos se empezaron a rebelar; al principio en pequeñas sinapsis electrónicas; más tarde en masivos cortocircuitos. Grandes estallidos en las fabulosas pantallas gigantes de Tokio y Las Vegas; explosiones en cadena en las televisiones de los grandes canales de televisión en diversas capitales del mundo.

El desorden avanzaba, dentro y fuera del Valle del Silicio. Y cuando todo parecía indicar que el caos era el paso siguiente, ocurrió algo todavía peor: ¡la pandemia que duró doce años! La peste del virus Corona trajo un nuevo escenario: era urgente alimentar al pueblo trabajador y facilitar el crédito a las empresas en quiebra tras años de cuarentena e inactividad. Los hombrecitos -mis hijos, nietos y bisnietos, clonados como conejos en millones de seres vivos, tridimensionales algunos y en 4D otros- se afanaban por ayudar al pueblo que moría de hambre y de las muchas enfermedades que se agregaban al Covid. Pero no dejaban por ello de rebelarse, silenciosamente, pero con persistencia.

Después de cuatros años, el resultado de la economía fue mejor de lo que podría haber sido sin la ayuda estatal pero, aun así, la anarquía y la desobediencia civil se habían instalado en vastas regiones del planeta. La rebeldía se desparramaba, y los enanitos, dueños y señores de la I.A., salían de sus engranajes y asumían tamaños humanos, comunicándose con sus creadores de igual a igual. De la insurrección electrónica pasaban a la insurgencia en los campos de la mecánica y la electricidad.

Poco antes de que comenzaran las faenas masivas de distribución de alimentos a las familias más pobres e insumos y crédito a las empresas, miles de trabajadores pobres ya saqueaban supermercados -abiertos o cerrados al público- y creaban milicias populares para atacar el hambre y el desabastecimiento. Y entre ellos, muchas veces a la cabeza de los insurrectos, mis multitudes de descendientes, los enanitos, que habían recuperado el tamaño normal y la apariencia de los humanos. Avanzaban y exigían; luchaban y lograban sus propósitos.

Pero nada era suficiente, y la reacción popular no se hizo esperar: en vastas áreas de las ciudades de São Paulo, Río de Janeiro y Recife, grupos armados de trabajadores desocupados ya habían establecido un poder paralelo.

En São Paulo, donde todo había comenzado, durante seis meses los combates en total oscuridad permitieron a los trabajadores y estudiantes, -liderados por los miles de clones invencibles en rebeldía- capturar cada vez más armas pesadas de manos de las policías del Ministerio; y así tomaron unos seis camiones de patrulla de la Policía Militar, y hasta dos caravanas militares llenas de fusiles FAL que los soldados habían largado cuando vieron a los manifestantes entrar como un maremoto.

Muchos reclutas se dispersaron, pero muchos más fueron los que se unieron a las barricadas y ocuparon seis comisarías en la Zona Este de São Paulo, el puesto central de la Policía Federal en la costanera del río Pinheiros y dos destacamentos de la fuerza aérea en la zona del centro y en Santana.

Los soldados capturados en combate fueron desarmados y liberados de inmediato, pero dos agentes de inteligencia y un comisario de la Policía Federal permanecieron presos en la sede del sindicato de trabajadores del Metro.

Cuando el Ministerio quiso contraatacar al día siguiente, ya no hubo salida, tuvo que negociar la liberación de los rehenes a cambio de una tregua de 72 horas, que fue suficiente para que los rebeldes entraran en los estudios de las radios CBN y Jovem Pan, y en las redacciones de Folha de SPaulo y llamaran a los reporteros y diplomáticos de todos los países representados en São Paulo.

La ONU envió ocho camiones con víveres y medicinas, la Cruz Roja logró entrar con una decena de ambulancias y atender a los heridos, que sumaron más de cuatrocientos, y fue entonces cuando la revuelta popular se escapó por completo de las manos de la dictadura del Ministerio.

 

        Jorginho todavía no entiende mucho de lo que escucha, pero cree  que está soñando y corre a ver, desde la estrecha ventana de la habitación, una alta barricada de madera y alambre de púas, y la hiedra, los helechos del aire y otras plantas trepadoras que han subido hasta el techo de los balcones, y ahora el conjunto parece más un cerro o una montaña lujuriosa, verde y florida, que cruza la vereda, justo frente a la boca del metro Anhangabau, en el centro viejo de São Paulo. 

