sábado, 30 de julho de 2011

El Misterioso Robo de "El Menjir"



Federico Zacca salió muy temprano de su estudio en Ipiranga 81, en el centro viejo de São Paulo, en realidad un pequeño departamento de una única habitación, baño y cocina chica, que le servía muy bien en sus labores de traductor intérprete en el Memorial da América Latina.

Le habían pedido que dejara todo y se dirigiera de inmediato a Buenos Aires para supervisar la distribución de una parte importante de los 140 mil ejemplares de “El Menjir”, novela que acababa de ser lanzada en todo el mundo de lengua española. En realidad, Federico tenía que constatar el embarco de 80 mil libros para diversos otros países hispanohablantes –Colombia, Paraguay, Chile, Uruguay, Venezuela, Méjico, entre los vecinos más importantes– y verificar luego el reparto organizado de 58 mil copias de “El Menjir” entre las distribuidoras y las librerías de las provincias argentinas. Le sobrarían dos mil para tratar de venderlas en Brasl, entre la Librería Española y Letraviva.

El camión en el que saldría para Rosario, San Francisco, Villa María, Córdoba y Tucumán, tenía que recorrer más de mil quinientos kilómetros en seis días hábiles. O sea, Federico tenía desde el lunes hasta el sábado para efectuar toda la supervisión, volver el domingo por avión hasta Ezeiza y tomar el último TAM de la noche que sale en vuelo directo a Guarulhos.

Al llegar a la altura del Km. 378, habiendo salido ya de Rosario, el chofer Raimundo Villafañe empezó a sentirse mal. La cabeza le dolía en la altura de la sien derecha y en la nuca. La vista se le nublaba de a ratos y los ojos le lagrimeaban copiosamente. Empezó a sentir dolores agudos de estómago y un comienzo de nauseas.

Pero no tuvo tiempo de parar el camión en el primer puesto del Automóvil Club Argentino. como se lo había propuesto Federico, sentado en el asiento del acompañante. Una moto Suzuki negra, con dos muchachos arriba, se le pegó a la derecha, haciéndolo distraerse del malestar que sentía, y durante un par de minutos le hizo acelerar y frenar bruscamente unas tres o cuatro veces para no chocarla, lo que era una tarea difícil y arriesgada, ya que la moto se le había ubicado en el flanco derecho, entre el camión y la banquina, y aparecía y desaparecía del punto ciego del espejo derecho de Villafañe.

Aceleró el camión a más de ciento treinta, pero el camino era liso y llano, y Villafañe sabía que no podía competir en velocidad contra una moto y menos contra una Suzuki. Cuando se preguntaba, medio sorprendido y medio aliviado, dónde se habría metido la moto que había desaparecido definitivamente del ángulo de visión del espejo derecho, de pronto se le reaparece por el lado izquierdo, esta vez emparejada con una Yamaha roja que ocupaba abiertamente la contramano de la ruta, haciéndole señas para que parase de inmediato.

Villafañe se había olvidado del malestar y, en fracciones de segundo se le pasó por la mente que el restaurante en que habían parado a la salida de Rosario no era de los más higiénicos que había visto en su larga vida de camionero, y que tal vez hubiera comido algo que le hiciera muy mal al estómago o a los intestinos.

Paró el camión en la banquina. Era la hora de la siesta de un día frío de finales de mayo, después de Corpus Christi. Casi no cruzaba ningún coche, camión u ómnibus en el sentido contrario, y tan sólo un micro de la Chevalier lo había pasado en el trecho corto que habían recorrido desde la parada para almorzar.

Cuando el camión se detuvo por completo, Villafañe y Federico Zacca se bajaron del camión, cada uno por el lado en que estaba, más intrigados que asustados con los tres muchachos que les apuntaban sendos revólveres, Villafañe llegó a decirles que su carga no era valiosa, que se trataba nada más que de dos mil libros, que eran parte de un lote que ya estaba siendo despachado por otras vías para las provincias más distantes.

Pero de pronto sintió de nuevo la sensación de puntadas agudas y de nauseas, y vio las figuras de los tres motociclistas subir lentamente, mientras la línea aburrida del horizonte de la ruta se venía abajo, como envuelta en una neblina, y Villafañe se dio cuenta que se estaba desmayando y cayendo muy despacio sobre el asfalto.

Cuando la policía caminera de la Provincia de Santa Fe lo levantaba, tal vez un par de horas después, nunca pudo precisarlo, Villafañe vio que en la pista derecha, casi sobre el borde del asfalto y al lado de la banquina de tierra blancuzca, había una pintada, al estilo de un graffiti, con aerosol amarillo y naranja, en la que se destacaba el dibujo de un girasol y cuatro letras -Van G- de lo que probablemente sería un mensaje inconcluso, una frase que los asaltantes del camión que se llevaron las 2 mil copias del libro “El Menjir” hayan querido pintar y no les alcanzó el tiempo, tal vez por la llegada de la policía, o por el paso de algún vehículo, quién sabe.
Federico Zacca había desaparecido y la policía nunca más lo encontró.

FIN
Leia mais em "El Girasol Amarillo" (J.V. Companhia Editora Nacional, SP, 2006)

sexta-feira, 29 de julho de 2011

La guerra del guano y del salitre



En 1856 las disputas por las grandes reservas de guano de pájaro de las islas peruanas del Pacífico estuvieron a punto de desatar una guerra. En las Islas Lobos, toneladas de excrementos, utilizado por los agricultores como fertilizante, hizo que el Congreso de los EEUU, temiendo que Perú pudiera controlar los precios, aprobara una ley por la cual sus ciudadanos podían ocupar cualquier isla o islote rocoso del Pacífico que contuviera reservas de guano.

La consecuencia inmediata fue un gran despliegue de barcos de guerra en toda la zona, y una gran cantidad de islas de un total de 4000 en todo el Pacífico, fueron ocupadas por aventureros descubridores norteamericanos. A tal punto que los improvisados empresarios empezaron a importar mano de obra china para recoger el guano de las rocas. Miles de chinos trabajaban semidesnudos en las islas, sin recibir ningún sueldo y sin que se les diera permiso para pasar a tierra firme.

En el triángulo formado entre Bolivia, Perú y Chile, tres especies de aves –la guanay, el piquero y el pelícano- defecaban en la costa del Pacífico por aquel entonces boliviano y peruano. Ese guano, un poderoso fertilizante, formaba verdaderos montes de hasta 30 metros de alto. Chile no tardó en poner los ojos en esa riqueza natural por la facilidad con que se volvía en dinero vivo en el mercado externo.

Aunque su Constitución determinaba que el territorio chileno llegaba hasta el desierto de Atacama, por medio de una ley de 1842, Chile se declaró propietario de "las guaneras de Coquimbo, del desierto de Atacama y de las islas adyacentes".

El presidente boliviano Ballivián envió una misión diplomática a Chile para pedir la derogación de la ley, pero no consiguió nada. En 1863, las fuerzas navales chilenas tomaron posesión de Mejillones para imponer la propiedad que les permitía la ley mencionada. Enseguida, el 5 de junio de 1863, el Congreso boliviano, deliberando en Oruro, autorizó al Ejecutivo a declarar la guerra a Chile si no consiguiera el desalojo por vía de la diplomacia. Aprobó también dos disposiciones secretas, una para crear un acuerdo con Perú, a cambio del guano de Mejillones; y otra para nuevos pactos con potencias amigas.

Perú dudó en apoyar a Bolivia, mientras que Gran Bretaña, a la que Bolivia pidió un préstamo, ofreció mucho menos dinero del que el país esperaba. Lo único que restaba era lograr un acuerdo pacífico con Chile.

España, como si los problemas de la región fueran pocos, inconforme con la pérdida de sus antiguas colonias, declaró guerra a Perú y a Chile. Para Chile, el apoyo boliviano hubiera sido vital porque las fuerzas ibéricas se aprovisionaban en el puerto boliviano de Cobija, lo que ponía en posición de gran fragilidad a Chile.

Pero ocurrió que los giros políticos en Bolivia en 1864 cambiaron el curso de la historia. Mariano Melgarejo -que derrocó a José María Achá- envió tropas de apoyo a Chile y derogó la ley anterior que le declaraba la guerra. Los españoles tuvieron que irse y Melgarejo, con una oportunidad fabulosa para definir, del modo más favorable, los límites con Chile, no supo aprovechar la ocasión. Chile le ofreció el grado de general de su Ejército y una propuesta de declaración de guerra al Perú quitarle Tarapacá, Tacna y Arica, dejándole a Bolivia los dos últimos territorios.

Bolivia no lo aceptó y en 1866 firmó un tratado de límites con Chile que dividía el Litoral en dos en el paralelo 24, una parte para Bolivia y otra para Chile. Además, las riquezas de Mejillones y Caracoles, entre los paralelos 23 y 24 -donde luego se descubrirían ricos yacimientos de plata- se compartirían entre ambas naciones.

El presidente de Bolivia, Morales, sucesor de Melgarejo, intentó recuperar lo perdido, pero no lo logró. Chile, negociaba pero, al mismo tiempo, ayudaba al general boliviano Quintín Quevedo, a tratar de derrocar a Morales. Ayudado por Chile, desembarcó en Antofagasta para iniciar un golpe pero no pudo avanzar y terminó refugiándose en un blindado chileno. El incidente generó nuevas protestas y amenazas entre Chile y Bolivia. Morales, apoyado por Perú cuando derrocó a Melgarejo, hizo una alianza de defensa con el antiguo aliado del norte, que esta vez sí aceptó la unión por el temor de que Bolivia se uniera a Chile en su contra.

