sexta-feira, 27 de abril de 2012

A saudade, la morriña, Seoane y la torre de las nostalgias


Luis Seoane, pintor y escritor, nació en el Buenos Aires de la emigración, regresó a su Galicia familiar y, perseguido por el franquismo como tantísimos otros, tuvo que volverse al Buenos Aires del exílio.
Cuenta el historiador Carlos F. Santander que Seoane podría ser quién, con el pseudónimo de Hernán Quijano, escribió “Galicia Mártir, Episodios del terror blanco en las provincias gallegas”, libro lanzado en París y Argentina en 1938, que cuenta la sublevación militar franquista y la feroz represión en las provincias de Pontevedra y La Coruña entre agosto y diciembre de 1936.

Seoane finalmente retornó a A Coruña para pintar sus últimos lienzos a la luz de la Torre de Hércules desde la que veía Irlanda o lo que se le diera la gana.
Es que los senderos de ida y vuelta, entre Galicia y Argentina, nunca se cierran en el Atlántico. Galicia tiene su bandera, que es lo último que veía el emigrante, apoyado en la cubierta del buque y mirando hacia el puerto de A Coruña: una tela blanca con una diagonal azul celeste, colores pátrios que reencontraria después, en Montevideo o Buenos Aires.
Pero vamos a lo que interesa y leamos a Luis Seoane:


Habitan en La Coruña y no saben que los viejos de su infancia decían a los niños que desde la península de La Torre, en la misma ciudad se podía ver en los días claros la costa de Irlanda. Quizás nunca lo supieron. Yo, sé eso. Lo recuerdo. También sé que cerrando los ojos veo cuando quiero una aldea, Arca, y a la misma aldea rodeada de montañas, de minas, de bosques y labradíos, y al pie de ellas un río transparente de truchas que se ven correr amedrentadas por las sombras. Un río transparente sobre el que nadan las libélulas y en el barro de sus orillas se esconden las anguilas. Recuerdo los pobladores y sus trabajos. Era una aldea de músicos y gaiteros. Había dos bandas de música. Algún campesino emigraba y otros se hacían navegantes. Se ejercían oficios elementales. En los bosques abundaba el jabalí y en las orillas del río la marta y por todas partes la comadreja y la ardilla. En el aire, o posados en los árboles una multitud de pájaros.
Cierro los ojos y veo Arca. A ver Arca con los ojos cerrados me conduce la nostalgia. Como puedo ver Irlanda si cierro los ojos, para ello me bastan la historia y el sonido del mar. Puedo evocar todo aquello que viví o vi y lo que conozco a través de otros.
Es curioso lo que ven por no querer ver algunas personas. Yo cierro los ojos y veo lo que quiero. Alguna vez creí percibir incluso el olor de aquel mar o de aquella aldea.
También alguna vez quise ver la costa de Irlanda de que hablaban los viejos coruñeses y no busqué el horizonte despejado de un buen día claro abriendo más los ojos que cualquier otro día, sino que me bastó cerrar los ojos para verla, y sin embargo era una tarde de espesa niebla.
Estos personajes que hoy evoqué, cerrando los ojos, los acabo de dibujar.

Seoane
10-VIII-78″.

sexta-feira, 20 de abril de 2012

El estanque de los Ávalos, don Ovejero y su hermano, el coronel.


Llegué a Catamarca y estalló la huelga general. Un paro de aquellos a los que se llamaban “salvajes”, por la firmeza en la decisión de llevarlo adelante hasta sus últimas consecuencias.
Decidí ponerme a caminar, ya que no había más remedio, y así pasé más de dos largas horas, durante una tarde triste de finales del otoño, en un año de mitad de los 70. Caía una tarde oscura, silenciosa, y con pesadas nubes en los cielos, mientras iba cruzando a pie, a través de una extensión monótona de campos de maíz, tabaco y soja, los siete kilómetros que van desde San Fernando del Valle de Catamarca hasta la villa centenaria de San Antonio de Fray Mamerto Esquiú, cerca de Piedra Blanca.

De vez en cuando me daba vuelta y miraba para atrás, con la esperanza de que en algún momento aparecería un coche,  un “sulky”, o quizás una moto que pudiera acercarme un poco por lo menos. Giré la cabeza unas seis o siete veces en los primeros tres kilómetros; pero nada ni nadie se movía en la ruta, que cada vez se volvía más un camino estrecho y pintoresco. 
Cuando ya faltaban menos de mil  metros para llegar a los límites de San Antonio, me di vuelta de repente y vi algo que se movía rápido por detrás de unos arbustos. Empezaba a oscurecer y tuve un escalofrío, aunque no me pasase por la mente ninguna sensación de miedo. Me detuve, porque sólo había descansado un par de veces en casi dos horas de caminata. Sentado en una verja de piedras, tal vez una “pirca” antigua de la época de los diaguitas, miré hacia atrás.

Parecía, o por lo menos así yo lo sentía, que había alguien observándome. Me levanté de golpe y corrí rápido hasta el lugar en el que el bulto se había movido. Pero más rápido todavía desapareció la sombra, atrás de la arboleda oscura. Entonces retomé muy de prisa el camino y llegué casi corriendo al pueblo, en menos de diez minutos.

Reconocí que estaba cerca cuando empezaban a cer rarse las sombras de la noche, y después de una curva del asfalto, me encontré cara a cara ante la vista lúgubre de la casa de los Ovejero.

Don Julio Ovejero fue uno de los compañeros de juventud de Victoriano Unzaga, y ya habían pasado muchos años desde nuestro último encuentro. Una carta suya me había llegado, suplicando mi presencia. Y así es que, sin pensarlo demasiado, había dejado la redacción de la revista “ProHispam” en Buenos Aires y embarcado en la Chevalier un día y medio antes, tomando después en Córdoba un micro de la Cacorba. 

Necesitaba alejarme con urgencia de Buenos Aires. En  esos días, un amigo de la adolescencia, Anibal Fuentes, había sido secuestrado por las bandas fascistas de Isabelita; mis años en la facultad de arquitectura de Córdoba y en el sindicato de Obras Públicas habían dejado varias páginas con detalles sigilosos en mi ficha del Side, la policía secreta argentina. Salir de la Capital era una recomendación de la Chancha, el jefe de “ProHispam”. 

Por otro lado, la carta de Ovejero me hablaba de una gran agitación que lo oprimía, y sobre la urgencia de verme. Quedaba claro que Julio Ovejero pensaba hallar en mi compañía algún alivio a sus males.
Pero era el modo con que me lo pedía, la forma suplicante de abrir sus sentimientos, lo que me había llevado a cruzar medio país para verlo, lo que en principio podría parecer una locura. La situación en la Capital ya era irrespirable, con mucha gente amenazada, e incluso desapareciendo; entonces me decidí a viajar y a atender al llamado del viejo amigo de mi abuelo.

Cuando era chico lo había acompañado a don Victoriano en sus visitas a lo de Ovejero, y era testigo de su amistad, pero sabía muy poco sobre él. 
Los Ovejero, trabajadores y estudiosos, eran de un linaje arraigado en Catamarca desde antaño. Familia caritativa, ayudaban al Hospital de Niños y al Buen Pastor, incluso en las épocas en que la fortuna de don Julio, forjada en las duras labores del tambo, ya había empezado a menguar. Catamarca –como tantas capitales de provincia en América Latina– chiquita en la economía y la política del país, tiene una elite de intelectuales dedicada no sólo a sus negocios, sino también al disfrute del arte y la cultura. 
Supe también —y era harto conocido en Catamarca— que la estirpe de los Ovejero provenía de un antiguo tronco familiar que se remontaba a la corriente pobladora de los españoles que entró en el Río de la Plata por el norte, desde Santiago del Estero y el Alto Perú.