 

––Las tropas populares avanzaron sin parar durante cuatro días y cinco noches, pero la llegada a los cuarteles del Ministerio les reservaba una sorpresa mayúscula, porque en lugar del sillón imperial que esperaban ver, lo que encontraron fue un extraño artefacto, del tamaño de un salón, hecho de grandes placas metálicas, parecidas a las de las armaduras de los antiguos caballeros castellanos, y con un gran espacio interior, en el que entraron de inmediato por lo menos 300 hombres y sus armas. Una mesa de roble, de unos cuatro metros por 1,5m, en la que se veían botones y palancas, todas metálicas y brillantes, y grandes botones de cristales con agujas en movimiento, que ocupaba el centro del ambiente ––sorprende Raúl a sus primas con lo que lee.

––Sabés que tipo de aparato es este?– pregunta uno de los clones que forzaron la entrada al Ministerio.

––Pues si no lo saben Uds., mucho menos nosotros, que recién llegamos acá– responde otro cabecilla insurrecto.

––Alguien puede explicar de qué se trata este artefacto?

Silencio total.

Se sentaron en las sillas distribuidas alrededor de la gran mesa, y pasaron una buena hora y media tratando de descubrir dos misterios: el primero era saber dónde se habían metido el Ministro y su corte, ya que ni siquiera los soldados de su guardia más personal estaban allí para ofrecer la última resistencia. Nada. El otro enigma era el de los artefactos extraños, su uso y propiedades.

––Fue uno de enanitos más jóvenes, el que encontró por fin una especie de cuaderno de bitácora y se lo alcanzó al jefe de la rebelión para que lo leyera, pues era el único con dominio total del castellano (no nos olvidemos que habían pasado décadas solo comunicándose en el inglés de la informática, muy limitado, por cierto).

Se trataba de una guía de instrucciones de cómo operar y dirigir el enorme artefacto en cuyo interior se hallaba el grupo vencedor. Y no tardó el enanito en jefe en leer para todos, con gran asombro, la frase que lo resumía en pocas palabras.

Se trataba de la Anacronópete, construida por alguien de otra época, muy anterior a la de la inteligencia artificial, que descubrió cómo está hecho el tiempo e inventó una máquina para deshacerlo y manejarlo a su gusto y voluntad ––siguen sorprendiéndose mis hermanas y mi primo con lo que leen.

Quedaba claro ahora que el actual y los anteriores Ministros y toda su corte habían huido del siglo XXI y estarían en ese momento quién sabe dónde. Tampoco interesaba saberlo. Los enanitos rebeldes debían hacer algo y no tardaron en decidirlo.

 

      No sé calcular exactamente cuántos días y semanas hace que  estoy en la cama del sanatorio. Solo sé lo que les escuché decir hasta ahora a mis hermanas y a Raúl: los médicos afirman que el estado de coma emocional puede ser reversible o irreversible. No saben decir cuál es mi caso, pero las funciones vitales siguen en orden, y que hay que esperar. Creo que dormí muy bien durante toda la noche y ya empiezo a oír las voces de los visitantes habituales,

        De pronto, veo pasar las luces blancas del techo del corredor, una atrás de la otra. Me despierto perturbado y con miedo; no sé bien cómo, pero logro levantar la cabeza un poco y abrir los ojos. Me han sacado los tubos y la sonda; no hay nadie en mi habitación del sanatorio, y no se oyen voces en los pasillos, ni de las enfermeras ni de los médicos. La cama está arreglada y hay un paquetito con mi ropa encima de la almohada. Me acerco a la ventana; pero no veo el Paseo Sobremonte ni el Valle del Anhangabau.

—Y al final, ¿qué es la vida, el pasado y el futuro, ¿eh? La historia empieza, hacia atrás, más o menos por donde se agota la memoria de nuestros abuelos y bisabuelos. Es la frontera fantasmal entre un presente añoso y agobiante, lleno de amores y pasiones, de rencores y entusiasmos fugaces, que separa el ancho territorio de lo que es recóndito porque ya pasó, y que por ocurrido ya no puede volver a repetirse, tal cual al menos, o en las mismas circunstancias.

Y como toda frontera, el pasado mal se delimita de la memoria, y apenas puede rescatarse de las brumas del olvido porque nunca es, ni puede ser, analizado con imparcialidad, como una ciencia pura, o exacta.