Si bien Perú y Bolivia firmaron un pacto, no llegaron a armarse, y el Congreso boliviano rechazó el pedido del Ejecutivo para comprar dos buques blindados para defender las costas. Con ello, la guerra de 1879 halló a Bolivia desarmada.

Chile, al conocer el acuerdo, firmó en 1874, un nuevo tratado de límites con Bolivia, por el que se mantenía la frontera en el paralelo 24, y la medianería entre los paralelos 23 y 24, estableciendo que Bolivia no cobraría impuestos por la explotación de minerales durante 25 años ni aumentaría los impuestos de los inversores chilenos.

A las viejas riquezas de la discordia -el guano y los minerales- se agregó el salitre, también fertilizante poderoso, para completar el trío de las codicias de la época. Una febril actividad de los ingleses surgió en el desierto alrededor del salitre. La compañía anglo-chilena de salitres y del ferrocarril de Antofagasta se volvió dueña y señora de la enorme región.

Los intereses ingleses se mezclaron con la política chilena. Tanto, que los británicos empujaban a Chile a apropiarse de Antofagasta y los territorios cercanos. La política criolla y el capitalismo imperial europeo terminaron en la Guerra del Pacífico en el año 1879.

Pero volviendo dos años para tras, en mayo de 1877, las todavía bolivianas Antofagasta, Cobija, Mejillones y Tocopilla fueron abatidas por un terremoto. Casi un año más tarde, y tras comprobar la magnitud del desastre, en febrero de 1878, Bolivia aprobó una ley que establecía que la empresas salitreras deberían pagar 10 centavos por cada quintal explotado, destinado a la recuperación arrasada por el sismo.

Las salitreras, que tenían entre sus accionistas a los ministros chilenos de Relaciones Exteriores, Alejandro Fierro, de Guerra, Cornelio Saavedra, de Justicia, Julio Segers, al comandante del Ejército, Rafael Sotomayor, al ex ministro de Guerra, Francisco J. Vergara y al banquero Agustín Edwards se negó a pagar el impuesto y el gobierno chileno asumió su defensa porque “ violaba el tratado de fronteras de 1874”.

Otro conflicto también vinculado a los impuestos, agrió un poco más las relaciones. La municipalidad de Antofagasta decretó que los propietarios de inmuebles -entre ellos las salitreras- pagaran un impuesto para la iluminación pública. Las salitreras nuevamente se negaron a hacerlo alegando otra vez la violación del tratado de límites. La Junta Municipal dispuso apresar al gerente de la salitrera, Hicks, que se había refugiado en el consulado chileno, pero finalmente terminó pagando la deuda. Aún así, pidió ayuda militar a Chile, que llegó rápidamente con tres buques blindados a Antofagasta.

El 14 de febrero de 1879, que había sido señalado como el día para el remate de los bienes de la salitrera, amaneció con el Blanco Encalada, el blindado chileno, en la costa de Antofagasta. La guerra, en la que Perú y Bolivia perderían sus tierras en el litoral del Pacífico, estaba empezando.

Veja e leia mais em “La Guerra del Salitre”, de 13 de maio de 2011, em:
http://javiervillanuevaliteratura.blogspot.com/2011/05/la-guerra-del-salitre.html

quarta-feira, 27 de julho de 2011

Las premoniciones de Tina

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Las premoniciones de Tina

Tina Unzaga se enderezó en la cama, se sentó a la orilla del colchón y respiró hondo; antes de ponerse las pantuflas pensó que la noche pasada había sido bastante extraña y llena de acontecimientos confusos. El Negro había llamado un par de veces pero ella estaba tan somnolienta que no se levantó a atender el teléfono; Raquel le había ocultado lo peor, el timbre también había sonado una vez; era la policía que decía haber encontrado el coche del Negro en un terreno baldío, y querían saber si él estaba bien, y dónde se encontraba. 
Aunque el padre de Raquel y de Javier era tan despistado que un par de veces antes ya le habían robado el auto, y sólo se había dado cuenta cuando la policía se lo devolvía, días o hasta semanas más tarde . En ambas ocasiones había pensado que la grúa municipal lo hubiera guinchado por dejarlo mal estacionado, y como en aquellas ocasiones no tenía, de cualquier modo, dinero en efectivo para pagar las multas, se había olvidado del asunto, y de hecho sólo se recordaba de su coche cuando se lo devolvían; el Negro es del tipo de personas a quién no le hace falta nada que él considere superfluo o accesorio, y un vehículo está en esta categoría.

Pero lo que la perturbaba más a Tina no habían sido los timbres ni las llamadas telefónicas de la noche anterior, y sí el sueño extrañísimo que había tenido; mientras se vestía, muy lenta y parsimoniosamente, con toda la ceremonia de sus sesenta años bien llevados, repasaba mentalmente cada detalle del sueño, que si fuera otro u otra le hubiera llamado pesadilla. Recordaba nítidamente que había empezado a flotar, en medio de una paz, una sensación de tranquilidad y de alegría enorme e inexplicable; que se había visto a sí misma, a dos metros hacia abajo de su ruta de vuelo, o de sobrevuelo, sobre la cama, durmiendo muy relajadamente. Había salido, en su sueño, por la puerta cancel de la entrada, pero no recordaba haber abierto ni cerrado nada, simplemente salió, volando, o mejor dicho, sobrevolando la calle Bedoya, y en pocos segundos estaba sobre la ruta que lleva primero a Jesús María y Quirino, y luego se mete por los polvorientos caminos de las salinas, rumbo a San Fernando del Valle.


Al llegar al camino estrecho en que se deja la ruta provincial, ya en San Antonio, y girar rumbo a la Falda, se había detenido por un instante en frente a la casa de los Ovejero, y había visto una grieta profunda en medio de la mampostería; parecía casi abandonada, y Tina se dijo a sí misma que si no la arreglaran rápido, La Casa, como le llamaban los vecinos, iba a terminar partiéndose al medio a cualquier momento. Al pasar delante de la casita tipo chalet de los Ávalo, al contrario, se había sentido alegre de ver que la habían pintado de blanco; los muros altos y los balcones relucian alvos, mientras que las persianas habían ganado un verde inglés o un verde musgo, la verdad que no lo recordaba con precisión. La margaritas amarillas y los no-me-olvides azules y celestes se juntaban, armoniosos y contrastantes al anaranjado de los girasoles que, al parecer, don Julio había plantado durante el otoño que se terminaba.


Al llegar a la casa de su padre, don Victoriano, Tina vio que la galería estaba llena de valijas y arcones, baúles y atados, como que hubiera llegado un montón de gente de visita a Las Chacras. Y de hecho, por lo menos dos coches eran de afuera; reconoció enseguida el jeep gasolero de Saro, con las chapas de Tucumán y el fitito de Orlando, con patentes de Buenos Aires:

Algo debía estar ocurriendo para haber tanta gente de afuera! – se dijo Tina.

Quiso abrir la puerta de la pieza de Eufemia, pero la traba del piso se lo impedía, incluso a ella, que estaba volando y no ponía los pies en el piso; empujó la pesada hoja de algarrobo rojo y la puerta cedió, chirriando agudo. Pasó al lado de Ester, que en esa época era una niñita que cuidaba con todo cariño a su madre enferma; se enterneció al verla durmiendo, siempre tan buena, y le puso la mano en al cabeza, en un gesto de cariño, pero Ester se despertó asustada; como no vio nada, volvió a quedarse dormida enseguida, pero la impresión le hizo a Tina perder altura, y al bajar al piso tropezó levemente con la mesita de luz y dejó caer las llaves que estaban encima; nuevo sobresalto de Ester, que ahora se incorpora en la cama y mira alrededor, asustada.

Fue ahí, en ese momento, que Tina se despertó.

Después del medio día llegó Javier, su hijo mayor, y Tina no lo pensó dos veces:


Javier, ¿qué te parece si te hacés un tiempito y me llevás a Catamarca? Tengo un presentimiento de que las cosas no deben andar muy bien por allá- le dijo Tina a su hijo.

¿Y qué te hace pensar eso? ¿Tuviste alguna noticia de las Chacras?- contestó Javier.

No, fue un sueño, un presentimiento- trató de quitarle importancia Tina - nada más.


¿Un sueño premonitorio?- insistía en el asunto Javier. – Bueno, de todos modos puedo ir mañana viernes, hoy no, tengo mucho trabajo; paso a buscarte a la mañana temprano.


A las ocho ya estaban camino a Quirino, una mañana soleada pero fría de mayo, y aunque en las salinas el sol se refleja con un brillo enceguecedor, el viento todavía traía una parte del frío de la madrugada anterior en la que había helado, cayendo una escarcha pesada que había quemado los pastos ralos de la banquina.


Las cinco horas de viaje pasaron normalmente, sin otro inconveniente que una goma pinchada y un cambio de aceite en San Martín. Al llegar al destino, las primeras sorpresas de Tina empezaron a asustarlos.


La Casa de los Ovejero, que durante muchas décadas había sido un orgullo de los lugareños, y de la propia familia, claro, yacía en escombros, con la fachada principal partida al medio, el tejado prácticamente destruido por completo, los vidrios de las ventanas destrozados, y una gran parte de la mampostería que se había desprendido de la fachada, como derramándose sobre las orillas del estanque de los Avalos y dentro de sus negras aguas.


