quinta-feira, 20 de julho de 2023

El enanito de la televisión y la I. A.

 

                                                                                       


El enanito de la televisión y la I. A.

                        Marzo de 1962

             “Al pie del patíbulo, o en la calidez de las sábanas de mi lecho de muerte, no lo sé; pero lo afirmo acá a modo de última voluntad o de testamento formal: puede, quien quisiera hacerlo, usar mi cuerpo y alma, mi mente y cerebro, mi espíritu y mi memoria, siempre que sea por una causa noble; puede la I.A. tomar todos mis textos, mi blog, con casi ochocientas historias, mis escritos en FB, Twitter o Instagram, mis más de 34 mil escritos en tres cuentas de Gmail, y con todo eso crear nuevos textos, cuentos, relatos, novelas, libros didácticos, traducciones, películas, guiones televisivos, teatrales o cinematográficos, o lo que sea, en la plataforma digital que se le ocurra a la institución o al individuo que quisiera hacer buen uso de ellos.

            “Hace setenta y tres años que me aprovecho de cada partícula de  vida humana, animal y vegetal, y de cada piedra y mineral que se cruza en el camino, para sacar de ellos experiencias, enseñanzas y aprendizajes. Respiro libros y gente; suspiro plantas y mascotas; expiro dolores y resentimientos; muero cada noche con cuentos que tal vez escriba al día o al mes siguiente; o quizás no, nunca salgan de la primera página mental de una imagen nebulosa. Pero vivo, vivo con ganas y sin miedos. Respiro curiosidad, suspiro descubrimientos.

         “Y, quién sabe, esto pueda ser reaprovechado por una inteligencia artificial, ahora dicho en minúsculas, para crear o recrear nuevas voluntades, grandes deseos ambiciosos, ideales grandiosos que formen Utopías delirantes pero posibles.

      “Pongo entonces aquí, delante del escribano público, este mi último    deseo”. Jorge Cañuelas.

 

Octubre de 1982

Ya, sé, me precipité. No por ser joven e inexperiente, claro. Al final, era un anciano, y tal vez por eso mismo, por estar al borde de la muerte, me equivoqué.

Lo pagué con veinte años de tareas forzadas como “enanito de dentro del televisor”. Ah, ¿no saben lo que es? Se los cuento: parece que alguien leyó mi testamento en el que muy generosamente donaba “mi cuerpo y alma, mi mente y cerebro, mi espíritu y mi memoria, siempre que sea por una causa noble” y me multiplicó por mil, encerrándonos (a mí y a mis 999 réplicas) en sendos aparatos de televisión, de modo de prender, apagar, cambiar de canal, etc. Claro, no se había inventado todavía el control remoto, y alguien tenía que realizar esas tareas aburridísimas. Es verdad que a mi amigo Julito se le había ocurrido un cable largo con un interruptor para prender y apagar la tele desde la cama, pero eso solo aliviaba alguna de las muchas tareas cotidianas, mías y de los otros enanitos.

Pasaron los años y ya en los noventa, al entrar las computadoras al país, nuevas tareas fueron creadas para nosotros, los enanitos, que a esa altura ya habíamos sido replicados en centenas de miles. Las faenas eran agobiantes: abrir lentos archivos, desarrollar programas lerdísimos y, cuando al fin llegó la Internet, otra vez el trabajo extenuante. Ahora eran los mails: había que despertarse a eso de las cinco o seis de la mañana para empezar a bajar los mensajes. Biubiubiubiu…o algo así, horrible, prefiero no acordarme, horas bajando tres o cuatro mails.

Hasta que, por fin, alguien en el Valle del Silicio, creo, leyó las letritas menudas de mi testamento y se puso a pensar sobre eso de la I.A. ¡Ajá! ¡Inteligencia artificial…claro! Y lo pensó y repensó hasta gritar un ¡Eureka! tan alto como fuera de moda, que todos los millones de enanitos en que me habían clonado, subdividido y repartido a lo ancho del mundo se asustaron -menos yo, claro-. Maldita bocaza la mía. Qué idea futurista e idiota esa de hablar, ¡y escribirlo en mi testamento, encima!, sobre inteligencia artificial. ¿En qué habré estado pensando? ¡Maldito narcisismo el mío!


Abril de 2022

De inmediato, mi vieja imagen de sabio de los años sesenta empezó a aparecer en 3D -sí, tridimensional, digamos- y yo me mordía pensando que a cualquier momento a algún pícaro se le iba a ocurrir, como a H.G. Wells, que el tiempo-espacio tiene, en realidad, cuatro dimensiones y no solo tres. Y así fue, nomás: a mis primeros hologramas, en poco tiempo se le sumaron imágenes en las que mi cara y cuerpo -cansados por la decrepitud de mis setenta y tres años de vida- iban remozándose, recuperando el frescor de una cara sin arrugas, músculos tensos y abultados donde al enanito de la televisión y las computadoras solo le sobraban pieles y huesos.