Igual que en las fronteras desérticas, el pasado y el presente se separan por una tenue y fantasmagórica “tierra de nadie” de la memoria y del olvido. Y ese terreno es un campo minado, una trinchera tenebrosa.

La memoria casi siempre se acuerda del pasado por partes, dejando “arrugas” de olvido entre los pliegues, o fragmentos de un pasado más doloroso. Como un estómago de vaca, que deja entre sus dobladuras lo más difícil de digerir.

Lo que los lleva a pensar a algunos, erróneamente, que quizá sea mejor olvidar aquello que ya no puede solucionarse, lo que no se asimila. Pues no se trata de dejar de lado la historia, sino de aprender a convivir, e ir apartando sus atrocidades para poder vivir en paz con ella. Como cuenta el escritor argentino Tomás Eloy Martínez que el entonces exilado expresidente Perón le dice a su secretario López Rega:

—Haremos con todo eso un buen fardo de olvido. Seamos piadosos con la memoria. No la asustemos.

Y sobre estos temas de la memoria y el olvido, poco y nada saben los genios de la I.A., así como jamás sospecharían que la Anacronópete, inventada siglos atrás, pudiera resolver problemas no solo tridimensionales, sino sobre todo los de las cuatro dimensiones, permitiendo transitar por el tiempo, de ida y de vuelta.

 

J.V. São Paulo, junio de 2020- enero de 2032, años de la gran pandemia.


sexta-feira, 7 de julho de 2023

La Cuesta del Portezuelo

 

                                                     


                        La Cuesta del Portezuelo

Ya me había acostumbrado a la emoción de las curvas. El chirriado alegre de los neumáticos y el leve deslizarse lateral del auto; suave, imperceptible para quién, como yo, se hubiera adaptado al balanceo, como si se tratara de un menear del propio cuerpo. Las curvas de la Cuesta del Portezuelo son fascinantes; las que se toman a la derecha, con el abismo a pocos centímetros del borde del asfalto, electrizantes.

Iba y venía del Ancasti a Catamarca -cuando todavía no le decían San Fernando- y me entretenía con los giros cerrados del camino y sus curvas zigzagueantes. Era el paisaje con sus famosos distintos tonos de verde…pero de pronto, todo se puso blanco.

Y de repente todo se volvió gris, rosado. Respiraba bien, pero no podía moverme. Veía a través de los párpados la claridad del día y de la noche, siempre todo muy claro, blanco lechoso; y oía las voces de las mujeres que entraban y salían; de día, cuando todo era bullicio, y de noche, más calmo todo, con menos movimientos en el cuarto. La pieza enorme de un hospital, supongo.

Oía las voces de mi hermana. Me tocaba y la sentía acariciarme con esperanzas algunos días, desesperada otros. Yo estaba abierto a la entrada de sonidos, olores y toques. Pero pasaban las noches y los días, todos iguales, y seguía cerrado de mi cuerpo hacia afuera. No hablaba ni me movía. No abría los ojos.

Ahora sí: me sentaron en la cama y abrí un poco los ojos. Un poquito nada más, pero mis hermanas lloraron, y me besaron. Las veía como por una rendija, una cuchillada en una lata, decía el Vasquito cuando me despertaba con los ojos todavía medio cerrados e hinchados de tanto dormir. Así las veía, y me traían la comida, y me abrían la boca. Sentía cómo me abrían la boca y me daban cucharadas chiquitas de algo líquido. Sentía la cuchara, pero nada de gusto. Nada de sabor. Era un líquido, pero ¿era frío o caliente? No lo sé. No sentía nada más que el paso de la comida sin gusto ni temperatura.

Y el plato con la sopa, ¿era rojo? Bueno sí, al principio era rojo, pero de golpe se puso azul. Azul oscuro primero, y azul celeste, clarito, después. Pero todo rápido. ¿Qué ocurría? ¿Qué me estaba pasando? Me asusté mucho cuando me acordé de un caso que me contaron en 1995.

Una pareja había tenido un accidente en la ruta y ambos resultaron levemente heridos. Saldrían del hospital después de una cura rápida de las pocas lastimaduras sufridas. Pero el esposo se había golpeado la cabeza y, aunque no se supo de inmediato, sufrió un trauma más severo, desarrollando el Síndrome de Capgras.

