quinta-feira, 7 de julho de 2011

Anibal y el mendigo


Livro: RELATOS FANTÁSTICOSAníbal Cahabaza era un muchacho tímido, un poco feo y tal vez demasiado intelectual para su edad; la política le llamaba la atención y las disquisiciones ideológicas lo fascinaban, pero la época no era para fascinaciones, y sí para la acción, y Aníbal, definitivamente estaba más para la observación filosófica que para la “praxis”, la síntesis del pensamiento y sus teorías con la práctica.

Además, Aníbal tenía una novia, linda y estudiosa; y para empeorar las cosas, ella era rica, o por lo menos su padre lo era, y muy rico, y le había dicho a Aníbal que no tendría problema en darle la mano de su hija...el día que juntara veinte mil pesos y se los mostrara, al contado rabioso, y en dinero vivo.

Desanimado y rumiando amargos pensamientos, Aníbal se fue hasta la casa de Cacho Fuenzalida; Cacho, o Fredi, era un sorprendente pintor santiagueño de media edad, en cuyo taller Aníbal pasaba la mayor parte del tiempo en que no tenía prácticas en el Hospital de Clínicas y, a veces, antes de volver por la noche a la pensión de doña Manuelita.

Entrá nomás– le dijo Cacho, y le ofreció un lugar entre las pilas de libros y revistas de arte. –Estoy pintando en la otra sala, con modelo al vivo, si querés, acercate.

Aníbal hojeó unos cuentos de Oscar Wilde, los dejó sobre el sofá, pasó la vista por unas acuarelas antiguas de Cacho y se levantó; se sirvió un poco del mate cocido helado que el artista preparaba de a litros para sus modelos, y pasó a la sala principal del enorme tinglado en el que pintaba y vivía Cachito Fuenzalida.

Un mendigo viejo y harapiento se apoyaba cansado en un bastón que le recordó de inmediato el cayado bíblico de Abraham.

El viejo parecía agotado y Aníbal, muchacho pobre y sin perspectivas de recibir ni un peso más de sus padres hasta fin de mes, sacó su cartera y le dio al mendigo dos billetes de diez pesos. Fue un gesto impensado, espontáneo y bastante tonto, porque iba a costarle unas dos semanas de caminatas cuesta arriba, desde la pensión hasta el Clínicas, ya que no podría pagarse el ómnibus hasta que no le llegara el próximo cheque de sus viejos.

Aníbal no se quedó para escuchar las gracias del viejo mendigo, sino que salió enseguida de la sala principal del tinglado, agarró la hoja con la sección de cultura de “La Voz del Interior” del domingo anterior, que estaba sobre la mesita, y salió del atelier.

Cacho lo alcanzó cuando ya estaba a dos cuadras del estudio, en plena avenida Olmos, y lo invitó a comer unas empanadas en el boliche de la esquina de la calle Salta. Le contó que el mendigo había quedado muy feliz con él y que seguramente lo visitaría al día siguiente.

¡Qué! ¿Le contaste dónde vivo? ¿Por qué?– dijo Aníbal.

¿Y por qué no?– le contestó riéndose Cacho. – Le caíste muy bien, ché, y además le encantó la historia de tu novia y lo de los veinte mil que te pide tu futuro suegro.

¿Qué? ¿Estás loco Cachito? ¿En serio que le contaste todo sobre mi vida?– saltó Aníbal.

–¿Y por qué no?– repetía Cacho, risueño y dicharachero. –¿Sabés que ese mendigo, así como lo ves, es el tipo más rico de Córdoba?

Dicen que su familia vino del lejano Oriente, de Judea; otros dicen que es egipcio, pero lo que sí sé con seguridad, es que es muy rico; te puede comprar media Córdoba, ¡más!, media Patagonia si se le ocurre, como si fuera Patoruzú.

Al día siguiente Aníbal pensaba, meditabundo, mientras hacía unos círculos perezosos con el lápiz sobre la página abierta del diario “La Voz”, en la sección de avisos clasificados en los que buscaba un trabajo; tomaba lentamente su mate cocido sin azúcar, cuando doña Manuela le dijo que se acercara a la puerta, que un señor lo buscaba.

Mire don Aníbal– le dijo muy respetuosa doña Manuelita, mientras le extendía una tarjeta.

Sí, era el mendigo, sólo que esta vez no estaba andrajoso y sí muy bien vestido, casi como quien va a una fiesta, de saco azul marino, camisa blanca, corbata roja y pantalones grises que combinaban con los mocasines negros charolados; se bajó de un Rolls Royce plateado, y sin demasiados preámbulos le extendió un sobre, le dio la mano y se fue. Aníbal no podía creer lo que veían sus ojos: en el sobre, pulcramente escrito a máquina, su nombre, y un rápido garabato manuscrito: un regalo de bodas para una linda pareja.

Adentro del sobre, los veinte mil pesos en billetes nuevitos, limpios y hasta levemente perfumados. Era todo lo que Aníbal necesitaba para casarse con Marta.

En el dorso del sobre un sello negro, con caracteres egipcios y un mar de girasoles. En letras rojas carmesí un poco borroneadas, se podía leer un enigmático texto:

“El autor del Retrato de Dorian Grey, que detestaba el smog de Londres y soñaba con cuadros amarillos y anaranjados, también amaba los girasoles. En la cárcel conoció el desengaño y aprendió la clave de todos los códigos”.

Leia mais em Relatos Fantásticos (J.V. Editora Nacional, 2007)

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