quinta-feira, 30 de julho de 2015

Cómo se edita un texto

manuscrito

Por Gardner Botsford
Las cinco reglas de Botsford
A principios de 1948, la entrega de «Carta desde París» y «Carta desde Londres» se trasladó desde el domingo a un día más civilizado de la semana, y a mí me trasladaron con ella. Otra persona pasó a encargarse de las noches de domingo y empecé a dedicar la mayor parte del tiempo a editar largas piezas factuales: «Perfiles», «Reportajes» y textos de ese tipo. Seguí editando a Flanner y Mollie Panter-Downes –de hecho, a partir de entonces edité todo lo que cualquiera de los dos escribiese para la revista–, y también me asignaron a varios escritores de primera clase del New Yorker, con muchos de los cuales formé alianzas permanentes. Eso implicaba menos tiempo con los escritores de menor calidad con los que había empezado, los Helen Mears y Joseph Wechsberg. Helen Mears era una escritora olvidable; a Joseph Wechsberg lo recordaré siempre. Era un incordio, un Mal Ejemplo y un rito de paso para cada editor junior. Para empezar, era checo y en realidad nunca aprendió inglés. (Aquí hay una observación biológica de Wechsberg que he conservado intacta a lo largo de los años: «Sin los largos hocicos de los abejorros, los pensamientos y el trébol rojo no pueden ser fructificados».) Además, había empezado como escritor de ficción (ahora es más conocido, si es que se le conoce por algo, por algunos relatos que publicó en la revista antes de la guerra) y, cada vez que los datos que necesitaba resultaban elusivos, se los inventaba. Como su escritura estaba desvinculada de la gramática, el vocabulario y la cordura (ver arriba), podía escribir muy deprisa, y no había nadie más prolífico que él. Sandy Vanderbilt siempre decía que había editado más a Wechsberg que yo, y que había editado más a Wechsberg de lo que el propio Wechsberg había escrito, por culpa de una pesadilla recurrente en la que trabajaba en un manuscrito implacable e interminable de Wechsberg que seguía supurando por mucho que Sandy trabajara, pero cuando fuimos a la morgue y sacamos el archivo de Wechsberg, ninguno de los dos podía recordar quién había editado qué, o, para ser más precisos, quién había escrito qué. Lo que nos molestaba era que Wechsberg era inmensamente popular entre los lectores, lo que quería decir que nosotros éramos inmensa, aunque anónimamente, populares entre los lectores. Cuando llegaron algunos editores que eran todavía másjuniors que yo –Bill Knapp, Bill Fain, Bob Gerdy y un par de figuras más transitorias–, les asignaron a Wechsberg y yo quedé libre al fin. No totalmente libre, por supuesto.
Como la revista publicaba cincuenta y dos números al año, la mayoría de los cuales contenía (entonces) al menos dos piezas factuales, era demasiado esperar que los escritores de primera línea pudieran satisfacer esa demanda. Eso abrió la puerta a escritores de segunda fila y yo (como Sandy, Shawn y todos los demás) tenía que echar una mano. Era el tipo de trabajo que me llevó a una serie de conclusiones sobre la edición.
Regla general n.º 1: Para ser bueno, un texto requiere la inversión de una cantidad determinada de tiempo, por parte del escritor o del editor. Wechsberg era rápido; por eso, sus editores tenían que estar despiertos toda la noche. A Joseph Mitchell le costaba muchísimo tiempo escribir un texto, pero, cuando entregaba, se podía editar en el tiempo que cuesta tomar un café.
Regla general n.º 2: Cuanto menos competente sea el escritor, mayores serán sus protestas por la edición. La mejor edición, le parece, es la falta de edición. No se detiene a pensar que ese programa también le gustaría al editor, ya que le permitiría tener una vida más rica y plena y ver más a sus hijos. Pero no duraría mucho tiempo en nómina, y tampoco el escritor. Los buenos escritores se apoyan en los editores; no se les ocurriría publicar algo que nadie ha leído. Los malos escritores hablan del inviolable ritmo de su prosa.
Regla general n.º 3: Puedes identificar a un mal escritor antes de haber visto una palabra que haya escrito si utiliza la expresión «nosotros, los escritores».       
Regla general n.º 4: Al editar, la primera lectura de un manuscrito es la más importante. En la segunda lectura, los pasajes pantanosos que viste en la primera parecerán más firmes y menos tediosos, y en la cuarta o quinta lectura te parecerán perfectos. Eso es porque ahora estás en armonía con el escritor, no con el lector. Pero el lector, que solo leerá el texto una vez, lo juzgará tan pantanoso y aburrido como tú en la primera lectura. En resumen, si te parece que algo está mal en la primera lectura, está mal, y lo que se necesita es un cambio, no una segunda lectura.
Regla general n.º 5: Uno nunca debe olvidar que editar y escribir son artes, o artesanías, totalmente diferentes. La buena edición ha salvado la mala escritura con más frecuencia de lo que la mala edición ha dañado la buena escritura. Eso se debe a que un mal editor no conservará su trabajo mucho tiempo, mientras que un mal escritor puede continuar para siempre, y lo hará. La buena escritura existe al margen de la ayuda de cualquier editor. Por eso un buen editor es un mecánico, o un artesano, mientras que un buen escritor es un artista.