Abrí el portón. Pasé por debajo de la tipa y de la santarrita en flor, y vi que un peón de rastra, facón y alpargatas me esperaba para llevarme adentro del caserón, por bajo los arcos de la galería. Otra empleada me acompañó desde allí, callada, por unos pasillos intrincados, hacia la biblioteca de los Ovejero.

Mucho de lo que hallé en el camino agravaba la vaga sensación de tristeza que había sentido al llegar a la casa. Los objetos que me rodeaban —las vigas de los techos, los estantes y cuadros de las paredes, el quebracho del piso— me resultaban todos muy conocidos.  Estaba acostumbrado a ellos desde mis visitas de infancia; pero, aunque las reconociese como  familiares, me asustó lo insólito de las visiones que esas imágenes añosas me provocaban.

En una de las escaleras me encontré de golpe al médico del pueblo, otro compadre y viejo confidente de mi abuelo Victoriano. Al verme, su semblante mostró más perplejidad que sorpresa. Me saludó apurado, y pasó insólitamente estupefacto, casi sin mirarme de frente, rehuyéndome a los ojos.  Entonces, la empleada de don Julio Ovejero abrió una última puerta y me condujo ante su patrón.

La sala, tal como la recordaba, era amplia y alta, con viejas ventanas que quedaban a una buena altura del piso de roble. Un mobiliario antiguo pero claro, y numerosos libros e instrumentos de pintura y dibujo esparcidos, le daban un cierto aire desordenado y melancólico. 
Empecé a sentir un profundo desasosiego que de a poco lo penetraba todo, como si fuese filtrando las luces ocres y amarillas del otoño y la melodía suave del disco de Piazzola, que tocaba en otra pieza, disputando el espacio con los ecos de “Estelita”, que llegaban a oleadas, a lo lejos, desde la plaza de San Antonio.

A mi llegada, Ovejero se levantó muy despacio del sofá en el que descansaba, y me saludó calurosamente. Nos sentamos, y por un momento, lo miré con una mezcla de piedad y de pavor. Jamás en toda mi vida conocí un hombre que hubiera cambiado tanto, y de un modo tan terrible, en tan pocos años, como Ovejero. A duras penas podría decir que era el compañero fuerte y alegre de Victoriano Unzaga de mis años juveniles.

Su piel extremamente pálida; los ojos claros, a veces brillantes, en otros momentos opacos y sombríos. Los labios finos, temblorosos, más claros aún que la piel del rostro; la nariz afinada, de un delicado tipo criollo, como el de un quijote andino que con su figura recuerda de inmediato sus lejanos orígenes castellanos; la barba crecida, el pelo largo,  blanco y sedoso, y la frente prominente, formaban un conjunto impactante, que no resultaba nada fácil de olvidar.

La espectral palidez y el brillo de los ojos me aterraban. Además, se había dejado crecer un pelo blanco, que parecía  flotar en torno al rostro y  le daba una expresión dantesca. Hablaba en un tono gentil, y hasta con una suave indecisión, una especie de delicadeza temblorosa; pero a veces pasaba de a poco a un tronar enérgico y abrupto, lento y hueco. La suavidad y la delicadeza inicial se convertían, de pronto, en un habla gutural, como la de alguien embriagado, perdido en una insana agitación.

Después de ofrecerme unos mates dulces y pancitos de grasa, me habló calma y largamente sobre su urgencia de verme, y relató la alegría con que me esperaba. Comentó que su hijo menor, Roberto, se había ido a estudiar medicina a Córdoba, unos cuatro años antes; y me detalló cómo, a lo largo de sus cartas y de las charlas en sus visitas esporádicas, le había ido manifestando su profundo interés por los pobres, por la gente que no tenía nada más que sus brazos y sus familias para trabajar y sobrevivir.

Contó Ovejero que el “benjamín” era la ilusión de su mujer, y el sueño de nietos en la vejez. Es que Robertito realizaba la antigua aspiración familiar, lo que los de antes llamaban “m’hijo, el dotor”. Sin embargo, Robertito le hablaba cada vez menos de anatomía y fisiología, de huesos o de remedios, y sus temas preferidos eran cada vez más la política, la revolución, las ideas del Robi Santucho y el Che Guevara. Un primo de Victoriano, del lado  de los Fuenzalida, que había dejado Santiago del Estero en los años sesenta y había ido a Córdoba, como el hijo de Ovejero, también para hacer medicina, lo había conocido en su juventud al Robi Santucho, y me había contado sobre su increíble poder de convencer y de seducir.

El Robi, le repetía yo ahora a Ovejero, era un hombre de profundas convicciones;  ahora veo que estaba equivocado, sí, pero era honesto, íntegro y persuadido de que todos sus estudios, los libros leídos y su vasta experiencia de poco servían si no los dedicaba por entero al pueblo, a una revolución que acabara con la pobreza y las injusticias. Hoy se sabe lo que en aquélla época yo ya sospechaba, que el idealismo guerrillero no se apoyaba en un análisis correcto de la realidad del país y de su historia. Santucho soñaba, como el Che, con un Vietnam en cada país de América Latina, lo que terminó en una guerra de aparatos, que atrajo la violencia salvaje de la derecha peronista primero, y de los milicos después.
Pero Robertito Ovejero, como miles de jóvenes argentinos de aquélla época, tenían una honesta urgencia en cambiar el país y hacer la revolución justa y necesaria.

Don Ovejero me habló mucho de su hijo; y también sobre el mal de su familia, una rara dolencia nerviosa que pasaba sistemáticamente, de una generación a la otra, y que ahora lo afectaba.
Y de pronto, volvía al tema del hijo; de cómo se dio cuenta que el joven había empezado a largar de a poco los estudios; y cuando un buen día, le llegó un telegrama desde Tucumán; sí, allí nomás, a unos cien kilómetros de su casa, desde La Cocha, un pueblo al otro lado de la Cuesta del Portezuelo, la montaña que se tiende majestuosa a espaldas del campo de los Ávalos, los vecinos más cercanos a las fincas de mi abuelo Victoriano Unzaga, y de los Ovejeros.

El telegrama de Roberto era muy corto, y solo le contaba que estaba bien de salud, pero para don Julio era como una clave, lo suficiente para saber que Robertito ya se había unido a la guerrilla rural que Santucho estaba organizando con algunos viejos dirigentes de los sindicatos azucareros tucumanos, con decenas de jóvenes obreros de los gremios mecánicos y militantes estudiantiles de Córdoba, Rosario y Buenos Aires.