Javier frenó el coche y se bajó, estupefacto, porque no podía creer que la misma construcción sólida que había visto menos de tres semanas atrás, cuando había viajado para llevar a su abuela de vuelta de unas cortas vacaciones, ahora estuviera en ese estado calamitoso, y sobre todo después de haber oído no sin cierta incredulidad el relato del sueño de su madre un par de noches antes.


¿Y usted sabe, don Javier, que la otra noche nos espantaron? – empezó a contar Ester, ni bien nos sentamos a la mesa a comer unos tamales, media hora después que llegamos a las Chacras. 

Hubo unos ruidos raros en medio de la noche y yo me desperté asustada, pero no vi nada, después un manojo de llaves se cayó solito de la mesa de luz y entonces ya no pude más pegar un ojo, incluso me parece que sentí una mano tocándome la frente, virgen santísima – y se persignó, todavía asustada, Estercita.


– Sí, están pasando cosas extrañas últimamente – agregó la tía Gringa – la casa de los Ovejero, sin ir más lejos, hace dos o tres noches empezó a temblar, exactamente como si estuviera habiendo un terremoto, pero no, era un temblor debajo de la casa de don Julio, y de pronto la casa se rajó, sí, así como lo oís, ché, se partió al medio. Don Julio murió debajo de los escombros, y fijate que no hacía ni una semana que había fallecido la hermana.


Antes de viajar de vuelta a Córdoba, Javier y Tina fueron hasta Piedra Blanca a visitar a los Jaime, los tíos maternos del Negro Barrionuevo. Un señor de barbas largas y blancas los saludó a la entrada de la casa de veredas altas que había sido de doña Rosa y don José, y en la que ahora vivía una bisnieta, y los hizo pasar, sonriéndoles mientras se apoyaba en un nudoso bastón que enseguida le recordó a Javier la figura bíblica de Abraham. Conversaron con Rosarito un buen par de horas, comieron pancitos de grasa y tomaron mate, y se enteraron de los casos raros que habían andado ocurriendo, como el de unos caballos que habían aparecido duros, como muertos, pero de pie, con los ojos abiertos. Y los pájaros y lagartijas, calientes pero ríjidos en el suelo.


Las Chacras siempre tienen sus historias fantásticas, de luces malas o ruidos subterráneos – dijo Javier con un dejo de sarcasmo, pero sin olvidarse de lo que había presenciado: el sueño premonitorio de su madre volviéndose real y concreto, la casa de los Ovejero destruida, el estremecimiento de Ester durante la noche en que la habían “espantado” unos supuestos fantasmas, las llaves que doña Tina había hecho caer durante su “vuelo” onírico, y el manojo real y concreto que se había caído de la mesita de luz de Ester aquélla noche.

Y el viejito ese que nos atendió al llegar, ¿quién es? – preguntó Tina.


¿Qué viejito? No, no hay ningún viejito en la casa, estoy sola, doña Tina – contestó Rosarito, soltando una carcajadita corta y nerviosa, que les hizo correr a todos un frío por las espaldas.

FIN
Leia mais em "Crónicas de Utopías y Amores, de Demonios y Héroes de la Patria" (J.V. 2006)




sábado, 23 de julho de 2011

Otro Diablo en Ramos Mejía

File:Estación Ramos Mejía.jpg

São Paulo, 20 de abril de 1982

“––Los que vivimos hace años en los alredores del antiguo loteo, sabemos que los pasajes oscuros y húmedos que corren por debajo de las vías de la estación del tren de Ramos Mejía son unos de las tantos pórticos que vienen del infierno, ¿sabís?–– me contaba la tía Rosa cuando la iba a visitar, en los primeros años después de mi vuelta a Buenos Aires, al salir de la cárcel de Encausados. Y yo me acordaba que en el valle de Traslasierra, en Córdoba, hay otra entrada famosa a las cuevas del Mandinga, un desfiladero hondo y estrecho, por donde todas las noches se mueven las almas en pena de los indios comechingones que no quisieron rendirse a los soldados españoles, hace más de cuatrocientos años, y se arrojaron cuesta abajo, por el despeñadero, con sus hijos en brazos, prefiriendo la muerte antes que la esclavitud. La fiebre está aumentando y los recuerdos se convierten en delirio; la enfermera de la media noche entra a la habitación y controla mis datos vitales.

Sueño, y la fiebre me hace acordar de una cueva que vimos un día con Victoriano, en la espesura del monte en la Falda, donde se pierde toda orientación y el cerro parece ser igual en todas las direcciones. Vimos un pasaje secreto, oculto entre las breñas, cuidado por dos pumas feroces, Nos fuimos sin entrar, pero después Chazarreta y Fuenzalida nos contaron que lleva a una cueva amplia y lóbrega, donde baila el Mandinga cuando se celebran aquelarres y orgías. Las viejas y los viejos se transforman en jóvenes, los enfermos sanan, y la fealdad se tapa con la hermosura.

Dicen que la Salamanca es el lugar donde el Supay les enseña sus malas artes a las brujas, que se reunen allí tres veces por semana. Pero vuelvo a mi tía Rosa, al loteo y a las vías de la estación de trenes de Ramos Mejía:

“––El viejo loteo había sido vendido a precios bajos y pronto se habían terminado todos los terrenos. Es que los vendedores de lotes usaban un recurso ingenioso: dejaban desparramados por el suelo decenas de trozos de rieles de tren, para hacerles creer a los compradores que las líneas del tranvía iban a extenderse hacia el interior de las fincas. Ramos ya no tenía más ese atractivo en mis años mozos, cuando ocurrió lo que te voy a contar, y por algún motivo, todos pensaban que era un lugar olvidado por Dios y maldecido por el azar–– empieza su historia mi tía Rosa.

––Era un final de tarde extrañamente frío para la época del año, con viento y garúa, unos pocos días antes de la Nochebuena. El loco Pérez, uno de los camorreros más conocidos del barrio, estaba tirando los dados en el boliche de la esquina de la estación. Hacía poco menos de una hora había hablado un largo rato con Villanueva, que salió del bar con un cuaderno “Lanceros” y dos “Laprida”, llenos de apuntes, debajo del brazo–– según cuenta tía Rosa.

––Como surgido de la nada, se apareció de pronto, perturbándole la concentración, un tipo alto, bigotudo, muy flaco, bien peinado con gomina, vestido con un traje a rayitas finas, y una corbata azul, un chaleco jaspeado y un chambergo negro. Bien empilchado, pero, el que prestase atención podría ver, sobresaliendo del cuello de la camisa blanca, una chaquetita militar verde oliva, ajada y descolorida–– sigue contando mi tía Rosa, mientras prepara la yerba y el azúcar para el mate.

Muy buenas noches, soy Mandinga–– dijo el visitante, saludándolo al camorrero con un golpear de tacos de los botines, y haciendo un gesto cómico, que a Pérez le hizo acordar de la Pantera Rosa, según cuenta mi tía, mientras yo siento en el aire un leve e inexplicable olor a azufre.

––Pérez puso la mano en la empuñadura del facón y le contestó el saludo en voz baja, un poco intimidado, y sin levantar demasiado la vista. Estaba casi seguro de haberle oído la voz en otra ocasión, e incluso hasta de haberlo visto al Diablo algunas veces antes, en la televisión y de uniforme— dice mi tía, y me pasa el mate. El Diablo se acomodó lentamente en una silla de paja, al lado de la mesa de las barajas, y le sonrió con una luminosidad extraña en los grandes dientes puntiagudos y amarillentos que le asomaron de pronto por detrás del bigotazo negro y marcial, remarcando aún más los surcos profundos en su cara delgada. El camorrero Pérez, famoso en el barrio por ser el último cuchillero y guapo en vida, miró de reojo y verificó que el espejo enorme que había atrás del mostrador no reflejaba otra imagen que la suya, lo que no hacía más que confirmarle la presencia del Malo. ––¿Me permite que lo siga un rato en el juego?–– le pidió el Diablo Supay a Pérez, con un recio tono marcial y una virilidad castrense inconfundibles.

––Sí, sientesé aquí al lado. Vea, hay que tener un poco de memoria para acordarse de las dados que fueron saliendo, ¿no?–– quiso ser amable el camorrero, dice Rosa, y cuenta que mandó que le sirvieran un moscatel al Malo, pero sin sacar la mano del facón.

––Muy bien, Pérez–– lo elogió el Diablo, chasqueando la lengua mientras saboreaba el moscatel del modo más vulgar posible. ––¿Y dónde aprendió a soltar los dados así con ese efecto, eh? ¡Pero, ni me conteste! Mire, para serle muy sincero, un jueguito de dados no me parece gran cosa para un buen jugador, Pérez–– le largó de pronto el Malo.
Dejó pasar un minuto de efecto después de la primera frase terminante y displicente, se tragó media botella de moscatel del pico, soltó un eructo y le largó otra andanada con dureza: ––Y porque soy viejo, y soy Supay, también sé los dados que va a tirar mañana, la semana que viene y, en fin, todos los que Ud. va a jugar todavía. Lo mismo con el billar, las tabas, y hasta las bochas de los viejitos y las ruletas de todos los casinos, ¿sabía?–– se asusta mi tía Rosa con su propio relato, tiembla levemente y se enjuga el sudor de las manos con una servilleta.