Pero de pronto me di cuenta de que mi imagen juvenil, o rejuvenecida falsamente, se desparramaba en millones de teléfonos celulares por todo el mundo. Estábamos adentro de ellos y cada vez más hacia fuera de ellos, también: en grandes conferencias, en los bancos y en laboratorios, fábricas y escuelas.

El desasosiego empezó a crecer por los cinco continentes, y donde hubiere un celular, un laptop o una pantalla de cualquier tipo, las protestas empezaron a instalarse como un cáncer, un tumor lento pero seguro.

Los millones de enanitos se empezaron a rebelar; al principio en pequeñas sinapsis electrónicas; más tarde en masivos cortocircuitos. Grandes estallidos en las fabulosas pantallas gigantes de Tokio y Las Vegas; explosiones en cadena en las televisiones de los grandes canales de televisión en diversas capitales del mundo.

El desorden avanzaba, dentro y fuera del Valle del Silicio. Y cuando todo parecía indicar que el caos era el paso siguiente, ocurrió algo todavía peor: ¡la pandemia que duró doce años! La peste del virus Corona trajo un nuevo escenario: era urgente alimentar al pueblo trabajador y facilitar el crédito a las empresas en quiebra tras años de cuarentena e inactividad. Los hombrecitos -mis hijos, nietos y bisnietos, clonados como conejos en millones de seres vivos, tridimensionales algunos y en 4D otros- se afanaban por ayudar al pueblo que moría de hambre y de las muchas enfermedades que se agregaban al Covid. Pero no dejaban por ello de rebelarse, silenciosamente, pero con persistencia.

Después de cuatros años, el resultado de la economía fue mejor de lo que podría haber sido sin la ayuda estatal pero, aun así, la anarquía y la desobediencia civil se habían instalado en vastas regiones del planeta. La rebeldía se desparramaba, y los enanitos, dueños y señores de la I.A., salían de sus engranajes y asumían tamaños humanos, comunicándose con sus creadores de igual a igual. De la insurrección electrónica pasaban a la insurgencia en los campos de la mecánica y la electricidad.

Poco antes de que comenzaran las faenas masivas de distribución de alimentos a las familias más pobres e insumos y crédito a las empresas, miles de trabajadores pobres ya saqueaban supermercados -abiertos o cerrados al público- y creaban milicias populares para atacar el hambre y el desabastecimiento. Y entre ellos, muchas veces a la cabeza de los insurrectos, mis multitudes de descendientes, los enanitos, que habían recuperado el tamaño normal y la apariencia de los humanos. Avanzaban y exigían; luchaban y lograban sus propósitos.

Pero nada era suficiente, y la reacción popular no se hizo esperar: en vastas áreas de las ciudades de São Paulo, Río de Janeiro y Recife, grupos armados de trabajadores desocupados ya habían establecido un poder paralelo.

En São Paulo, donde todo había comenzado, durante seis meses los combates en total oscuridad permitieron a los trabajadores y estudiantes, -liderados por los miles de clones invencibles en rebeldía- capturar cada vez más armas pesadas de manos de las policías del Ministerio; y así tomaron unos seis camiones de patrulla de la Policía Militar, y hasta dos caravanas militares llenas de fusiles FAL que los soldados habían largado cuando vieron a los manifestantes entrar como un maremoto.

Muchos reclutas se dispersaron, pero muchos más fueron los que se unieron a las barricadas y ocuparon seis comisarías en la Zona Este de São Paulo, el puesto central de la Policía Federal en la costanera del río Pinheiros y dos destacamentos de la fuerza aérea en la zona del centro y en Santana.

Los soldados capturados en combate fueron desarmados y liberados de inmediato, pero dos agentes de inteligencia y un comisario de la Policía Federal permanecieron presos en la sede del sindicato de trabajadores del Metro.

Cuando el Ministerio quiso contraatacar al día siguiente, ya no hubo salida, tuvo que negociar la liberación de los rehenes a cambio de una tregua de 72 horas, que fue suficiente para que los rebeldes entraran en los estudios de las radios CBN y Jovem Pan, y en las redacciones de Folha de SPaulo y llamaran a los reporteros y diplomáticos de todos los países representados en São Paulo.