Los males de Julio Ovejero, por otro lado  -según pasaba el tiempo sin noticias de Robertito, y las noches empezaban a alargarse y a consumirlo en el insomnio- aparecían en un conjunto de sensaciones que podrían denominarse "sobrenaturales". Sufría Ovejero lo que sería descripto hoy como una agudeza sensorial morbosa. Sólo toleraba alimentos insípidos, sin sal, o los menos dulces, agrios o amargos; nada de condimentos. Podía usar ropas de telas suaves, pero no demasiado como para darle escalofríos, como las de la seda. El perfume de las flores lo ahogaba y la luz, hasta la más débil, la que llega del sur, filtrada por los altos álamos o las tipas frondosas de Las Chacras, lo atormentaba. 
Splo algunos sonidos muy suaves y bajos no le inspiraban horror. La primavera exuberante de Catamarca, o la llegada de la estación de las brevas, lo recluían a días enteros de encierro en la biblioteca, con las puertas, ventanas y cortinas herméticamente clausuradas.

Ovejero vivía, como todos los argentinos en los años setenta, en medio de un volcán, una caldera social y política siempre próxima a estallar, y era esclavo de un terror totalmente anormal.  Pero tal vez por habitar en un pueblito alejado, y sobre todo por su introspección y una exagerada concentración en sus males personales, se había apartado casi por completo del mundo, encerrándose, como un ermitaño, en su sufrimiento solitario.

Me parece que a cualquier hora voy a morirme, aplastado por la lenta locura que me consume. De veras, tengo miedo que esta excitación me lleve en algún momento a un punto tal que la razón me abandone, vencida por el horrendo fantasma del pánico— me dijo un día, al caer la tarde, con la mirada perdida en las curvas de la Cuesta del Portezuelo. La falta de noticias de Robertito lo atormentaba, y aumentaba más sus alergias e hipocondrías.

Supe también otros detalles deplorables de su estado mental. Ovejero estaba atado a extrañas supersticiones con relación a su casa, de dónde no se animaba a salir desde hacía años. En San Antonio se lo recordaba como un hombre callado, al que que sólo se lo veía en sus paseos vespertinos o visitando a su sobrina Leticia, la bibliotecaria, siempre con dos temas fijos de interés, la numismática y la filatelia. Buscaba con obsesión imágenes, cuños o estampillas con girasoles y margaritas; pasaba largas horas en las mesas, releyendo catálogos, o consultando a su sobrina sobre las novedades recién recibidas desde Buenos Aires.

Mientras no le llegaba nada más concreto sobre su hijo Roberto, Ovejero devoraba los diarios locales, La Unión y La Gazeta, y el porteño La Prensa, buscando noticias sobre la guerrilla en Tucumán. El gobierno caótico de Isabel Perón ya había mandado el ejército a una amplia operación para “aplastar, con todos los medios posibles a los delincuentes subversivos”.
En sus delirios, Ovejero pensaba también que gran parte de su tristeza se debía a algo más palpable que su cruel y ya antigua dolencia. Sin dudas era la muerte de su hermano, el militar —su amigo durante largos años, su último y único pariente cercano— lo que más lo había afectado.

 ¡Ay!, Robertito, hijo —dijo con una amargura que nunca podré olvidar— ¡Dios sabe en qué montes andará perdido, allá en Tucumán!— volvía los ojos hacia la huella viboreante y luminosa de la Cuesta del Portezuelo, que se destacaba a lo lejos, entre el verde grisáceo de las montañas del fondo de su finca.
Mientras hablaba con Ovejero vi pasar, silencioso y fugaz, casi pegado a la pared del fondo de la habitación, a su hermano. Me había olvidado de su existencia, aunque sabía que era un coronel del ejército. Parecía que el coronel flotaba, sin apoyar los pies en el piso, y sin fijarse en mí, desapareció entre las sombras del salón. Lo miré con el terror de quien ve un espectro.
El horror me oprimía y, cuando la puerta se cerró por tras de su hermano, mi mirada buscó la de Ovejero, pero él tenía el rostro hundido en las manos temblorosas, se las refregaba  nerviosamente y se enjugaba la transpiración; una palidez brutal lo cubría, mientras por entre sus largos dedos flacos derramaba copiosas lágrimas de amargura.

Durante años los médicos se desconcertaron con la enfermedad, de diagnóstico desconocido, del hermano de Ovejero, el coronel. Su apatía y agotamiento gradual, y los ataques catalépticos frecuentes habían dejado literalmente sin norte a los especialistas catamarqueños y luego a los varios científicos consultados en el Hospital de Clínicas y en el sanatorio Sobremonte de Córdoba, a donde había viajado para unas largas temporadas de estudios. Hasta entonces el viejo militar había soportado con firmeza su enfermedad, sin guardar cama; pero al caer la tarde de mi llegada a Catamarca, sucumbió al poder del mal, y supe que la mirada que habíamos cruzado sería la última. Ya no lo vería nunca más, vivo al menos.

Ovejero no me habló durante varios días; en realidad no habló con nadie; no pronunció el nombre del fallecido hermano ni lo hice yo, que me dediqué simplemente a recorrer los caminos de La Falda y a visitar a los vecinos de mi abuelo.
Al domingo siguiente, Ovejero volvió a hablar de a poco, primero con los empleados de la casa, y luego conmigo, que seguía esforzándome en aliviar la melancolía del viejo.

A medida que íbamos conversando, recordando  las épocas pasadas, evocando la figura -diametralmente distinta- de Victoriano, su viejo amigo, fui estrechando mi intimidad  con don Julio.
Pero en el mismo ritmo en que él iba abriéndome los rincones más oscuros de su alma atormentada, yo sentía con amargura lo inútil de mis esfuerzos por alegrar su espíritu, que estaba invadido sin remedio por la negrura que empapaba todo su universo con una tristeza sin fin.

Por otra parte, en el mundo real, las acciones guerrilleras y los aparentes exitos de la columna del ERP en los montes, se empezaban a enfriar frente al llamado “Operativo Independencia” y las acciones represivas de la Brigada de Infantería de Tucumán, al mando del general Acdel Vilas, hombre de pocos escrúpulos. Ovejero leía y releía las noticias de los diarios sobre la lucha en los montes vecinos, sin hallar pistas nuevas sobre la suerte de su hijo, Robertito.

El pobre desarrollo de la psiquiatría de aquéllos años había atrasado la cura del hermano militar de Ovejero; pero es probable que ambos padecieran un tipo de epilepsia temporal cuyos síntomas a menudo recuerdan a la esquizofrenia.
Es posible que la insanidad no afectara directamente a Ovejero en su capacidad de trabajo; pero el miedo a los ataques, el terror permanente a la amenaza de la locura o la pérdida de la razón le traía depresión y un inevitable nerviosismo que lo desequilibraba más aún, sin remedio, empujándolo  hacia el abismo al que tanto temía.

Entre otras cosas, recuerdo la singular perversión que sentía en su  repetitiva lectura del cuento “Casa Tomada”, de Cortázar, que lo alucinaba; o sus acuarelas inspiradas en “La caída de la Casa Usher, de Allan Poe. Pero eran sus cuadros al óleo, sobre todo, lo que reflejaba sus paisajes mentales más extraños, especie de alucinación incubada en la laboriosa fantasía de Ovejero que llegaba a estremecerme con cada trazo, con sus pinceladas en forma de coma. 

Julio Ovejero era un ser huraño atormentado, a veces irascible, pero de una fuerza interior que le sobraba de la energía de sus años mozos, y que desembocaba en una creación desbordante y en una producción artística expresiva. Sus cuadros muestran sus constantes cambios de humor, sus momentos de euforia, apasionado y temperamental, o súbitamente desanimado, o plácido. 
Las dudas sobre el destino de Robertito, las largas noches de insomnio, la falta de noticias sobre el paradero del hijo, perdido en las selvas de Tucumán, luchando junto a un puñado de jóvenes guerrilleros, románticos e idealistas, que marchaban lentamente hacia la derrota inevitable; todo eso estaba allí, en sus cuadros.