––El que le está hablando ahora es Supay, el Siete Pieles, o Satanás si prefiere, el dueño de todos los juegos y los vicios del mundo–– continúa contando Rosa que dijo el milico Mandinga. ––El camorrero Pérez, sin saber qué hacer ante el elaborado discurso del Malo, y para ver si lograba que se callara un poco mientras ganaba tiempo y podía poner sus pensamientos en orden, lo invitó tímidamente a tomarse una ginebra–– cuenta mi tía.

Gracias, no tomo más que anís o moscatel. Pero mire Pérez, tal vez Ud. no lo entienda bien, mi viejo. Lo que le ofrezco ahora es que sus intuiciones en el juego tengan la fuerza bruta de las tropas de choque, los somatén, los ejércitos invasores, los grupos de secuestros, las picanas y las leyes represivas. ¿Lo entiende, carajo?— se exalta el Malo, y más fuerte cierra el puño Pérez sobre el mango de su arma. —Puedo hacerlo vencer siempre, con triunfos infinitos, victorias perpetuas, sin solución de continuidad. Definitivas. Y todo esto por un valor bajo, un costo ridículo yo diría: apenas el precio de su alma. Una pichincha, si me permite decírselo así y no se ofende: yo le voy a hacer que gane Ud. ríos de plata, estancias y ganado, bancos, diarios y emisoras de radio y TV. Que seduzca a las mujeres más famosas, y gaste con ella fortunas enteras–– cuenta Rosa que insistía, cada vez más seductor e irresistible, el Diablo.

—No, no, perdóneme señor, pero de veras que no se lo puedo aceptar— le dijo de pronto Pérez, con toda la cautela y el respeto, él justamente, que nunca parecía tenerle miedo a nadie ni a nada. —¿Digame Pérez, acaso a Ud. le gusta sufrir como a un pelotudo?¿es un perdedor nato?— le preguntó el diablo al camorrero en el exacto momento en que se le volaban de la mesa con un raro viento repentino todos los dados, y flotaban en el aire como si fueran de papel, a la altura de los ojos, y todo tan de sopetón que ni tuvo tiempo de sorprenderse porque el extraño le supiera el apellido, según cuenta mi tía Rosa.

No señor, la verdad es que lo que más me gusta es pasar el tiempo nomás— le contestó, educado y respetuoso hasta por demás, Pérez al diablo, siempre según Rosa.

—¡Usted es un boludo completo, Pérez!, lamento decírselo así, ¡carajo!— le espetó Mandinga al camorrero, levantándole la voz. —Pero, bueno, perdóneme si lo molesto— concluyó el demonio, bajando el tono de la voz y moderando la ironía. —Al final, su alma o cualquier otra, me da lo mismo— dice mi tía que un par de temblores leves se sucedieron, desparramando por el piso de madera los dados y naipes de algunos aterrados timberos, haciendo saltar todos los vasos del mostrador.

—Pérez se sintió picado por el orgullo y le subió como un calor, una bronca súbita, y no pudo resistirse a la tentación de desafiarlo al diablo, y si le fuera posible, de tratar de vencerlo al Mandinga— sigue su cuento mi tía. —¿Me permite, señor?— se juega por fin el camorrero Pérez, perdiéndole el miedo, pero manteniendo la deferencia anterior. —Mire, de veras se lo digo, vuélvase al lugar de donde vino, por favor; por estos lados, o por lo menos conmigo, señor, Ud. no va a lograr nada.

El demonio lo miró de arriba para abajo, por el rabillo del ojo, por debajo del alero del chambergo, como midiéndolo con arrogancia: —Te olvidás con quién hablás, Pérez. Soy un general de la patria, de los de antes, un Diablo, un arauto de las mejores tradiciones patrias, ¡carajo!, la reserva moral de la Nación, un vencedor, en suma; ¡y siempre consigo tuito lo que me propongo!— cuenta mi tía Rosa que tronó ronca la voz del Mandinga, estremeciendo de pavor a los pocos parroquianos que todavía quedaban en el boliche hasta esa hora, y levantando un viento sudeste helado, en pleno verano, que desparramó otra vez todos los naipes de las mesas e hizo tiritar los vasos.

Vea, señor— cuenta Rosa que le salía la voz medio desafinada, y casi temblorosa a Pérez. —Por lo poco que sé de Ud, supongo que lo que le interesa es poder comprar, o arruinar un alma que sea de veras limpia. Por acá, en éstos parajes por lo menos, la verdad sea dicha, hay muy pocas así; todos fracasados y resentidos. Además, señor, este barrio es conocido como el de la yeta puta. Por estos lados de Ramos Mejía, señor, todo sale mal, muy mal; el loteo es un barrio enyetado— insistía, y casi le imploraba al diablo para que se fuera y lo dejase en paz, el camorrero Pérez.

—Mirá viejo, vamos a hacer una apuesta y un trato— lo agarró por las solapas a Pérez, lo levantó a un metro del suelo, y otra vez los dados empezaron a flotar, a la altura de la nariz del camorrero; pero el Diablo bajó de golpe la voz y silabeó muy lento y bajo, como masticando cada palabra, según me cuenta ahora mi tía Rosa: —Si por una de esas casualidades yo agarro un alma en este barrio de mierda antes del alba, me voy a llevar también la tuya, te lo juro. Pero si pierdo, yo voy a darte a vos lo que se te antoje, lo que se te dé la real gana— tronó la voz del Demonio.

Pérez tardó en contestarle— cuenta mi tía. Mientras pensaba, lo más rápido que la sorpresa y el miedo le permitían, y como para darse tiempo, fue juntando los dados y las cartas desparramadas sobre la mesa sucia. —Al final, Pérez se repuso del susto y le contestó al Supay, levantándose muy despacio— sigue Rosa.

Yo no debería aceptarle lo que está ofreciéndome, señor. Pero soy pobre, y me estoy volviendo viejo; ando lleno de deudas, la jubilación es parca, y por eso le agradezco su generosa propuesta. Claro que, si no se me ofende, voy a tener que ir con Ud. para estar seguro de que no me meta la mula, ¿no?— cerró su pacto con el diablo, y el camorrero Pérez le extendió la mano, proponiéndole tímido un apretón que el Malo ignoró olímpicamente, según me cuenta Rosa.

Había pocos testigos trasnochados andando por el pueblo en aquel extraño inicio de madrugada helada de diciembre. Dicen que Pérez y el milico Mandinga salieron del boliche de la Vieja Ramos Mejía, y se perdieron en la vereda oscura. Estuvieron rondando durante media hora por bajo los plátanos y eucaliptos de la plaza desierta, en medio del revolotear de hojas ocres, más propias del otoño que de las vísperas de la Navidad, y de un intenso hedor a azufre. Al llegar a la avenida se cruzaron con algunos muchachos de malvivir, borrachos, pendencieros y malhablados, que el Demonio ahuyentó con seis rugidos, porque esos chicos no le servían de nada, puesto que sus tristes almas ya estaban condenadas hacía rato, y el fuego eterno los esperaba en el infierno desde siempre.

Pérez no era ningún dechado de buenos modales, pero se sentía bastante incómodo. Es que el Mandinga iba haciendo, durante el largo paseo de su cacería de almas, todo tipo de maldades “para amenizar el frío”, según le dijo al camorrero. Al pasar por la calle Brusque, por ejemplo, le arrancó de un manotazo la boina a un pobre lisiado, y se la incineró con el fuego azulado que soltó por la nariz. En Rivadavia y Blumenau cruzó un gatito que trató en vano de correr, pero el diablo fue más rápido y le dio un feroz puntapié. Y a cada tanto, sólo para aumentarle el pavor a Pérez, rompía a cantar una especie de pregón, o letanía, con una voz dulce, extrañamente linda y profunda, de tenor:

—¡Atención! Quiero almitas tristes, ánimas en pena, almas desoladas, espíritus confundidos, almas de chancho, angelitos, pervertidos, malvados, malditos. ¿Alguien me vende el almaaaa?— abría los bronquios y soltaba el verbo Mandinga, mientras el dulzor de su voz de ópera se mezclaba, contradictorio, con el olor fuerte a azufre, fundiéndole los pensamientos y perturbándolo aún más al pendenciero Pérez, según cuenta mi tía.

Se fueron caminando hacia el centro de la Capital, por Rivadavia, a lo largo de las vías, y se toparon con una chica, pobre, humilde y hermosa— dice Rosa y se perturba. —Fijesé, observe bien Pérez— le dijo de pronto, sonriendo con malicia el Mandinga, según me cuenta mi tía, con un cierto rubor repentino que no entendí de inmediato; mientras, el ropero con su amplia luna reflejaba mi figura, ¡pero no la de Rosa!

Mirá, te voy a enseñar cómo se trata a una mujer: me parece que a ésta se le nota que no come bien hace días; tiene frío y  parece ser muy pobre. Y aunque vos no lo creas, Pérez, no va a resistirse a la atracción del uniforme, de las medallas y a la lujuria del poder; la voy a enamorar y ésta va a ser su noche de debut en el amor y las voluptuosidades de la carne— susurra cada vez más bajo Rosa, mi tía de Ramos Mejía, sin levantar la mirada de tanta vergüenza, y una leve, casi imperceptible nube azulada, y un olor acre se arrastran por entre las tablas de roble del viejo caserón de mi tía. Mientras tanto, veo que en las veredas de la Cañada y el Paseo Sobremonte ya empiezan a llegar las columnas de obreros del SMATA, de los empleados públicos y de Luz y Fuerza.

