domingo, 22 de novembro de 2020

El locro de la tía Gringa

 



El locro de la tía Gringa es especial: trigo, poroto blanco, pedacitos de chorizo, carne de puchero y tocino. Bien, me dirán, hasta ahí no hay nada que lo diferencie de los otros locros. Pero no, los dos tipos de quesos que la Gringa le pone a último momento a su locro lo hacen diferente de todos e insuperable.

Aquel día había llevado una ollada entera, y después de la reunión me comí un plato y me fue a dormir la siesta. Ya sé que no es lo más recomendable, pero fue irresistible. Como dirían los Chalchaleros: "la pucha como i comío!".

Un rato después, sin que pueda calcular ahora si habían pasado diez minutos o una hora entera, escucho gritos y ráfagas disparadas a ciegas, veo humo y siento olor a pólvora; en minutos se multiplican los movimientos furtivos en la calle, y por la ventana se ve llegar cinco hombres de un grupo de tareas -los horribles- que empiezan el asalto a la casita de Lomas del Mirador, a los tiros.

Mi duda, después que todo pasó, fue si el ataque venía del simple hecho de haber salido demasiado rápido el grupo de compañeros que estaban en la reunión y por haber sido vistos por algún vecino con malas intenciones; o si, tal vez, todo proviniera de la detención de un compañero, una semana antes, después de la cual se sucedieron muchas caídas de casas de la organización que él conocía. Y con eso, la desaparición o muerte en combate de una decena de militantes.

Pero en ese momento no había nada que pensar, tenía que ponerme atrás de la única pared protegida dentro de la casa, una de piedra y cemento, y disparar hasta que las otras dos compañeras de la contención, parapetadas atrás de la puerta de la cocina, que también era una de las más reforzadas, tuvieran tiempo de resistir tirando una con un fusil liviano, y la otra con la Itaka, para que Polo y el Tucumano pudieran salir por un pasaje en la pared de los fondos.

El terreno tenía una salida, oculta en el muro por una tipa gigante, que daba a un viejo sendero estrecho entre dos hileras de álamos, atrás de un arroyo cubierto de sauces, que terminaba en una callecita trasera, totalmente invisible para quién no fuera del lugar. Hacia allí corrieron Polo y el Tucumano, acompañados por las compañeras de la custodia, y escaparon hacia un caserío a doscientos metros detrás de la casa y cerca de un barrio popular donde ya habían dejado estacionado por las dudas un coche – un Citroën 3CV- con apariencia insospechable, pero con un motor potentísimo de Ford Falcon, preparado justamente para la ocasión de una fuga.

Mitad de todo esto lo vi en medio del tiroteo infernal, y el resto lo estaba imaginando, cuando de pronto un impacto como de bazuka y una luz blanca me apagaron todos los sentidos y pensamientos. Poco después todo se puso negro, y yo me imaginaba desmayado y herido, aunque no sentía ningún dolor. Aún así, me levanté y vi en el piso dos cuerpos destrozados por la metralla, y por la ventana, el camión del ejército en una esquina, y en frente a la casa los tres Ford Falcon.

Giré rápido para hacer el mismo camino que habían seguido el Polo y el Tucumano y casi me muero del susto: ahí mismo, atrás de la pared de piedra y cemento estaba yo, con la Itaka que debían haberme dejado las compañeras de la contención y el cuerpo todavía caliente. Los ojos y la boca abiertos, mirando hacia arriba.

Miré hacia la derecha y la izquierda de la calle y solo vi soldados y policías con ropas civiles entrando para llevarse los cuerpos y cargar todos los muebles y pertenencias que pudieran levantar. Pero atrás de cada cuerpo abatido por las balas había otras figuras, iguales pero más livianas, transparentes, casi flotando y juntándose unas a las otras. y hasta ahí fui yo también, tan liviano y transparente como ellos, a levantar las banderas que los horribes pensaban habernos arrancado de las manos durante el ataque.

Pero ahora sé que, ni nuestras banderas, ni la memoria, ni el locro de la tía Gringa, nada de eso me sacaron. Siguen allí, como si fuera ayer.

JV. Agosto de 1979.

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