quarta-feira, 29 de julho de 2015

La nave de los locos. De Pedro Gómez Valderrama

MIÉRCOLES, 7 DE OCTUBRE DE 2009

La Nave de los Locos

Paul de la Boulaye. La figura de proa

La Nave de los Locos, empujada por un misterioso viento, enrumbó hacia el Mar Desconocido. Algunos sospecharon que podían ir hasta el borde del Mar Tenebroso, que en el sitio de la puesta del sol, siempre hacia Occidente, se despeñaba en el vacío, y en la nave hubo extraordinaria complacencia de todos, salvo de aquella loca que en la proa se quitaba y se ponía la túnica, y quedaba desnuda contra el sol de la tarde, y que en la noche era sometida al copioso infierno de la lujuria de los insanos.
Pero el ciego dijo que dentro de la Nave no se notaba que fuesen locos; antes bien, el mundo, la humanidad de fuera, eran los afectados de locura; ellos se mantenían impasibles, a través de las tempestades y las calmas. Nadie sabía bien quién producía las provisiones, pero no faltaron éstas ni el agua dulce hasta que llegaron a la tierra desconocida, una tierra extraña de gigantes, de árboles varoniles e inmensos, de altas rocas acechantes, con mansos habitantes semidesnudos y adornados de plumas, que les traían presentes. Todo estuvo bien hasta que uno de los locos (el español que había jurado llegar a la tumba de Santiago) mató a uno de los indios que no contestó a sus preguntas. Los indios les pusieron en la feroz alternativa de quedarse asimilados a ellos o partir para siempre. Algunos se quedaron, y fueron designado para cargos o tareas de responsabilidad. La loca desnudadora quiso quedarse, pero el capitán no lo permitió. Debieron regresar, y pasaron años navegando de retorno, hasta que por fin vieron costas que supusieron europeas, y llegaron a los puertos de Flandes cuando la loca daba a luz.

La Nave de los Locos
Autor: Pedro Gómez Valderrama

segunda-feira, 27 de julho de 2015

Pichones en el Altiplano


 

PICHONES
EN EL
ALTIPLANO
Colección Contando Cuentos
Javier, el periodista trotamundos

—¡Flaco!, ¿me apagás (a) la computadora (1)? Cuidado, no me borres lo que dejé escrito, ¿eh?— me dice la “Chancha”, mientras arregla una pila de carpetas.
—Jefe,...¿este (2)..., le podés (a) dar una ojeada a este artículo?, es un borrador sobre los incas (b), y...—
—Mejor que éso, Javier: te me vas (3) ahora mismo a sacar pasajes para el Perú,— me largó, así nomás, sin compasión. Los ataques de mal humor del jefe siempre se resuelven mandándome de sorpresa para alguna misión.

—Tenés (a) que viajar discretamente; es uma buena ocasión para investigar unos “fatos” (4) raros y, al mismo tiempo, traerme algunos videos (5) para completar tu reportaje sobre los quéchuas (c)... — agrega.

—Sobre los incas, “Chancha”...este, perdón, digo..., jefe.

—Al jefe le revienta cuando lo llaman “Chancha”. La verdad, se me escapó. Media redacción se mata de risa, mientras yo me pongo colorado como um tomate. El jefe disimula y me da unas palmaditas amistosas:

—Bueno, loco (6), no hay que perder más tiempo. Hacé (a) la valija (7) y tomátelas (8) para Bolivia...— me ordena.
—Pero, jefe... ¿no era para Perú que iba?
—Está bien, vení (a), pasá (a) a mi oficina que te lo explico un poco mejor,— me señala la puerta, rascándose nervioso la pelada (9).

