sexta-feira, 23 de junho de 2023

La mítica Ruta 40

 



La mítica Ruta 40

4 de junio de 1979

El peñón se levantaba casi vertical, de piedra pura y sin una única hendidura visible, desde el suelo subtropical cubierto de vegetación, hasta unos dieciocho o veinte metros de altura.

La pequeña selva que lo rodeaba hacía inimaginable que allí pudiera esconderse alguien o algo más que alimañas o animalitos muy pequeños. La gente del lugar, acostumbrada a ver el bosquecito y su promontorio desde siempre, poca importancia le daba y difícilmente alguien se acercaba hasta allí, y tampoco nadie se internaba en el lugar.

Mucho menos podrían hacerlo dos agentes especiales de Coordinación Federal recién llegados a Jujuy desde la capital del país, a más de 1500 km. y otros 280 hasta la Quiaca.

Buscaban a dos fugitivos. Presos políticos que habían logrado huir en uno de los tantos fusilamientos simulados que los diversos órganos de represión realizaban a diario para arrancar nuevas informaciones a quienes pensaban que podrían ablandarse con la amenaza de una muerte segura y el alivio inmediato de saberse vivos por un rato más.

 

Luis y el Gringo entraron casi corriendo y asustados al insólito oasis que encontraron en medio de la fuga interminable que empezara cinco días antes en Córdoba. Habían llegado hasta el final de la mítica Ruta 40 en un Citroën viejo, pero con buen motor que habían recibido de un viejo militante del partido, un hombre quebrado ideológicamente, pero dispuesto a ayudar a quién luchara honestamente por la revolución, según el Gringo; o apenas alguien que quería verlos lo más rápido posible fuera de su vida, en la opinión de Luis, bastante más cínico y realista en esas cosas de la vida.

El largo viaje con el autito destartalado terminó justo donde se acaba la Ruta 40, pero el Citroën tampoco aguantaba más: el poderoso motor se había fundido. Tomaron un taxi, pero en el mismo momento en que subían al vehículo, los agentes de Coordinación Federal que habían bajado del ómnibus y buscaban un hotel, los reconocieron. Estaban a pie, y lejos de cualquier coche que pudieran tomar para perseguir a los fugitivos, perdiendo un tiempo precioso. El Gringo y Luis, mientras tanto, convencían al chofer con sus armas cortas a vista, de acelerar al máximo posible en dirección al puente internacional y dejarlos en Villazón, Bolivia. Al arrancar el taxi escucharon un único disparo.

Anduvieron varias cuadras sin problemas, pero cuando llegaban a la frontera, una tropa del ejército se preparaba para armar una “pinza” a pocas cuadras de la salida del país, y tuvieron el tiempo suficiente para girar a la derecha sin ser notados y salir rumbo a Cataratitas, bordeando el Río de la Quiaca, a la espera de encontrar un paso sin vigilancia.

 

31 de mayo de 1979

Luis y el Gringo solo se conocían de vista hasta un mes antes. El primero, peronista y cristiano, militaba en la Juventud Peronista y en Montoneros. El segundo, hijo de italianos de las colonias agrícolas del interior, era simpatizante da la izquierda, pero sin militancia en ninguno de sus grupos. Los habían traído separadamente de la Cárcel de Encausados, donde se habían visto a la distancia un par de veces hasta que fueron a parar a una casa quinta en Guiñazú, secuestrados por el Destacamento de Inteligencia 141.

Los sacaron del lugar esa noche, alrededor de las 23h diciendo que se trataba de un “ejercicio”, pero en realidad era una operación que los jóvenes ignoraban: los militares habían tomado el hábito de, cada dos o tres semanas, dejar saber a algunos prisioneros que irían a simular un fusilamiento, pero que en realidad dispararían ráfagas al aire para permitir algunas fugas a cambio de dinero. Eran apenas “ventas” de libertad a un alto precio, por medio de las cuales la corrupción de algunos suboficiales se ampliaba, agregando esta extorsión a las ya conocidas fuentes de lucro obtenidas en los asaltos a las casas de los presos políticos, que eran despojados de sus pocos bienes: heladeras, muebles, lavarropas, etc. Esa negociación era desconocida por la mayoría de los oficiales, que muy probablemente no hubieran permitido la fuga de ningún preso de importancia para sus tareas de inteligencia, o sea, para seguir aumentando el número de prisioneros hasta llegar al deseado exterminio total de los insurgentes; aunque se sospecha también que tal vez hicieran la vista gorda a esa forma de delito cuando los prisioneros libertados a cambio de dinero eran de poco valor para esos objetivos mayores dentro de la estrategia total de guerra sucia.