Una noche, obcecado por el recuerdo de su hijo, que hacía meses que no se comunicaba, y mientras crecían las noticias contradictorias sobre el infortunio de la guerrilla de la Compañía del Monte, Ovejero bajó todos los libros de la biblioteca y se puso a limpiarlos y ordenarlos. Entre las obras que desde hacía décadas formaban la vida espiritual y literaria del enfermo, de acuerdo con el carácter fantasmal de la casa y sus habitantes, encontré y me puse a hojear, sin leer de corrido, una de Cortázar. Busqué el cuento Casa Tomada, pensando en el extraño ritual de aquellas páginas, y en una probable influencia positiva que la lectura podría tener sobre el pobre viejo hipocondríaco al que me había puesto a cuidar.
Esto ocurrió una noche en que, diciendo bruscamente que su hijo “ya no existía más”, Ovejero me anunció de pronto, sin más comentarios ni detalles, su intención de enterrarlo en un nicho familiar, situado en los sótanos, debajo de los gruesos muros del edificio.

Me contó que aquella misma tarde, mientras yo visitaba a mi tía Gringa, un camión del ejército había llegado, y un suboficial del Regimiento 17º de Catamarca, le había dejado el cuerpo sin vida de Robertito. Le dijeron que el chico había participado en la frustrada tentativa de la Compañía del Monte, que normalmente operaba en Tucumán, de copar el destacamento catamarqueño, y que había muerto en combate en el intento. Los habían denunciado, dijeron algunos vecinos; los acorralaron al bajar del monte tucumano, por la misma Cuesta del Portezuelo que el viejo Ovejero no dejaba de mirar en los últimos días, contaron los policías de San Antonio; y ahora lo que le quedaba era sepultarlo.

La razón de lo que a primera vista parecería un extraño proceder —enterrarlo en el nicho familiar en vez de llevarlo, como sería más lógico, al cementerio de Piedras Blancas— era otra de sus tantas fantasías; había resuelto hacerlo considerando lo insólito de la muerte de su hijo. Y decía “insólito”, del mismo modo con que se refería a la enfermedad de su difunto hermano. También quería huir de lo que él llamaba “la curiosidad morbosa de los doctores”. Recordando el siniestro semblante del médico que había visto al llegar a la casa, no quise discutirle lo que me parecía una precaución lógica para preservar su intimidad.

A pedido de don Julio lo ayudé con el entierro del hijo, al lado de la tumba del tío, el coronel. Pusimos a Robertito Ovejero en el cajón de madera oscura, y lo llevamos a un nicho chico, húmedo y con poca luz natural, debajo de la parte de la casa en donde creo que quedaba mi dormitorio.

Este compartimiento, bastante estrecho y alargado, había sido en el siglo XIX, durante la guerra civil entre unitarios y federales, una mazmorra y un depósito de pólvora y de otros materiales inflamables; tal vez por esto es que una parte del suelo y el interior de la bóveda estaban revestidos de cobre. La puerta, de quebracho macizo, estaba protegida de igual modo. Y cuando aquél peso enorme giraba sobre sus bisagras, producía un chirrido agudo e irritante. 
Me acuerdo que mi abuelo contaba que, allá por los años 40, en la casa de los Ávalos, a escasos cien metros de los Ovejero, un estruendo de cadenas y grillos arrastrados perturbaba el sueño de los lugareños, espeluznándolos de terror en medio del silencio de las noches calientes del verano catamarqueño.

Victoriano, que no creía en aparecidos ni en luces malas, había cavado una zanja entre la casa de los Ávalos y la de Ovejero, orilleando el estanque; y a unos tres metros y medio de profundidad había surgido un depósito de armas, tan viejo como la guerra entre unitarios y federales, con decenas de fierros herrumbrados y maderas deshechas por la podredumbre, hacía para entonces ya más de ochenta años. Todavía había marcas del legendario Felipe Varela en las pocas culatas de madera que habían sobrevivido al paso de los años.

Dejamos el cuerpo de Robertito  sobre un suelo de tierra apisonada y fría, a pesar de que aquél lejano mes de marzo todavía conservaba en las tardes el bochorno del verano tórrido de Catamarca. Abrimos la tapa del cajón y mientras rezábamos por el alma de su hijo, me puse a mirar con atención la foto de su hermano, en la tumba de al ladoEl parecido chocante me llamó la atención. 
Atornillamos la tapa del nicho del hijo muerto, dedicándole a él y a sus compañeros de batallas un minuto de silencio y reflexión, y subimos hacia los cuartos superiores de la casa,  no menos tristes que sus sótanos.

Y Ovejero, después de penar su amargura durante días, tuvo un cambio en su aspecto físico y mental. Su comportamiento, normalmente educado y de buenos modales, cambió casi por completo. Su trabajo cotidiano quedó descuidado y vagaba sin rumbo fijo. Su palidez se acentuó y sus pupilas sin brillo desaparecieron en medio de hondas ojeras. No se oía más su voz áspera, y sí un murmullo inaudible, producto de un terror sumo que lo obligaba a hablar con un temblor en los labios. 
Me intrigó su apariencia: una venda blanca le cubría el lado derecho de la cabeza, en la oreja. Usaba una boina azul y un sobretodo verde abotonado hacia la izquierda, que debió ser de su mujer, y fumaba en  una pipa muy chiquita.

Parecía que la mente de Ovejero era torturada por algún secreto opresivo, producto de su demencia; a menudo se lo veía mirando al vacío, sin dirección, pero con profunda atención, durante horas, oyendo ruidos imaginarios. Balbuceaba una letanía, palabras sin ton ni son, sonidos guturales, suspiros y quejas que nadie entendía.  Su estado me aterraba. Me Fechar moría de miedo de que tal vez pudiera contagiarme su insanidad con la influencia de sus fantásticas supersticiones. 
Salí de la finca de Ovejero por un par de días, con el pretexto de ver a mis parientes, los Jaime que  vivían cerca, en Piedras Blancas. Al volver, los vecinos me contaron que el camión del ejército había estado de vuelta en los alrededores, y aunque no habían parado en lo de Ovejero, habían montado una guardia a los pocos metros, y los soldados no sacaban los ojos de encima de la galería de entrada. En otras dos ocasiones, se había parado un Ford Falcon azul a la orilla del arroyito que desagua en el estanque de los Ávalos, y se habían bajado tres hombres de civil, ostentando armas, pero sin hacer nada en especial.

Una noche, la novena o décima desde que el cadáver de Robertito había bajado al sótano, sentí todo el poder de las sensaciones extrañas del viejo. Me pasaba las horas acostado en mi pieza, sin lograr conciliar el sueño, y sin saber a ciencia cierta el motivo del nerviosismo que me dominaba. Quise relajarme, pero la visión de los muebles sombríos me asustaba, y las primeras ráfagas de la tormenta que se avecinaba, no me lo permitían. Me revolví en la cama, pero mis esfuerzos fueron inútiles. Un temor invadió de a poco mi ánimo, y una pesadilla se apoderó de mi mente confusa. Tenía, en los raptos de lucidez que el mal sueño me permitía, la impresión clara de que alguien estaba tratando “desde afuera” de entrar en mi subconsciente, metiéndose a hurtadillas, como un ladrón, hacia adentro de mis sueños. Sentía que algo o alguien trataba de “conectarse” por medio de las imágenes alucinantes de mi sueño... ¡y todo esto me ocurría mientras estaba despierto, sin poder pegar un ojo!

