terça-feira, 26 de janeiro de 2021

Soy la que mira, por Eugenia Almeida

 


Soy la que mira, 

por Eugenia Almeida


Yo soy la que mira. Pueden decirme así, está bien.

No me molesta.

Mi abuela decía que la ventana era una forma de asomarse al mundo. Se sentaba en su silla, miraba la calle. Mi mamá se quejaba. Le llamaba la atención, qué va a pensar la gente, todo el día asomada. Mi abuela se reía, hacía un gesto con la mano, me miraba y decía: las ventanas son los ojos de la casa.

Qué iba a saber yo que eso iba a marcar mi vida. Una ventana, la mirada, haber visto.

Perdonen si me distraigo, si voy trayendo recuerdos.

Sé bien que aquí estamos por otra cosa. El “hecho tres”. Eso. Los chicos. Los dos muchachos, la chica.  Para mí, también, el abuelo. Y el bebé.

Cuando digan “hecho tres”, voy a escuchar muchos nombres ahí.

Denme un minuto. Me cuesta. Se pone brava la voz, se vuelve un peso.

Pero. Yo soy la que mira.

No sé cómo decirlo.

Ese domingo estaba ahí. Terminaba de lavar los platos de la cena. Eran casi las once. Noche cerrada. 15 de agosto del 76. En ese momento, si me hubieran preguntado qué día era, no hubiera sabido contestar. Domingo, sí. Lo demás, un tiempo suspendido.

Ese día desapareció un avión en Ecuador. El vuelo 011 de Saeta. No es que lo supiera entonces. Lo supe después. Muchas veces traté busqué qué otras cosas habían pasado ese día. Otras cosas,  además del espanto.

El avión chocó contra el Volcán Chimborazo. 59 muertos. Tardaron 26 años en encontrar los restos. Veintiséis años. A veces es el paisaje. A veces el silencio.

Fue ese mismo día, el avión desapareció y unos tipos se llevaron a los chicos con su bebé. Y al otro día, al padre del muchacho. Y a la tarde, al otro hijo. Me adelanto, ya sé. Disculpenmé. De tanto estar a la espera esa noche ahora el cuerpo siempre se me inclina hacia el futuro. Me apuro.

Era de noche, decía. Domingo, cerca de las once. Y de golpe los ruidos. Los motores, las frenadas, las voces. Me asomo a la ventana. Están rodeando la casa de enfrente, la casa de los chicos. Oigo que golpean la puerta. Puro puño. Puro fuego sucio. Me estiro para apagar la luz, que no me vean. Me pongo al costado de la ventana, escondida.

Lo veo al muchacho abrir la puerta. Y ahí una tromba, un metal que golpea, ruido, ruido, el mundo se rompe, yo estoy a oscuras y después silencio. Ese silencio. Me quedo sin aire, inmóvil, a la espera. Mi desesperación. Lo único que puedo hacer es no retirar la vista. Convertirme en la que mira.

Silencio.

Media hora, quizás. La puerta de la casa de los chicos se abre. Los sacan.

Voy a tomar aire para nombrarlos. Juan Carlos, Adriana. Encapuchados. Algo en la posición de sus cuellos me desarma. Qué hago acá, cómo sostengo. Mirar, me digo. Me quedo con los ojos en sus pies descalzos. Me muerdo la boca por dentro. Mirar. En los brazos de ella, el bebé. Los suben a uno de los autos. Se los llevan. Pero no todos se van. Ellos se quedan en la casa. Una puntada en el hombro derecho. Tengo que seguir mirando. Si viene el hermano mayor. Tengo que avisarle que están ahí. Estiro el brazo y arrastro una silla tratando de no hacer ruido. Me siento.

No sé en qué momento amanece. Tengo la boca seca. Me levanto, voy al baño, me mojo la cara, pongo la pava al fuego. Entre un movimiento y otro, me acerco a la ventana. No vaya a ser que justo ahora.

A eso de las once de la mañana llega una camioneta verde. Fiat. 125. Se baja un  hombre. Debe ser el padre de los muchachos, pienso, algo en el modo de caminar. Me acerco a la ventana, un poco más, tengo que avisarle. Están ahí en la casa, digo en voz baja. Pero él ya está golpeando la puerta. Una garra lo atrapa del cuello, lo mete dentro. Otra vez los ruidos, el silencio. Lo sacan, las manos atadas a la espalda. Lo obligan a subir a su propia camioneta. Se lo llevan. Todavía queda gente en la casa. Muchos años después voy a saber que a eso lo llaman “ratonera”.

A la tarde llega el otro hermano. Trato de gritar, me muerdo los labios, tampoco llego a tiempo. Algo se rompe por dentro. Debo ser yo. Mi voz, no sé.

En menos de veinticuatro horas he visto tres veces esa escena.

Ya quedo atada a la ventana como si fuera una cadena. O una balsa de piedra. Para qué, me digo. Si ya se han llevado a todos, si ya se han ido. Incluso han vaciado la casa. En la camioneta verde, cargada hasta el tope.

Y sin embargo, miro. Me quedo anclada a esa casa arrasada.

Y entonces veo a esa mujer que se acerca. Hago un ruido con la boca. Un chistido. No me oye. Más fuerte. Ella se da vuelta y busca, busca, busca. Por fin ve mi mano asomada, haciéndole un gesto para que se acerque.

Le abro y la hago entrar, somos las dos pura urgencia. Le pregunto quién es, de dónde conoce a los chicos. Ella contesta. Soy la madre, soy la suegra, soy la abuela. Tengo la imagen de la chica con el bebé en brazos. No sé cómo decirlo.

Trato de rearmar esa historia que para mí es puro ruido. Ella tiene un temblor ronco mientras escucha. Silencio. Soy la que mira. Y cuenta.

Va a volver unos días después.