Bueno don, pero no se olvide que en este barrio enyetado todo cuidado es poco, porque las cosas nunca salen como uno quiere— le contestó Pérez al Mandinga que, sin darle mucha atención, se alejó, dejándolo al asustado camorrero en una parada de ómnibus, mientras se le presentaba a la chica. Después se metieron en un hotelito barato y oscuro, atrás de una verja de madera— sigue contando mi tía, muerta de vergüenza por los detalles escabrosos del relato, calienta otra vez el agua de la pava para cebar el mate dulce de la tarde, y veo que le brillan colores extraños en los ojos, perdida en los recuerdos del pasado. Y a los grupos de manifestantes del gremio mecánico y de los electricistas de Córdoba se suman ahora centenas de estudiantes, que cubren todo el Paseo Sobremonte, se suben a los bancos, arrancan carteles y maderas de las obras, arman barricadas y encienden fogatas.

—Estee, me llamo Flor— le dijo la chica al diablo y al Mandinga le brillaron los ojitos crueles. —Soy nueva en el barrio, llegué hace poco a Buenos Aires, y la verdad es que estoy muy asustada— se ruboriza y baja los ojos para esconder el brillo raro que le asoma en la mirada, mi tía Rosa. Y veo por la ventana del sanatorio que las columnas de obreros y estudiantes se extienden por toda la Cañada y en el cruce de la Avenida Colón. Ya se oyen sirenas y disparos aislados, mientras van llegando los carros de asalto y la tropa de la policía provincial montada a caballo.

Después de pasar más de dos horas en el hotelito, la chica, más confiante, le dijo al Malo: —¿Vio?, ya no le tengo miedo, señor, ¿Ud. también es nuevo en el barrio?—. Por fin salieron, de la mano, y el diablo quiso pagarle, cuenta avergonzada Rosa, una lágrima se le asoma mientras los ojos brillan con extraños reflejos tornazulados. Y un grupo de más de sesenta manifestantes cercan a los policías de un carro de asalto en frente a la Xerox, y entonces el oficial suelta las armas y empieza a cantar el Himno Nacional, y los obreros los aplauden y se unen todos en el homenaje patriota, emotivo e ingenuo.

—Fantástico, inolvidable, jovencita. Agarre toda esta plata, es suya, se la merece— le dijo Satanás, y le pasó a la niña una pila de dinero de todas las épocas: australes, pesos nuevos, reales, y hasta patacones brasileños del siglo XIX, en un atado como los del indio Patoruzú en las historietas antiguas. Mientras, por mi ventana del sanatorio veo que los grupos densos de estudiantes empiezan a dispersarse de golpe. Los carros de asalto salen de escena, o quedan abandonados, sin policías; y más de cuarenta columnas de humo negro se levantan por todo lo ancho de la ciudad de Córdoba.

Pero, no, gracias, no quiero plata, no. Hice el amor con Ud. por afecto, o por pena, sinceramente, de corazón, se lo juro por Dios— le contestó la niña, haciéndose la señal de la cruz en la frente y en los labios. El Diablo puteó con rabia, soltó una llamarada por la nariz, pateó una baldosa, y con paso indignado y una mirada furibunda se le acercó a Pérez:

—¡Vamos, apurate que es tarde, che!— pasó a tutearlo, de sopetón, sin ninguna elegancia ni motivos aparentes, con un hedor de fondo, mientras el azul del azufre se mezclaba, repulsivo, con la neblina remanente en los cordones de las veredas. Y a las cinco en punto de la tarde, como en la poesía de García Lorca, las tropas del ejército reemplazan a la derrotada policía de la provincia, y el Cordobazo se vuelve un hecho nacional. Viéndolo todo por detrás de las cortinas del sanatorio, me doy cuenta que en mayo de 1969 la insurrección cordobesa era mucho más radical de lo que había sido, un año atrás, el mayo francés. Y sabía también que la ventana de mi cuarto de enfermo sólo me dejaba ver un recuadro estrecho de la historia, un suceso, sin embargo, que iría a cambiar mi vida y la de todo el país.

El Malo y su compañero forzado, Pérez, se fueron rápido, casi al trote, hasta el centro. Anduvieron por la librería nueva de El Ateneo, se sentaron a comer, y el milico Mandinga engulló, desaforado, desmedido y sin pudor, tres bifes de chorizo con papas fritas en Il Gato de la Corrientes, casi en frente al Obelisco.

Pararon en la cartelera del teatro donde pasaban El champán las deja Mimosas; y se detuvieron unos quince minutos en la vereda del Broadway para ver a las mujeres que salían del show, cansadas y temblando de frío, medio desnudas debajo de sus tapados, aguantando las fotos impertinentes de los celulares de los chicos, cadetes y estudiantes secundarios. Y el camorrero se moría de vergüenza porque el Diablo daba sonoras risotadas, y aplaudía con estruendo, y los transeúntes se paraban para mirarlos con sorna. Al llegar a Callao, un grupo de alumnos de la cátedra de Teología de la Católica les explicó que lo que se llama culpa en realidad no existe, y que el Satanás real es el que cada uno de nosotros carga en la mente y el corazón— se acuerda mi amigo el Caballo, que ya se interesaba por el psicoanálisis, que había oído a mi tía Rosa contarle al Pelado Rafael.

Y las salamancas, que sí existen, son las cuevas de entrada al infierno personal de cada uno, a sus recuerdos escabrosos, a sus amores mal resueltos; son la entrada a la tentación de volver hacia atrás y arreglar el pasado, haciendo pactos con dios o con el diablo— le agrega el Pelado, según cuenta Rosa.

Leia mais em "Crónicas de Utopías y Amores, de Demonios y Héroes de la Patria" (JV, 2006)

sábado, 16 de julho de 2011

Os ETs e o ouro que nos deixaram, sem querer





Don Rodrigo:
Al conocer sus tesoros
despertó mi idea fija
y al final cambiamos oro
por baratijas.
Narrador:
¡Oro por baratijas! ¡qué abuso! ¡qué trueque tan desigual!
después del canje don Rodrigo guardó en un cofre
lo que había obtenido: montañas... de baratijas.
Don Rodrigo:
¡Tramposos! ¡Aprovechadores! ¡devolved el oro!
Nativos:
¡Minga! ¡Minga!           
(Cantata del Adelantado D. Rodrigo Díaz de Carreras, Les Luthiers)



Paris era uma festa!, e Madri, uma graça


Tem quem pense que se trata de outra das minhas histórias, uma crônica inverossímil dessas que às vezes gosto de escrevinhar.


Os amigos que não souberam dos fatos na época, até pensam que são mentiras deslavadas, apenas para chamar a atenção deles ou diverti-los um pouco—se queixa meu amigo o livreiro.
Mas não, juro que é a mais pura verdade— insiste.


O livreriro me conta que aconteceu quase onze anos atrás. —Nós já conhecíamos os espanhóis e, tirando um o outro episódio surrealista, a relação era até boa— diz. 
Conta que eram jovens e mais ingênuos; achavam que desde a meseta central -lá na altiva Ibéria- podiam até curtir alguma simpatia sincera pelos empreendedores sul-americanos.

Engano nosso: fidelidade sim, afeto pouco, amor nada— me confessa Anibal.


—-Mas enquanto a relação comercial ficou só com os da península, num clima de muitas transações alfandegárias, viagens de montão, e com uma moeda brasileira mais forte que a peseta- o simulacro de amizade corria solto— segue a história o meu amigo.


Ao final das contas, nós éramos pioneiros, desbravadores, abrindo caminhos ignorados até então pelo Grupo. Grupo, groupe? O que é isso? O que era isso que tanto soava e se parecia com engrupir?— me olha com perplexidade meu amigo. 
Sei lá, alguma confraria ignota e exótica, algo além dos Pirineus que em nada poderia afetar a amizade, o grande afeto, o quase amor entre brasileiros-argentinos e espanhóis, tão longe dos galos, tão perto de Deus—. 

Vamos, conta o livreiro, e dá-lhe a vender muitos livros, e ficar cada dia mais amigos, mais afetuosos, quase amantes corporativos. Corporativos? —Mais que corporação se o nosso corpinho era tão pequeno, tão latino-americanamente esquálido, tão sudacamente frágil?— ri o livreiro só de lembrar.


E de repente, pra lá dos Pirineus as nuvens começaram a ficar escuras, e o apetite dos galos ficou voraz: integra-te ou te devoro
—Não, obrigado. Não desejo me integrar. 
Groupe c'est le groupe, c'est la vie: y ya pá dentro y sin piar. 
—Ok, tá, vamos pra dentro do grupo, e o que é groupe mesmo? 
Nada, nada, só pequenas formalidades, tudo vai continuar igual, nós amigos: espanhóis e sudacas somos e seremos sempre um só coração; e eles, os gauleses à parte.


E de repente, como nas poesias de Neruda, bombas: um galinho (isto é, um galo pequeno, um gaulês baixinho) ruivo e branco como a coalhada desembarca assim, do nada, como quem não quer. 

Já conviveram com um ET alguma vez?— pergunta meu amigo, o livreiro. A sensação é semelhante: formas parecidas às dos humanos, uma língua quase igual, fácil de ser entendida e se fazer compreender. Mas algo não funciona: as piadas que eu acho engraçadas, o ET gaulês não entende. 
Enquanto isso, ele morre de rir de coisas que a mim me causam dor, insegurança, tristeza, ou apreensão.