La oficinita de la “Chancha” no es ningún lujo de orden y limpieza. En medio de un montón de recortes hay dos platitos con restos de sánduich (10) de jamón y queso, y una Coca caliente. En el único lugar libre de su escritorio se extiende un mapa del norte de Chile, Bolivia y Perú.

El jefe le dice a Pochita, la secretaria, que no quiere ser interrumpido y cierra la puerta, misterioso.

—Fijate (a) bien en este camino de flechitas rojas: son las marcas del recorrido del colectivo. No vas a viajar menos de dos días, así que mejor llevás (a) un par de libritos para el camino. ¿Le entendés (a) al mapa?
—Sí, claro jefe. Ahora, ¿me podés (a) explicar qué hay que hacer por allá?

Tres días después

El Imperio del Sol (d) iba desde el norte de Chile y el noroeste argentino hasta el sur de Colombia.
Su fundador, el Manco Cápac (e), dejó el Lago Titicaca (f) con su hermana Ocllo (e) para fundar Cuzco (g).
Tenía la misión de enseñarles a los hombres las ventajas de la civilización, sacándolos de la barbarie, por orden superior del Padre Sol (e).

Y para estos vastos territorios me mandó la “Chancha”, mi jefe. Vengo con la orden de pegármele (11) a los talones al Inti Bertioga, un argentino “chanta” (12) al que las circunstancias lo convirtieron en un importante traficante en el Altiplano (13).
En fin, lo bueno de trabajar con la “Chancha” es que, a pesar de sus órdenes en medio de la madrugada, por lo menos así consigo seguir con mi carrera de trotamundos (14).
Y por otro lado, el semanario de “ProHispam”, donde le entrego a diario mi sangre, sudor y lágrimas al jefe, está convirtiéndose en el más completo en materia de noticias y cultura de Hispanoamérica.

La idea, ahora, era no perderle pisada (15) al “Inti” para ver en qué andaba, porque el jefe anduvo oyendo algunos chusmeríos (16) que podían volverse una gran noticia.
Y todo ésto, sin hacer mucha bulla (17), porque cualquier barullo (17) podia espantarlo.

Lo mejor de esta misión era que, para pasar más inadvertido, debía ir primero a la Isla de Pascua (h).
La primera parte del viaje, claro, tenía que ser en avión: Bs.As.-Santiago-Isla de Pascua-Santiago.

—¿Señorita, a qué hora sale el próximo avión de LAN-Chile (18) para Santiago, por favor?
—Si se apura, puede tomar el de las nueve y cuarto de la noche. ¿Quiere que se lo anote?
—Sí, por favor. No fumador, y pasillo, si es posible.
—¿Tiene valijas para embarcar?
—No, bueno, creo que no. Sólo este bolsito de mano.
—No hay problema. Puede llevarlo arriba del avión.

Tenía que quedarme en Pascua un par de días en alguna pensión de mala muerte (19). Después de ver si no me seguían iba a tomar el avión que llega más tarde a Santiago de Chile.
Luego, tenía que salir a la madrugada siguiente para Machu Pichu (i), en ómnibus.

¿Qué saben Uds. de la isla de Pascua? Leo en la revista de vuelo que queda en el Pacífico Sur, donde se acaba el triángulo polinésico, a más de 3600 kilómetros de Chile, a cuyo territorio pertenece. Fue descubierta por un holandés en 1721.

—¿Sabés (a) que la Isla de Pascua tuvo muchos nombres? “Te pito te henua” (o El Ombligo del Mundo), dado por los primeros aborígenes,— me contó la “Chancha” el día que me mostró en el mapa por dónde tenía que viajar.

—Después, cuando llegaron los invasores polinesios, pasó a llamarse Rapa Nui, o sea, “isla grande”, tal vez en comparación con otra, más chica, que queda en el Pacífico,— agrega.
Esta isla ha sido siempre un enigma para los arqueólogos, etnólogos y científicos en general.
Sus ruinas, vestigios de una cultura perdida en la cerrazón (20) de los años, son piezas únicas, y no hay nada por escrito que permita reconstituir su historia.

En este lugar, un enorme museo al aire libre, donde campean las misteriosas cabezas de piedra (h), tenía yo que empezar mi persecusión al “Inti”.