Ahora es ella quien habla. Me dice que recuperaron a su nieto. Que aquel lunes en que ella salió a buscar a su marido, su hija Julia, la más chica, se había quedado en casa de una tía. Que en un momento sonó el timbre y Julia creyó que era ella, que volvía. Que en la vereda había dos militares. Que dijeron que tenían que entregar un paquete. Que Julia se acercó con su primo. Qué él agarró uno de los bultos y ella otro, que les dijeron que entraran y no volvieran a salir. Que ella llevó el paquete adentro pero desobedeció y se asomó a la calle y sobre la esquina vio que los militares se subían a la camioneta verde de su papá.

En ese paquete, el bebé. Sebastián.

Todo sucio, el pichón. Los ojos abiertos a un punto que lastiman. Mudo. Mudo de haber visto el horror, debía ser. Mudo de haberlo probado. No sé, no quiero pensar en eso. Me deja sin voz.

Me cuenta que ese lunes a la noche ella había ido a la Central de Policía, en el Cabildo. Que había preguntado por su marido. Que lo negaron. Que ella había visto la camioneta verde estacionada ahí mismo, a unos pasos. Que no dejó que le mintieran, que finalmente le dijeron que posiblemente lo soltaran al otro día.

La D2. Ahí, frente a la plaza. 17 de agosto y desfile militar. Un hombre que sale del Cabildo. Las huellas que le han dejado están a la vista. Su esposa y su hija lo esperan. Él trae las llaves de la camioneta en la mano. La misma camioneta que unas horas antes usaron para transportar a Sebastián. Ella le dice que el hijo mayor tampoco ha vuelto a su casa. Ahora saben que son tres los que faltan. Dejenmé que los nombre. Juan Carlos, Adriana, Luis Roberto.

Eso me cuenta. Algo se desarma cuando habla. Todo lo que decimos es en voz baja, como si pudieran escucharnos.

Me cuenta que todo había empezado mucho antes, que habían allanado su casa tres veces. Que las tres veces estaba Julia, sola. Quince años tenía. Que se ve que creían que sus hijos todavía vivían con ellos.  Que la primera vez llegaron cuatro policías y un militar. Que dijeron tener una orden de allanamiento, que tiene que firmarla un mayor de edad. Julia dice que sus tíos viven a unas cuadras. La suben a un auto, buscan al tío, lo obligan a firmar. Que él no pudo leer lo que firmaba. Que cuando vuelven a la casa los tipos gritan, rompen, tumban todo lo que tocan. Tumba. Retumba. A veces pienso en eso.

Que en un momento salen a la calle, abren el auto y sacan unas palas. Que van al patio y empiezan a cavar.

Ella me cuenta: la segunda vez, igual. Los mismos cinco, el viaje a la casa del tío, la tromba, las palas, el patio.

La tercera vez no hay papel. Julia está sola. El militar que conduce la jauría grita, golpea, dónde mierda está tu hermano, la lleva hasta la pieza, tira los libros al piso, arranca las hojas de las carpetas, los papeles flotan en el aire, algo se suspende, el peso de las cosas, los sonidos. La mano en la nuca, la garra en el pelo, el movimiento para obligarla a arrodillarse, un puntazo de borceguí al costado derecho, la voz diciendo voy por tu hermano y vuelvo por vos.

¿Qué es eso que tiembla cuando la oscuridad sale de la casa pero, al mismo tiempo, se queda? Julia, su madre cuando lo cuenta, yo, nosotros. Todos hechos de la misma tierra que tiembla. Tumba. Retumba.

Dejenmé hacer una pausa.

Yo la escucho. Escucho toda esa historia.

Le digo que yo sé.

Que también en esta casa. Que mis hijos, que no quiero hablar de eso. Vivos, sí. Pero. Golpe, marca, huella.

Ella me entiende. Dice que no va a volver. Dice gracias.

Yo no puedo decir nada porque me he quedado vacía por dentro.

Mi garganta es puro hueso. Esos chicos. Los míos. Los de ella.

Ella me roza el hombro con la mano izquierda. Una caricia suspendida. Aún somos jóvenes. Y, sin embargo, tan viejas.

No me ha preguntado mi nombre. No me sorprende. Antes me decían la modista. Ahora pueden decirme la que mira.

Uno nunca sabe en qué segundo se juega su presencia en el mundo. Yo no saqué los ojos. Eso fui. Como tantos otros, me hago presente desde mi ausencia.

Siempre estoy volviendo.

Soy la que mira. Y cuenta.


                      Adriana María Díaz Ríos nació el 22 de febrero de 1954 en Córdoba. Junto a sus padres y su hermana mayor vivía en el barrio Granja de Funes.
Junto con su pareja comenzó a militar en los Comandos Populares de Liberación que luego se fusionó con las Fuerzas Armadas de Liberación (FAL 22). Fue secuestrada la noche del 15 de agosto de 1976 junto a Juan Carlos y su pequeño hijo de su casa en barrio Villa Páez, según relató una vecina. Tenía 22 años. Aún continúa desaparecida.

                       Juan Carlos Soulier nació el 1 de noviembre de 1952 en La Rioja. Era el segundo de tres hermanos: Luis, Juan Carlos y Julia. Cursaba los últimos años de la carrera Ingeniería en Construcciones en la Universidad Tecnológica de Córdoba (UTN) y participaba del Centro de Estudiantes de su Facultad. Militaba en los Comandos Populares de Liberación (CPL) que se fusionó con las Fuerzas Armadas de Liberación 22 (FAL 22). Juan Carlos fue secuestrado la noche del 15 de agosto de 1976 junto a Adriana y su pequeño hijo de su casa en barrio Villa Páez, según relató una vecina. Tenía 23 años. Aún continúa desaparecido.




                        Luis Roberto Soulier nació el 21 de diciembre del año 1950, en la ciudad de la Rioja. Era el mayor de tres hermanos: Luis, Juan Carlos y Julia.
Gallego”, como lo llamaron sus compañeros, fue secuestrado el 16 de agosto del año 1976, de la casa de su hermano Juan Carlos en Barrio Villa Páez en la ciudad de Córdoba, según relató una vecina.
Tenía 25 años. Aún continúa desaparecido.