Sea de un modo o de otro, esa noche algo diferente ocurrió, tal vez repitiendo otra modalidad de chantaje al más puro estilo mafioso, que era la de la extorsión sin cumplimiento de lo prometido: los suboficiales recibirían el dinero -generalmente en torno de tres a cinco mil dólares- y tirarían hacia arriba, pero enseguida volverían atrás de los prisioneros que, sin entender nada, deberían estar corriendo ya, en libertad, rescatados y protegidos por sus compañeros, los mismos que habían negociado con los corruptos.

Pero nada les salió bien esa noche a los militares de la casa quinta en Guiñazú que, no solo no pudieron recapturar a los presos que habían terminado de libertar menos de diez minutos antes, sino que además fueron recibidos a balazos por los revolucionarios que hirieron gravemente a uno de los suboficiales de la negociación.

El caso es que Luis y el Gringo, y otro compañero prisionero cuyo nombre desconocían y no volvieron a ver, huyeron con el apoyo de dos comandos que los sacaron rápidamente de la zona y los escondieron en casas seguras en Córdoba.

A la madrugada del día 1 de junio salieron hacia las Sierras Grandes, llegando a Chilecito sin que ninguna patrulla del ejército los parara hasta alcanzar la Ruta 40. Solo un par de policías de la provincia de La Rioja les pidieron documentos y los dejaron seguir, satisfechos con las buenas falsificaciones que habían recibido en Córdoba.


4 de junio de 1979

Apenas entraron a la pequeña selva y se aproximaron al peñón, el Gringo notó que el hombro de Luis tenía una mancha de sangre. Aun así, se quedaron escondidos atrás de un tronco enorme caído contra la alta pared de piedra. Poco después, cuando empezaba a oscurecer, vieron llegar un changuito con dos cabras. Los animales, sin vacilar, fueron contornando el peñón y junto con su pastor se perdieron entre algunos arbustos que subían las piedras, ahora mucho menos verticales, a unos trecientos metros de donde se habían escondido los dos fugitivos desde su llegada al pequeño oasis.

Esperando un tiempo suficiente para que el changuito se alejara peñón arriba, empezaron también ellos, recién llegados, la subida a la piedra gigantesca. Difícil al comienzo hasta entender que las plantas crecían justamente donde había grietas, entradas y huellas entre las rocas, que enseguida se demostraron ser muchas y no apenas una única y enorme, como habían pensado al inicio; y la subida fue mucho más tranquila cuando quedó claro que cada vez era más fácil apoyar los pies y seguir un rumbo perfecto en las huellas de un sendero que parecía estar allí, escondido del mundo, desde tiempos inmemoriales.

Tan rápido llegaron, que todavía tuvieron tiempo de ver al chango pastor y sus cabras, a menos de cien metros, al centro de una planicie cubierta de pastos al estilo de la llanura pampeana. Al fondo, a unos doscientos metros, otro promontorio rocoso, este más poroso, seguramente calcáreo, no demasiado alto, tal vez de unos seis metros y lleno de entradas de cavernas.

Agotado con la subida y ya empezándole a sangrar el hombro, el Gringo fue derecho a una de las cuevas del pequeño peñón y se recostó en la piedra, mientras Luis se quedaba de guardia, confiados ambos en que la oscuridad del atardecer y la soledad del lugar les daría un poco de paz después de tantos días de fuga y angustias.

No fue así: a los pocos minutos de su llegada, dos niñas con atuendos que les parecieron exóticos a los recién llegados asomaron en la entrada de la caverna, mirándolos con curiosidad y una cierta ironía en sus caritas.

Las ropas de las niñas Wichis les llamaron la atención a los fugitivos, todavía sin saber a qué grupo nativo podrían pertenecer; vestiditos adornados con semillas y fibras de chaguar, bolillas de barro y caracolas que tal vez vinieran del Río de la Quiaca, abrían una sonrisa contagiosa para ofrecerles una canastita con pedazos de zapallo, un pote con porotos cocidos, y un par de pimientos. No apareció ningún adulto, pero ya no había dudas de que por lo menos una familia de Wichis estaba compartiendo la roca de las cavernas con los jóvenes que huían de la represión, y que eran amigables. Pero estaban tan cansados que, agradeciendo los regalos, comieron con urgencia todo lo que les ofrecían y cayeron en un sueño profundo.