Respiré hondo, esforzándome para sacudirme la pesadilla; me levanté en la pieza oscura, cuando oí de pronto unos ruidos vagos que llegaban a través de las pausas de la tormenta. Me vestí, dominado por un intenso horror y sabiendo que ya no iba a poder dormir en toda la noche, y oí entonces un sonido sordo en la escalera. Reconocí el paso de Ovejero, que golpeó la puerta y entró, llevando en la mano un sol de noche.
Su palidez cadavérica, sus ojos llenos de una histeria contenida y una loca hilaridad, y sobre todo la venda tapándole la oreja, me aterraron. Pero aún así, preferí su presencia a la soledad que había estado aguantando, y lo recibí con alivio. 

¿Ud. vio alguna vez los fantasmas de los Ávalos?— me dijo. ¡Venga y véalos!. Mientras hablaba, dejó la lámpara a un lado, se lanzó hacia la ventana y abrió las grandes hojas de par en par, dándole la cara a la tormenta. Miré hacia abajo, en dirección al estanque de los Ávalos, y otra vez tuve la misma sensación que cuando llegaba a la casa días atrás: ¡había alguien entre los árboles!, detrás de la cerca que separaba las dos propiedades, en las viñas bajas; había bultos, me imaginé o vi muchas sombras, y noté movimientos de gente que corría entre las plantas, que los relámpagos dejaban ver de vez en cuando.

Era una noche tormentosa, espantosamente linda, singular en su terror y su belleza demencial. Un remolino había concentrado su fuerza en el viejo techo de cañas y pajas y las nubes, negras y bajas, pasaban al ras sobre la casa. 

¡Salga del frío, Ovejero, venga!— le dije, temblando, preocupado con los bultos atrás de los árboles, que parecía que estuvieran haciendo un movimiento de cerco a la casa.
Me repuse del pánico, y lo saqué al viejo de la ventana, llevándolo hasta el sillón y tapándolo con una colcha.

Escuchemé Ovejero, estas apariciones que tanto lo trastornan no son más que fenómenos eléctricos normales, un tipo de relámpagos, algo así como espejismos, que tienen su origen en los miasmas y los vapores que se levantan del estanque de los Ávalos— le dije para tranquilizarlo, pero sin dejar de pensar por un instante, con terror, en lo que podrían ser las sombras amenazadoras que se cerraban sobre la casa.

Cerremos la ventana, el aire helado es peligroso. ¡Fíjese!, aquí hay uno de sus cuentos favoritos. ¡Mire! voy a leérselo y así pasaremos más rápido esta terrible noche— le insistí, cuando vi que volvía hacia la ventana.

El libro era el preferido de Ovejero, y también el único que tenía a mano, el de Casa Tomada, y me ilusioné pensando que el nerviosismo y la excitación del hipocondríaco podrían aliviarse, oyendo la exageración de las locuras que sugería el propio cuento. Empecé a leer, y el ardiente interés con que me escuchaba, ya olvidado de la tormenta, parecía confirmar mi terapia de choque. Había llegado a la parte más conocida del cuento, en la que los personajes, habiendo tratado en vano de ignorar las terribles amenazas que eran presagiadas por los ruidos en la casa, deciden abandonarla.
Temblé sin saber por qué, al final de la frase, e hice una pausa: me había parecido que desde uno de los patios del fondo llegaban unos ruidos que, con exactitud de tono, se parecían a los crujidos descriptos con tanto detalle por Cortázar.

Pensé que era sólo la coincidencia entre el texto y la realidad lo que me había llamado la atención, ya que los ruidos de la tempestad y el golpeteo de las ramas de los árboles en las ventanas, en sí no tenían nada de intrigante o asustador. Continué la lectura, pero de nuevo paré, ahora ya con un claro asomo de terror: no cabía duda de que había oído esta vez, sin saber desde qué dirección venía, un ruido débil, lejano, áspero, largo y chirriante, tal cual mi imaginación se lo había ya figurado al leer por primera vez Casa Tomada.

Oprimido por esa segunda y pasmosa coincidencia, entre el asombro y terror extremos, traté de conservar la presencia de ánimo suficiente para no sugestionar aún más los nervios enfermos del pobre Ovejero.  Sentado frente a mí, el viejo, que parecía no haber oído los ruidos en cuestión, había girado su silla, mirando hacia la puerta de la pieza. Solo podía verlo de perfil, y noté que sus labios temblaban, dejando huir un murmullo inaudible. Tenía la cabeza caída, y su cuerpo continuaba en constante oscilación. Noté todo eso, pero aún así, traté de seguir la lectura lo más naturalmente que me era posible.

Apenas había leído las últimas sílabas del párrafo que describe el momento fatal en el que el personaje de Cortázar se da cuenta de lo que realmente pasa, cuando escuché un estruendo; era como si hubiera caído al suelo algo muy pesado, como una viga de hierro, con un eco metálico sordo. Salté de mi silla, asustado a más no poder y me levanté, mientras Ovejero seguía inmutable, meciéndose como un autista, sin interrupción. Sus ojos estaban fijos y su cara contraída. 
Le toqué el hombro y se sacudió en un fuerte temblor, con una sonrisa idiota, y balbuceando algo ininteligible, con un murmullo apagado. 
Inclinándome sobre él, de a poco, comprendí por fin el horrendo significado de sus palabras:

¿Lo oye? Lo oí durante muchas horas seguidas estos últimos días; ¡no podía creerlo! ¡Lo puse vivo en la tumba, Villanueva! ¿No le dije que mis sentidos están aguzados? Le digo que oí los movimientos de mi hermano, el coronel, dentro del ataúd. Los oigo hace días, pero ¡no me animé a contárselo, Villanueva! ¡Lo sepulté vivo!— gritó histérico.
¿No vendrá aquí mi hermano militar para castigarme el apresuramiento? ¿No oye sus pasos en la escalera, y el latido horrible de su corazón?—. Y en ese momento se levantó con furia y chilló, desagradable como una rata:

¡Está detrás de la puerta, mire Villanueva!, ¡Cuidado!

En el mismo instante, como si el horror sobrehumano de sus palabras abriese con la fuerza del hechizo las grandes hojas de quebracho de un golpe, una ráfaga furiosa puso en el marco de la puerta la figura alta y flaca del hermano de Ovejero, el coronel. Su cara demacrada y el uniforme desgarrado mostraban las señales de una lucha feroz. Por un momento vaciló en el umbral, apoyado en un bastón nudoso, que me recordó el cayado bíblico de Abraham. Luego, con una queja apagada y llorosa, se desplomó encima de su hermano, y en su violento y definitivo colapso lo arrastró al suelo; Ovejero, convertido ya en cadáver, caía víctima de su terror insano, premonitorio y anticipado.

El hermano de Ovejero, el coronel, se había jubilado dos semanas después del golpe de marzo de 1976; lo había hecho  anticipadamente para escaparse de los horrores de la dictadura, y porque sabía que su sobrino, Robertito, estaba entre los más firmes opositores al régimen de terror. Ahora Ovejero y su hermano, el coronel, estaban muertos.