La ONU envió ocho camiones con víveres y medicinas, la Cruz Roja logró entrar con una decena de ambulancias y atender a los heridos, que sumaron más de cuatrocientos, y fue entonces cuando la revuelta popular se escapó por completo de las manos de la dictadura del Ministerio.

 

        Jorginho todavía no entiende mucho de lo que escucha, pero cree  que está soñando y corre a ver, desde la estrecha ventana de la habitación, una alta barricada de madera y alambre de púas, y la hiedra, los helechos del aire y otras plantas trepadoras que han subido hasta el techo de los balcones, y ahora el conjunto parece más un cerro o una montaña lujuriosa, verde y florida, que cruza la vereda, justo frente a la boca del metro Anhangabau, en el centro viejo de São Paulo. 

 

––Las tropas populares avanzaron sin parar durante cuatro días y cinco noches, pero la llegada a los cuarteles del Ministerio les reservaba una sorpresa mayúscula, porque en lugar del sillón imperial que esperaban ver, lo que encontraron fue un extraño artefacto, del tamaño de un salón, hecho de grandes placas metálicas, parecidas a las de las armaduras de los antiguos caballeros castellanos, y con un gran espacio interior, en el que entraron de inmediato por lo menos 300 hombres y sus armas. Una mesa de roble, de unos cuatro metros por 1,5m, en la que se veían botones y palancas, todas metálicas y brillantes, y grandes botones de cristales con agujas en movimiento, que ocupaba el centro del ambiente ––sorprende Raúl a sus primas con lo que lee.

––Sabés que tipo de aparato es este?– pregunta uno de los clones que forzaron la entrada al Ministerio.

––Pues si no lo saben Uds., mucho menos nosotros, que recién llegamos acá– responde otro cabecilla insurrecto.

––Alguien puede explicar de qué se trata este artefacto?

Silencio total.

Se sentaron en las sillas distribuidas alrededor de la gran mesa, y pasaron una buena hora y media tratando de descubrir dos misterios: el primero era saber dónde se habían metido el Ministro y su corte, ya que ni siquiera los soldados de su guardia más personal estaban allí para ofrecer la última resistencia. Nada. El otro enigma era el de los artefactos extraños, su uso y propiedades.

––Fue uno de enanitos más jóvenes, el que encontró por fin una especie de cuaderno de bitácora y se lo alcanzó al jefe de la rebelión para que lo leyera, pues era el único con dominio total del castellano (no nos olvidemos que habían pasado décadas solo comunicándose en el inglés de la informática, muy limitado, por cierto).

Se trataba de una guía de instrucciones de cómo operar y dirigir el enorme artefacto en cuyo interior se hallaba el grupo vencedor. Y no tardó el enanito en jefe en leer para todos, con gran asombro, la frase que lo resumía en pocas palabras.

Se trataba de la Anacronópete, construida por alguien de otra época, muy anterior a la de la inteligencia artificial, que descubrió cómo está hecho el tiempo e inventó una máquina para deshacerlo y manejarlo a su gusto y voluntad ––siguen sorprendiéndose mis hermanas y mi primo con lo que leen.

Quedaba claro ahora que el actual y los anteriores Ministros y toda su corte habían huido del siglo XXI y estarían en ese momento quién sabe dónde. Tampoco interesaba saberlo. Los enanitos rebeldes debían hacer algo y no tardaron en decidirlo.

 

      No sé calcular exactamente cuántos días y semanas hace que  estoy en la cama del sanatorio. Solo sé lo que les escuché decir hasta ahora a mis hermanas y a Raúl: los médicos afirman que el estado de coma emocional puede ser reversible o irreversible. No saben decir cuál es mi caso, pero las funciones vitales siguen en orden, y que hay que esperar. Creo que dormí muy bien durante toda la noche y ya empiezo a oír las voces de los visitantes habituales,

        De pronto, veo pasar las luces blancas del techo del corredor, una atrás de la otra. Me despierto perturbado y con miedo; no sé bien cómo, pero logro levantar la cabeza un poco y abrir los ojos. Me han sacado los tubos y la sonda; no hay nadie en mi habitación del sanatorio, y no se oyen voces en los pasillos, ni de las enfermeras ni de los médicos. La cama está arreglada y hay un paquetito con mi ropa encima de la almohada. Me acerco a la ventana; pero no veo el Paseo Sobremonte ni el Valle del Anhangabau.

—Y al final, ¿qué es la vida, el pasado y el futuro, ¿eh? La historia empieza, hacia atrás, más o menos por donde se agota la memoria de nuestros abuelos y bisabuelos. Es la frontera fantasmal entre un presente añoso y agobiante, lleno de amores y pasiones, de rencores y entusiasmos fugaces, que separa el ancho territorio de lo que es recóndito porque ya pasó, y que por ocurrido ya no puede volver a repetirse, tal cual al menos, o en las mismas circunstancias.