A la mañana siguiente, Luis se despertó con el sol en la cara y otra vez la sorpresa de nuevas visitas: dos mujeres y un hombre, Wichis, como ellos mismos se lo contaron. Llegaron alegres, con nuevos regalos y alimentos; pero enseguida el hombre, llamado Wacayaca, casi un anciano, se puso serio y les dijo que Lawo, el arcoíris que también puede ser una serpiente gigante que controla las tempestades, las tormentas y los ciclones y se irrita muy fácilmente, les había advertido que los jóvenes fugitivos corrían peligro y debían cuidarse mucho a partir de ese momento.

 

9 de junio de 1979

Pasaron casi una semana de paz, curando la herida de Luis con hierbas que les traían sus nuevos amigos Wichis, y acostumbrándose al soroche o apunamiento, que pocos días antes les impedía andar rápido o por mucho tiempo; ese día lo habían ocupado preparándose para bajar el peñón y salir del oasis apenas cayera la noche hacia Puesto Tarija, en donde suponían los nativos que sería más fácil cruzar a Bolivia.

Se despidieron de sus nuevos amigos y empezaron el descenso, pero cuando estaban casi a la mitad de la huella en bajada, empezaron los truenos y relámpagos.

Al llegar a la base del peñón, las hierbas estaban más altas y tupidas, y pudieron esconderse mejor hasta llegar al punto de la gran roca en el que habían estado al llegar al oasis.

Enseguida, como si no pudieran tener un minuto de tregua, estalló un infierno de balas de metralla que los obligó a echarse cuerpo a tierra, otra vez atrás del mismo tronco que los había protegido a la llegada al lugar. A la lluvia de plomo causada por las ametralladoras, probablemente del ejército, de inmediato estalló un tiro de obus.  

Es un Oto Melara de 105mm dijo el Gringo, que lo había conocido y usado en el servicio militar. El impacto fue tan grande que un enorme pedazo de piedra se soltó, cayendo desde una altura de tres o cuatro metros. Era una laja de no más de veinte o treinta centímetros de ancho, pero alta y ancha, lo que le permitió caer verticalmente y apoyarse sobre el cuerpo del peñón del cuál se había desprendido.

Lo que no esperaban los atacantes, sin embargo, fue lo que vino a continuación: Lawo, la divinidad Wichi, tomó la forma de un arcoíris y se levantó por sobre las copas de los árboles de la pequeña selva, hasta transformarse en una serpiente gigante que en instantes estalló en miles de chispas, luces y ruidos ensordecedores, típicos de una fuerte tempestad, lanzando una tormenta eléctrica con descargas violentas de rayos, y produciendo pequeños ciclones con lluvias y vientos.

El cerco militar al oasis quedó destruido de inmediato por las fuerzas brutales de la naturaleza desatadas por Lawo. Y fue suficiente para que el Gringo y Luis se levantaran, salieran de su escondrijo y corrieran en dirección al río de La Quiaca.

Corrieron en la semi penumbra, amparados por la tremenda confusión causada por la tormenta del dios Lawo y, al llegar a las barrancas del otro lado del río, ya en suelo boliviano, se largaron debajo de un árbol, exhaustos, a descansar.

Al día siguiente, bajo un sol bastante alto, se encontraron con un cóndor sobre el asfalto, en medio de la ruta 28, tieso, que parecía a punto de levantar vuelo. Lo miraron a la distancia, sin atreverse a acercarse, pero al final vieron que el ave no se movía: estaba como congelada.

El Gringo se secó la transpiración mientras Luis se sacudía el polvo que se le había juntado sobre los hombros y en los zapatos; la herida se le había curado sin dejarle marcas; ya pasaba de las once y media de la mañana y el sol les calcinaba las cabezas; el Gringo calculó que hacía más de 40 grados.

 

Bajo un arbusto seco y espinoso, sin sombras al sol del mediodía, un viejito los miraba. Cuando se acercaron, vieron que era el Wichi que les había llevado comida el segundo día en el peñón y que les había advertido del peligro que corrían. Era él, sí, pero a pesar de sus esfuerzos, no lograron sacarle ni una única palabra; de pronto, de la boca del viejo se escapó un sonido casi vacío.

Luis se agacho para oírlo mejor; el anciano repitió algo ininteligible y cerró lentamente los ojos hasta quedar inmóvil y mudo.

