La
Cuesta del Portezuelo
Ya me había
acostumbrado a la emoción de las curvas. El chirriado alegre de
los neumáticos y el leve deslizarse lateral del auto; suave, imperceptible para
quién, como yo, se hubiera adaptado al balanceo, como si se tratara de un
menear del propio cuerpo. Las curvas de la Cuesta del Portezuelo son
fascinantes; las que se toman a la derecha, con el abismo a pocos centímetros del
borde del asfalto, electrizantes.
Iba y venía del
Ancasti a Catamarca -cuando todavía no le decían San Fernando- y me entretenía con
los giros cerrados del camino y sus curvas zigzagueantes. Era el paisaje con
sus famosos distintos tonos de verde…pero de pronto, todo se puso blanco.
Y de repente todo se
volvió gris, rosado. Respiraba bien, pero no podía moverme. Veía a través de
los párpados la claridad del día y de la noche, siempre todo muy claro, blanco
lechoso; y oía las voces de las mujeres que entraban y salían; de día, cuando
todo era bullicio, y de noche, más calmo todo, con menos movimientos en el
cuarto. La pieza enorme de un hospital, supongo.
Oía las voces de mi
hermana. Me tocaba y la sentía acariciarme con esperanzas algunos días,
desesperada otros. Yo estaba abierto a la entrada de sonidos, olores y toques.
Pero pasaban las noches y los días, todos iguales, y seguía cerrado de mi
cuerpo hacia afuera. No hablaba ni me movía. No abría los ojos.
Ahora sí: me sentaron
en la cama y abrí un poco los ojos. Un poquito nada más, pero mis hermanas
lloraron, y me besaron. Las veía como por una rendija, una cuchillada en una
lata, decía el Vasquito cuando me despertaba con los ojos todavía medio
cerrados e hinchados de tanto dormir. Así las veía, y me traían la comida, y me
abrían la boca. Sentía cómo me abrían la boca y me daban cucharadas chiquitas
de algo líquido. Sentía la cuchara, pero nada de gusto. Nada de sabor. Era un
líquido, pero ¿era frío o caliente? No lo sé. No sentía nada más que el paso de
la comida sin gusto ni temperatura.
Y el plato con la
sopa, ¿era rojo? Bueno sí, al principio era rojo, pero de golpe se puso azul.
Azul oscuro primero, y azul celeste, clarito, después. Pero todo rápido. ¿Qué
ocurría? ¿Qué me estaba pasando? Me asusté mucho cuando me acordé de un caso
que me contaron en 1995.
Una pareja había tenido
un accidente en la ruta y ambos resultaron levemente heridos. Saldrían del
hospital después de una cura rápida de las pocas lastimaduras sufridas. Pero el
esposo se había golpeado la cabeza y, aunque no se supo de inmediato, sufrió un
trauma más severo, desarrollando el Síndrome de Capgras.
Recordé que se trataba
de un raro trastorno psiquiátrico, por el cual el paciente cree que su familia,
amigos e incluso sus mascotas fueron reemplazadas por sosias. El hombre se había
convencido, después de una serie de flashbacks y rápidas reminiscencias,
de que su esposa había muerto en el accidente y que la mujer que ahora estaba a
su lado y lo cuidaba con tanto empeño, era una doble que se hacía pasar por ella.
Y comenzó a mostrar poco afecto por la impostora.
¿Me pasaría algo
parecido? ¿Estaría saliendo de verdad del estado de coma? ¿No habría otras
consecuencias más graves, como las del hombre del Capgras?
Raquel entra en el
cuarto del hospital, más animada que en los días anteriores ante el progreso de
su hermano. Pero él la mira sin reconocerla, sin certezas ¿quién era ella?
¿quién era él?
- —¿Luis? Hola, ¿cómo estás? – le dice.
- — Hola, bien, che. ¿Sabés? Anoche salí con el
auto del Pibe, mi hermano, y lo choqué. ¡Mirá qué macana!
- — Escucháme, Luis. Oíme bien: el Pibe no es tu
hermano; era nuestro tío; y se murió ya hace unos quince años. El hermano del
Pibe, nuestro padre, también murió, hace diez años. ¿Qué idea loca es esa? ¿Qué
te pasa? ¿eh?
Luis se sintió mejor,
respiró hondo y se levantó. Se miró en el espejo y no se reconoció; se vio a sí
mismo como quien se mira en un espejo empañado, pero aún así, lo que vio fue la
cara de su padre y se sintió feliz; sonrió satisfecho.
- — ¿Sabés, hija? Es bueno esto de envejecer y parecerse al padre de uno. ¿Te acordás de tu abuelo Samuel? Fijáte, estoy igualito al viejo, ¡jajá!
- — Luis, ¡pará! Me estás asustando. ¿Lo decís en serio? Soy tu hermana, Raquel. Somos vos, Raquel y Alfredo; tres hermanos. Papá se murió hace mucho, y Samuel, era nuestro abuelo, pasó para el otro mundo hace cincuenta años.
Pasan las semanas y
los meses y no me dejan salir de este lugar maldito. El jefe de los bandidos
que dirige el hospital me vende remedios para dormir y yo tengo que salir todas
las noches, escondido, en camisón - ¡ridículo! – para sacar dinero del banco y
pagarle el chantaje. Pero no me preocupo. Mi hija -que insiste en mentirme que
es mi hermana- me dice que tengo 78 años. ¡Otra mentira! Si le sumo los 44 que
viví en Brasil antes de venirme de vuelta a Catamarca, a los seis que trabajé
en el Ministerio de Obras Públicas en Córdoba, y los cuatro en Buenos Aires
como tornero y electricista, ya paso de los 120, 130. Eso me da una jubilación
jugosa. Mañana voy a salir a ver al juez, mi amigo, a ver si logra acelerar el
trámite.
- — Luis, el médico me dice que ayer les contaste a todos que salís de noche a la calle. ¿Qué historia loca es esa? Acá es un hospital, y no sale nadie sin que le hayan dado el alta.
- — No, mirá, hijita: tengo que salir, sí, porque el jefe de los bandidos me pide dinero a toda hora. Si yo no le doy, no me da los remedios.
- — Ay, ay, ¡hermano! Está bien, quédate tranquilo, voy a hablarle y ver cómo lo resolvemos.
No confío más en esa
mujercita. Primero me decía que era mi hermana, y yo pensaba que era mi hija.
Pero no, no; es una impostora. Se hace pasar por Raquel para quedarse con mi auto;
mejor dicho, el auto del Pibe. Mi hermano está furioso porque se lo choqué; es
un Citroën naranja, ¡lindísimo! Pero el Pibe está de tan mal humor que ahora
dice que es mío, que no lo quiere más. ¡Y por eso esa impostora viene a
visitarme, se hace la simpática y no le saca el ojo al Citroën!
Pero, estoy preocupado: hace diez días que estoy acá, sin verla a mamá, y debe estar preocupada. Mamá me cuida mucho, me lleva a la escuela, me ayuda a andar en la bicicleta en la plaza, me hace la tortilla de papas y el pan de grasa que me más me gusta.
— ¡Doctor! ¡Venga rápido! ¡rápido! ¡necesito salir! —
Javier Villanueva. Junio de 2053, San Fernando del Valle de Catamarca.
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