—Señora, voy a hospedarme dos días aquí en la Isla. ¿Tendría una habitación con baño?— le pregunto a la dueña de una pensión muy modesta, pero bien arregladita.
—Sí, señor, son setecientos pesos, incluyendo el desayuno, de las ocho a las diez. Sirvasé las toallas y el jabón.

Pasé los dos días sacando fotos y filmando las grandes estatuas de piedra y a la gente del lugar, tal vez uno de los pueblos más misteriosos de América.
Nadie parecía estar siguiéndome. Había muy pocos turistas, y la mayoría con aspecto inofensivo.

Me volví al continente en el último avión de la noche. Llegué a Santiago por la mañanita, directo por Lan Chile, en un vuelo sin problemas aparentes.
Me fui en taxi a la terminal de ómnibus (21) para comprar los pasajes a La Paz, Bolivia, y de ahí seguir hasta Cuzco y el Machu Pichu.

Mientras esperaba los boletos (22) y el vuelto, pasó a mi lado un señor de barba y bigotes pelirrojos.
Al rato se volvió y me preguntó muy amablemente:

—Perdone, Ud. es argentino, ¿verdad? Lo note enseguida por la tonada (23); el acento es típico. Yo también soy de allá, pero vivo en el exterior hace años. Soy Juan Rosseti, mucho gusto,— se presentó.
Ahí nomás me preguntó si no quería quedarme con un boleto que a él le sobraba, porque su esposa no podía acompañarlo en la ida a Bolivia:

—¿Sabe? No lo tome mal, pero tengo un pasaje sobrando, porque mi mujer se fue derecho de Bs.As. a la Paz. ¿No quiere usarlo Ud.?
Le agradecí, pero rehusé la oferta, porque ya en ese mismo instante el pibe (24) de la ventanilla me daba los cinco mil pesos del vuelto y el pasaje que acababa de pedirle cuando llegó el pelirrojo.

—¡Ah! !Pucha (25), que pena! Gracias de todos modos, pero ya ve, recién compré el pasaje. Le agradezco, ¿eh?

Ya llevábamos más de diez horas de ruta (26), e íbamos casi entrando al desierto de Atacama, en el norte de Chile.
Luego de centenas de kilómetros donde los pecaríes, ñandues y cuises (27) eran más frecuentes que la gente, se me apareció de nuevo el pelirrojo de barbas.
Traía un canasto lleno de productos regionales.

—Mire, no sé cómo son los nombres chilenos, pero en la Argentina, en la región que equivale a Atacama, del otro lado de la cordillera de los Andes, estos productos se llaman arrope, patay y chicha (28),— me dijo el pelirrojo, mientras me ofrecía para servirme.

Sólo para no rehusarme de nuevo, saqué de uma botellita un poco de arrope, y unté una lonja de quesillo de cabra.

—Sirvasé (29) sin ceremonia. Son cositas de la Puna. ¿No le molesta que le haga compañía un rato?
—No, no, por favor, sientesé (29) aquí. Saco la valija y le hago un lugar. ¿Qué calor, no?

Sin esperar la respuesta del pelirrojo “plomazo” (30), cerré los ojos y empecé a acordarme de la última vez que anduve a esa altura de los Andes, del lado argentino, en Catamarca.
En aquella ocasión llegué hasta algunos pocos kilómetros de la subida al Ojos del Salado.
Este es un pico eternamente nevado de 6100 metros. Una expedición catamarqueño-sanjuanina en 1987 alcanzó la cumbre, y desde esa época es considerada una de las cimas más altas del mundo.

Pensaba y me adormecía. En la modorra (31) de la tardecita me alejaba cada vez más de la realidad sofocante de Atacama y de la pesada amabilidad del pelirrojo.
Pensaba, por ejemplo, en cómo podían sentirse, cargados de armaduras y de ilusiones, los conquistadores que llegaron a estas tierras cinco siglos atrás.
Pensaba en cómo de un día para el otro, hacía 500 años, Castilla, un pequeño reino, se había convertido en el imperio “donde nunca se ponía el sol”, como le gustaba decir a Carlos V.

¡Y era el recién “descubierto” Nuevo Mundo, América, el que financiaba tanta bonanza!
Eran los sueños, con promesas de riquezas fabulosas, de sus románticos aventureros, los que sostenían tantas proezas.

