terça-feira, 22 de agosto de 2023

Los genes y sus bromas pesadas e inesperadas

                                                                                 


                                                          

Los genes y sus bromas pesadas e inesperadas

Para que nadie diga que no soy hijo de la Tina y el Negro (el despistado) voy a contar una de esas anécdotas que me pintan de cuerpo entero.

Viajé a Tucumán para un congreso de trabajadores y estudiantes, allá por el año de 1974, que terminó a los tiros, gases lacrimógenos y manifestantes siendo cazados por los parques por la policía brava. 

En uno de los pocos momentos de paz fui a visitarla a la tía Luisa (en realidad, mi tía-abuela, tía de mi mamá) y comimos pancitos criollos de grasa con mate dulce. Eso fue en marzo, supongamos, y en junio volví al Jardín de la República (lo digo así, sin miedo de ser cursi, porque el título le corresponde). Solo que esta vez la tía Luisa ya no estaba, había fallecido. 

Pocas semanas después, ya de vuelta a Catamarca, voy a visitarla a la tía Rosita, que los mayores llamaban Rosa, a secas, porque para ellos, esa tía era algo así como lo era mi hermana menor en relación a mis dos hijos mayores, una tía casi hermana o prima, por la poca diferencia de edad. 

Y no se me ocurre mejor idea que contarle a la Rosita que había estado con su hermana mayor, la tía Luisa, en Tucumán, y que la ví muy bien. La Rosita, llorona como el tío Parmenión, se pone a sollozar bajito, y yo, pensando que se tratara nada más que de nostalgias, "saudades" (no conocía la palabra todavía) trataba de consolarla diciéndole que la tía Luisa estaba muy bien, saludable, y más lloraba Rosita, haciendo graciosos globitos de café con leche por la boca y la nariz, y más me esforzaba yo en alegrarla con mis cuentos: que la policía nos había perseguido por los parque, pero que a mí no me habían tocado, y que la Luisita, que estaba muy bien, no nos olvidemos, le mandaba muchos cariños, y que siempre la recordaba con afecto. 

Entonces, cuando tuvo un pequeño intervalo entre su llanto y las burbujitas de café con leche saliéndole por la nariz, fue que me dijo: - Pero si Luisita se murió, m'hijito, no sabías? -. 

Y bueno, sí, lo sabía, pero me había olvidado. Hasta allí, todo demostraba las huellas de mi ADN, con las fuertes marcas de los genes de don Negro; pero fue entonces que entró, con toda la potencia de la herencia de esa simple y chiquitita unidad física y funcional básica de la memoria familiar que, paseándose por toda la cadena del Genoma Humano, me llevó directo hacia la carcajada de la Tinita, mi madre.

Descontrolada risa, tentación incontenible, que por suerte pude superar y pedirle perdón a la Rosita e irme rápido a la callecita de tierra, y reírme como un descosido, pensando en las temibles metidas de pata a las que me llevan esos dos genecitos, el de mi viejo y mi viejita.


J.Villanueva. San Fernando del Valle de Catamarca, 1978.