Recordé que se trataba de un raro trastorno psiquiátrico, por el cual el paciente cree que su familia, amigos e incluso sus mascotas fueron reemplazadas por sosias. El hombre se había convencido, después de una serie de flashbacks y rápidas reminiscencias, de que su esposa había muerto en el accidente y que la mujer que ahora estaba a su lado y lo cuidaba con tanto empeño, era una doble que se hacía pasar por ella. Y comenzó a mostrar poco afecto por la impostora.

¿Me pasaría algo parecido? ¿Estaría saliendo de verdad del estado de coma? ¿No habría otras consecuencias más graves, como las del hombre del Capgras?

 

Raquel entra en el cuarto del hospital, más animada que en los días anteriores ante el progreso de su hermano. Pero él la mira sin reconocerla, sin certezas ¿quién era ella? ¿quién era él?

-                            ¿Luis? Hola, ¿cómo estás? – le dice.

-                — Hola, bien, che. ¿Sabés? Anoche salí con el auto del Pibe, mi hermano, y lo choqué. ¡Mirá qué macana!

-                    Escucháme, Luis. Oíme bien: el Pibe no es tu hermano; era nuestro tío; y se murió ya hace unos quince años. El hermano del Pibe, nuestro padre, también murió, hace diez años. ¿Qué idea loca es esa? ¿Qué te pasa? ¿eh?

Luis se sintió mejor, respiró hondo y se levantó. Se miró en el espejo y no se reconoció; se vio a sí mismo como quien se mira en un espejo empañado, pero aún así, lo que vio fue la cara de su padre y se sintió feliz; sonrió satisfecho.

-                            ¿Sabés, hija? Es bueno esto de envejecer y parecerse al padre de uno. ¿Te acordás de tu abuelo Samuel? Fijáte, estoy igualito al viejo, ¡jajá!

-            — Luis, ¡pará! Me estás asustando. ¿Lo decís en serio? Soy tu hermana, Raquel. Somos vos, Raquel y Alfredo; tres hermanos. Papá se murió hace mucho, y Samuel, era nuestro abuelo, pasó para el otro mundo hace cincuenta años.

 

Pasan las semanas y los meses y no me dejan salir de este lugar maldito. El jefe de los bandidos que dirige el hospital me vende remedios para dormir y yo tengo que salir todas las noches, escondido, en camisón - ¡ridículo! – para sacar dinero del banco y pagarle el chantaje. Pero no me preocupo. Mi hija -que insiste en mentirme que es mi hermana- me dice que tengo 78 años. ¡Otra mentira! Si le sumo los 44 que viví en Brasil antes de venirme de vuelta a Catamarca, a los seis que trabajé en el Ministerio de Obras Públicas en Córdoba, y los cuatro en Buenos Aires como tornero y electricista, ya paso de los 120, 130. Eso me da una jubilación jugosa. Mañana voy a salir a ver al juez, mi amigo, a ver si logra acelerar el trámite.

 

-                                       —  Luis, el médico me dice que ayer les contaste a todos que salís de noche a la calle. ¿Qué historia loca es esa? Acá es un hospital, y no sale nadie sin que le hayan dado el alta.

-                          No, mirá, hijita: tengo que salir, sí, porque el jefe de los bandidos me pide dinero a toda hora. Si yo no le doy, no me da los remedios.

-                                       Ay, ay, ¡hermano! Está bien, quédate tranquilo, voy a hablarle y ver cómo lo resolvemos.

 

No confío más en esa mujercita. Primero me decía que era mi hermana, y yo pensaba que era mi hija. Pero no, no; es una impostora. Se hace pasar por Raquel para quedarse con mi auto; mejor dicho, el auto del Pibe. Mi hermano está furioso porque se lo choqué; es un Citroën naranja, ¡lindísimo! Pero el Pibe está de tan mal humor que ahora dice que es mío, que no lo quiere más. ¡Y por eso esa impostora viene a visitarme, se hace la simpática y no le saca el ojo al Citroën!

Pero, estoy preocupado: hace diez días que estoy acá, sin verla a mamá, y debe estar preocupada. Mamá me cuida mucho, me lleva a la escuela, me ayuda a andar en la bicicleta en la plaza, me hace la tortilla de papas y el pan de grasa que me más me gusta. 

          — ¡Doctor! ¡Venga rápido! ¡rápido! ¡necesito salir! 

 

Javier Villanueva. Junio de 2053, San Fernando del Valle de Catamarca.


sexta-feira, 23 de junho de 2023

La mítica Ruta 40

 



La mítica Ruta 40

4 de junio de 1979

El peñón se levantaba casi vertical, de piedra pura y sin una única hendidura visible, desde el suelo subtropical cubierto de vegetación, hasta unos dieciocho o veinte metros de altura.

