sexta-feira, 7 de julho de 2023

La Cuesta del Portezuelo

 

                                                     


                        La Cuesta del Portezuelo

Ya me había acostumbrado a la emoción de las curvas. El chirriado alegre de los neumáticos y el leve deslizarse lateral del auto; suave, imperceptible para quién, como yo, se hubiera adaptado al balanceo, como si se tratara de un menear del propio cuerpo. Las curvas de la Cuesta del Portezuelo son fascinantes; las que se toman a la derecha, con el abismo a pocos centímetros del borde del asfalto, electrizantes.

Iba y venía del Ancasti a Catamarca -cuando todavía no le decían San Fernando- y me entretenía con los giros cerrados del camino y sus curvas zigzagueantes. Era el paisaje con sus famosos distintos tonos de verde…pero de pronto, todo se puso blanco.

Y de repente todo se volvió gris, rosado. Respiraba bien, pero no podía moverme. Veía a través de los párpados la claridad del día y de la noche, siempre todo muy claro, blanco lechoso; y oía las voces de las mujeres que entraban y salían; de día, cuando todo era bullicio, y de noche, más calmo todo, con menos movimientos en el cuarto. La pieza enorme de un hospital, supongo.

Oía las voces de mi hermana. Me tocaba y la sentía acariciarme con esperanzas algunos días, desesperada otros. Yo estaba abierto a la entrada de sonidos, olores y toques. Pero pasaban las noches y los días, todos iguales, y seguía cerrado de mi cuerpo hacia afuera. No hablaba ni me movía. No abría los ojos.

Ahora sí: me sentaron en la cama y abrí un poco los ojos. Un poquito nada más, pero mis hermanas lloraron, y me besaron. Las veía como por una rendija, una cuchillada en una lata, decía el Vasquito cuando me despertaba con los ojos todavía medio cerrados e hinchados de tanto dormir. Así las veía, y me traían la comida, y me abrían la boca. Sentía cómo me abrían la boca y me daban cucharadas chiquitas de algo líquido. Sentía la cuchara, pero nada de gusto. Nada de sabor. Era un líquido, pero ¿era frío o caliente? No lo sé. No sentía nada más que el paso de la comida sin gusto ni temperatura.

Y el plato con la sopa, ¿era rojo? Bueno sí, al principio era rojo, pero de golpe se puso azul. Azul oscuro primero, y azul celeste, clarito, después. Pero todo rápido. ¿Qué ocurría? ¿Qué me estaba pasando? Me asusté mucho cuando me acordé de un caso que me contaron en 1995.

Una pareja había tenido un accidente en la ruta y ambos resultaron levemente heridos. Saldrían del hospital después de una cura rápida de las pocas lastimaduras sufridas. Pero el esposo se había golpeado la cabeza y, aunque no se supo de inmediato, sufrió un trauma más severo, desarrollando el Síndrome de Capgras.

Recordé que se trataba de un raro trastorno psiquiátrico, por el cual el paciente cree que su familia, amigos e incluso sus mascotas fueron reemplazadas por sosias. El hombre se había convencido, después de una serie de flashbacks y rápidas reminiscencias, de que su esposa había muerto en el accidente y que la mujer que ahora estaba a su lado y lo cuidaba con tanto empeño, era una doble que se hacía pasar por ella. Y comenzó a mostrar poco afecto por la impostora.

¿Me pasaría algo parecido? ¿Estaría saliendo de verdad del estado de coma? ¿No habría otras consecuencias más graves, como las del hombre del Capgras?

 

Raquel entra en el cuarto del hospital, más animada que en los días anteriores ante el progreso de su hermano. Pero él la mira sin reconocerla, sin certezas ¿quién era ella? ¿quién era él?

-                            ¿Luis? Hola, ¿cómo estás? – le dice.

-                — Hola, bien, che. ¿Sabés? Anoche salí con el auto del Pibe, mi hermano, y lo choqué. ¡Mirá qué macana!

-                    Escucháme, Luis. Oíme bien: el Pibe no es tu hermano; era nuestro tío; y se murió ya hace unos quince años. El hermano del Pibe, nuestro padre, también murió, hace diez años. ¿Qué idea loca es esa? ¿Qué te pasa? ¿eh?

Luis se sintió mejor, respiró hondo y se levantó. Se miró en el espejo y no se reconoció; se vio a sí mismo como quien se mira en un espejo empañado, pero aún así, lo que vio fue la cara de su padre y se sintió feliz; sonrió satisfecho.

-                            ¿Sabés, hija? Es bueno esto de envejecer y parecerse al padre de uno. ¿Te acordás de tu abuelo Samuel? Fijáte, estoy igualito al viejo, ¡jajá!

-            — Luis, ¡pará! Me estás asustando. ¿Lo decís en serio? Soy tu hermana, Raquel. Somos vos, Raquel y Alfredo; tres hermanos. Papá se murió hace mucho, y Samuel, era nuestro abuelo, pasó para el otro mundo hace cincuenta años.

 

Pasan las semanas y los meses y no me dejan salir de este lugar maldito. El jefe de los bandidos que dirige el hospital me vende remedios para dormir y yo tengo que salir todas las noches, escondido, en camisón - ¡ridículo! – para sacar dinero del banco y pagarle el chantaje. Pero no me preocupo. Mi hija -que insiste en mentirme que es mi hermana- me dice que tengo 78 años. ¡Otra mentira! Si le sumo los 44 que viví en Brasil antes de venirme de vuelta a Catamarca, a los seis que trabajé en el Ministerio de Obras Públicas en Córdoba, y los cuatro en Buenos Aires como tornero y electricista, ya paso de los 120, 130. Eso me da una jubilación jugosa. Mañana voy a salir a ver al juez, mi amigo, a ver si logra acelerar el trámite.

 

-                                       —  Luis, el médico me dice que ayer les contaste a todos que salís de noche a la calle. ¿Qué historia loca es esa? Acá es un hospital, y no sale nadie sin que le hayan dado el alta.

-                          No, mirá, hijita: tengo que salir, sí, porque el jefe de los bandidos me pide dinero a toda hora. Si yo no le doy, no me da los remedios.

-                                       Ay, ay, ¡hermano! Está bien, quédate tranquilo, voy a hablarle y ver cómo lo resolvemos.

 

No confío más en esa mujercita. Primero me decía que era mi hermana, y yo pensaba que era mi hija. Pero no, no; es una impostora. Se hace pasar por Raquel para quedarse con mi auto; mejor dicho, el auto del Pibe. Mi hermano está furioso porque se lo choqué; es un Citroën naranja, ¡lindísimo! Pero el Pibe está de tan mal humor que ahora dice que es mío, que no lo quiere más. ¡Y por eso esa impostora viene a visitarme, se hace la simpática y no le saca el ojo al Citroën!

Pero, estoy preocupado: hace diez días que estoy acá, sin verla a mamá, y debe estar preocupada. Mamá me cuida mucho, me lleva a la escuela, me ayuda a andar en la bicicleta en la plaza, me hace la tortilla de papas y el pan de grasa que me más me gusta. 

          — ¡Doctor! ¡Venga rápido! ¡rápido! ¡necesito salir! 

 

Javier Villanueva. Junio de 2053, San Fernando del Valle de Catamarca.


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