Mi vecino, el pelirrojo de barba, se mantenía firme en su intento de empacharme (32) con una serie inacabable de derivados regionales de maíz y de algarroba (33).
—Sirvasé (29) nomás. Si quiere más arrope digamé (29), es lo que no falta, ¿eh?
—Gracias, muchas gracias, estoy satisfecho.

Por suerte, apenas cruzamos la frontera de Chile con Bolivia, el hombre desapareció. Pensé con alivio “por fin me lo saqué de encima”, pero al llegar a La Paz lo ví otra vez, saliendo de la terminal de micros.

Acababa de encontrarme con Gutiérrez Prado, un buen amigo paceño (34), corresponsal de ProHispam en el Altiplano, cuando se estacionó (35), con dos ruedas encima de la vereda (36), un enorme Rolls Royce negro.
Enseguida bajaron dos “monos” de trajes y anteojos oscuros y le abrieron la puerta al pelirrojo.
Desde la ventanilla del taxi que tomamos, vi cómo el pelirrojo desaparecía hacia el lado del centro histórico de la ciudad.

—¿Qué tal, Gutiérrez? ¿Qué es de su buena vida?,— dije.
—Y aquí andamos, amigazo Villanueva, ¡meta vivir, nomás!
—Vamos a acomodarlo a Ud. en un buen cuarto con baño caliente, y por la noche un paseíto para que estire las piernas, después de tremendo viaje.

Gutiérrez me llevó a lo de Ricardo De la Torre, un boliviano muy culto y conversador que volvía a su país después de vivir muchos años estudiando en
Brasil.
El “capo” de ProHispam, la “Chancha”, queria contactarlo con un conocido suyo de las épocas de la facultad, que casi seguramente sabía cómo hacerle un gancho con las actividades del “Inti” en el altiplano.

—Villanueva, mañana partimos temprano para Quiabayas, cerca de la frontera con Perú,– me avisa De la Torre.

Otra vez en ómnibus, esta vez por suerte un viajecito corto, pero con bastante calor.
Luego, y gracias a los eficientes servicios de la “Chancha”, subimos a “Jeep” que nos esperaba, listo para partir, y en una horita alcanzábamos Puerto Acosta, una localidad casi en la frontera, y al borde del Lago Titicaca.

Ni bien nos bajamos del coche y mandamos un chango a buscarnos un alojamiento, llegaron dos collas (37) del valle de Urubamba.
Uno de ellos, el más petizo (38), era un paisano medio mestizo, nacido ahí mismo, en las cercanias del Machu Pichu.

Mezclando un poco el castellano castizo del altiplano con palabras del quéchua, se presentaron; eran peones de Gutiérrez.
Mejor dicho, de la familia de Gutiérrez y de De La Torre, que resultaron ser parientes lejanos.
—Sr. Villanueva, estos señores trabajan por acá mismo, acá nacieron y se criaron. Conocen la región como la palma de sus manos,— me contó De La Torre.
Uno de los peones collas tomó un poco de confianza cuando le preguntamos sobre el Machu Picchu, y nos fue contando sobre las bellezas de su terruño (39).

Nos habló de las terrazas de cultivo, los andenes que facilitaban las entradas al antiguo templo, a los palacios y sepulcros.
El Machu Picchu.... y yo me fui imaginando, tratando de juntar mis pobres conocimientos enciclopédicos del bachillerato.
Restos de la civilización incaica, no muy lejos de Cuzco, es una ciudad edificada en la cumbre de un monte; se llega por escalinatas, y tiene un torreón
construido sobre una roca enorme.

—Siempre quise conocer esas misteriosas piedras,— dije para mis adentros, pensando en las rocas labradas, a las que muchos les atribuyen poderes místicos.

El otro colla era un indio puro; su querencia (39) era un pueblito cerca de Charazani, un “ayllú” (40), o comunidad tribal de médicos-brujos.
En sus rasgos duros resaltaba la mirada brillante de sus ojitos oblicuos y sabios.
Los paisanos hablaron poco, y de lo que dijeron quedó claro que un grupo de extranjeros, comandados por un hombre barbudo y de pelo rojizo, andaba juntando pichones de cóndor, crías de guanaco, llamitas, alpacas y vicuñitas (41).
—Por lo visto, reclutaron a mucha gente para sacar los bichitos de la región, –De la Torre se referia a la zona que queda entre Cuzco y Machu Pichu, en el Perú,– y poder contrabandearlos para Bolivia.