La pequeña selva que lo rodeaba hacía inimaginable que allí pudiera esconderse alguien o algo más que alimañas o animalitos muy pequeños. La gente del lugar, acostumbrada a ver el bosquecito y su promontorio desde siempre, poca importancia le daba y difícilmente alguien se acercaba hasta allí, y tampoco nadie se internaba en el lugar.

Mucho menos podrían hacerlo dos agentes especiales de Coordinación Federal recién llegados a Jujuy desde la capital del país, a más de 1500 km. y otros 280 hasta la Quiaca.

Buscaban a dos fugitivos. Presos políticos que habían logrado huir en uno de los tantos fusilamientos simulados que los diversos órganos de represión realizaban a diario para arrancar nuevas informaciones a quienes pensaban que podrían ablandarse con la amenaza de una muerte segura y el alivio inmediato de saberse vivos por un rato más.

 

Luis y el Gringo entraron casi corriendo y asustados al insólito oasis que encontraron en medio de la fuga interminable que empezara cinco días antes en Córdoba. Habían llegado hasta el final de la mítica Ruta 40 en un Citroën viejo, pero con buen motor que habían recibido de un viejo militante del partido, un hombre quebrado ideológicamente, pero dispuesto a ayudar a quién luchara honestamente por la revolución, según el Gringo; o apenas alguien que quería verlos lo más rápido posible fuera de su vida, en la opinión de Luis, bastante más cínico y realista en esas cosas de la vida.

El largo viaje con el autito destartalado terminó justo donde se acaba la Ruta 40, pero el Citroën tampoco aguantaba más: el poderoso motor se había fundido. Tomaron un taxi, pero en el mismo momento en que subían al vehículo, los agentes de Coordinación Federal que habían bajado del ómnibus y buscaban un hotel, los reconocieron. Estaban a pie, y lejos de cualquier coche que pudieran tomar para perseguir a los fugitivos, perdiendo un tiempo precioso. El Gringo y Luis, mientras tanto, convencían al chofer con sus armas cortas a vista, de acelerar al máximo posible en dirección al puente internacional y dejarlos en Villazón, Bolivia. Al arrancar el taxi escucharon un único disparo.

Anduvieron varias cuadras sin problemas, pero cuando llegaban a la frontera, una tropa del ejército se preparaba para armar una “pinza” a pocas cuadras de la salida del país, y tuvieron el tiempo suficiente para girar a la derecha sin ser notados y salir rumbo a Cataratitas, bordeando el Río de la Quiaca, a la espera de encontrar un paso sin vigilancia.

 

31 de mayo de 1979

Luis y el Gringo solo se conocían de vista hasta un mes antes. El primero, peronista y cristiano, militaba en la Juventud Peronista y en Montoneros. El segundo, hijo de italianos de las colonias agrícolas del interior, era simpatizante da la izquierda, pero sin militancia en ninguno de sus grupos. Los habían traído separadamente de la Cárcel de Encausados, donde se habían visto a la distancia un par de veces hasta que fueron a parar a una casa quinta en Guiñazú, secuestrados por el Destacamento de Inteligencia 141.

Los sacaron del lugar esa noche, alrededor de las 23h diciendo que se trataba de un “ejercicio”, pero en realidad era una operación que los jóvenes ignoraban: los militares habían tomado el hábito de, cada dos o tres semanas, dejar saber a algunos prisioneros que irían a simular un fusilamiento, pero que en realidad dispararían ráfagas al aire para permitir algunas fugas a cambio de dinero. Eran apenas “ventas” de libertad a un alto precio, por medio de las cuales la corrupción de algunos suboficiales se ampliaba, agregando esta extorsión a las ya conocidas fuentes de lucro obtenidas en los asaltos a las casas de los presos políticos, que eran despojados de sus pocos bienes: heladeras, muebles, lavarropas, etc. Esa negociación era desconocida por la mayoría de los oficiales, que muy probablemente no hubieran permitido la fuga de ningún preso de importancia para sus tareas de inteligencia, o sea, para seguir aumentando el número de prisioneros hasta llegar al deseado exterminio total de los insurgentes; aunque se sospecha también que tal vez hicieran la vista gorda a esa forma de delito cuando los prisioneros libertados a cambio de dinero eran de poco valor para esos objetivos mayores dentro de la estrategia total de guerra sucia.

