Las premoniciones de Tina
Tina Unzaga se enderezó en la cama, se sentó a la orilla del colchón y respiró hondo; antes de ponerse las pantuflas pensó que la noche pasada había sido bastante extraña y llena de acontecimientos confusos. El Negro había llamado un par de veces pero ella estaba tan somnolienta que no se levantó a atender el teléfono; Raquel le había ocultado lo peor, el timbre también había sonado una vez; era la policía que decía haber encontrado el coche del Negro en un terreno baldío, y querían saber si él estaba bien, y dónde se encontraba.
Aunque el padre de Raquel y de Javier era tan despistado que un par de veces antes ya le habían robado el auto, y sólo se había dado cuenta cuando la policía se lo devolvía, días o hasta semanas más tarde . En ambas ocasiones había pensado que la grúa municipal lo hubiera guinchado por dejarlo mal estacionado, y como en aquellas ocasiones no tenía, de cualquier modo, dinero en efectivo para pagar las multas, se había olvidado del asunto, y de hecho sólo se recordaba de su coche cuando se lo devolvían; el Negro es del tipo de personas a quién no le hace falta nada que él considere superfluo o accesorio, y un vehículo está en esta categoría.
Pero lo que la perturbaba más a Tina no habían sido los timbres ni las llamadas telefónicas de la noche anterior, y sí el sueño extrañísimo que había tenido; mientras se vestía, muy lenta y parsimoniosamente, con toda la ceremonia de sus sesenta años bien llevados, repasaba mentalmente cada detalle del sueño, que si fuera otro u otra le hubiera llamado pesadilla. Recordaba nítidamente que había empezado a flotar, en medio de una paz, una sensación de tranquilidad y de alegría enorme e inexplicable; que se había visto a sí misma, a dos metros hacia abajo de su ruta de vuelo, o de sobrevuelo, sobre la cama, durmiendo muy relajadamente. Había salido, en su sueño, por la puerta cancel de la entrada, pero no recordaba haber abierto ni cerrado nada, simplemente salió, volando, o mejor dicho, sobrevolando la calle Bedoya, y en pocos segundos estaba sobre la ruta que lleva primero a Jesús María y Quirino, y luego se mete por los polvorientos caminos de las salinas, rumbo a San Fernando del Valle.
Al llegar al camino estrecho en que se deja la ruta provincial, ya en San Antonio, y girar rumbo a la Falda, se había detenido por un instante en frente a la casa de los Ovejero, y había visto una grieta profunda en medio de la mampostería; parecía casi abandonada, y Tina se dijo a sí misma que si no la arreglaran rápido, La Casa, como le llamaban los vecinos, iba a terminar partiéndose al medio a cualquier momento. Al pasar delante de la casita tipo chalet de los Ávalo, al contrario, se había sentido alegre de ver que la habían pintado de blanco; los muros altos y los balcones relucian alvos, mientras que las persianas habían ganado un verde inglés o un verde musgo, la verdad que no lo recordaba con precisión. La margaritas amarillas y los no-me-olvides azules y celestes se juntaban, armoniosos y contrastantes al anaranjado de los girasoles que, al parecer, don Julio había plantado durante el otoño que se terminaba.
Al llegar a la casa de su padre, don Victoriano, Tina vio que la galería estaba llena de valijas y arcones, baúles y atados, como que hubiera llegado un montón de gente de visita a Las Chacras. Y de hecho, por lo menos dos coches eran de afuera; reconoció enseguida el jeep gasolero de Saro, con las chapas de Tucumán y el fitito de Orlando, con patentes de Buenos Aires:
– Algo debía estar ocurriendo para haber tanta gente de afuera! – se dijo Tina.
– Algo debía estar ocurriendo para haber tanta gente de afuera! – se dijo Tina.
Quiso abrir la puerta de la pieza de Eufemia, pero la traba del piso se lo impedía, incluso a ella, que estaba volando y no ponía los pies en el piso; empujó la pesada hoja de algarrobo rojo y la puerta cedió, chirriando agudo. Pasó al lado de Ester, que en esa época era una niñita que cuidaba con todo cariño a su madre enferma; se enterneció al verla durmiendo, siempre tan buena, y le puso la mano en al cabeza, en un gesto de cariño, pero Ester se despertó asustada; como no vio nada, volvió a quedarse dormida enseguida, pero la impresión le hizo a Tina perder altura, y al bajar al piso tropezó levemente con la mesita de luz y dejó caer las llaves que estaban encima; nuevo sobresalto de Ester, que ahora se incorpora en la cama y mira alrededor, asustada.
Fue ahí, en ese momento, que Tina se despertó.
Después del medio día llegó Javier, su hijo mayor, y Tina no lo pensó dos veces:
– Javier, ¿qué te parece si te hacés un tiempito y me llevás a Catamarca? Tengo un presentimiento de que las cosas no deben andar muy bien por allá- le dijo Tina a su hijo.