Sei lá, deve ser coisa de caipira: ETs e sudacas somos todos iguais, né? Mas, ao final das contas e pelo menos, sempre seremos amigos dos da meseta central, não é? Os ibéricos são legaizinhos, né? 
E isso é bom, reconforta: eles, que saíram há três décadas da ditadura, da fome e do desarraigo da emigração já não se lembram, não sabem o que é inflação, dívida externa, crise social, governo petista, e essas coisas cafonas de sudaca mal adaptado ao mundo moderno. Eles podem até ter vindo junto a outros milhares, expulsos pela fome e o desemprego, mas agora são Primeiro Mundo. Uma democracia "à francesa", assim ordenada, organizada e progressista, onde cada pobre sabe qual é o seu lugar. 
Mas, sobretudo, isso sim, os ibéricos se põem em paridade com aqueles galos esquisitos de além dos Pirineus e eles, que falam a nossa mesma língua, se sentem bem à vontade, e até nos fazem sentir bem seguros no âmbito europeu: somos do Primeiro Mundo!! Mesmo que daqui a dez anos a bolha estoure, o desemprego vá para 40% entre os jovens e os velhos tenham que pegar a picareta e a pá até os 70 anos para sustentar a europeidade.


Bom, mas nós não nos deslumbramos— diz me amigo o livreiro e muda o tom. Europa é linda, Madri uma graça, Paris uma festa que nem se fala. Mas o capitalismo voraz é tão deselegante lá como na terra do Bush; e tão nefasto quanto as selvagerias das oligarquias sudacas. 

Nós não nos deslumbramos e nos preparamos. Enquanto na Argentina os estilhaços da política de um senhor, carnalmente unido ao capital e às ordens vindas do extremo norte afundava o país, no Brasil as propostas mais realistas dos socialdemocratas e dos socialistas da estrela vermelha -que assustavam aos gauleses e castelhanos- já começavam a dar frutos suculentos de prosperidade e estabilidade.


E de repente as bombas: como pode ser que se o Euro antes custava dois Reais e agora custa quatro, vocês decidam comprar a metade do que compravam antes? 
Bom, nas aulas de matemática, anos atrás eu aprendi que, se meu dinheirinho de sudaca agora vale metade do que valia antes, dificilmente vou poder comprar mais da metade do que costumava comprar. Fácil de entender, não?—.

—Não, não quero entender! Quero que comprem igual que antes, no mínimo!

—Não posso, desculpe, mas não dá pra fazer milagre.


Chega, a amizade acabou!— ecoavam por trás dos Pirineus os brados indignados -não, não essa Indignação de agora, não; outra, de signo inverso: vender, vender e cair fora rápido antes que cheguem ao Brasil os bárbaros barbados (Lula?, a estrela do socialismo que vai trazer desenvolvimento e estabilidade sem assustar demasiado ao grande capital?)
—Sim, esses mesmos barbudos. —Mas eu me assusto e quero ir embora, voltar para segurança do Euro e da democracia gaulesa. Quero vender!! Vão comprar??

—Não, obrigado, merci monsieur, no gracias, che loco, não queremos comprar nada não, assim estamos bem.

—Cooooomo assim? Não querem comprar? Que ousadia é essa? Vão perder tudo, seus subdesenvolvidos; ou compram agora, já!, ou quebramos vocês!!


E por trás das vozes gaulesas, que tristeza!, um certo sotaque da meseta central, um estranho e infiel acento castelhano. 
Vamos, alé, alé, pra fora do nosso Groupe! Já!—. E assim terminou tudo.


Mas não foi sem graça nem paradas cômicas; pelo contrário: o ET-gaulês experimentando comida japonesa no bairro da Liberdade à sua chegada em São Paulo, por exemplo, foi digno de ser visto: achou que a raiz forte fosse uma frutinha, e mandou fundo goela abaixo, ficando vermelho, verde cor raiz forte, lilás e alaranjado, tudo numa sequência rápida e fantástica. 
A mulher e a filha riam sem parar, enquanto nós, os sudacas, mais acostumados à solidariedade e à compaixão, nos desesperávamos de ver o gaulês-ET se afogando, esgoelando, esticando o biquinho para colher o máximo de ar possível, bebendo quantas coca-colas e águas havia à mesa. 

E semanas depois -quando o Big-Boss, gaulês também, mas passado por Harvard, se preparava para cortar o branco e avermelhado pescoçinho do ET- chegando de surpresa a São Paulo para avaliar como estava indo a recente aquisição do group, o ET não tem melhor ideia que convidar todo mundo, chefão, castelhanos e sudacas, a uma graciosa velada em casa, bem tarde, quando o fragor da vida corporativa poderia começar a dar uma trégua breve aos corpinhos dos humanos que lutam e se digladiam a favor de um Real que já não consegue comprar tudo o que o poderoso Euro quer vender-lhe. 
A velada vai bem, obrigado, até que a esposa do ET –ela não-gaulesa, africana das colônias- começa a rir à toa, do além, sem que nada justifique o ataque de hilaridade; o chefão olha pro Etezinho, como que exigindo uma explicação; celtiberos e ameríndios entrecruzam olhares assustados, risadinhas maldosas e mal contidas...ao final das contas seguimos sendo aliados, não é não, chefa? Nada, a mulher do ET-gaulezinho não pára de rir, racha o bico, e o Etezinho mais vermelho, mais verde que raiz forte, sua, sorri amarelo, tosse e tenta se desculpar misturando o francês, o inglês e o espanhol numa explicação insólita, que ninguém entende nem quer entender. E por fim convida: vamos nos sentar na sala? São quase 23:45 e o Big-Boss olha com fina e galaica ironia o relógio e diz: não vai querer tocar piano, não é? Sinal de que a velada tinha acabado.


Bom é lembrar que, horas antes disto tudo, em meio ao fragor das lides corporativas, o ET tinha querido entrar no carro da diretora que, é lógico, só podia levar o Big-Boss no banco da carona, deixando o humilde banco traseiro para o Etezinho. A má sorte do pequeno galo fez com que deixasse esquecida sua minúscula mãozinha branca bem na hora em que o grande chefão batia com ímpeto gaulês a enorme porta –também gaulesa- do Berlingó corporativo.


Coitado, a vida das grandes corporações, sobre tudo quando os grands groupes engolem as pequenas empresinhas familiares brasileiras, não é para qualquer Etezinho frágil. O pequeno etezinho galo logo fica doente, e é chamado de volta para a beleza parisina e defenestrado sem dor. E em seguida, como num pesadelo galaico-peninsular, a lo Un chien andalou, segue a sequência de palestras, balancetes, edições, vendas e reuniões sem fim, que se misturam a mais reuniões, balancetes, vendas, edições e palestras, numa voragine sem limite: vender é mais importante que editar, balancetes mais importantes ainda que as palestras, e as reuniões importantíssimas, mais urgentes que todo o anterior. 
E assim, aos poucos, o mundo vira de ponta cabeça, até que chegamos no final antes relatado: os gauleses querem vender logo e cair fora; vocês comprariam? —Não obrigado. —Então caiam fora! Rocambolesque.


Bom, mas fazendo os balanços necessários depois de oito longos, felizes e produtivos anos -sem gauleses, ETs, nem amigos que pareciam que eram, mas não eram- nada foi tão trágico assim, e sim bastante cômico, tanto quanto os pequenos lances acima detalhados. 

Casamento é bom enquanto dura, mas casório por interesse é melhor quando termina em divorcio. 
E não posso deixar de lembrar com carinho os índios da Cantata del Adelantado D. Rodrigo Díaz de Carreras, de Les Luthiers: índios malvados, devolvam o ouro e peguem os seus espelhinhos, espejuelos y baratijas, que o roteiro era outro: nós, conquistadores é que deveríamos sair ganhando, e não com as mãos abanando.


O ET coitadinho, não estava só; todos eram extra-terrestres, fora do seu hábitat europeu, acostumados a ganhar sempre, como nas antigas colônias na África. Pobres, sofrendo em seus países agora, dez anos depois, as mesmas malezas que os sudacas padecíamos por aqueles anos. 
Mas erraram ao pensar que nestas terras tudo seria fácil. Não é, a América segue exigindo trabalho duro, honesto, sem trapaças. 
Terra rica em que semeando, honestamente, tudo floresce. Vivendo e aprendendo. Nunca entenderam o Brasil: tentaram levar o ouro, mas o ouro da experiência que nos deixaram foi mais rico, mais valioso. E até que foi divertido. Obrigado! Obrigados, ETs!

JV. São Paulo, feveriro de 2012.

quarta-feira, 13 de julho de 2011

Juan Gómez y Los catorce de la fama en la guerra de Arauco




capítulo treinta y dos

Ahora ya la línea de pensamiento de mi viejo en sus manuscritos de los “Laprida” abandonó casi por completo el recorrido histórico o el análisis político y social para meterse de cabeza en la ficción, en relatos cada vez más mágicos. O tal vez, y pensándolo mejor, lo que hace es romantizar un poco más la Historia, agregándole los valores universales del amor y de la entrega personal, con todos los matices mágicos e irreales de una pasión no correspondida:

São Paulo, 2 de enero de 1982


“A Victoriano le gustaban mis cuentos; pero nunca le hice saber que tal vez querría ser un escritor, ni lo dejé saber que quería largar la arquitectura; no me lo hubiera perdonado porque, en el fondo, el viejo era una especie de ingeniero frustrado, un maestro de grandes obras que podía proyectar las más fantásticas construcciones civiles, diques, carreteras, o hacer cálculos de peso, palancas, poleas, roldanas capaces de mover toneladas de tierra o piedras, y levantar una represa con el mínimo de gastos posible. Otro admirador familiar del viejo era Raúl, que era chico cuando el abuelo murió; Raúl, que es actor y director de teatro, lo admiraba tanto que, hasta el día de hoy, es capaz de crear personajes basados en la personalidad controvertida de Victoriano Unzaga.


