El puma y el
changuito
Estaba en esa misma posición hacía
más de media hora: las cuatro garras aprisionando con fuerza la parte más alta
del tronco, un temblor recurrente en los poderosos músculos del lomo, los ojos feroces mirando hacia abajo, y unas
fauces que inspiraban terror al más valiente.
En la base del algarrobo y auyando y mostrando los colmillos hacia arriba, tres perros
cimarrones. Bestias salvajes dispuestas a arrancar pedazos del puma acorralado,
que tenía un porte y un peso equivalente a por lo menos dos de ellos.
Largos minutos de espera en el impasse
de preparación para el ataque final: los perros no podían subir al árbol, y
el puma no parecía dispuesto a bajar, pero en algún momento iría a dormirse, y
tal vez perdiera el equilíbrio.
De pronto, tres rugidos graves y
cortos hicieron retroceder a los cimarrones; y fue en ese par de segundos que
el puma giró y se colocó de cabeza para abajo y por atrás del tronco, de tal
modo de correr casi por el aire los cinco metros hacia el suelo y dar el primer
zarpazo en la garganta del cimarrón que se le cruzó en su descenso; al segundo
lo lanzó a más de tres metros del algarrobo, y el tercero no se quedó para ver
como terminaba la lucha.
El Chango, sintiéndose seguro con su
escopeta de dos caños y encaramado, también él, como lo había estado el puma, a
más de tres metros del suelo en un quebracho colorado todavía en crecimiento,
vio que el felino se le acercaba.
Manso, lento y con más cara de gato
que de fiera, el puma se detuvo al pie del quebracho y se refregó con lujuria
los bigotes, las orejas y el lomo, hasta que se echó en el suelo, totalmente olvidado
de la pelea reciente y del peligro de los perros cimarrones.
Sin saber qué hacer, pero ya sin
miedo y, al contrario, con una mezcla de admiración y de ternura por el puma,
el joven labrador –en realidad, un changuito de menos de diesiséis años- empezó a bajar, pero los nervios lo hicieron
patinar un palmo hacia abajo y perder una de las ushutas.
El puma, otra vez igual a un gato,
corrió a agarrar el calzado y comenzó a dar saltos a cuatro patas, levantándose
a un metro del suelo, con el lomo arqueado.
Daba golpes cortos, precisos, con una
pata y la otra, alternando la izquierda con la derecha, y las traseras con las
garras delanteras.
Y a cada salto, saltaba también la
ushuta del Chango, lo que volvía a electrizar los músculos poderosos del felino
en su juego de sustos y adrenalina.
Mas calmo, el Chango se ajustó la
carabina al cuerpo, colgándosela en la espalda a bandolera. La había usado cinco minutos
antes de que el puma bajara del tronco y contraatacase el asedio de los perros
cimarrones. Había abatido uno de ellos y ahuyentado otro. Solo habían quedado
los tres que el felino atacara poco más tarde con gran éxito.
La intención del Chango no era tirar
contra el puma. Simpatizaba con él y pensaba que el sentimiento era
recíproco.
Fue bajando del árbol, muy despacito,
aprovechando que la fiera se había echado, hermosamente, con su brillo de oro
marrón en la piel, respirando pesadamente por las fauces, después del cansancio
de la lucha contra los cimarrones y del juego posterior con el calzado perdido
por el Chango.
El felino le había dado las espaldas al muchacho,
pero apena este llegó al suelo y apoyó un pié en el terreno arenoso, se dio
vuelta, girando la cabeza lentamente. Y el Chango notó entonces la misma mirada que había lanzado
poco antes hacia los cimarrones, que segundos más tarde sufrirían su ataque relámpago y letal.
El Chango se asustó, pero no tomó el
arma. Al contrario, optó por sacarse la otra ushuta y tirársela al puma, pocos
metros hacia adelante, de modo de distraerlo otra vez con el juego.
El gran felino se levantó despacio y
se puso a oler con cuidado la segunda ushuta arrojada. Olfateo, refregó los
bigotes y giró la cabeza otra vez, despacio de nuevo, y lanzó dos rugidos
cortos que hicieron que los pelos de la nuca del Chango se erizaran durante
tres o cuatro largos, eternos, segundos de terror.
Pero el puma se levantó de su
letargo, lentamente, y así se fue andando en dirección al árbol en el
que había estado acorralado poco antes por los cimarrones. O sea, en dirección
opuesta, alejándose del Chango.
Más repuesto, agarró la carabina en
la mano derecha, giró los talones con cuidado, y se fue yendo, paso a paso,
quemándose los pies descalzos en la arena fina tapada de mistoles maduros y
resbalosos, pisando con cuidado los charcos de nieve que empezaban a derretirse.
Enseguida escuchó un suave y rápido arrastrar
de patas en la arena, y sintió la cabeza del puma acariciándole con lentos movimentos
las pantorrillas; bigotes gruesos refregándose en las piernas del pantalón
viejo y curtido del Chango.
Y de pronto, las garras poderosas
apretándole los hombros y arrastrándolo hacia atrás, tan rápido no le dio
tiempo para asustarse, ni siquiera de sentir los cuatro colmillos puntiagudos
penetrándole la nuca y el cuello y triturándole las vértebras cervicales.
Su última visión fue el cielo azul
claro de Catamarca, y su pensamiento final quedó dividió entre el recuerdo de la
belleza cruel del puma marrón dorado y la fría hermosura de Roberta, chinitilla
pueblerina que le robaba sus sueños.
JV, Chumbicha, 1991.
“Esperar que la vida te trate bien por ser buena persona, es como
esperar que un tigre no te ataque por ser vegetariano”.
Bruce Lee