Sea de un modo o de otro, esa noche algo diferente ocurrió, tal vez repitiendo otra modalidad de chantaje al más puro estilo mafioso, que era la de la extorsión sin cumplimiento de lo prometido: los suboficiales recibirían el dinero -generalmente en torno de tres a cinco mil dólares- y tirarían hacia arriba, pero enseguida volverían atrás de los prisioneros que, sin entender nada, deberían estar corriendo ya, en libertad, rescatados y protegidos por sus compañeros, los mismos que habían negociado con los corruptos.

Pero nada les salió bien esa noche a los militares de la casa quinta en Guiñazú que, no solo no pudieron recapturar a los presos que habían terminado de libertar menos de diez minutos antes, sino que además fueron recibidos a balazos por los revolucionarios que hirieron gravemente a uno de los suboficiales de la negociación.

El caso es que Luis y el Gringo, y otro compañero prisionero cuyo nombre desconocían y no volvieron a ver, huyeron con el apoyo de dos comandos que los sacaron rápidamente de la zona y los escondieron en casas seguras en Córdoba.

A la madrugada del día 1 de junio salieron hacia las Sierras Grandes, llegando a Chilecito sin que ninguna patrulla del ejército los parara hasta alcanzar la Ruta 40. Solo un par de policías de la provincia de La Rioja les pidieron documentos y los dejaron seguir, satisfechos con las buenas falsificaciones que habían recibido en Córdoba.


4 de junio de 1979

Apenas entraron a la pequeña selva y se aproximaron al peñón, el Gringo notó que el hombro de Luis tenía una mancha de sangre. Aun así, se quedaron escondidos atrás de un tronco enorme caído contra la alta pared de piedra. Poco después, cuando empezaba a oscurecer, vieron llegar un changuito con dos cabras. Los animales, sin vacilar, fueron contornando el peñón y junto con su pastor se perdieron entre algunos arbustos que subían las piedras, ahora mucho menos verticales, a unos trecientos metros de donde se habían escondido los dos fugitivos desde su llegada al pequeño oasis.

Esperando un tiempo suficiente para que el changuito se alejara peñón arriba, empezaron también ellos, recién llegados, la subida a la piedra gigantesca. Difícil al comienzo hasta entender que las plantas crecían justamente donde había grietas, entradas y huellas entre las rocas, que enseguida se demostraron ser muchas y no apenas una única y enorme, como habían pensado al inicio; y la subida fue mucho más tranquila cuando quedó claro que cada vez era más fácil apoyar los pies y seguir un rumbo perfecto en las huellas de un sendero que parecía estar allí, escondido del mundo, desde tiempos inmemoriales.

Tan rápido llegaron, que todavía tuvieron tiempo de ver al chango pastor y sus cabras, a menos de cien metros, al centro de una planicie cubierta de pastos al estilo de la llanura pampeana. Al fondo, a unos doscientos metros, otro promontorio rocoso, este más poroso, seguramente calcáreo, no demasiado alto, tal vez de unos seis metros y lleno de entradas de cavernas.

Agotado con la subida y ya empezándole a sangrar el hombro, el Gringo fue derecho a una de las cuevas del pequeño peñón y se recostó en la piedra, mientras Luis se quedaba de guardia, confiados ambos en que la oscuridad del atardecer y la soledad del lugar les daría un poco de paz después de tantos días de fuga y angustias.

No fue así: a los pocos minutos de su llegada, dos niñas con atuendos que les parecieron exóticos a los recién llegados asomaron en la entrada de la caverna, mirándolos con curiosidad y una cierta ironía en sus caritas.

Las ropas de las niñas Wichis les llamaron la atención a los fugitivos, todavía sin saber a qué grupo nativo podrían pertenecer; vestiditos adornados con semillas y fibras de chaguar, bolillas de barro y caracolas que tal vez vinieran del Río de la Quiaca, abrían una sonrisa contagiosa para ofrecerles una canastita con pedazos de zapallo, un pote con porotos cocidos, y un par de pimientos. No apareció ningún adulto, pero ya no había dudas de que por lo menos una familia de Wichis estaba compartiendo la roca de las cavernas con los jóvenes que huían de la represión, y que eran amigables. Pero estaban tan cansados que, agradeciendo los regalos, comieron con urgencia todo lo que les ofrecían y cayeron en un sueño profundo.