Raúl, el hermano menor de Muñeca, llegó al sanatorio al caer la tarde; o por lo menos a mí me parecía que la habitación ya estaba casi a oscuras hacía tiempo, y sólo entraba la luz difusa y oblicua desde el corredor a mi derecha. Raquel y Graciela charlaban en voz baja, y la visita de mi primo las hizo ponerse más alegres, y de a poco empezaron a reírse como no las oía hacerlo desde hacía varias semanas.

––¿Conocen la historia de la guerra de Arauco, en los años de 1540 en Chile?–– les preguntó. Mis dos hermanas viven en la Patagonia, y conocen muchos chilenos que no podrían haber dejado de hablarles de sus hechos patrióticos, y la historia de la Araucana es algo que ellas debían conocer; pero no dijeron nada y se dispusieron a escuchar lo que Raúl les quería contar.


––Hace algunas noches vengo tratando de escribir este relato, después de haber leído “Inés, ¡alma mía!” de Isabel Allende, que compré el mes pasado en un viaje relámpago a Buenos Aires. ¡A ver si les gusta!–– dice mi primo.


La voz de Raúl se vuelve teatral cuando empieza a contarnos la gesta de Juan Gómez; al parecer, convencido por Graciela y el médico de la guardia nocturna, que dicen que yo no estoy muerto ni padezco de un coma profundo, ya se dio cuenta que puedo oir su relato, y me da la impresión de que está tratando de llegar muy al fondo de mi conciencia con cada frase de su historia de Juan Gómez:


“––¡No me voy a bañar todos los días como los salvajes!...¡no soy indio para meterme en el agua de los ríos y del mar, no!–– murmuraba en delirio Juan Gómez mientras, por ironías de la vida, yacía con su cuerpo semisumergido en las aguas pantanosas de una triste laguna al sur del Bío-Bío. Caía la noche y las heridas en las piernas y los brazos le ardían. Ni la fiebre, ni el dolor atroz provocado por las flechas y las chuzas, ni el frío del agua casi escarchada, ni el miedo a resbalarse hasta el fondo de la ciénaga que antes ya había engullido a algunos de sus camaradas, eran tan fuertes como el terror de estar solo y desarmado, a merced de los mapuche, organizados por Lautaro en disciplinados pelotones y batallones, vestidos con gruesas armaduras y cascos de cuero, montados encima de bien adiestrados caballos.

––El terror se le volvía pánico a Juan al notar que, a menos de diez metros de la laguna, y a medida que las sombras se pintaban de un negro azabache, más claro se oían los pasos lentos de la tropa de Lautaro, medidos con cautela, más parecidos a los de pumas en acecho que a los de hombres, buscando a los soldados españoles escapados de la masacre del fuerte–– cuenta Raúl.

La armadura, una coraza de hierro casi cruda, forjada por las manos y el fuego del fraile que después sería obispo de Santiago, le rayaba la piel, torturada por la fricción constante en las largas horas de batallas. Y es que la pobreza extrema de la conquista de Chile les había quitado hasta las últimas prendas de algodón o de lana, cosidas y remendadas decenas de veces. Y qué decir de las heridas en carne viva, expuestas ahora a las lodosas aguas del pantano.


––Don Pedro de Valdivia había ido hacia el sur con la tropa a combatir al cacique Michimalonco, dejando 55 españoles en Santiago, entre ellos el capitán Juan Gómez–– dice mi primo. En septiembre de 1541 la ciudad fue arrasada por los indios, que finalmente se retiraron al ver que sus caciques habían muerto. Inés de Suárez, sirvienta primero y después mujer de don Pedro de Valdivia, cortó la cabeza de los caciques y se las mostró a los indios que decidieron retirarse. La ciudad de Santiago fue siendo reconstruida muy de a poco.

––Tres pasos largos, muy lentos; luego un cuarto paso, a menos de doce metros, según podía calcular. Con la certeza de que el guerrero que se acercaba no lo había visto todavía, y sintiéndose protegido por las sombras de la noche sin luna ni estrellas, Juan estiró el brazo que le sobraba afuera del lodo y arrancó con sumo cuidado una paja larga, una tacuarita hueca, que se metió en la boca antes de esconder la cabeza atrás de unos yuyos ralos, y zambullirse hasta los ojos, dentro del barro–– sigue el relato.


Casi veinte horas antes, todavía en el fuerte Puren, el comandante Alonso Corona había comprendido que el alzamiento mapuche era de suma gravedad, y había pedido más refuerzos a Santiago. ––En los días tensos que precedieron a la tragedia, había llegado a Puren, viajando desde Concepción y con el peregrino propósito de enriquecerse buscando oro, don Juan Gómez de Almagro, y Corona le había ofrecido, sin más ni menos, el mando del fuerte–– teatraliza con gestos amplios y voz empostada, Raúl. 

Don Pedro de Valdivia siempre lo mandaba como adelantado al capitán Juan Gómez en las primeras corredurías que hacían hacia al sur de Santiago para ir allanando y calmando la tierra, cuenta Raúl. Era la Guerra de Arauco, la Araucania, que durante tres siglos enfrentó a los mapuche, dueños de la tierra, con los conquistadores españoles, y luego con los gobernantes chilenos. ––Juan Gómez fue el primero que derrotó a los indios y al cacique que asaltó el primer fuerte de Nabalquevi, a siete leguas de la ciudad de Santiago, atrayendo después a los indios del lugar a la servidumbre de los españoles, pasando con ello grandes penalidades y hambre por servir a Su Majestad–– dice mi primo.


Algunos días después de la llegada de Juan, se presentó un indio. En realidad, aunque parecía más un yanacona que un mapuche, era un nativo chileno; y además, uno de los tantos espías de Lautaro, como el mismo jefe mapuche lo había sido en casa de Valdivia. El indio, después de observar en detalle las defensas del fuerte, fue descubierto y capturado; con malicia les informó a los españoles, que creyeron que la confesión era fruto de la tortura, que el fuerte de Puren sería atacado.


––De hecho, la información se verificó, y culminó en un desenlace bélico fulminante, el 14 de diciembre de 1553. En ése dia, centenares de mapuches, que los españoles prefirieron imaginar más tarde que habían sido miles, se lanzaron sobre la plaza fuerte, y fueron rechazados por cargas de las tropas a caballo al mando de Gómez de Almagro–– continúa la historia.


Vuelven a la carga los españoles algunas horas después, obligándolos a huir a los mapuches en completo desorden. Pensando los conquistadores haber obtenido una contundente victoria, sin tardar y como era de rigor, se la comunicaron al jefe de la conquista de Chile, Valdivia. Este, que se encontraba en Quilacoya, de inmediato le ordenó a Gómez de Almagro que marchara para encontrarlo en Tucapel el 25 de diciembre, para reconstruir el fortín que había sido incendiado.


––Pero el genio militar de Lautaro ya había previsto otro final, fatal e irremediable, para Juan Gómez y su jefe. Al capturar a otro indio espía y después de aplicarle los tormentos de rigor, supo Juan Gómez que Puren sería nuevamente atacado por miles de guerreros de la nación mapuche–– dice Raúl. Le bastó a Juan mirar al horizonte hacia los cuatro puntos cardinales para ver, amenazantes, las grandes polvaredas que confirmaban lo que le decía el prisionero. Pero la orden dada por Valdivia desde Quilacoya debía ser cumplida; y Juan Gómez, después de dejar una guarnición de españoles no muy bien armados y un grupo de indios yanaconas, juntó el pequeno destacamento de 13 jinetes y marcharon hacia Tucapel. Ni bien llegaron se dieron cuenta de que habían viajado apenas para ser testigos de la derrota sufrida por sus compatriotas, en la cual fue muerto cruelmente el mismísimo conquistador de Chile, Pedro de Valdivia.


––Desolado por el tremendo dolor de la derrota, decidió Juan Gómez descansar en las ruinas del fuerte de Tucapel. Pero ni siquiera llegaron sus soldados a apearse, porque desde los cuatro vientos aparecieron sendos escuadrones de lanceros mapuches. La larga batalla fue desigual y desesperada, y duró hasta caer la noche. Por fin, las sombras les permitieron a Juan y sus 13 jinetes huir por milagro, y dirigirse de vuelta hacia Puren, pero murieron en el camino la gran mayoría de los soldados–– dice.


Al final, como lo han comprobado los largos años de Guerra del Arauco, la astucia mapuche y el genio militar de su jefe, Lautaro, eran la contraparte de la persistencia y el tesón de los conquistadores ibéricos. En esa batalla de equivalentes ingenios enfrentados, la que les tocó vivir entre Tucapel y Peruen, quién salió vencedor fue Juan al salvar la propia vida por un pelo, medio desnudo, semicongelado en las escarchas del pantano, y con una cañita de tacuara en la boca febril, para respirar mientras le encogía el cuerpo a las chuzas mapuches. Juan Gómez de Almagro, que es conocido como el godo que salvó su vida gracias a que los indios le perdieron el rastro después de matarle el caballo.