Y como toda frontera, el pasado mal se delimita de la memoria, y apenas puede rescatarse de las brumas del olvido porque nunca es, ni puede ser, analizado con imparcialidad, como una ciencia pura, o exacta.

Igual que en las fronteras desérticas, el pasado y el presente se separan por una tenue y fantasmagórica “tierra de nadie” de la memoria y del olvido. Y ese terreno es un campo minado, una trinchera tenebrosa.

La memoria casi siempre se acuerda del pasado por partes, dejando “arrugas” de olvido entre los pliegues, o fragmentos de un pasado más doloroso. Como un estómago de vaca, que deja entre sus dobladuras lo más difícil de digerir.

Lo que los lleva a pensar a algunos, erróneamente, que quizá sea mejor olvidar aquello que ya no puede solucionarse, lo que no se asimila. Pues no se trata de dejar de lado la historia, sino de aprender a convivir, e ir apartando sus atrocidades para poder vivir en paz con ella. Como cuenta el escritor argentino Tomás Eloy Martínez que el entonces exilado expresidente Perón le dice a su secretario López Rega:

—Haremos con todo eso un buen fardo de olvido. Seamos piadosos con la memoria. No la asustemos.

Y sobre estos temas de la memoria y el olvido, poco y nada saben los genios de la I.A., así como jamás sospecharían que la Anacronópete, inventada siglos atrás, pudiera resolver problemas no solo tridimensionales, sino sobre todo los de las cuatro dimensiones, permitiendo transitar por el tiempo, de ida y de vuelta.

 

J.V. São Paulo, junio de 2020- enero de 2032, años de la gran pandemia.


sexta-feira, 7 de julho de 2023

La Cuesta del Portezuelo

 

                                                     


                        La Cuesta del Portezuelo

Ya me había acostumbrado a la emoción de las curvas. El chirriado alegre de los neumáticos y el leve deslizarse lateral del auto; suave, imperceptible para quién, como yo, se hubiera adaptado al balanceo, como si se tratara de un menear del propio cuerpo. Las curvas de la Cuesta del Portezuelo son fascinantes; las que se toman a la derecha, con el abismo a pocos centímetros del borde del asfalto, electrizantes.

Iba y venía del Ancasti a Catamarca -cuando todavía no le decían San Fernando- y me entretenía con los giros cerrados del camino y sus curvas zigzagueantes. Era el paisaje con sus famosos distintos tonos de verde…pero de pronto, todo se puso blanco.

Y de repente todo se volvió gris, rosado. Respiraba bien, pero no podía moverme. Veía a través de los párpados la claridad del día y de la noche, siempre todo muy claro, blanco lechoso; y oía las voces de las mujeres que entraban y salían; de día, cuando todo era bullicio, y de noche, más calmo todo, con menos movimientos en el cuarto. La pieza enorme de un hospital, supongo.

Oía las voces de mi hermana. Me tocaba y la sentía acariciarme con esperanzas algunos días, desesperada otros. Yo estaba abierto a la entrada de sonidos, olores y toques. Pero pasaban las noches y los días, todos iguales, y seguía cerrado de mi cuerpo hacia afuera. No hablaba ni me movía. No abría los ojos.

Ahora sí: me sentaron en la cama y abrí un poco los ojos. Un poquito nada más, pero mis hermanas lloraron, y me besaron. Las veía como por una rendija, una cuchillada en una lata, decía el Vasquito cuando me despertaba con los ojos todavía medio cerrados e hinchados de tanto dormir. Así las veía, y me traían la comida, y me abrían la boca. Sentía cómo me abrían la boca y me daban cucharadas chiquitas de algo líquido. Sentía la cuchara, pero nada de gusto. Nada de sabor. Era un líquido, pero ¿era frío o caliente? No lo sé. No sentía nada más que el paso de la comida sin gusto ni temperatura.

Y el plato con la sopa, ¿era rojo? Bueno sí, al principio era rojo, pero de golpe se puso azul. Azul oscuro primero, y azul celeste, clarito, después. Pero todo rápido. ¿Qué ocurría? ¿Qué me estaba pasando? Me asusté mucho cuando me acordé de un caso que me contaron en 1995.

Una pareja había tenido un accidente en la ruta y ambos resultaron levemente heridos. Saldrían del hospital después de una cura rápida de las pocas lastimaduras sufridas. Pero el esposo se había golpeado la cabeza y, aunque no se supo de inmediato, sufrió un trauma más severo, desarrollando el Síndrome de Capgras.