A la mañana siguiente, Luis se despertó con el sol en la cara y otra vez la sorpresa de nuevas visitas: dos mujeres y un hombre, Wichis, como ellos mismos se lo contaron. Llegaron alegres, con nuevos regalos y alimentos; pero enseguida el hombre, llamado Wacayaca, casi un anciano, se puso serio y les dijo que Lawo, el arcoíris que también puede ser una serpiente gigante que controla las tempestades, las tormentas y los ciclones y se irrita muy fácilmente, les había advertido que los jóvenes fugitivos corrían peligro y debían cuidarse mucho a partir de ese momento.

 

9 de junio de 1979

Pasaron casi una semana de paz, curando la herida de Luis con hierbas que les traían sus nuevos amigos Wichis, y acostumbrándose al soroche o apunamiento, que pocos días antes les impedía andar rápido o por mucho tiempo; ese día lo habían ocupado preparándose para bajar el peñón y salir del oasis apenas cayera la noche hacia Puesto Tarija, en donde suponían los nativos que sería más fácil cruzar a Bolivia.

Se despidieron de sus nuevos amigos y empezaron el descenso, pero cuando estaban casi a la mitad de la huella en bajada, empezaron los truenos y relámpagos.

Al llegar a la base del peñón, las hierbas estaban más altas y tupidas, y pudieron esconderse mejor hasta llegar al punto de la gran roca en el que habían estado al llegar al oasis.

Enseguida, como si no pudieran tener un minuto de tregua, estalló un infierno de balas de metralla que los obligó a echarse cuerpo a tierra, otra vez atrás del mismo tronco que los había protegido a la llegada al lugar. A la lluvia de plomo causada por las ametralladoras, probablemente del ejército, de inmediato estalló un tiro de obus.  

Es un Oto Melara de 105mm dijo el Gringo, que lo había conocido y usado en el servicio militar. El impacto fue tan grande que un enorme pedazo de piedra se soltó, cayendo desde una altura de tres o cuatro metros. Era una laja de no más de veinte o treinta centímetros de ancho, pero alta y ancha, lo que le permitió caer verticalmente y apoyarse sobre el cuerpo del peñón del cuál se había desprendido.

Lo que no esperaban los atacantes, sin embargo, fue lo que vino a continuación: Lawo, la divinidad Wichi, tomó la forma de un arcoíris y se levantó por sobre las copas de los árboles de la pequeña selva, hasta transformarse en una serpiente gigante que en instantes estalló en miles de chispas, luces y ruidos ensordecedores, típicos de una fuerte tempestad, lanzando una tormenta eléctrica con descargas violentas de rayos, y produciendo pequeños ciclones con lluvias y vientos.

El cerco militar al oasis quedó destruido de inmediato por las fuerzas brutales de la naturaleza desatadas por Lawo. Y fue suficiente para que el Gringo y Luis se levantaran, salieran de su escondrijo y corrieran en dirección al río de La Quiaca.

Corrieron en la semi penumbra, amparados por la tremenda confusión causada por la tormenta del dios Lawo y, al llegar a las barrancas del otro lado del río, ya en suelo boliviano, se largaron debajo de un árbol, exhaustos, a descansar.

Al día siguiente, bajo un sol bastante alto, se encontraron con un cóndor sobre el asfalto, en medio de la ruta 28, tieso, que parecía a punto de levantar vuelo. Lo miraron a la distancia, sin atreverse a acercarse, pero al final vieron que el ave no se movía: estaba como congelada.

El Gringo se secó la transpiración mientras Luis se sacudía el polvo que se le había juntado sobre los hombros y en los zapatos; la herida se le había curado sin dejarle marcas; ya pasaba de las once y media de la mañana y el sol les calcinaba las cabezas; el Gringo calculó que hacía más de 40 grados.

 

Bajo un arbusto seco y espinoso, sin sombras al sol del mediodía, un viejito los miraba. Cuando se acercaron, vieron que era el Wichi que les había llevado comida el segundo día en el peñón y que les había advertido del peligro que corrían. Era él, sí, pero a pesar de sus esfuerzos, no lograron sacarle ni una única palabra; de pronto, de la boca del viejo se escapó un sonido casi vacío.

Luis se agacho para oírlo mejor; el anciano repitió algo ininteligible y cerró lentamente los ojos hasta quedar inmóvil y mudo.

El Gringo se acuclilló y le preguntó:  


¿Duerme? ¿se siente bien?