El Gringo se acuclilló y le preguntó:  


¿Duerme? ¿se siente bien?

—Estoy dormido, pero estoy muriéndome contestó el viejo con un débil susurro.  

—¿Qué le pasó? ¿Está enfermo? — le inquirió.

—¡No me despierte, déjeme morir durmiendo! — replicó el viejo.

—¿Le duele algo? lo interrogó.  

—No siento nada, estoy dormido; estoy bien, pero voy a morirme— contestó el viejo, mientras su tez mate, quemada por el sol y el frío de los inviernos y los veranos rigurosos de la frontera, se ponía cada vez más pálida.  

—¿Qué le pasó? — insistió el Gringo. —¿Por qué cree que va a morirse así, de golpe?  

—Estoy bien...— y el susurro se hizo cavernoso, grueso, y lo estremeció al Gringo y a Luis, poniéndoles los pelos de punta y la piel de gallina.  

—¿Está despierto? ¿O duerme? dijo Luis, ya más repuesto del terror.  

—Estaba durmiendo, Ud. me despertó, pero ahora ya estoy...muerto— y la voz áspera y fuerte, hueca y retumbante del viejo le erizó al Gringo los pelos de la nuca.

 

Antes débiles e inaudibles, sus palabras parecían llegar ahora desde lo hondo de una caverna en el fondo de la tierra. Y el Gringo y Luis, jóvenes fuertes y corajudos, sentían que el pavor provocado por aquella voz los doblegaba.

 

Dejaron al viejo en cuclillas y se subieron a un jeep al que le habían hecho dedo; pero se arrepintieron enseguida, bajaron del auto y volvieron para estirarlo sobre el pasto ralo y salitroso; el cuerpo del viejo se mantenía tibio, y todavía sin la rigidez creciente del cadáver que ya era.

 

Junio de 2023

Pasaron cuarenta y cuatro años, y Luis y el Gringo sintiéndose viejos y cansados, liquidaron el negocio de carpintería que habían ido construyendo en Tarija. Se volvieron con un recuperado impulso juvenil, rehaciendo el camino hasta Villazón y La Quiaca que habían recorrido en su fuga en 1979.

Al llegar al cruce del río La Quiaca, buscando el lugar en el que habían dejado al anciano Whichi, encontraron un algarrobo grande, de unos cuatro metros de altura, y sentado a su sombra, un changuito de unos diez o doce años.

 

Hola, changuito ¿Cómo te llamás?¿Sos de acá?

—Sí, vivo en aquella piedra grande que se ve allá lejos. Soy Wacayaca, “el zorro”. Y Uds. son el Gringo y Luis, ¿no?

Pero ¿cómo sabés nuestros nombres? Y…¿te llamás Wacayaca, igual que el viejito que murió hace más de cuarenta años, aquella noche de la gran tormenta? ¿Era tu abuelo?

—Somos lo mismo: él, aquel viejito que Uds. conocieron, y yo. En mis vidas anteriores, yo era un Tokwaj, un “Tío Travieso”, que hacía mil tonterías. Hasta que el dios Lawo me mandó a quedarme junto a él cada vez que empezara una de sus tormentas de rabia; y peor aún, cada vez que las broncas de Lawo explotan, yo termino muriéndome y teniendo que reencarnar y renacer otra vez— decía Wacayaca, con una mueca graciosa.

 

En eso estaban, el Gringo y Luis tratando de entender la cosmovisión de Wacayaca, y él queriendo explicarles cada detalle de la forma de viver y de querer de su pueblo Wichi. Y de pronto, las bombas.

Y de repente, otra vez las metrallas.

De nuevo los gritos y el llanto. Otra vez, mujeres y hombres gritando sus nombres al ser detenidos y arrastrados sin piedad hacia los carros de asalto.

Una vez más, las desapariciones de gente que lucha.

Y de nuevo la gendarmería y sus armas, y más de mil, dos mil hombres uniformados, apuntando directo a los ojos de los más pobres, los más olvidados, los desheredados de la tierra de la Quiaca.

Pero, otra vez también, los puños en alto, y los siete colores de las banderas Wiphala ondeando al viento.

Fogatas en las cumbres de las lomas, perfiles de pueblo marchando, centenas, miles de mujeres, niños y hombres valientes, audaces, hambrientos de justicia, con una sola meta: llegar a San Salvador de Jujuy y derrotar al pequeño tirano.

 

Javier Villanueva. Junio de 2023, San Fernando del Valle de Catamarca.