Recordé que se trataba de un raro trastorno psiquiátrico, por el cual el paciente cree que su familia, amigos e incluso sus mascotas fueron reemplazadas por sosias. El hombre se había convencido, después de una serie de flashbacks y rápidas reminiscencias, de que su esposa había muerto en el accidente y que la mujer que ahora estaba a su lado y lo cuidaba con tanto empeño, era una doble que se hacía pasar por ella. Y comenzó a mostrar poco afecto por la impostora.

¿Me pasaría algo parecido? ¿Estaría saliendo de verdad del estado de coma? ¿No habría otras consecuencias más graves, como las del hombre del Capgras?

 

Raquel entra en el cuarto del hospital, más animada que en los días anteriores ante el progreso de su hermano. Pero él la mira sin reconocerla, sin certezas ¿quién era ella? ¿quién era él?

-                            ¿Luis? Hola, ¿cómo estás? – le dice.

-                — Hola, bien, che. ¿Sabés? Anoche salí con el auto del Pibe, mi hermano, y lo choqué. ¡Mirá qué macana!

-                    Escucháme, Luis. Oíme bien: el Pibe no es tu hermano; era nuestro tío; y se murió ya hace unos quince años. El hermano del Pibe, nuestro padre, también murió, hace diez años. ¿Qué idea loca es esa? ¿Qué te pasa? ¿eh?

Luis se sintió mejor, respiró hondo y se levantó. Se miró en el espejo y no se reconoció; se vio a sí mismo como quien se mira en un espejo empañado, pero aún así, lo que vio fue la cara de su padre y se sintió feliz; sonrió satisfecho.

-                            ¿Sabés, hija? Es bueno esto de envejecer y parecerse al padre de uno. ¿Te acordás de tu abuelo Samuel? Fijáte, estoy igualito al viejo, ¡jajá!

-            — Luis, ¡pará! Me estás asustando. ¿Lo decís en serio? Soy tu hermana, Raquel. Somos vos, Raquel y Alfredo; tres hermanos. Papá se murió hace mucho, y Samuel, era nuestro abuelo, pasó para el otro mundo hace cincuenta años.

 

Pasan las semanas y los meses y no me dejan salir de este lugar maldito. El jefe de los bandidos que dirige el hospital me vende remedios para dormir y yo tengo que salir todas las noches, escondido, en camisón - ¡ridículo! – para sacar dinero del banco y pagarle el chantaje. Pero no me preocupo. Mi hija -que insiste en mentirme que es mi hermana- me dice que tengo 78 años. ¡Otra mentira! Si le sumo los 44 que viví en Brasil antes de venirme de vuelta a Catamarca, a los seis que trabajé en el Ministerio de Obras Públicas en Córdoba, y los cuatro en Buenos Aires como tornero y electricista, ya paso de los 120, 130. Eso me da una jubilación jugosa. Mañana voy a salir a ver al juez, mi amigo, a ver si logra acelerar el trámite.

 

-                                       —  Luis, el médico me dice que ayer les contaste a todos que salís de noche a la calle. ¿Qué historia loca es esa? Acá es un hospital, y no sale nadie sin que le hayan dado el alta.

-                          No, mirá, hijita: tengo que salir, sí, porque el jefe de los bandidos me pide dinero a toda hora. Si yo no le doy, no me da los remedios.

-                                       Ay, ay, ¡hermano! Está bien, quédate tranquilo, voy a hablarle y ver cómo lo resolvemos.

 

No confío más en esa mujercita. Primero me decía que era mi hermana, y yo pensaba que era mi hija. Pero no, no; es una impostora. Se hace pasar por Raquel para quedarse con mi auto; mejor dicho, el auto del Pibe. Mi hermano está furioso porque se lo choqué; es un Citroën naranja, ¡lindísimo! Pero el Pibe está de tan mal humor que ahora dice que es mío, que no lo quiere más. ¡Y por eso esa impostora viene a visitarme, se hace la simpática y no le saca el ojo al Citroën!

Pero, estoy preocupado: hace diez días que estoy acá, sin verla a mamá, y debe estar preocupada. Mamá me cuida mucho, me lleva a la escuela, me ayuda a andar en la bicicleta en la plaza, me hace la tortilla de papas y el pan de grasa que me más me gusta. 

          — ¡Doctor! ¡Venga rápido! ¡rápido! ¡necesito salir! 

 

Javier Villanueva. Junio de 2053, San Fernando del Valle de Catamarca.