Conocé más de su historia en el Memorial Virtual Presentes

quinta-feira, 14 de janeiro de 2021

La helada. Por Susana Diez de la Cortina Montemayor

 


La helada

Por Susana Diez de la Cortina Montemayor

La nieve es el enemigo más temido de las serpientes y, por extensión, de los seres alados que son evolución suya en el imaginario popular, los dragones; de ahí que estos últimos, con la llegada de los primeros fríos, busquen el cobijo de las cuevas, donde el aire cálido retenido protege a los reptiles, de sangre fría, de las heladas. Cuenta Ángel Gari en su Aragón Mítico-Legendario[i], que las cuevas de la Traconera, situadas muy cerca de la fuente de la Marigüeña -de la que hablábamos aquí hace unos días- y de la ermita de Santa Elena, evocan con su nombre las «dragoneras», es decir, refugios de dragones,  antiquísimos monstruos arquetípicos que con posterioridad el hombre medieval sincretizaría en presencias maléficas más concretas para él, como las brujas o el diablo.

Y posiblemente por eso, entre las dos cuevas Traconeras (una de ellas situada a 1.047 metros de altitud  y la otra a 1.100) hubo en otros tiempos un hospital de peregrinos, bajo la advocación de San Martín, del que, por el momento, poco se sabe, salvo que se encuadraba en mitad de una “geografía sacra” donde las construcciones humanas eran parte de un conjunto en el que dominaban por su fuerza telúrica las imponentes rocas sagradas.

El acceso a las cuevas Traconeras no reviste gran dificultad, pero el recorrido por su interior requiere de material específico, conocimientos de espeleología,  y mucha precaución. Casi tanta como la que al parecer necesitan hoy la mayoría de los desprevenidos urbanitas para moverse por la ciudad helada.

Me pregunta una amiga extranjera cómo es posible que una simple nevada de medio metro haya podido convertir la capital en “zona catastrófica”. ¿Acaso no es lo normal que nieve cada invierno? Al igual que los reptiles de sangre fría, buscamos el interior caliente de nuestras cuevas, las casas donde las calderas de las calefacciones no han dejado de funcionar día y noche. Pero, eso sí, después del jolgorio de las bolas, los improvisados trineos y los muñecos de nieve, después de haber dibujado ángeles de todos los tamaños en la nieve de los parques urbanos bajo la que, aunque parezcamos querer olvidarlo, siguen estando los mismos excrementos de perros, las mascarillas desechables usadas y las latas de cerveza arrugadas que antes de la borrasca.

Nada es lo que parece cuando nieva. La nieve oculta toda impureza, pero debajo de ella siguen estando los detritus, y las piedras sagradas. Poco a poco, la negra piel del diablo que es la capa de mugre urbana, se irá transparentando por entre los minúsculos cristales de hielo que hoy causan a tantos ciudadanos fracturas de todo tipo debidas a los patinazos. La nieve aplastada y ennegrecida no gusta tanto, retrotrae a nuestro origen evolutivo común, el de aquel primer ser que salió reptando del agua, y hace funcionar nuestro cerebro reptiliano: lo que se creía hermoso ahora resulta amenazante y da lugar a un egoísta espíritu de supervivencia que suele verse muy pronto reflejado en los estantes vacíos de los supermercados.

Pero cuando ya la helada amenazaba con convertir nuestros corazones en zona catastrófica, añaden que no es nieve lo que vemos, sino polvo de plástico helado. Que todo esto es no más que un síntoma inequívoco del desastre del cambio climático. Echando fuego por las enfurecidas narices dilatadas, los dragones que viven bajo las rocas sagradas cubiertas por la helada han salido, por fin, a demostrarnos que también la nieve puede arder.

 

[i]  Ángel Gari Lacruz (Coord.). Ed. Prames / Rutas CAI por Aragón, 2007

segunda-feira, 11 de janeiro de 2021

La intensa batalla en la que acribillaron a Los Palmeros

 



La intensa batalla en la que acribillaron a Los Palmeros

Este 12 de enero se recuerda el 49º aniversario del cruento combate entre las fuerzas del estado y Los Palmeros, uno de los sucesos más estremecedores de las luchas por el poder en la República Dominicana durante los doce años de Joaquín Balaguer, en el que cayeron en combate cuatro jóvenes revolucionarios.

El acontecimiento tomó toda la atención pública de la época y demostró la firme determinación del régimen de eliminar los focos de rebeldía protagonizados por los revolucionarios comunistas.

Los servicios de inteligencia habían localizado a Amaury Germán Aristy, líder de Los Palmeros, a Virgilio Perdomo Pérez, Ulises Cerón Polanco y Bienvenido Leal Prandy (La Chuta), quienes estaban ocultos en una casa en el kilómetro 14,5 de la autopista Las Américas, huyendo de una persistente persecución, tras la ocurrencia de unos asaltos.

La vivienda fue sitiada el martes 11 de enero de 1972, a las 10:00 de la noche. En la madrugada las fuerzas de la represión aumentaron el cerco y apostaron 2500 hombres, para combatir a los cuatro jóvenes, en uno de los combates más desiguales del pasado siglo XX.

Al empezar el 12 de enero se inició una encarnizado tiroteo entre los revolucionarios y las tropas policiales, de la aviación, marina y ejército. Estas últimas eran dirigidas por los generales Neit Nivar Seijas y Ramón Emilio Jiménez, jefes de la Policía y de las Fuerzas Armadas. Los insurrectos fueron repelidos con fusiles, cañones de 105 mm, bazucas, morteros, helicópteros y un avión de bandera estadounidense.

Primero cayeron Leal Prandy y Cerón Polanco, el capitán Virgilio Féliz Almánzar y otros dos rasos. Se mantenían con vida German Aristy y Perdomo Pérez, refugiados en una cueva, desde donde resistieron por más de diez horas.

Perdomo Pérez fue ultimado en las primeras horas de la tarde y posteriormente fue muerto Germán Aristy. Entonces se dijo que Los Palmeros les ocasionaron ocho bajas a las fuerzas represivas, dato que nunca fue confirmado.

