quarta-feira, 19 de outubro de 2022

Cras, cras, decía el cuervo. Hodie, le repondía el Santo

   


                  El santo y sus circunstancias

Cras, cras, decía el cuervo. 

Hodie, le repondía el Santo, de quién nadie sabía nada, ni de dónde venía, y tan solo se conocía que había sido legionario entre los armenios, como parte de las defensas romanas contra los bárbaros asiáticos.

Rápido, Expedito, lo llamaban. Y por esas cosas de la vida que nos muestran que para cada necesidad surge una solución, - así como para cada solución aparece un nuevo problema- el jefe legionaro de pronto se convirtió en santo milagrero. 
El santo de los pedidos y misiones imposibles, lo llamaban.

Cras, seguía diciendo el cuervo algunos siglos más tarde, pero su latín ya había pasado de moda, y los que pedían soluciones difíciles empezaron a traducirlo por mañana.
Del mismo modo, la respuesta romana, Hodle, ya se había transformado en hoy, y los hablantes de los nuevos romances pedían milagros cada vez más rápidos, veloces, expeditos
Aunque algunos agregaban disculpas estrafalarias al estilo de "yo y mis circunstancias", con lo cuál no hacían más que justificar sus cobardías con una autopiedad de adolescentes. 
Y, encima, en seguida corrían al santo a pedirle causas justas y urgentes, a veces imposibles dentro de las tales cicunstancias alegadas.
Pero, después de todo, realmente queremos aquello que deseamos? 
O, dicho de otro modo, el sujeto u objeto que deseamos como causa desesperada¿es realmente aquello que queremos?
Lo que, visto por el reverso, nos remite al viejo dilema:  ¿hijos? mejor no tenerlos, pero, si no los tenemos,  ¿cómo los sabremos?
Aunque, como bien responde a sí mismo el poeta Vinicius, las noches de insomnio, como las canas prematuras, son el precio, -del mismo modo que tan bien lo decía Lacan-, de desear lo que tal vez no querramos tanto. 
¿O sí? Y si Expedito no nos ayuda, ¿cómo lo sabremos?

JV. Chumbicha, mayo de 2059


terça-feira, 4 de outubro de 2022

El puma y el changuito

 


El puma y el changuito

 

Estaba en esa misma posición hacía más de media hora: las cuatro garras aprisionando con fuerza la parte más alta del tronco, un temblor recurrente en los poderosos músculos del lomo, los ojos feroces mirando hacia abajo, y unas fauces que inspiraban terror al más valiente.

En la base del algarrobo y auyando y mostrando los colmillos hacia arriba, tres perros cimarrones. Bestias salvajes dispuestas a arrancar pedazos del puma acorralado, que tenía un porte y un peso equivalente a por lo menos dos de ellos.

Largos minutos de espera en el impasse de preparación para el ataque final: los perros no podían subir al árbol, y el puma no parecía dispuesto a bajar, pero en algún momento iría a dormirse, y tal vez perdiera el equilíbrio.

De pronto, tres rugidos graves y cortos hicieron retroceder a los cimarrones; y fue en ese par de segundos que el puma giró y se colocó de cabeza para abajo y por atrás del tronco, de tal modo de correr casi por el aire los cinco metros hacia el suelo y dar el primer zarpazo en la garganta del cimarrón que se le cruzó en su descenso; al segundo lo lanzó a más de tres metros del algarrobo, y el tercero no se quedó para ver como terminaba la lucha.

 

El Chango, sintiéndose seguro con su escopeta de dos caños y encaramado, también él, como lo había estado el puma, a más de tres metros del suelo en un quebracho colorado todavía en crecimiento, vio que el felino se le acercaba.

Manso, lento y con más cara de gato que de fiera, el puma se detuvo al pie del quebracho y se refregó con lujuria los bigotes, las orejas y el lomo, hasta que se echó en el suelo, totalmente olvidado de la pelea reciente y del peligro de los perros cimarrones.