No teníamos elementos suficientes, pero ya sospechábamos que el negocio del Inti era el contrabando ecológico; no se trataba de narcóticos, como la “Chancha” se imaginaba.

—¿Vamos a dar una vueltita? Quiero aprovechar para ver si compro unas cerámicas o unos tejidos,— les sugerí a Gutiérrez y a De La Torre.
—Bueno, si quieres te llevo hasta la Plaza de Armas. Creo que hay un mercado allí,— empezó a tutearme Gutiérrez, tal como yo se lo proponía desde
que lo conocí.
—Entonces resulta que vos (a) te animaste primero a tutearme, ¿no? Después de todo, aún no somos gente mayor, ¿no?,— bromeaba yo.

Salíamos del hotel y, al llegar a la vereda, se nos cruza un grupo de hombres y de chicos, en su mayoría collas, muy pobres y serios, cargados de cacharros de cobre, tinajas de barro y pailas (42) para cocinar las jaleas de tuna (43).

No sé cómo ni por qué ocurrió, pero la cosa es que, de repente, Gutiérrez se tropieza, y para no caerse se agarra del brazo de De La Torre, que sin querer, acaba golpeando la tinaja de barro cocido que uno de los changos (44) cargaba sobre la cabeza.
El pote se estrelló contra la vereda y, para nuestra sorpresa, aparecieron tres jaulitas de mimbre, con seis pichoncitos de cóndor, muy chiquitos y apretados a más no poder.

Enseguida nos dimos cuenta de que ese encuentro sorpresivo con el comercio
ilegal de cóndores debía llevarnos más rápido de lo que pensábamos a la pista del “Inti”.
Los hombres se fueron, bastante rápido y callados, luego que el muchachito acomodó sus cargas.
Gutiérrez se fue atrás, siguiéndolos muy a distancia, con su máquina de fotos.

En Lima, la Ciudad de los Reyes Gutiérrez no apareció hasta el día siguiente,
cuando nos encontramos en una cita arreglada previamente.
Ya no estábamos más en la región del Machu Picchu. En realidad no pude ni siquiera acercarme a las ruinas, de tan rápido que corrimos con el “jeep” hacia Cuzco.
Ahora estábamos en un barcito cerca de la Universidad de San Marcos (j), en la ciudad de Lima.
Luego volamos desde Cuzco por Aeroperú, y en el avión ya tuvimos tiempo suficiente para enterarnos de lo que andaba pasando con todo el rollo del “Inti”,
los peones collas, sus tinajas y sus pailas con pichones.

En “El Comercio”, de Lima, aparecía en grandes titulares que un grupo de contrabandistas, a cuya cabeza estaba un viejo conocido de la Polínter, el “Inti”, alias el “barbarroja”, estaba ya desbaratado.

—Fíjate, Javier, dice aquí que más de quinientos pichones y bebés de diferentes especies bajo protección oficial en la zona del Altiplano, han sido rescatados y colocados en manos de los “verdes” de Perú y Bolivia,—me lee las noticias en voz alta Gutiérrez.

—Ahora sí, con el lío resuelto y la “Chancha” satisfecha con nuestro deber cumplido, me voy, por el camino inverso al que recorrí estos días,— empecé a planear la vuelta.
—Pero, eso sí, hazlo más despacito, con tiempo para ver con calma los paisajes de la Puna,— me aconsejó mi amigo boliviano.

En “La Colmena(j), entre dos cortados, hojeamos con Gutiérrez el mapa del norte de Chile.
Después de haberlo marcado con todos los detalles que me interesaban, lo doblé con cuidado.
Lo guardé en el bolsillo del saco, y nos fuimos a pasear por Miraflores (j).


De vuelta en la redacción de ProHispam, en Buenos Aires.

—¿Ve aquí, jefe? Este es el pueblito de Paranicota en el altiplano ariqueño (k), con su iglesita colonial y sus casas de adobe (45) y paja,— le señalo sobre las fotos que le voy mostrando a la “Chancha”.
—Y esta foto es de los geysers del Tatío, en Antofagasta (k). Ésta, de los andenes de Ayquina (k), con sus grandes terrazas prehispánicas para el cultivo,— completa Gutiérrez mis explicaciones.