La revista ¡Ahora!, Nº. 428, del 24 de enero de 1972, informó que los hombres resistieron “hasta horas de la tarde a todo un ejército que se fue haciendo cada vez más grande con refuerzos de la Policía, la Fuerza Aérea Dominicana, el Ejército Nacional y la Marina de Guerra”.

“Aviones, tanques, carros de asalto, helicópteros, cañones, morteros y otras armas pesadas fueron desplazados para enfrentar a las dos jóvenes que finalmente cayeron como cayeron, además del capitán Almánzar Fernández, el teniente José Brito Rodríguez y los rasos Benis Perdomo Ferreras, Héctor Inés Alcalá, José Rodríguez Liriano, Daniel Pérez Corporán, Martín de Jesús Ortiz y Cristo del Rosario Pérez Cuesta”, relató la publicación.

La Radio Mil, Radio Comercial y otras emisoras, daban cuenta de los sucesos y de las armas pesadas que se encontraban en el lugar, mientras la población se mantenía en vilo esperando el desenlace.

Paralelamente ocurrían manifestaciones estudiantiles en repudio a las acciones oficiales y en apoyo a Los Palmeros, en Ciudad Nueva, San Lázaro, San Miguel, San Carlos, Villa Francisca y en Villa Consuelo. La Universidad Autónoma de Santo Domingo también fue escenario de revueltas, y la policía rodeó el campus.

Aunque el gobierno de Balaguer se negaba a entregar los cadáveres, finalmente fueron sepultados por los familiares de los caídos, luego de que finalizaran las marchas fúnebres en medio de tensiones, bombas lacrimógenas y disparos.

Más tarde, la policía publicó documentos que habría incautado del grupo que demostrarían que el asalto a The Royal Bank of Canada fue cometido porque el patrocinador extranjero (?) le había sido abandonado.

Origen de los combatientes

Los comandos de la resistencia dominicana, más conocido como Los Palmeros, fueron formados en diciembre de 1967 en Cuba, en una reunión encabezada por el coronel Francisco Alberto Caamaño, héroe de la revolución de abril y líder del desembarco guerrillero por playa Caracoles del 1973.

La misión del grupo era servir de avanzada del proyecto insurreccional de Caamaño. Tuvo el apoyo del gobierno cubano y de revolucionarios dominicanos vinculados al movimiento 14 de junio, cuyo objetivo era combatir al régimen balaguerista e instaurar un gobierno socialista.

Los Palmeros procedían de las filas estudiantiles y habían participado en la lucha contra los remanentes del trujillismo, en las movilizaciones contra el Triunvirato, en la guerra del 1965 y en otros episodios de la postguerra.

El grupo era liderado por Amaury Germán Aristy, nacido el 13 de abril de 1947, en Padre Las Casas, Azua. Tras mudarse a Santo Domingo con 14 años, el sureño se involucró en las actividades políticas de la Unión de Estudiantes Revolucionarios. Posteriormente, en la guerra de abril de 1965 fue jefe del comando de la calle José Gabriel García esquina Espaillat, en Ciudad Nueva. Encabezó la delegación dominicana a la Conferencia Latinoamericana de Solidaridad, efectuada en La Habana en el 1967.

En la noche del 15 de julio de 1970, mientras se encontraba en la clandestinidad, Germán Aristy escapó de la vivienda en que se encontraba, bajo fuego de metralla, y disparando en defensa propia. En su huida quebró el cerco e hirió al sargento apodado Chichí Bolón, que luego se haría famoso por sus desmanes.

Asalto al Royal Bank

El 8 de noviembre de 1970 se produjo el asalto al The Royal Bank of Canada y la policía acusó a Germán Aristy, Plinio Matos Moquete, Harry Jiménez, Virgilio Eugenio Perdomo Pérez, Ulises Cerón Polanco, Bienvenido Leal Prandy (La Chuta) y otras personas.

En noviembre del 1971, la policía ofreció 5000 pesos de recompensa a quien ofreciera informaciones que permitieran capturar al grupo e hizo innumerables allanamientos y operativos en Santo Domingo y otras localidades.

También se le acusaba del asalto a un camión que transportaba valores de la Lotería Nacional.


Tomado de Diariolibre.com

sexta-feira, 8 de janeiro de 2021

¿POR QUÉ TENEMOS QUE HABLAR DE NAPALPÍ?

 


“Avión contra sublevación indígena” escribió atrás de esta foto el antropólogo Lehmann Nitsche. Fuente: Instituto Iberoamericano de Berlín (1924)

¿POR QUÉ TENEMOS QUE HABLAR DE NAPALPÍ?

 Por Marcelo Musante*

Fue una de las masacres masivas de personas más trágicas de nuestra historia. Pero aún no es reconocida en todo el país. Este domingo se cumplen 96 años. ¿Por qué es importante que trascienda lo que pasó aquel 19 de julio de 1924 en Chaco? ¿Cómo siguen operando aquellos discursos racistas sobre las comunidades indígenas en el presente? ¿Qué relaciones hay entre Napalpí y la estigmatización del Pueblo Mapuche o la reciente represión y tortura policial en Fontana?

Los gendarmes y la policía montada estaban al acecho. Los Qom y Moqoit reunidos en la zona de El Aguará no lo sabían. La policía rondaba la reducción desde hacía dos meses. La Gendarmería de Línea, desde hacía una semana. Sus nombres, armas y municiones quedaron registrados prolijamente en listados oficiales.

Mientras tanto, el gobernador del Territorio Nacional del Chaco, Fernando Centeno, entablaba el supuesto diálogo con los líderes indígenas que reclamaban por las condiciones de explotación a las que eran sometidos. Pero era una trampa: al mismo tiempo que desde el Estado se proponía a las comunidades indígenas canales de negociación, se preparaban las acciones punitivas. Fórmulas del pasado y del futuro. El castigo como figura siempre omnipresente.

La Masacre de Napalpí era algo que iba a suceder en algún momento. Y pasó. Centenares de Qom y Moqoit fueron asesinados el 19 de julio de 1924 por las fuerzas represivas estatales. Fue una consecuencia de las características del sistema de disciplinamiento impuesto desde el Estado y los sectores privados de la región a los pueblos indígenas.

