segunda-feira, 26 de setembro de 2011

Cara de ángel, corazón de diablo


Hay quienes me acusan de insistir demasiado en el tema del diablo. Es verdad, tienen razón. Y lo peor es que esa cierta obsesión no me viene sólo desde la infancia y la adolescencia, cuando el abuelo Victoriano me asombraba con sus cuentos de aparecidos y almas en pena. Hay cosas de la juventud que también me marcaron.


Salía un día de mi casita en Lomas del Mirador, no hacía frío ni llovía, pero era una mañana gris y triste. Tomé un ómnibus para San Justo y luego otro para Isidro Casanova. Iba asustado: ya en esa época, los demonios eran otros, hombres de carne y hueso; horribles, llegaban a la nochecita o de madrugada, pateaban las puertas y se metían en patota para arrancar de las camas a mujeres, niños y hombres, y llevarse a quién estuviera en sus listas de condenados. Y la noche anterior se lo habían cargado a Hugo, el "Checu". Yo le decía así, una especie de apodo que resumía el "¡Ché, culiau!" que había que largarle en la cara cada vez que se desaparecía tres, cuatro y hasta cinco días, sin dar noticias, porque había agarrado una changa temporaria, o algún trabajo más permanente en plena zona sur, y el dinero que ganaba nunca le alcanzaba para ayudar a la madre y sus dos hermanas, pagarse el transporte y las viandas. Se olvidaba de aparecer en los controles, y nos mataba de miedo a todos. "Che cu..." terminó siendo la forma de saludarlo, aliviados, y casi resignados a que nunca entendiera que era importante cumplir con las normas de seguridad.

Pero esta vez Hugo - al que ya todos llamábamos Checu - no volvería; es que ahora, en pleno 1978, después de la Copa que Argentina había ganado para alegría del pobre pueblo sufrido y alivio de los militares, las cosas estaban más difíciles. Los Montoneros habían decidido lanzar una contraofensiva desde Europa, pasando por Brasil, y reintegrando al país a muchos de sus militantes, aprovechando incluso el clima menos tenso del mundial de fútbol. Sólo que el contraataque de la dictadura había redoblado la represión y las formas de vigilancia no se habían relajado ni un poco con la Copa.

El Checu no volvería nunca más; y yo tenía que ir a avisarle al Negro Tony en Isidro Casanova para que se mudara de casa lo más rápido posible. El Checu y Tony habían trabajado juntos en Materfer, en Córdoba; el primero, recién llegado de Tucumán, con la única experiencia de trabajador de la caña de azúcar. El Negro Tony se había recibido de técnico mecánico en Corrientes, muchos años antes. Y ahora se habían reencontrado en Buenos Aires mientras trataban de reagrupar a los remanentes de las Coordinadoras de gremios. Durante las movilizaciones obreras del 75, en el Rodrigazo que casi derrocó a Isabelita y a su ministerio filofascista, ninguno de ellos, ni el Checu ni el Negro Tony se habían destacado demasiado. Pero después del golpe, la tarea era contactar de nuevo cada delegado de fábrica, ayudar a los que estaban en la clandestinidad y sin trabajo, esconder a los más amenazados; y ahí sí, el Tony y el Checu habían sido brillantes.

Ahora era urgente llegar rápido y avisarle a Tony que se fuera de casa. Pero para peor, en media hora tenía que encontrármelo al Indio; o sea que iba a tener que demorarme otra hora u hora y media antes de llegar a Isidro Casanova, porque al Indio tenía que verlo en la Avenida Provincias Unidas, no demasiado lejos del cruce con el Camino de Cintura. Era un lugar embromado: dos veces me había salvado por un triz de los operativos "relámpago" del ejército. En la misma rotonda en que lo iba a ver al Indio, tres días antes una tropa de oficiales y soldados había saltado de cuatro camiones cuando parecía que estaban en movimiento hacia el oeste. No pasó nada, pero me pegué un buen susto.

Lo veo al Indio y enseguida me doy cuenta que cuando las cosas parecen estar malas, siempre pueden empeorar un poco más:

- Loco, tengo que cambiarme de casa hoy mismo -. ¡No puedo creerlo!, pienso, sobre llovido, mojado:
- ¿Vos también? -

- Sí, ayer no vino Sofía al control de la tarde, y parece que no volvió a casa. Tuve que levantarme - .

- Y bueno, dale, entonces venite conmigo hasta Isidro Casanova, a la vuelta vamos a casa -.

Llegamos rápido a lo del Tony. Y otra vez el humor cordobés se mostró más fuerte que las desgracias de todos los días a las que parecían habernos condenado los tres años de dictadura. El Indio se apartó un poco para hacer un tiempo con la mujer del Tony, mientras yo lo ponía al tanto de la desaparción del Checu y veíamos a dónde lo llevaba. Por suerte Tony tenía un hermano en González Catán, bastante cerca de alli, y al final decidimos que hasta el Indio podría quedarse en esa casa, que era grande y bastante segura,

Pero lo gracioso ocurrió de pronto, como si nada trágico rondara el aire, como si todas las amenazas se desvanecieran de repente. Y fue cuando más distraidos estábamos en la conversación con Tony, y de golpe aparece su mujer, una paraguaya rubia, grandota, hija de alemanes, celosa al extremo, y enamoradísima de su compañero. No nos habíamos dado cuenta, pero justo estaba pasando por la calle una joven morena, hermosísima, la única brasileña del barrio, con un short minúsculo. La mujer de Tony inmediatamente pensó que nuestra conversación en voz baja era sobre la brasileña. Y le hizo un escándalo; lloraba y se lamentaba:

- Negro, cara de ángel y corazón de diablo, yo te cuido y te preparo la comida, te lavo la ropa, te doy cariño, y ¡vos acá en la puerta, mirándola a la brasileña! - se sonaba los mocos la rubia, y se daba cada vez más cuerda, sin parar para pensar que nada de lo que se imaginaba y decía tenía que ver con la realidad.

