AZORÍN
Alicante, 1873 - Madrid, 1967
Ensayista, novelista, autor de teatro y crítico, José
Martínez Ruiz, nació en Alicante, España. Trabajó activamente en política al
principio de su carrera, que fueron años marcados por una sensibilidad de
carácter anarquista y sus primeros títulos respondían a esa ideología: Notas
sociales (1896), Pecuchet demagogo (1898).
Fue uno de los escritores que a inicios del siglo XX luchó
por el renacimiento de la literatura española, y fue el propio José Martínez
Ruiz –más conocido como Azorín– quien bautizó al grupo con el nombre de “Generación
del 98”, que es como se lo conoce en la actualidad.
Durante esos primeros años viajó intensamente por la meseta
castellana, para conocer su paisaje y también la situación social de sus
gentes, que era de extrema miseria. Compartió con Pío Baroja una viva
admiración por Nietzsche, así como por otras doctrinas de carácter
revolucionario. El tema que domina sus escritos de la época es la eternidad y
la continuidad, y su símbolo, las costumbres ancestrales de los campesinos. Tuvo
el reconocimiento de la crítica por sus ensayos, entre los que se destacan “El
alma castellana” (1900), “Los pueblos” (1904) y “Castilla” (1912).
Pero se conoce mejor a Azorín sobre todo por sus novelas
autobiográficas “La Voluntad” (1902), “Antonio Azorín” (1903) y “Las
confesiones de un pequeño filósofo” (1904).
Azorín llevó un estilo nuevo y vigoroso a la prosa española.
Su obra se destaca por la sagaz crítica literaria de sus textos “Los valores literários”
(1913) y “Al margen de los clásicos” (1915). Máximo representante de la “Generación
del 98”, movimiento literario que él definió, conceptualizó y defendió.
Fragmento del cuento “El abuelo”
La família habla del abuelo Juan.
- ¿Papá? – pregunta uno de los niños – ¿Dices
que él estuvo en Londres?
- Sí – contesta el padre – Tú eras muy pequeñito y Clara
María no había nacido aún.
- Pero yo, le he oído contar a mamá muchas
cosas de él – dice Clara María.
- Era un viejecito todo afeitado, pulcro,
sencillo – dice el padre. – No tenía más amor que la limpeza los libros.
- Y le gustaban los árboles. ¿Tú te acuerdas
del huerto que había en la casa?
- Yo no me acuerdo – dice Clara María.
- Detrás de la casa había un huerto muy
grande. Siempre se llevaba un libro y se ponía a leer debajo de un árbol. Había
en el huerto muchas higueras, muchos rosales, muchos laureles.
- Y un ciprés – dice Pedro Antonio.
- Es verdade; un ciprés muy alto, rígido,
negro. El abuelo Juan queria mucho a este ciprés; él decía que era como el
símbolo del tempo, de la eternidad, y que mientras todo cambiaba y todos los
árboles se deshojaban a su alrededor, él solo permanecia siempre igual, rígido,
inmóvil.
- ¿Y había muchas rosas? – observa Clara
María.
- Muchas, rosas rojas, amarillas, blancas.
José Martínez Ruiz
Fragmento de “Castilla”
"No puede ver el mar la solitaria y melancólica Castilla. Está muy lejos el mar de estas campiñas llanas, rasas, yermas, polvorientas; de estos barrancales pedregosos; de estos terrazgos rojizos, en que los aluviones torrenciales han abierto hondas mellas; mansos alcores y terreros, desde donde se divisa un caminito que va en zigzag hasta un riachuelo. Las auras marinas no llegan hasta esos poblados pardos de casuchas deleznables, que tienen un bosquecillo de chopos junto al ejido. Desde la ventana de este sobrado, en lo alto de la casa, no se ve la extensión azul y vagarosa; se columbra allá en una colina con los cipreses rígidos, negros, a los lados, que destacan sobre el cielo límpido. A esta olmeda que se abre a la salida de la vieja ciudad no llega el rumor rítmico y ronco del oleaje; llega en el silencio de la mañana, en la paz azul del mediodía, el cacareo metálico, largo, de un gallo, el golpear sobre el yunque de una herrería. Estos labriegos secos, de faces polvorientas, cetrinas, no contemplan el mar; ven la llanada de las mieses, miran sin verla la largura monótona de los surcos en los bancales. Estas viejecitas de luto, con sus manos pajizas, sarmentosas, no encienden cuando llega el crepúsculo una luz ante la imagen de una Virgen que vela por los que salen en las barcas; van por las callejas pinas y tortuosas a las novenas, miran al cielo en los días borrascosos y piden, juntando sus manos, no que se aplaquen las olas, sino que las nubes no despidan granizos asoladores.”
Javier Villanueva. São Paulo, agosto de 2011
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