Iba a pasar porque los asesinatos masivos sobre personas indígenas ya se habían llevado a cabo antes, en las diversas campañas militares a Pampa, Patagonia y la región chaqueña.

Iba a pasar porque se continuarían repitiendo en el futuro, como en el caso de La Bomba, en Formosa en 1947, entre muchas otras.

Iba a pasar porque era un lugar de confinamiento para controlar los cuerpos y someterlos violentamente al trabajo. Los cuerpos como objetos. Como meras herramientas.

Iba a pasar porque esos cuerpos iban a revelarse colectivamente.

Iba a pasar porque no tenían permitido ninguna acción de resistencia allí adentro.

Y cuando esos cuerpos se sublevaron en la escena pública, fueron reprimidos y asesinados.


La violencia en el espacio y los cuerpos

La masacre se llevó a cabo en la Reducción Estatal para Indígenas de Napalpí. Un espacio de control social que formaba parte de un sistema más amplio. Un proyecto que implementó el Estado argentino en Chaco y Formosa a espejo de las que ya existían en Estados Unidos con múltiples denuncias por las consecuencias sobre las familias indígenas.

Acá llegaron a coexistir cuatro reducciones. Funcionaron entre 1911 y 1956. Hubo años en los que estuvieron concentrados más de siete mil indígenas de las etnias Qom, Moqoit, Vilela, Wichí y Pilagá.

Los presidentes de la Nación del momento se pronunciaban sobre las reducciones como un sistema ejemplar y exitoso para la “incorporación del indígena a la civilización”. Pero las condiciones eran otras. “Siempre palo, palo y palo. Nosotros sufrimos mucho. No teníamos ropa”, se acordaba Juan Ballesteros en Bartolomé de las Casas, lugar donde funcionó una de esas reducciones en Formosa.

El “proceso de civilización del indígena” implicó el trabajo a destajo, con paga en mercadería del almacén del lugar, manejada por el propio Estado nacional, y con deudas que se acumulaban con el administrador de la reducción. La deuda como forma de disciplinamiento.

Un sistema de explotación basado fundamentalmente en el desmonte de cientos de miles de toneladas de árboles nativos para proveer a la industria maderera y al propio Estado para la construcción de vías férreas. Vías que se construían abriendo picadas en monte cerrado. ¿Quiénes lo hacían? Los propios indígenas bajo control del Ejército.

Las mujeres, los niños y las niñas eran sometidxs al trabajo de la cosecha y violentadxs por quienes trabajaban para la administración. Las enfermedades no tenían modo de ser curadas en las salas de primeros auxilios desabastecidas.

El control era ejercido con extrema violencia. “Los indígenas eran estaqueados toda la noche como castigo”, recuerda Bernardino Paz en Colonia Aborigen, lo que antes era Napalpí.

Resistencia y represión

Pero en un momento, en la Reducción de Napalpí, se llevó a cabo una acción de resistencia. Los caciques Dionisio Gómez y José Machado entre los Qom, y Pedro Maidana y la cacica Mercedes Dominga entre los Moqoit, son los nombres que lxs sobrevivientes mencionan como los referentes de la protesta.

Se reunieron centenares de personas en la zona del Aguará, dentro de la reducción, para reclamar por una quita que le impusieron al precio de la cosecha del algodón, por las condiciones de salud y alimentación, por la explotación laboral y por un decreto que prohibía que puedan ir a trabajar donde quisieran, entre otras.

Mientras los líderes indígenas negociaban con las autoridades estatales las fuerzas policiales se iban organizando.

Entre el gobernador Fernando Centeno, el jefe de Policía Diego Ulibarrie, el comisario Roberto Sáenz Loza, el sargento Alejandro Verón y Mario Arigó, administrador de la reducción, se definió la represión. El ministro del Interior de la Nación era Vicente Gallo y el Presidente, Marcelo T. de Alvear.

El 19 de julio de 1924 el Regimiento de Gendarmería de Línea y la Policía Montada avanzaron sobre las y los indígenas reunidos.

La represión incluyó la utilización del avión Chaco II que despegó del Aero Club Chaco al mando del sargento Emilio Esquivel y del piloto estadounidense Juan Browis. El historiador y piloto Alejandro Covello afirma que fue justamente ésa la primera vez en la historia argentina que se utilizó un avión para reprimir desde el aire a población civil.

La foto del avión -que se encuentra en el Instituto Iberoamericano de Berlín- tiene al dorso una referencia escrita por Lehmann Nitsche, antropólogo alemán que estaba por esos días en Chaco: “avión contra levantamiento indígena”. Él nunca mencionará la masacre en sus futuros textos. El silencio de la ciencia.

La matanza continuó los días siguientes con la policía persiguiendo a la gente por el monte. Los relatos de las personas sobrevivientes son el espanto y la crueldad. Asesinatos de niñas y niños, ancianas y ancianos, violaciones, mutilaciones y cuerpos quemados en fosas comunes. Quienes pudieron sobrevivir y luego contar la masacre lo hicieron escondidos en el monte durante varios días.

Durante mucho tiempo, la Masacre de Napalpí fue encerrada al olvido. Un parte policial de ese mismo año clausuró la investigación. De nada sirvió el debate abierto en la cámara de diputados y el pedido de una comisión investigadora.

Recién en 2004 se inició una demanda civil por Genocidio contra el Estado Nacional que aún no tiene resolución final. Y en 2014 se inició un proceso de investigación por parte de la Fiscalía Federal de Resistencia que es llevado adelante por el fiscal Diego Vigay y por el que solicita la realización de un Juicio por la Verdad considerando las normas de imprescriptibilidad de los crímenes de lesa humanidad.

La violencia por otros medios

Cuando la masacre terminó, la Reducción Estatal para Indígenas de Napalpí siguió funcionando. Incluso doce años después fueron creadas otras dos reducciones y puestas bajo el control de la Gendarmería de Línea. Quizás a modo de reconocimiento por los servicios prestados ese 19 de julio de 1924.