- Pero Marta, te juro que hablábamos de otra cosa, ni siquiera la habíamos visto a la brasileña, incluso ni sabía que era brasileña ni nada, te lo juro - .

- Mentira, ¡Negro cara de ángel y corazón de diablo! - . Y más se tentaba de risa el Indio, y trataba de controlarse porque veía que Marta, la mujer de Tony se ponía cada vez más triste, y más furiosa, si es que cabían los dos sentimientos juntos en una misma persona, desesperada de celos. Y con la risita disimulada al principio, más nos contagiaba a Tony y a mí. Y más se ponía nerviosa doña Marta, la celosa esposa paraguaya de Tony, porque creía que los tres hombres nos habíamos confabulado para admirar las curvas de la morena brasileña, que por lo visto tenía revolucionado al suburbio. Y cada vez nos alejábamos más, Tony, el Indio y yo de las preocupaciones reales, de la desaparición del Checu; y de la clandestinidad cerrada del Indio, que esa noche misma ya tenía que conseguir un lugar para poder resguardarse, a la vez que se desesperaba pensando en Sofía, que no había vuelto a casa, y también podía haber sido presa.

En fin, que no hubo forma de convencerla a Marta, que lo veía a Tony, - bajito, oscuro como un indio gaicurú, de donde debía provenir su familia correntina - como el hombre más lindo que la vida le había regalado: cara de ángel, pero corazón de diabo. Marta se encerró en su pieza a llorar desconsoladamente, no sin antes amenazar mortalmente a su marido: - ¡Mirá. Si me llego a enterar que te acostaste con la brasileña, vas a dormir allá afuera, con el perro! - .

Y nosotros tres, muertos de risa todavía, nos fuimos a la casa del hermano de Tony; casa grande y segura, que ni Sofía ni el Checu conocían, claro, y en la que podrían quedarse tranquilamente por un par de semanas tanto el Indio como el Negro Tony. Pero las situaciones cómicas - que son la materia prima del anecdotario cordobés de los tres, que nos habíamos juntado esa tarde triste de compañeros desaparecidos y de incertezas crecientes - no se habían terminado.

Apenas llegamos a lo de Carlitos, el hermano de Tony en González Catán, salimos al patio del fondo a tomar unos mates. Y de pronto vemos asomarse la cabeza del vecino que, sin mediar ningún otro comentario, le apunta el dedo al Indio y le dice: - ¡Vos sos cana!. ¡Sos el policía que trajo Carlos para denunciar lo de el tanque de agua en la medianera! - Y sin más ni menos, empezó a amenazarlo de muerte al Indio que, estupefacto primero, asustado después, y rabioso al final me decía: - No, acá yo no me quedo, loco. ¡Vámonos ahora! - .

Claro, terminé llevándolo al Indio a mi casa, donde pasó tres o cuatro semana peleándose con mi hermana, que había sido su novia durante diez años antes que yo lo conociera y nos metiéramos en la lucha revolucionaria. También ocupó su tiempo en leer "La tía Julia y el Escribidor", y nunca vi a nadie tan feliz como el Indio, riéndose a carcajadas con la escena del crucificado que se caía en plena función teatral y gritaba: - ¡Me caigo carajo! - . Cristo crucificado puteando, imaginate qué plato, decía el Indio y se descosía de tanto reirse. Y llegaba mi hermana y lo miraba con cara de odio y lo mandaba a quedarse callado, y yo no sabía si ella, - que era más celosa que la mujer de Tony - estaba consumiéndose de celos de mí, del Indio, o de nuestra camaradería apenas.

Y pasamos otros seis años, desde el 78 hasta el 84, en que el Indio vino desde París a visitarme en São Paulo, para saber por qué fue que el Indio no había podido quedarse en lo de Carlitos, el hermano de Tony. Supimos que el vecino había construido su casita apoyando el tanque de agua en la medianera, y esto, que no sería fuente de ningún conflicto entre la gente de clase media, sí es una ofensa en los barrios de la periferia bonaerense, donde cada centímetro de terreno equivale a años de trabajo, sudor y sacrificios para comprar una casita, o una casilla de madera. Y el vecino, más celoso de su pequeña y pobre propiedad que la paraguaya rubia del Negro Tony; o que mi hermana con su ex novio, mi amigo y camarada Indio, pensaba que éramos policías que veníamos a denunciarlo. Lejos de nosotros el querer meternos en líos por causa de un tanque de agua y diez centímetros de medianera.

Y por fin, la democracia volvió, pero el Checu y Sofía no volvieron. Y el Negro Tony se separó de la paraguaya rubia y celosa, que no aguantaba el dolor de convivir con un hombre tan "lindo", y tan seductor. Es así como ella lo veía. Y el Indio se casó de nuevo, pero no con mi hermana, que de tan insegura se quedó para vestir santos; mejor sola que mal acompañada, repetía.

Leia mais em "Crônicas de Utopías e Amores, de Demônios e Heróis da Pátria" (JV, 2006)

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