Huí horrorizado de la Casa de los Ovejero. La tempestad ya caía con furia cuando crucé corriendo el portín al lado de la tipa. De pronto, una claridad intensa se dibujó sobre el camino de tierra, borrando todas las sombras, mientras el estruendo de una bazuca partía la mampostería de la fachada. La luna llena ahora irradiaba su brillo a través de una grieta que antes era invisible, y bajaba zigzagueando desde el techo hasta la base de la casa.

Apenas la noté, la grieta se ensanchó notablemente. Un trueno y una ráfaga impetuosa estallaron de pronto, y los pesados muros se desplomaron, partidos en dos. Tras un ruido seco, nuevos tableteos de ametralladoras, mezclados con las ráfagas de viento.
Mientras el estanque profundo y fétido de los Ávalos se cerraba silencioso sobre los restos de la Casa de los Ovejero, un disparo de obús hacía saltar en mil pedazos la puerta de roble de la entrada.

Cuando me di vuelta para retomar el paso, pude ver los grupos de hombres uniformados avanzando; dos pelotones de soldados, agazapados atrás de los escombros, llegaban desde cada uno de los lados de la fachada; desesperado, me agaché también y corrí, hasta que tropecé con una argolla de hierro que asomaba a la superficie de la tierra seca, medio tapada por los yuyos crecidos del verano.

Mucho tiempo después, yo ya había pasado y superado en parte el suplicio de mis cuatro años y medio preso en los sótanos del Regimiento 17º. Me habían trasladado a Encausados, en Córdoba, donde lo reencontré a Carlos Fessia; por suerte no me dieron por desaparecido, y el ejército me reconoció en sus listas de presos políticos.
Hasta que por fin me soltaron, gracias a un error administrativo, porque los militares confundieron mis datos con los de un homónimo, ladrón de bicicletas.

Y por no haberme podido olvidar jamás del susto de aquélla noche en el viejo caserón de las Chacras, resolví volver al lugar. Después de algunas horas reconociendo el terreno, y de cavar, con una pala y un pico que había llevado para tal fin, con mucho esfuerzo desenterré el viejo arcón de cuero que había quedado cubierto por un par de camadas gruesas de tierra dura, y por debajo de la argolla en la que había tropezado aquella noche nefasta en la antigua casa, ahora demolida, reducida a escombros sin memoria, de los Ovejero.
Un juego de siete cuadernos Laprida, escritos con una caligrafía delicada, detallaban los nombres de más de 600 personas, el lugar de detención, los meses de prisión y el tipo de torturas al que había sido sometida cada una. La fecha del fusilamiento y el lugar del entierro clandestino de las personas descriptas completaban la contabilidad macabra que, en un sobre separado, se explicaba con la firma del Coronel Ovejero, hermano del amigo de mi abuelo. 
El estanque de los Ávalos, con sus 25 mil metros cuadrados de aguas oscuras y profundas, era uno de los lugares en que los asesinos de uniforme habían querido esconder a sus víctimas. 
No hay mal que dure cien años, ni horror que se oculte para siempre a la verdad.

FIN
J.Villanueva, São Paulo, 20 de abril de 2012.

sábado, 14 de abril de 2012

Líster, Juancito, y los pliegues del tiempo. Cuento completo.



El general Líster, Juancito y las ventanas del Tiempo. Partes 1 y 2:
http://javiervillanuevaliteratura.blogspot.com.br/2012/04/el-general-lister-juancito-y-las_09.html


5.

Las arrugas del Tiempo -o los pliegues de la historia, como quieras llamarle- me decía el viejo Milesi, a veces esconden sorpresas, o nos reservan enseñanzas que no entendemos en su momento, sino años después de ocurridas.

Me mudé de Córdoba a Buenos Aires el 5 de febrero de 1975, el mismo día en que Isabelita firmaba el decreto secreto que ordenaba al ejército iniciar la “Operación Independencia” en Tucumán— me cuenta Milesi ocho años después, en el bar Riviera de São PauloLlovía de la mañana a la noche; y hacía un calor húmedo y sofocante, pero yo andaba feliz con el descubrimiento de la “misteriosa Buenos Aires”, a pesar de mi avanzada edad, ya con 92 años.
Entré a la pensión de la calle San Martín a la misma hora en que empezaban las acciones militares que completarían de a poco el comienzo del genocidio cuando, en octubre de ese mismo año, el presidente interino Ítalo Luder las ampliara a todo el país— escribe el viejo en unas hojas sueltas que más tarde va a pegar en un cuaderno de sus apuntes

Los militares usaron el territorio de la menor provincia argentina para poder aplicar los métodos de la guerra contrarrevolucionaria que habían aprendido con los franceses en las batallas de Argelia y de Vietnam, y con los yanquis en Centroamérica— dice el Indio, y paga el café en el Ópera, compra un diario y salimos a tomar el 62 para ir hasta mi casa en Lomas del Mirador, cerca de San Justo, en la Matanza.
 —El pretexto de los militares era aniquilar la guerrilla rural del ERP, y lograr destruir el combativo movimiento popular tucumano agrega.
Yo andaba en Buenos Aires perdido y fascinado, entre citas desparramadas, tareas y reuniones en decenas de cafés y pizzerías por toda la ciudad, saltando de las librerías a los cines de la calle Corrientes. Disfrutaba de la enorme diferencia entre el cerco represivo de Córdoba y el relativo relajamiento de Buenos Aires, cuando leí en “La Opinión” del 9 de febrero, durante un aburridísimo domingo de carnaval, que Tucumán había sido ocupada por tropas del ejército, gendarmería, policía federal y de la provincia. Llevaban centenas de especialistas de inteligencia, que jugarían un papel esencial en la represión feroz que se iniciaba— escribe el viejo en sus apuntes.

Al frente del Operativo Independencia estaba el jefe de la 5ª Brigada, general Acdel Vilas. Los que irían a comandar el operativo, los generales Salgado y Muñoz, habían muerto en enero en un accidente aéreo. Vilas los reemplazó por sus lazos con el peronismo y su buen trato con el Brujo López Rega, hombre fuerte del gobierno— cuenta el viejo, y sale del Ópera, lugar alegre y lleno de vida hasta aquellos días inciertos de febrero a diciembre de 1975, meses móviles y cambiantes, como una frontera imprecisa entre una libertad y una democracia -que no fueron suficientes para cohibir al fascismo de la derecha peronista- y la larga noche de las botas que anunciaban los militares que todavía hacían de cuenta que apoyaban críticamente a Isabelita y a sus aventureros.

6.

Córdoba y Monte Chingolo, diciembre de 1975

Era antevíspera de Navidad y llegué a lo de mis viejos casi a medianoche, después de un viaje intranquilo de once horas desde Buenos Aires. A la salida de la capital y entrando en Córdoba, las patrullas del ejército que bloqueaban la ruta pararon el ómnibus y nos hicieron bajar a todos, revisándonos con cuidado— me cuenta el Indio.

Esperé que llegara el viejo Milesi y prendimos la televisión: el 23 de diciembre de 1975 el ERP había atacado el Batallón Depósito de Arsenales 601 “Domingo Viejobueno”, importante para la logística del ejército, cerca de la ciudad bonaerense de Monte Chingolo—dice el Indio mientras prepara el agua para el mate.