A pesar del asesinato de cientos de personas dentro de una institución estatal realizada por sus propias fuerzas de seguridad, las reducciones para indígenas continuaron funcionando durante 32 años más. Hasta 1956.

En Napalpí el control se profundizó. Se continuó con la utilización de brazaletes para diferenciar a quienes se consideraba “pacíficos” de los que no.

La administración de la reducción elaboró documentos oficiales con listados que incluían el nombre y apellido de quienes se sugería expulsar y se lxs categorizaba en columnas de “concepto y observaciones”. Allí se definía a las personas como “inadaptable”, “vago”, “propagandista insidioso contra la administración”, “inepto”, entre otras.

Y una definición muy explícita era: “formó parte de la sublevación”. Esta forma de marcación negativa de las personas indígenas sometidas en la reducción traía peligrosas consecuencias.

Quienes eran expulsados de la reducción, lo eran a un territorio chaqueño en el que todavía operaban las fuerzas militares y en el que para transitar, al ser indígena, se requería un salvoconducto, “un papel firmado” por alguna autoridad estatal o ingenio privado. No tenerlo implicaba que ese sujeto había fracasado en el intento estatal civilizatorio.

Noticias de ayer, discursos de hoy

Las construcciones discursivas sobre el indígena también son centrales para comprender la Masacre de Napalpí y los discursos que circulan aún hoy con componentes racistas.

Los medios de comunicación fueron centrales en la preparación de la masacre, produciendo discursos de malón y de peligro para la población blanca de los alrededores. Y luego, también lo fueron invisibilizándola.

Antes de la masacre aparecían en los medios los pedidos de “acción” (léase represión) sobre los indígenas de Napalpí. Pero después de la matanza, la noticia desapareció por completo. Salvo en una edición especial, exclusivamente sobre la masacre, que realizó el diario El Heraldo del Norte un año después, en 1925. Edición que, como explica la investigadora Mariana Giordano para entender los silencios sobre Napalpí, debió hacerse desde Corrientes ya que había sido censurada por el gobierno territoriano del Chaco.

Los medios de comunicación operaron a favor de los sectores económicos más importantes de la provincia relacionando el peligro de la “revuelta indígena” con “los productores”.

El diario La Nación, por ejemplo, el día mismo de la masacre publicó una nota mencionando telegramas de preocupación de la Cámara de Comercio del Chaco y de la Sociedad Rural al presidente de la Nación, Marcelo T. de Alvear.

El propio Ministerio del Interior de la Nación mencionó en sus memorias en relación a la masacre que “dicha reducción sufrió grave retroceso (…) indígenas traídos de distintos puntos del territorio por agitadores de profesión cometieron desmanes de todo género”. El indígena aparece como el culpable. Como el sujeto que se relaciona con “agitadores” y pone en riesgos el desarrollo económico.

Más acá en el tiempo, se hizo la misma inversión con el Pueblo Mapuche, asociándolo a supuestos grupos terroristas, planteándolos como usurpadores de la propiedad privada. Definición de enemigo interno que terminó en el asesinato de Rafael Nahuel en 2017 y la represión en el Lof en Resistencia Cushamen que finalizó con la desaparición forzada seguida de muerte de Santiago Maldonado. Otra vez, como en La Nación de 1924, se mezclaron las tierras, el capital privado y el accionar represivo. La represión se asoció a una “necesidad de pacificación”, de restablecimiento de una “normalidad” que fue rota por ciertos grupos que estarían por fuera de ella.

En el caso de los pueblos indígenas, esos discursos han circulado desde la propia conformación del Estado-nación y han servido como legitimadores de la violencia. De la idea de “malón” a la de “terroristas”. Y, como en Napalpí, se ocultan tras la búsqueda de “paz y seguridad”.

Estos últimos meses estuvimos escuchando -en el marco de la pandemia de COVID-19- discursos sobre “indios “infectados” en el Barrio Toba de Resistencia, que los marcaban como los culpables de poner en riesgo al resto de la población. Con ese mismo grito en la boca, la policía chaqueña entró violentamente a una casa en Fontana, cuyas imágenes circularon por todos lados, para golpear y abusar de una familia.

A principios de año, cuando fallecieron por desnutrición muchxs niñxs wichí en Salta, la respuesta de los funcionarios de salud de la provincia fue culpar a las propias familias por sus “costumbres”.

Discursos de ayer que se continúan reproduciendo hoy y que estigmatizan, marcan y matan. Ese “indios infectados” que apareció en la represión de Fontana en junio de 2020 se retroalimenta en ese “indios revoltosos” del 19 de julio de 1924.

La historia no termina

Como siempre dice el historiador qom Juan Chico, haberle cambiado el nombre de Napalpí al lugar donde ocurrió la masacre y colocarle el casi genérico de “Colonia Aborigen” es un intento de borrar la historia de lo que allí pasó.

La masacre de Napalpí intentó producir el disciplinamiento a través del terror. No sólo dirigido a la gente que allí vivía, sino como mensaje al resto de las comunidades indígenas de la zona. Para mostrar que una protesta se reprime. Siempre.

Pero no hay modo de borrar la memoria. Y la gente siguió recordando y contando. Cada vez que algún pedazo de tierra es arado aparecen signos de la represión: se encuentran fusiles, restos óseos, como recuerda Ramón Verdán.

Todavía hoy quienes aseguran que se sienten ruidos, de cadenas, de golpes. La memoria duele.

Durante muchos años, como cuenta Mario Paz -comunicador de la Colonia Aborigen- los ancianos no enseñaban la lengua como una forma de protección a las nuevas generaciones. Había sido muy fuerte el castigo. Muy violento. Se había aprehendido que ser indígena podía ser peligroso. Ir a los pueblos de al lado a vender mercadería o conseguir trabajo implicaba tratar de ocultar la identidad.

Recién 50 años después de la masacre comenzaron a aparecer los textos con los relatos. Muchos, por suerte. Con muchos abordajes. Con testimonios y documentos. Ya no se puede ocultar la Masacre de Napalpí.