Grandes paisajes, hermosas fotos que fuimos sacando a lo largo de dos semanas en las que bajamos desde las ruinas del imperio incaico hasta las tierras heladas de la raza araucana (l), la que más resistió, y por más tiempo, a los conquistadores blancos.
No hay caso, soy un trotamundos, y esto se lo debo a los grandes reportajes que la “Chancha” me inventa, a cada tanto.

Gutiérrez me sugirió traerle un “ekeko” (ll) de recuerdo, y creo que fue una buena idea. Se ló compré en la plaza San Martín del centro de Lima, a una colla llamada Raquel Campos Huasi, y a la Chancha le encontó el regalo.

F I N

Javier Villanueva. Corresponsal  del semanario ProHispam. São Paulo, 2005. Pichones en el altiplano. Série Librería Española Hispanoamericana - Casa del Lector. Coleção Contando Cuentos. Javier, el Periodista Trotamundos. Equipe editorial Casa del Libro e Companhia Editora nacional.



Notas en Español:

1. computadora: ordenador.
2. este...: muletilla.
3. te me vas: forma posesiva del imperativo (vete).
4. “fato”: (Arg/italianismo). Assunto poco claro.
5. video: (Amer.) acentuación diferente de “vídeo”.
6. loco: (Arg/Urug) forma familiar o afectuosa de tratamiento.
7. valija: (Arg/Chil/Urug/Parag) maleta.
8. tomátelas: (Arg/Urug) imperativo de uso vulgar: vete.
9. pelada: calva.
10. “sanduich”: (del inglés) bocadillo, emparedado
11. pegármele: no perder de vista.
12. “chanta”: (Arg/Urug) poco serio, pícaro.
13. Altiplano: la meseta de Bolivia.
14. trotamundo: viajero.
15. no perderle pisadas: no perder de vista.
16. chusmerío: (Arg) murmullo, murmuraciones, rumores (viene de
“chusma”, denominación despectiva dada a los indios).
17. bulla/barullo: alboroto.
18. Lan-Chile: compañía aérea chilena.
19. de mala muerte: de baja categoría.
20. cerrazón: (Arg/Urug) neblina.
21. ómnibus: colectivo.
22. boleto: billete, pasaje.
23. tonada: acento regional.
24. pibe: (Arg/ Urug) muchacho, chico.
25. pucha: interjección para demostrar asombro o contrariedad.
26. ruta: carretera.
27. pecarí (voz guaraní), ñandú (guaraní), cuís: fauna americana: se
corresponden, respectivamente, con un chancho del monte, una
especie pequeña de avestruz y un roedor silvestres.
28. arrope: dulce de frutas, cocidas hasta convertirse en una jalea
líquida; patay: pasta seca de harina de algarroba; chicha: bebida
alcohólica de maíz fermentado, y de otros granos y raíces.
29. sirvasé/ sientesé/ digamé: formas imperativas suavizadas, muy
comunes en América, en provincias. Reemplazan a sírvase,
siéntese, dígame.
30. “plomazo”: pesado.
31.modorra: sueño, somnolencia.
32. empachar: (Amér) producir indigestión.
33. algarrobo/ algarroba: árbol y fruto de las regiones áridas y
semiáridas.
34. paceño: de La Paz, capital de Bolívia.
35. estacionar: aparcar, parquear.
36. vereda: acera, paseo lateral de las calles y avenidas.
37. colla/ coya: (quechua) el hombre y la mujer de las tierras altas/
indio, india.
38. petizo: de baja estatura.
39. terruño/ querencia: lugar donde se ha nacido, o se vive.
40. “ayllú”: (quechua) comunidad, casta.
41. cóndor, guanaco, vicuña, llama, alpaca: (fauna) el primero es el ave
de rapiña más grande de los Andes. Los cuatro mamíferos son
variedades andinas, emparentadas con los camellos y dromedarios.
42. tinaja/ paila: vasija de barro/ sartén de cobre.
43. tunas: fruto americano del nopal o cardón. En España: higo chumbo.
44. chango: (quechua), (Arg/Bol) voz familiar para muchacho, chico.
45. adobe: ladrillos de barro crudo.