 —Parecía que habían pasado años, pero no, un tiempito antes el ERP había tomado el pueblo de Acheral en Tucumán, y copado el Arsenal de Villa María, en Córdoba,  para euforia de sus militantes. Pero fue una sensación pasajera, y terminó en la desazón que anunciaba días amargos. Porque después de cada éxito parcial de los grupos armados, siempre venía una persecución tenaz del ejército, y enormes bajas entre los cuadros militantes más antiguos, con la recuperación por la policía y el ejército de gran parte de los equipos y armas que habían logrado tomar— comenta  Pedro Milesi.

 —Si, y además, el fallido ataque de la Compañía de Monte “Ramón Rosa Jiménez”, lanzado desde Tucumán al Regimiento 17º de Catamarca, y la pérdida de armamento en Manchalá; una de las razones para una acción de la envergadura del ataque al Batallón Viejobueno, fue desplegar un hecho espectacular para ayudar a detener o prevenir el golpe militar que era inminente. Y por la necesidad imperiosa de nuevos recursos y más armamentos pesados— piensa y anota en un borrador, en el que junta los estudios para una futura novela, Javier Villanueva.

El principal objetivo logístico era llevarse unas quince toneladas de material bélico, mejorar el equipamiento y afianzar las estructuras armadas del  PRT-ERP— dice Carlitos Fessia y le devuelve el mate a Javier.
Los “perros” planearon los detalles, creando el batallón “José de San Martín” que haría su bautismo de fuego en esta acción, juntando la Compañía “Héroes de Trelew” a otras dos, a las que luego se  incorporarían también varios combatientes veteranos de Córdoba y Tucumán, que ya se habían fogueado como miembros de la Compañía de Monte— agrega Javier.

La planificación de la acción, en sus mínimos detalles, la hizo Juan Ledesma, que era el jefe del estado mayor del ERP, que había participado como dirigente en el ataque a otras unidades del ejército— dice Carlitos —pero Ledesma fue secuestrado por la represión, junto con once militantes, dos semanas antes de la fecha que había sido programada por Robi Santucho para el ataque,  siendo reemplazado por Benito Arteaga—.
Hubo mucha polémica en la cúpula de la organización por todo esto. Lógico, se temió que los detenidos pudieran delatar la operación. Pero Robi, convencido de que Ledesma no lo haría, insistió en que  el plan propuesto se mantuviera tal cual. Lo que no se imaginaba era que,  desde hacía un  tiempo, la inteligencia del ejército ya les había infiltrado la logística del ERP— dice el Chacho. —Sí, y que se había ido enterando de varios pedazos del plan, que eran datos parciales o incompletos, pero que le servirían al alto comando de las fuerzas armadas para detectarlo y tomar medidas preventivas— agrega.

Los Montoneros también le habían pasado a la dirección del ERP una información precisa sobre las actividades  sospechosas de Jesús Ranier, militante que antes actuara en las Fuerzas Armadas Peronistas— detalla el Chacho Rubio. —Pero no se comprobó nada, ni se tomaron medidas adecuadas de contra información, un error que llevó al fracaso del ataque y a la enorme cantidad de bajas y de desaparecidos en Monte Chingolo— dice Carlitos.

La operación había sido pensada por el Robi y la cúpula del ERP como un ataque concentrado en la unidad del ejército, con numerosas acciones secundarias de distracción, con la interceptación de posibles refuerzos, y emboscadas  en cada vía de acceso, para evitar o retardar la llegada de las tropas de refresco que llegarían para defender el cuartel— le detalla el Chacho a Javier. —Y también armaron otras acciones menores en los barrios y pueblos próximos. Los efectivos en esta operación de guerra fueron, según el informe del propio PRT, trescientos hombres y mujeres combatientes, armados con pistolas, revólveres, granadas de mano, fusiles automáticos, ametralladoras pesadas y morteros —agrega el viejo Pedro.

Exactamente a las 18.50 de la tarde del 23 de diciembre, los combatientes invadieron el Batallón de Arsenales chocando un camión contra el portón de entrada, seguido por  nueve autos y camionetas. Atacaron de inmediato la guardia, empezando así el enfrentamiento armado— dice Pedro y le pasa el mate a Carlitos Fessia. —Al mismo tiempo, otros guerrilleros atacaron desde diferentes lugares varios objetivos dentro de las instalaciones que habían previstos— le recibe el amargo, le pone agua caliente y se lo pasa a Javier.
 —Pero en realidad los verdaderos sorprendidos fueron los atacantes que no esperaban una respuesta tan rápida y contundente desde los nidos de armas automáticas que habían sido apostadas en varios puntos de la unidad— agrega el Chacho.
A las ocho de la noche, las columnas de refuerzo de centenas de militares y policías empezaron a llegar, combatiendo contra los grupos emboscados del ERP que trataban de retardarlos, mientras las fuerzas combinadas de la Brigada Aérea de Morón y del Comando de Aviación de Ejército, con algunos helicópteros y pequeños aeroplanos artillados, iluminaban con reflectores y sobrevolaban el cuartel y las zonas vecinas al combate— anota Javier en un cuaderno “Laprida” y se va a avivar el fuego en la carusita  para calentar el locro más tarde.

A las ocho y diez aterrizaron helicópteros con tropas cerca de la guardia; seis guerrilleros, instalados en un cruce de rutas, eran atacados por el Regimiento 3º de Infantería y la policía de la provincia rodeaba el cuartel. En ese instante el ERP reconoció el inminente fracaso de la acción y el gran número de bajas, y ordenó el repliegue que ocurrió por distintos puntos del perímetro del cuartel, protegidos por la oscuridad, pero muy en desorden— dice Carlitos.

Cuando faltaban pocos minutos para las once de la noche, aún había guerrilleros replegándose hacia fuera del cuartel. Pocas horas después, el Comando de la Brigada de Infantería empezaba a rastrillar el interior de la unidad y los barrios vecinos buscando a los militantes escondidos— le agrega el Chacho.

Los milicos empezaron a reunir los muertos y a evacuar a sus heridos antes de medianoche. Las bajas de ERP fueron 62 muertos, más de 25 heridos evacuados por sus compañeros, 3 detenidos en los ataques de contención, y un gran número de presos desaparecidos y víctimas civiles, que nunca se pudo contar— dice Javier, y empieza a repartir los platos con el locro recalentado. —Los caídos de las fuerzas armadas, según el informe oficial, fueron 6 entre jefes, suboficiales y soldados del ejército. Además hubo 17 heridos del ejército, 8 de la policía federal y 9 policías de la provincia de Buenos Aires— completa Carlitos Fessia.


Esa Navidad fue la última vez en que los vi al Chacho y a Carlos— le cuenta Javier a Juancito. —Cuando los encontré, un atardecer caluroso, en un bar frente a la estación  de trenes de Alta Córdoba, me contaron que habían visto el comunicado del ERP de aquella tarde, que decía:  “Esta batalla librada por las fuerzas revolucionarias se enmarca en un proceso de guerra prolongada, de varios años de accionar urbano y rural de las fuerzas guerrilleras. La guerra revolucionaria se ha generalizado en la Argentina”.  