Incluso, se fueron encontrando a través de un profundo trabajo de la Fundación Napalpí, a ancianas y ancianos sobrevivientes. Melitona Enrique, Pedro Valquinta y Rosa Grilo (que aún vive en la Colonia) pudieron contar lo que vieron de niñxs al ocultarse en el monte. Y sus testimonios pudieron incorporarse al proceso para llevar adelante el Juicio por la Verdad. Un proceso fundamental para sentar precedentes. Igual al que está llevando adelante la Federación Pilagá por la Masacre de Rincón Bomba, en octubre de 1947.

En uno de esos testimonios, Pedro Valquinta, moqoit, cuenta que también sobrevivió a la masacre de El Zapallar, Chaco, en 1933. Sobreviviente a dos masacres estatales en apenas nueve años.

El proceso de memoria sobre la Masacre de Napalpí lleva muchos años y el manto de terror y silencio que se intentó imponer se fue horadando de muchas maneras.

En Colonia Aborigen la cacica Mercedes Dominga tiene su monumento en la zona moqoit de la Colonia Aborigen. Y un mural pintado colectivamente en la plaza central muestra el momento en que el avión sobrevoló y disparó sobre la gente. Es la memoria de generaciones.

Desde el Estado provincial, en 2008, se realizó un pedido de perdón por la Masacre de Napalpí y el tema se incluyó en la agenda pública y educativa. Ahora, se está inaugurando un memorial en la zona para recordar a los ex combatientes qom muertos en la Guerra de Malvinas y donde serán ubicadas las urnas con los restos óseos de nueve caciques que el Museo de Ciencias Naturales de La Plata restituyó en 2018. Sus esqueletos fueron exhibidos en sus vitrinas del Museo durante más de cien años, en otra violenta y cruel práctica del Estado y sus instituciones sobre los pueblos originarios de nuestro país.

Aún es un desafío que la Masacre de Napalpí trascienda lo provincial y pueda ser estudiada en escuelas de todo el país. Que el 19 de julio sea una fecha que no sólo tenga significancia en Chaco. Que exceda a investigadores, comunidades, docentes, periodistas y militantes de causas indígenas.

Pero son procesos que todavía, lamentablemente, encuentran fuertes resistencias. ¿Por qué no hay actos nacionales por esta masacre? ¿Por qué no está en las efemérides de todas las escuelas? ¿Por qué los medios masivos de alcance nacional no la recuerdan? ¿Cuánto de esto se explica en que fue una masacre sobre pueblos indígenas?

Las lógicas negacionistas sobre el genocidio indígena en Argentina siguen siendo muy fuertes. Las prácticas y discursos racistas siguen apareciendo y las represiones en los territorios continúan a la orden del día. Para romper esas resistencias es indispensable el ejercicio de la memoria y disputar los sentidos establecidos. Ahí radica la importancia de volver a Napalpí, de volver 96 años atrás. Para encontrar cómo opera la lógica de estigmatización sobre las comunidades indígenas que luego habilita la violencia estatal y cómo eso se sigue repitiendo una y otra vez en el presente.

 (*) Sociólogo e investigador de la UBA, integrante de la Red de Investigadorxs en Genocidio y Política Indígena en Argentina. Escribió sobre Napalpí y Reducciones Estatales en los libros colectivos En el país de nomeacuerdo (Universidad Nacional de Río Negro) y en Historia de la Crueldad Argentina (Ediciones El Tugurio).

Esta nota puede ser reproducida libremente, siempre y cuando no se modifique nada -sin previo acuerdo- de su contenido (ni título, ni bajada, ni texto); y se respete su autoría.

Foto de portada: Mural sobre la Masacre de Napalpí en la Escuela de la Colonia Aborigen. Foto Luciana Mignoli (2016)


Tomado de: http://revistafurias.com/por-que-tenemos-que-hablar-de-napalpi/

quinta-feira, 7 de janeiro de 2021

El Maqui, los partigiani y el ADN

 


El Maqui, los partigiani y el ADN

Juancito Arias, natural de un pueblito entre Figueres y Girona, estaba entre los miles de combatientes republicanos que lograron pasar por los Pirineos sin ser heridos por los bombardeos de la aviación franquista al final de la Guerra Civil, en 1939. Tampoco consiguieron detenerlo los guardias de frontera franceses que querían llevarlos a un campo de concentración, y se escabulló, junto con un pequeno grupo de hombres y mujeres armados que algunos pocos meses más tarde estaría en las filas del Maqui francés, haciendo guerra de guerrillas contra el invasor nazi.

Pero así como la suerte acompañaba a Juan cada vez que con sus compañeros golpeaban al enemigo nazi y huían hacia el monte, del mismo modo, pero al contrario, ocurría con los desencuentros. En menos de dos años de combates hostigando a las fuerzas del Régimen de Vichy y a la Wehrmacht del Tercer Reich, Juan se perdió entre las montañas y, después de protegerse en el monte de un intenso tiroteo, no se encontró nunca más con su pelotón.

Algunos grupos que operaban en el sur y al este francés se formaban casi en su totalidad de republicanos catalanes y asturianos que habían luchado en la Guerra Civil Española y que irían a jugar un papel muy importante en la liberación de París más tarde. Pero Juancito no pudo tomar parte en estas gloriosas jornadas, y pasó otros dos años y medio clandestino en la frontera con Italia, después de esconder sus armas y municiones en una caverna, y dedicarse al trabajo en tareas del campo, sin lograr contacto con nadie de la Resistencia.

Por fin, un día, cansado de su inactividad y pensando en la posibilidad de encontrarse con los partigiani italianos que operaban cerca de la frontera, tomó su bolsa con las poquísimas pertenencias que le restaban y salió de Briançon con rumbo a Pinerolo, al oeste italiano, atravesando grandes alturas y huyendo siempre de las fuerzas alemanas que habían lanzado una ofensiva en marzo de 1944 y una campaña de terror por toda Francia con represalias contra civiles de las zonas en las que la resistencia francesa estaba más activa.