Notas culturales:

a. voseo: se practica sobre todo en el habla del Río de la Plata (Argentina,
Uruguay y Paraguay) y parcialmente en otras regiones de América
Central y Sudamérica.
Se usa “vos” en lugar de “tú”, en la forma familiar, informal. El verbo
adopta una forma particular, que se logra eliminando el diptongo de la
2ª persona del plural (vosotros). Ej: Vos sós, cantás, estudiás, etc.
En el imperativo se obtiene eliminando la “d” final de la 2a persona del
plural.
Ej: Vení para acá; Mirá como bailo.
Observación: No existe el imperativo del verbo “ir” en el voseo, que se
reemplaza por el verbo “andar”. Ej: Andá a llamar a papá.
b. inca: imperio precolombino.
c. quíchua/quéchua: lengua general y oficial del imperio incaico. Se
extendió, desde el norte (Ecuador, Perú y Bolivia) hacia Chile y el N. de
Argentina. Los indios y los criollos de estos países todavía la hablan.
Los misioneros españoles la extendieron bastante, sin suplantar a las
lenguas locales: aymará, atacameño, mapuche. Se mantiene en la base
de muchos regionalismos de medio continente, incluyendo Brasil, Uruguay
y Paraguay.
d. Imperio del Sol: imperio de los incas.
e. Manco Cápac/ Ocllo: hijos del Sol y fundadores del imperio incaico.
f. Padre Sol: deidad que envió a sus hijos Manco Cápac y Ocllo, desde la
Isla del Sol, en el lago Titicaca, a fundar el Imperio del inca. También
llamado “Inti”, en quéchua, el sol era la obsesión de los tihuanacos.
g. Lago Titicaca: Lago más alto del mundo, a 3.810 mts sobre el nivel del
mar. Está situado en la altiplanicie andina, entre Perú y Bolivia. Cubre
una extensión de 8.300 km2; de aguas claras y levemente saladas, con
temperatura de 13º C. Las ruinas encontradas a lo largo del lago
confirman la existencia de una de las civilizaciones más antiguas del
hemisferio occidental. La principal de estas ruinas es Tiahuanaco, en
Bolivia, a unos 20 kms del lago, aunque se cree que en la antigüedad
estaba a orillas del mismo.
h. Isla de Pascua: isla del Pacífico, perteneciente a Chile y distante 3.200
kms de su costa. De origen volcánico, está habitada por
aproximadamente 800 nativos entre polinesios y mestizos. Se supone
que perteneció a un archipiélago hundido en las aguas y que hoy sería
la necrópolis de una civilización desaparecida. Son notables las estatuas
de madera –taramiras– y los numerosos monumentos de basalto –
mohais– con jeroglíficos que aún no han sido descifrados.
i. Cuzco: ciudad del Perú a 3.650 mts de altitud. Fundada en el SXI por
Manco Cápac, era capital del imperio inca al producirse la invasión
europea. Los numerosos vestigios que conserva de su pasado le han
dado el nombre de “capital arqueológica de Sudamérica”.
j. San Marcos/ La Colmena/ Miraflores: En Lima, la antigua “Ciudad de
los Reyes”, algunos puntos históricos o turísticos que son mencionados
en la obra de Mario Vargas Llosas y que Javier Villanueva quería conocer:
la Universidad más politizada de la capital peruana; el bar de los
intelectuales y políticos y el barrio de la burguesía local.
k. Antofagasta: Región de Chile, disputada en la guerra del Salitre a
Bolivia, rica en cobre y sal.
l. araucana: raza india de Chile, de origen y habla mapuches. Guerrearon
contra los españoles y criollos chilenos y argentinos, ofreciendo enorme
resistencia.
ll. “ekeko”: muñeco representativo de un comerciante ambulante, que
carga en los hombros todas sus pertenencias: especias, dinero, harina,
pan, etc; se cuenta que después de ser muy rico, lo perdió todo y tuvo
que empezar nuevamente, desde abajo.

Esta serie que cuenta las aventuras y correrías de Javier Villanueva, el periodista trotamundos, por varios países de Hispanoamérica, trae abundante léxico regional y muchas referencias culturales de Latinoamérica y del mundo hispano, siempre en contraste con el habla rioplatense de Javier.
Compárala con la Colección “El Reino de Cervantes”, donde en tres recopilaciones clásicas españolas se explota un vocabulario más cercano al peninsular actual.
“Los Cuentos del Coyote y el Conejo” y “El Ángel Caído”, también hispanomericanos, cierran la colección de los clásicos, “El reino de Cervantes” de Companhia Editora Nacional y Librería Española e Hispanoamericana.