 —Mirá Javier, nosotros creemos que el fracaso de este combate, el más importante en una única acción contra las fuerzas armadas, fue un gran error político. También sabemos que falló porque la inteligencia de ejército les había infiltrado a Jesús Ranier, “el Oso”, un tipo peligroso, que antes había militado en las FAP y que era el chofer del jefe de logística del estado mayor del ERP— me contó el Chacho. —Parece que fue logrando una valiosa información que le permitió a la represión emboscar el mayor ataque militar de la izquierda— agrega Carlitos, mientras un estruendo de fuegos de artificio navideños estalla a sus espaldas, enmarcando las vidrieras del viejo café y la torre de la estación en un juego de luces que parece dar el tono a los claroscuros de la guerra que se viene, en la que seremos derrotados, nosotros y el pueblo.

Después del fracaso de la operación, “el Oso” fue detenido, juzgado y condenado a muerte por la dirección del ERP— dice Javier y lo anota en el “Laprida”. —El éxito de la represión en Monte Chingolo, fue un detonante del rápido declinio del PRT-ERP, que ya acumulaba varias derrotas parciales desde la guerrilla rural en Tucumán, y que empezó con todo su rigor siete meses después, el 19 de julio de 1976, ya en plena dictadura, con la muerte en combate de Robi Santucho— le dice Javier al Juan, una tarde triste de otoño, en su casita de Lomas del Mirador, después de haberlo esperado más de diez minutos al Chacho en la avenida Rivadavia, en la segunda parada después de Liniers para el lado de la provincia, y al ver que no venía, irse despacio, comprar el Clarín y leer que el jefe de la segunda guerrilla socialista, Jorge Camilión, el Chacho Rubio, había muerto en combate en un allanamiento.

 7.

Juancito volvió de su experiencia en el Ebro. El viejo Pedro Milesi y el general Líster siguieron para el exilio en Francia. Y las grietas del tiempo-espacio se cerraron. Juan no quería hablar demasiado del asunto, así que seguía contándole lo que había pasado después del ataque de la guerrilla al cuartel de Monte Chingolo.

Capital Federal, 29 de diciembre de 1975

El Senado de la Nación anotó en su diario de sesiones del día, el mensaje del senador Perette de la Unión Cívica Radical –el partido en cuya ala juvenil había militado el Chacho Camilión antes de irse al MLN– que, además de expresar el dolor por las muertes de hombres de las fuerzas armadas en los ataques que venían sufriendo por parte de la izquierda y los Montoneros, declaró que “los hechos de Monte Chingolo son de extraordinaria gravedad y demuestran hasta qué grado la guerrilla ataca las bases esenciales de la paz interna de la República.”–– lee Javier Villanueva en el mismo Clarín por el que sabrá, dos años más tarde, la muerte del Chacho Rubio. Y se obstina en quedarse en Argentina, junto con una centena de otros jóvenes; pero si no lo sabe, o no lo quiere ver todavía en esos días, se enterará un par de años después, al ver que luego de Robi, Carlitos y el Chacho, caerán muchos más, muchos idealistas, que podrían estar más o menos equivocados, patriotas, héroes para muchos, demonios para otros, sin los cuales la democracia no volvería al país después de las botas y las bayonetas.

Capital Federal, 24 de marzo de 1976

Me desperté temprano esa mañana; la noche anterior me había ido a la cama con la imagen de dos tanques que encontré al volver del sindicato, bloqueando uno de los puentes de salida de la Capital. Me dormí sabiendo que muchas vidas, las de todo un pueblo, irían a cambiar de rumbo, drásticamente, en cualquier momento.
Lo primero que vi al salir de la cama fueron las siluetas recortadas de diez o doce marinos, en hileras, con las capotas de lluvia y las FAL a bandolera, en las terrazas de la tristemente célebre Escuela de Mecánica de la Armada. Las cortinas de mi departamento, a asustadores 200 metros de la ESMA, tapaban los grises del amanecer. La llovizna, fría y persistente, ya pronosticaba los tiempos tristes, la larga oscuridad de siete años que haría desaparecer a media generación de jóvenes, lanzando al destierro a tantos miles de argentinos.
— ¿Cuántos fueron los oficiales y policías que, entre 1974 y febrero del 76, antes del golpe de Videla, se disfrazaron de 3A para matar decenas de opositores políticos? Al hablar sobre esos tiempos, un ex mayor del Ejército fue muy claro y revelador: “los cuadros medios de las Fuerzas Armadas, cada noche, sin haber recibido órdenes, salían a combatir a la guerrilla en sus propias guaridas”. Según él, atacaban a los guerrilleros “sin órdenes, sin conducción y sin cobertura legal”. Entre febrero y octubre de 1975, el gobierno de Isabelita les dio a los milicos todo el apoyo legal para empezar el genocidio— escribe el Negro en la mitad de la última carilla del cuaderno de apuntes.

Varias teorías explican las atrocidades de la guerra sucia de los militares contra las organizaciones populares que soñaban con un cambio en la Argentina de los años setenta. Sí, del mismo modo que hay más de una forma de justificar, por ejemplo, la guerra del Paraguay. En Argentina y Brasil siempre se dirá que fue Solano López el que la empezó, sin pensar en las causas que la originaron— dice el Chacho Rubio.

La historia empieza, hacia atrás, más o menos por donde se agota la memoria de nuestros abuelos y bisabuelos. Es la frontera fantasmal entre un presente añoso y agobiante -lleno de amores y pasiones, de rencores y entusiasmos fugaces- que separa el ancho territorio de lo que es recóndito porque ya pasó, y que por ocurrido ya no puede volver a repetirse, tal cual, o en las mismas circunstancias. Y como toda frontera, el pasado mal se delimita de la memoria, y apenas puede rescatarse de las brumas del olvido porque nunca es, ni puede ser, analizado con imparcialidad, como una ciencia pura, o exacta. Igual que en las fronteras desérticas, o como en la larga y estúpida fosa que los militares del siglo XIX cavaban al sur argentino, para separar al indio salvaje del desierto patagónico, y proteger las pampas gringas y prósperas al norte. Del mismo modo el pasado y el presente se separan por una tenue y fantasmagórica “tierra de nadie” de la memoria y del olvido. Y ese terreno es un campo minado, una trinchera tenebrosa, en la que una teoría de “dos demonios”, por ejemplo, puede querer justificar un genocidio. De la misma manera que, en el siglo XIX, el temor a un mariscal paraguayo autoritario pudo avalar una guerra injusta y sin proporciones para destruirlo, y de paso descuartizar un país, y sepultar la soberanía de todo un pueblo.

La memoria casi siempre se acuerda del pasado por partes, dejando “arrugas” de olvido entre los pliegues, o fragmentos de un pasado más doloroso. Como un estómago que deja entre sus dobladuras lo más difícil de digerir. Lo que los lleva a pensar a algunos, erróneamente, que quizá sea mejor olvidar aquello que ya no puede solucionarse, lo que no se asimila. Pues no quieren dejar de lado la historia, sino aprender a convivir, e ir apartando sus atrocidades para poder vivir en paz con ella. Como cuenta Tomás Eloy Martínez que el mismo Perón le dice a su secretario López Rega: —“Haremos con todo eso un buen fardo de olvido. Seamos piadosos con la memoria, López. No la asustemos.

FIN

J.Villanueva, “Crónicas de Amores, de Héroes y Demonios de la Patria”. São Paulo,13 de abril de 2012.