Llegó a Itália tres meses después que Benito Mussolini y sus escuadras fascistas se desplazaran al centro y norte del país por la presión de los países aliados y acorralados por los guerrilleros partigiani. Allí construyó el dictador, con el apoyo de Hitler, un régimen autoritario, la República Social Italiana de Saló o República Social Fascista.


El único contacto que llevaba Juancito era Eustaquio Arce, un español de su pueblo y de su misma edad, que tenía una pequena fábrica de ladrillos y tejas en la periferia de Rívoli, cerca de Turín. Apenas supo que había llegado, Arce lo informó sobre la necesidad de organizarse para luchar contra los invasores alemanes. Entre las tareas inmediatas que le ennumeró estaban, en primer lugar, liberar a los prisioneiros eslavos, ingleses y africanos de las colonias que estaban internados en dos campos de concentración cercanos; y la segunda, adquirir armas de las diversas maneras posibles, legales e ilegales, y también municiones, alimentos y alojamiento para estos combatientes recuperados para la lucha.

Eustaquio ponía particular énfasis en las buenas relaciones que debían tener con la gente de la región. Necesitaban crear fuertes vínculos con la población, ya que sin la solidaridad y la cooperación de ellos, el éxito de la lucha era muy difícil, casi imposible.

Las primeras armas las tomaron de los cuarteles de la policía. Para abastecerse de alimentos abrieron varias tiendas en las que almacenaban granos traídos por los agricultores, y donde guardaban cientos de bolsas de trigo; una parte la pusieron a disposición de los partigiani, y el resto lo distribuyeron gratuitamente a la población del lugar y a personas desplazadas de otras localidades. Esto creó una gran simpatía de la población hacia los guerrilleros de la resistencia, pues el pan y los artículos de primera necesidad eran racionados y muchos morían de hambre. El trigo, según los planes alemanes, era destinado a las tropas germanas estacionadas en Italia y para llevárselo a Alemania. Otro de los objetivos permanentes de la guerrilla, por lo tanto, era atacar los camiones que se llevaban el precioso alimento.

Todo fue bien, con poquísimas bajas y sin ninguna delación en el caso de la prisión de combatientes que pudiera prejudicar la semi legalidad de los almacenes que controlaba Eustaquio. Cabe comentar que el español, aparte de sus atividades en la resistencia, hacía también sus curros en el mercado negro, en el cuál estaban metidos no pocos colaboradores de los fascistas y los alemanes, lo que le daba una muy buena cobertura, aparte de llenarle los cofres, cuyo lugar de escondite compartía en total secreto con Juancito.


Pero la suerte de Juan, como ya dijimos antes, se contrarrestaba con su mala fortuna para los desencuentros, y esta vez ambos fenómenos ocurrieron de una sola vez; mientra subía al monte para encontrarse con los irregulares y entregarles víveres y municiones, empezó un fuerte tiroteo en el pueblo; un grupo de partigiani salió del esconderijo en el bosque y bajó para participar en el combate. El resto de los guerrilleros recibió las bolsas que les llevaba Juan y subieron otra vez.

Juancito tuvo tiempo, antes de entrar a las callejuelas del poblado, de esconderse atrás de unos arbustos y disparar dos tiros de mauser y uno con la Lugger del primer alemán que había enfrentado en Italia. Pero al llegar a los almacenes ya no había más que un grupito de saqueadores y tuvo que disparar al aire para alejarlos.

Todos habían muerto en el enfrentamento: sus camaradas y los más de veinte soldados que habían montado el asalto, algunos todavía dentro de los camiones, alcanzados por las granadas de los rebeldes.

Juan entró al almacén semi destruído, se lavó y se cambió toda la ropa. Al caer la noche salió del pueblo y se fue caminando rumbo al sur. Sus compañeros nunca irían a creerle que fuera el único que lograra salvarse en el ataque, y los fascistas podrían volver a cualquier momento.

Caminó escondiéndose de los grupos de bandidos que asaltaban a todos los que encontraban por el camino, ya que las tropas de Mussolini y los alemanes se habían retirado hacia el norte. A los cinco días se topó con el primer control de las tropas norteamericanas. Le pidieron documentos, pero pasó enseguida, sin demasiados inconvenientes.


Veintiséis años después de terminada la guerra, estabelecido en Palermo como comerciante del ramo de almacenes, Juancito recibe la visita de un jovencito con el mismo apellido de su amigo muerto en su último combate guerrillero: Arce. Le pidió trabajo y, sin que ninguno de los dos comentara nada sobre la casualidad del nombre, Guliano Arce empezó a trabajar en los almacenes, y allí se quedó hasta después de la muerte de Juancito, en noviembre de 1988.

Guliano Arce, que era curioso y amante de la lectura, había leído que el patrón mendeliano de la herencia del sistema ABO, descubierto por Felix Bernstein en 1924, permitía la determinación de paternidad por medio del análisis de los grupos sanguíneos, y que había sido usado por primera vez en Alemania en 1924.

Pero Guliano supo también que con los avances de la ciencia, la técnica del ADN se usó por primera vez en 1987, en los Estados Unidos, por un tribunal de Florida. Y sin dudarlo demasiado, en 1992 pidió en los tibunales de Palermo que su identidad genética fuera comparada con la de Juan, su ex patrón fallecido años antes, y en cuyos Grandes Almacenes Arias continuaba trabajando.

La prueba de ADN resultó negativa y Guliano, además de perder sus ilusiones de ser el heredero legal de los Grandes Almacenes, perdió el trabajo en el que ya estaba a punto de jubilarse.

Lo que Guliano Arce, hijo del almacenero Eustaquio no sabía es que, después del último combate guerrillero en el que Juancito actuó, -y en el que todos los compañeros de ambos fueran muertos en uno de los ataques finales de los alemanes en su retirada-, Juan había vestido las ropas de su padre, llevándose sus documentos y todo el dinero guardado en un escondrijo en los montes cercanos.

Juan había robado a sus camaradas partigiani al tomar la identidad de Eustaquio Arce. Y por eso mismo, Guliano nunca podría ser reconocido como el hijo de un hombre que no lo era.

Fin

JV. Catamarca. Agosto de 1977