– ¿Y qué te hace pensar eso? ¿Tuviste alguna noticia de las Chacras?- contestó Javier.
– No, fue un sueño, un presentimiento- trató de quitarle importancia Tina - nada más.
– ¿Un sueño premonitorio?- insistía en el asunto Javier. – Bueno, de todos modos puedo ir mañana viernes, hoy no, tengo mucho trabajo; paso a buscarte a la mañana temprano.
A las ocho ya estaban camino a Quirino, una mañana soleada pero fría de mayo, y aunque en las salinas el sol se refleja con un brillo enceguecedor, el viento todavía traía una parte del frío de la madrugada anterior en la que había helado, cayendo una escarcha pesada que había quemado los pastos ralos de la banquina.
Las cinco horas de viaje pasaron normalmente, sin otro inconveniente que una goma pinchada y un cambio de aceite en San Martín. Al llegar al destino, las primeras sorpresas de Tina empezaron a asustarlos.
La Casa de los Ovejero, que durante muchas décadas había sido un orgullo de los lugareños, y de la propia familia, claro, yacía en escombros, con la fachada principal partida al medio, el tejado prácticamente destruido por completo, los vidrios de las ventanas destrozados, y una gran parte de la mampostería que se había desprendido de la fachada, como derramándose sobre las orillas del estanque de los Avalos y dentro de sus negras aguas.
Javier frenó el coche y se bajó, estupefacto, porque no podía creer que la misma construcción sólida que había visto menos de tres semanas atrás, cuando había viajado para llevar a su abuela de vuelta de unas cortas vacaciones, ahora estuviera en ese estado calamitoso, y sobre todo después de haber oído no sin cierta incredulidad el relato del sueño de su madre un par de noches antes.
– ¿Y usted sabe, don Javier, que la otra noche nos espantaron? – empezó a contar Ester, ni bien nos sentamos a la mesa a comer unos tamales, media hora después que llegamos a las Chacras.
– Hubo unos ruidos raros en medio de la noche y yo me desperté asustada, pero no vi nada, después un manojo de llaves se cayó solito de la mesa de luz y entonces ya no pude más pegar un ojo, incluso me parece que sentí una mano tocándome la frente, virgen santísima – y se persignó, todavía asustada, Estercita.
– Hubo unos ruidos raros en medio de la noche y yo me desperté asustada, pero no vi nada, después un manojo de llaves se cayó solito de la mesa de luz y entonces ya no pude más pegar un ojo, incluso me parece que sentí una mano tocándome la frente, virgen santísima – y se persignó, todavía asustada, Estercita.
– Sí, están pasando cosas extrañas últimamente – agregó la tía Gringa – la casa de los Ovejero, sin ir más lejos, hace dos o tres noches empezó a temblar, exactamente como si estuviera habiendo un terremoto, pero no, era un temblor debajo de la casa de don Julio, y de pronto la casa se rajó, sí, así como lo oís, ché, se partió al medio. Don Julio murió debajo de los escombros, y fijate que no hacía ni una semana que había fallecido la hermana.
Antes de viajar de vuelta a Córdoba, Javier y Tina fueron hasta Piedra Blanca a visitar a los Jaime, los tíos maternos del Negro Barrionuevo. Un señor de barbas largas y blancas los saludó a la entrada de la casa de veredas altas que había sido de doña Rosa y don José, y en la que ahora vivía una bisnieta, y los hizo pasar, sonriéndoles mientras se apoyaba en un nudoso bastón que enseguida le recordó a Javier la figura bíblica de Abraham. Conversaron con Rosarito un buen par de horas, comieron pancitos de grasa y tomaron mate, y se enteraron de los casos raros que habían andado ocurriendo, como el de unos caballos que habían aparecido duros, como muertos, pero de pie, con los ojos abiertos. Y los pájaros y lagartijas, calientes pero ríjidos en el suelo.
– Las Chacras siempre tienen sus historias fantásticas, de luces malas o ruidos subterráneos – dijo Javier con un dejo de sarcasmo, pero sin olvidarse de lo que había presenciado: el sueño premonitorio de su madre volviéndose real y concreto, la casa de los Ovejero destruida, el estremecimiento de Ester durante la noche en que la habían “espantado” unos supuestos fantasmas, las llaves que doña Tina había hecho caer durante su “vuelo” onírico, y el manojo real y concreto que se había caído de la mesita de luz de Ester aquélla noche.
– Y el viejito ese que nos atendió al llegar, ¿quién es? – preguntó Tina.
– ¿Qué viejito? No, no hay ningún viejito en la casa, estoy sola, doña Tina – contestó Rosarito, soltando una carcajadita corta y nerviosa, que les hizo correr a todos un frío por las espaldas.
FIN
Leia mais em "Crónicas de Utopías y Amores, de Demonios y Héroes de la Patria" (J.V. 2006)
Interesante y escalofriante has ta el final. Es un placer leerte.
ResponderExcluirUn beso.