––En diciembre de 1553 después del combate en Purén, el capitán Juan Gómez recibió una carta de Pedro de Valdivia pidiéndole que se juntasen en el fuerte de Tucapel. El capitán Juan Gómez de Almagro salió con catorce jinetes (algunos dicen que eran trece y catorce con el jefe) hacia Tucapel para reunirse con el gobernador Valdivia, dejando al resto en el fuerte de Purén, a cargo de don Pedro de Avendaño. Al llegar a los llanos de Tucapel vio que el día anterior, el 25 de diciembre de 1553, los indios habían matado a don Pedro de Valdivia y a los cuarenta hombres que iban con él, en una emboscada armada por el indio Lautaro. A Juan Gómez lo pillaron de sorpresa al amanecer los mismos que habían matado al gobernador, agrandados por la victoria sobre Valdivia; eran muchos, y luchó con ellos en los llanos de Tucapel desde el amanecer hasta después de mediodía; viendo que no podían llegar al fuerte y que ya habían matado varios españoles, empezaron la retirada hacia Purén, a seis leguas con un camino pleno de cuestas, ciénagas con tierras movedizas, arroyos y sendas muy apretadas y riesgosas, y recorrieron todo el camino luchando contra los indios que los siguieron hasta la cuesta de Elicura, en el valle de los Mapuche, a una legua del fuerte de Tucapel–– cuenta Raúl .

––Son hostigados por flecheros desde las ramas de los grandes árboles a la vera del sendero, desde los flancos de la cordillera por honderos, mientras desde las alturas de las cuestas empinadas les largaban rocas enormes, poniendo la vida de los españoles en grave riesgo. Allí los indios cercaron y mataron seis españoles y sus caballos, que ya estaban muy cansados. Juan Gómez, mal herido, se defendía a pie, porque le habían matado el caballo también, hasta que cayó la tarde, se metió en los matorrales donde estuvo toda la noche, tratando de volver al fuerte de Purén. Y gracias a la valentía y ánimo del capitán en acaudillar a sus hombres, pudieron escaparse el resto de los soldados, en la gesta memorable digna y merecedora de una gran merced por parte de Su Majestad el Rey–– dice Raúl que leyó en los archivos de AGI, Justicia, Autos fiscales de Lima. Pleito de Juan Gómez de Almagro.


––Juan fue hallado en el campo, malherido y desnudo, y al ser llevado a Puren, en su dramático retorno pudo llegar a ver a decenas de mujeres, ancianos y niños de la nación mapuche que aún movían gajos y refregaban gozosamente ramas contra el suelo, levantando una gran polvareda. ¡Los mapuches habían logrado engañar a los españoles, llevándolos a pensar con un simple ardid, que aquella nube de polvo era producida por los míticos 30 mil guerreros que asaltarían el fuerte de Puren para la Navidad! El truco ingenioso de los indios les impidió a los conquistadores auxiliar al jefe Pedro de Valdivia que luchaba solitario en Tucapel–– cuenta Raúl. ––Juan salvó su vida pero no pudo ayudar al jefe; aunque su proeza lo puso en la historia, junto con sus soldados muertos, “Los 14 de la Fama”–– completó Raúl su relato, y Graciela y Raquel lo festejaron con ruidosos aplausos, hasta que llegó el médico de guardia y les pidió que no hicieran tanto ruido.

La tarde ya cierra en la ventana del sanatorio del Paseo Sobremonte en Córdoba, y pronto el cielo oscuro de nubes descarga una terrible tormenta eléctrica de lluvias torrenciales, y los vientos sacuden violentamente los gigantescos robles; y yo sigo en coma, con fiebre, delirando e imaginando que ruge el viento en la floresta al sur de Chile, en medio de los riachos, lo que permite a los españoles reagruparse brevemente y llevar al jefe Juan Gómez, mal herido, bajo un arbol de amplia copa.

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quinta-feira, 7 de julho de 2011

Anibal y el mendigo


Livro: RELATOS FANTÁSTICOSAníbal Cahabaza era un muchacho tímido, un poco feo y tal vez demasiado intelectual para su edad; la política le llamaba la atención y las disquisiciones ideológicas lo fascinaban, pero la época no era para fascinaciones, y sí para la acción, y Aníbal, definitivamente estaba más para la observación filosófica que para la “praxis”, la síntesis del pensamiento y sus teorías con la práctica.

Además, Aníbal tenía una novia, linda y estudiosa; y para empeorar las cosas, ella era rica, o por lo menos su padre lo era, y muy rico, y le había dicho a Aníbal que no tendría problema en darle la mano de su hija...el día que juntara veinte mil pesos y se los mostrara, al contado rabioso, y en dinero vivo.

Desanimado y rumiando amargos pensamientos, Aníbal se fue hasta la casa de Cacho Fuenzalida; Cacho, o Fredi, era un sorprendente pintor santiagueño de media edad, en cuyo taller Aníbal pasaba la mayor parte del tiempo en que no tenía prácticas en el Hospital de Clínicas y, a veces, antes de volver por la noche a la pensión de doña Manuelita.

Entrá nomás– le dijo Cacho, y le ofreció un lugar entre las pilas de libros y revistas de arte. –Estoy pintando en la otra sala, con modelo al vivo, si querés, acercate.

Aníbal hojeó unos cuentos de Oscar Wilde, los dejó sobre el sofá, pasó la vista por unas acuarelas antiguas de Cacho y se levantó; se sirvió un poco del mate cocido helado que el artista preparaba de a litros para sus modelos, y pasó a la sala principal del enorme tinglado en el que pintaba y vivía Cachito Fuenzalida.

Un mendigo viejo y harapiento se apoyaba cansado en un bastón que le recordó de inmediato el cayado bíblico de Abraham.

El viejo parecía agotado y Aníbal, muchacho pobre y sin perspectivas de recibir ni un peso más de sus padres hasta fin de mes, sacó su cartera y le dio al mendigo dos billetes de diez pesos. Fue un gesto impensado, espontáneo y bastante tonto, porque iba a costarle unas dos semanas de caminatas cuesta arriba, desde la pensión hasta el Clínicas, ya que no podría pagarse el ómnibus hasta que no le llegara el próximo cheque de sus viejos.

Aníbal no se quedó para escuchar las gracias del viejo mendigo, sino que salió enseguida de la sala principal del tinglado, agarró la hoja con la sección de cultura de “La Voz del Interior” del domingo anterior, que estaba sobre la mesita, y salió del atelier.

Cacho lo alcanzó cuando ya estaba a dos cuadras del estudio, en plena avenida Olmos, y lo invitó a comer unas empanadas en el boliche de la esquina de la calle Salta. Le contó que el mendigo había quedado muy feliz con él y que seguramente lo visitaría al día siguiente.

¡Qué! ¿Le contaste dónde vivo? ¿Por qué?– dijo Aníbal.

¿Y por qué no?– le contestó riéndose Cacho. – Le caíste muy bien, ché, y además le encantó la historia de tu novia y lo de los veinte mil que te pide tu futuro suegro.

¿Qué? ¿Estás loco Cachito? ¿En serio que le contaste todo sobre mi vida?– saltó Aníbal.

–¿Y por qué no?– repetía Cacho, risueño y dicharachero. –¿Sabés que ese mendigo, así como lo ves, es el tipo más rico de Córdoba?

Dicen que su familia vino del lejano Oriente, de Judea; otros dicen que es egipcio, pero lo que sí sé con seguridad, es que es muy rico; te puede comprar media Córdoba, ¡más!, media Patagonia si se le ocurre, como si fuera Patoruzú.

Al día siguiente Aníbal pensaba, meditabundo, mientras hacía unos círculos perezosos con el lápiz sobre la página abierta del diario “La Voz”, en la sección de avisos clasificados en los que buscaba un trabajo; tomaba lentamente su mate cocido sin azúcar, cuando doña Manuela le dijo que se acercara a la puerta, que un señor lo buscaba.

Mire don Aníbal– le dijo muy respetuosa doña Manuelita, mientras le extendía una tarjeta.

Sí, era el mendigo, sólo que esta vez no estaba andrajoso y sí muy bien vestido, casi como quien va a una fiesta, de saco azul marino, camisa blanca, corbata roja y pantalones grises que combinaban con los mocasines negros charolados; se bajó de un Rolls Royce plateado, y sin demasiados preámbulos le extendió un sobre, le dio la mano y se fue. Aníbal no podía creer lo que veían sus ojos: en el sobre, pulcramente escrito a máquina, su nombre, y un rápido garabato manuscrito: un regalo de bodas para una linda pareja.

Adentro del sobre, los veinte mil pesos en billetes nuevitos, limpios y hasta levemente perfumados. Era todo lo que Aníbal necesitaba para casarse con Marta.

En el dorso del sobre un sello negro, con caracteres egipcios y un mar de girasoles. En letras rojas carmesí un poco borroneadas, se podía leer un enigmático texto:

“El autor del Retrato de Dorian Grey, que detestaba el smog de Londres y soñaba con cuadros amarillos y anaranjados, también amaba los girasoles. En la cárcel conoció el desengaño y aprendió la clave de todos los códigos”.

Leia mais em Relatos Fantásticos (J.V. Editora Nacional, 2007)