—Estoy dormido, pero estoy muriéndome contestó el viejo con un débil susurro.  

—¿Qué le pasó? ¿Está enfermo? — le inquirió.

—¡No me despierte, déjeme morir durmiendo! — replicó el viejo.

—¿Le duele algo? lo interrogó.  

—No siento nada, estoy dormido; estoy bien, pero voy a morirme— contestó el viejo, mientras su tez mate, quemada por el sol y el frío de los inviernos y los veranos rigurosos de la frontera, se ponía cada vez más pálida.  

—¿Qué le pasó? — insistió el Gringo. —¿Por qué cree que va a morirse así, de golpe?  

—Estoy bien...— y el susurro se hizo cavernoso, grueso, y lo estremeció al Gringo y a Luis, poniéndoles los pelos de punta y la piel de gallina.  

—¿Está despierto? ¿O duerme? dijo Luis, ya más repuesto del terror.  

—Estaba durmiendo, Ud. me despertó, pero ahora ya estoy...muerto— y la voz áspera y fuerte, hueca y retumbante del viejo le erizó al Gringo los pelos de la nuca.

 

Antes débiles e inaudibles, sus palabras parecían llegar ahora desde lo hondo de una caverna en el fondo de la tierra. Y el Gringo y Luis, jóvenes fuertes y corajudos, sentían que el pavor provocado por aquella voz los doblegaba.

 

Dejaron al viejo en cuclillas y se subieron a un jeep al que le habían hecho dedo; pero se arrepintieron enseguida, bajaron del auto y volvieron para estirarlo sobre el pasto ralo y salitroso; el cuerpo del viejo se mantenía tibio, y todavía sin la rigidez creciente del cadáver que ya era.

 

Junio de 2023

Pasaron cuarenta y cuatro años, y Luis y el Gringo sintiéndose viejos y cansados, liquidaron el negocio de carpintería que habían ido construyendo en Tarija. Se volvieron con un recuperado impulso juvenil, rehaciendo el camino hasta Villazón y La Quiaca que habían recorrido en su fuga en 1979.

Al llegar al cruce del río La Quiaca, buscando el lugar en el que habían dejado al anciano Whichi, encontraron un algarrobo grande, de unos cuatro metros de altura, y sentado a su sombra, un changuito de unos diez o doce años.

 

Hola, changuito ¿Cómo te llamás?¿Sos de acá?

—Sí, vivo en aquella piedra grande que se ve allá lejos. Soy Wacayaca, “el zorro”. Y Uds. son el Gringo y Luis, ¿no?

Pero ¿cómo sabés nuestros nombres? Y…¿te llamás Wacayaca, igual que el viejito que murió hace más de cuarenta años, aquella noche de la gran tormenta? ¿Era tu abuelo?

—Somos lo mismo: él, aquel viejito que Uds. conocieron, y yo. En mis vidas anteriores, yo era un Tokwaj, un “Tío Travieso”, que hacía mil tonterías. Hasta que el dios Lawo me mandó a quedarme junto a él cada vez que empezara una de sus tormentas de rabia; y peor aún, cada vez que las broncas de Lawo explotan, yo termino muriéndome y teniendo que reencarnar y renacer otra vez— decía Wacayaca, con una mueca graciosa.

 

En eso estaban, el Gringo y Luis tratando de entender la cosmovisión de Wacayaca, y él queriendo explicarles cada detalle de la forma de viver y de querer de su pueblo Wichi. Y de pronto, las bombas.

Y de repente, otra vez las metrallas.

De nuevo los gritos y el llanto. Otra vez, mujeres y hombres gritando sus nombres al ser detenidos y arrastrados sin piedad hacia los carros de asalto.

Una vez más, las desapariciones de gente que lucha.

Y de nuevo la gendarmería y sus armas, y más de mil, dos mil hombres uniformados, apuntando directo a los ojos de los más pobres, los más olvidados, los desheredados de la tierra de la Quiaca.

Pero, otra vez también, los puños en alto, y los siete colores de las banderas Wiphala ondeando al viento.

Fogatas en las cumbres de las lomas, perfiles de pueblo marchando, centenas, miles de mujeres, niños y hombres valientes, audaces, hambrientos de justicia, con una sola meta: llegar a San Salvador de Jujuy y derrotar al pequeño tirano.

 

Javier Villanueva. Junio de 2023, San Fernando del Valle de Catamarca.