Sin saber qué hacer, pero ya sin miedo y, al contrario, con una mezcla de admiración y de ternura por el puma, el joven labrador –en realidad, un changuito de menos de diesiséis años-  empezó a bajar, pero los nervios lo hicieron patinar un palmo hacia abajo y perder una de las ushutas

El puma, otra vez igual a un gato, corrió a agarrar el calzado y comenzó a dar saltos a cuatro patas, levantándose a un metro del suelo, con el lomo arqueado. 

Daba golpes cortos, precisos, con una pata y la otra, alternando la izquierda con la derecha, y las traseras con las garras delanteras.

Y a cada salto, saltaba también la ushuta del Chango, lo que volvía a electrizar los músculos poderosos del felino en su juego de sustos y adrenalina.

 

Mas calmo, el Chango se ajustó la carabina al cuerpo, colgándosela en la espalda a bandolera. La había usado cinco minutos antes de que el puma bajara del tronco y contraatacase el asedio de los perros cimarrones. Había abatido uno de ellos y ahuyentado otro. Solo habían quedado los tres que el felino atacara poco más tarde con gran éxito.

La intención del Chango no era tirar contra el puma. Simpatizaba con él y pensaba que el sentimiento era recíproco.

Fue bajando del árbol, muy despacito, aprovechando que la fiera se había echado, hermosamente, con su brillo de oro marrón en la piel, respirando pesadamente por las fauces, después del cansancio de la lucha contra los cimarrones y del juego posterior con el calzado perdido por el Chango.


El felino le había dado las espaldas al muchacho, pero apena este llegó al suelo y apoyó un pié en el terreno arenoso, se dio vuelta, girando la cabeza lentamente. Y el Chango notó entonces la misma mirada que había lanzado poco antes hacia los cimarrones, que segundos más tarde sufrirían su ataque relámpago y letal.

El Chango se asustó, pero no tomó el arma. Al contrario, optó por sacarse la otra ushuta y tirársela al puma, pocos metros hacia adelante, de modo de distraerlo otra vez con el juego.

El gran felino se levantó despacio y se puso a oler con cuidado la segunda ushuta arrojada. Olfateo, refregó los bigotes y giró la cabeza otra vez, despacio de nuevo, y lanzó dos rugidos cortos que hicieron que los pelos de la nuca del Chango se erizaran durante tres o cuatro largos, eternos, segundos de terror.

Pero el puma se levantó de su letargo, lentamente, y así se fue andando en dirección al árbol en el que había estado acorralado poco antes por los cimarrones. O sea, en dirección opuesta, alejándose del Chango.

Más repuesto, agarró la carabina en la mano derecha, giró los talones con cuidado, y se fue yendo, paso a paso, quemándose los pies descalzos en la arena fina tapada de mistoles maduros y resbalosos, pisando con cuidado los charcos de nieve que empezaban a derretirse.

Enseguida escuchó un suave y rápido arrastrar de patas en la arena, y sintió la cabeza del puma acariciándole con lentos movimentos las pantorrillas; bigotes gruesos refregándose en las piernas del pantalón viejo y curtido del Chango.

Y de pronto, las garras poderosas apretándole los hombros y arrastrándolo hacia atrás, tan rápido no le dio tiempo para asustarse, ni siquiera de sentir los cuatro colmillos puntiagudos penetrándole la nuca y el cuello y triturándole las vértebras cervicales.

Su última visión fue el cielo azul claro de Catamarca, y su pensamiento final quedó dividió entre el recuerdo de la belleza cruel del puma marrón dorado y la fría hermosura de Roberta, chinitilla pueblerina que le robaba sus sueños.


JV, Chumbicha, 1991.

“Esperar que la vida te trate bien por ser buena persona, es como esperar que un tigre no te ataque por ser vegetariano”.

Bruce Lee