sábado, 23 de julho de 2011

Otro Diablo en Ramos Mejía

File:Estación Ramos Mejía.jpg

São Paulo, 20 de abril de 1982

“––Los que vivimos hace años en los alredores del antiguo loteo, sabemos que los pasajes oscuros y húmedos que corren por debajo de las vías de la estación del tren de Ramos Mejía son unos de las tantos pórticos que vienen del infierno, ¿sabís?–– me contaba la tía Rosa cuando la iba a visitar, en los primeros años después de mi vuelta a Buenos Aires, al salir de la cárcel de Encausados. Y yo me acordaba que en el valle de Traslasierra, en Córdoba, hay otra entrada famosa a las cuevas del Mandinga, un desfiladero hondo y estrecho, por donde todas las noches se mueven las almas en pena de los indios comechingones que no quisieron rendirse a los soldados españoles, hace más de cuatrocientos años, y se arrojaron cuesta abajo, por el despeñadero, con sus hijos en brazos, prefiriendo la muerte antes que la esclavitud. La fiebre está aumentando y los recuerdos se convierten en delirio; la enfermera de la media noche entra a la habitación y controla mis datos vitales.

Sueño, y la fiebre me hace acordar de una cueva que vimos un día con Victoriano, en la espesura del monte en la Falda, donde se pierde toda orientación y el cerro parece ser igual en todas las direcciones. Vimos un pasaje secreto, oculto entre las breñas, cuidado por dos pumas feroces, Nos fuimos sin entrar, pero después Chazarreta y Fuenzalida nos contaron que lleva a una cueva amplia y lóbrega, donde baila el Mandinga cuando se celebran aquelarres y orgías. Las viejas y los viejos se transforman en jóvenes, los enfermos sanan, y la fealdad se tapa con la hermosura.

Dicen que la Salamanca es el lugar donde el Supay les enseña sus malas artes a las brujas, que se reunen allí tres veces por semana. Pero vuelvo a mi tía Rosa, al loteo y a las vías de la estación de trenes de Ramos Mejía:

“––El viejo loteo había sido vendido a precios bajos y pronto se habían terminado todos los terrenos. Es que los vendedores de lotes usaban un recurso ingenioso: dejaban desparramados por el suelo decenas de trozos de rieles de tren, para hacerles creer a los compradores que las líneas del tranvía iban a extenderse hacia el interior de las fincas. Ramos ya no tenía más ese atractivo en mis años mozos, cuando ocurrió lo que te voy a contar, y por algún motivo, todos pensaban que era un lugar olvidado por Dios y maldecido por el azar–– empieza su historia mi tía Rosa.

––Era un final de tarde extrañamente frío para la época del año, con viento y garúa, unos pocos días antes de la Nochebuena. El loco Pérez, uno de los camorreros más conocidos del barrio, estaba tirando los dados en el boliche de la esquina de la estación. Hacía poco menos de una hora había hablado un largo rato con Villanueva, que salió del bar con un cuaderno “Lanceros” y dos “Laprida”, llenos de apuntes, debajo del brazo–– según cuenta tía Rosa.

––Como surgido de la nada, se apareció de pronto, perturbándole la concentración, un tipo alto, bigotudo, muy flaco, bien peinado con gomina, vestido con un traje a rayitas finas, y una corbata azul, un chaleco jaspeado y un chambergo negro. Bien empilchado, pero, el que prestase atención podría ver, sobresaliendo del cuello de la camisa blanca, una chaquetita militar verde oliva, ajada y descolorida–– sigue contando mi tía Rosa, mientras prepara la yerba y el azúcar para el mate.

Muy buenas noches, soy Mandinga–– dijo el visitante, saludándolo al camorrero con un golpear de tacos de los botines, y haciendo un gesto cómico, que a Pérez le hizo acordar de la Pantera Rosa, según cuenta mi tía, mientras yo siento en el aire un leve e inexplicable olor a azufre.

––Pérez puso la mano en la empuñadura del facón y le contestó el saludo en voz baja, un poco intimidado, y sin levantar demasiado la vista. Estaba casi seguro de haberle oído la voz en otra ocasión, e incluso hasta de haberlo visto al Diablo algunas veces antes, en la televisión y de uniforme— dice mi tía, y me pasa el mate. El Diablo se acomodó lentamente en una silla de paja, al lado de la mesa de las barajas, y le sonrió con una luminosidad extraña en los grandes dientes puntiagudos y amarillentos que le asomaron de pronto por detrás del bigotazo negro y marcial, remarcando aún más los surcos profundos en su cara delgada. El camorrero Pérez, famoso en el barrio por ser el último cuchillero y guapo en vida, miró de reojo y verificó que el espejo enorme que había atrás del mostrador no reflejaba otra imagen que la suya, lo que no hacía más que confirmarle la presencia del Malo. ––¿Me permite que lo siga un rato en el juego?–– le pidió el Diablo Supay a Pérez, con un recio tono marcial y una virilidad castrense inconfundibles.

––Sí, sientesé aquí al lado. Vea, hay que tener un poco de memoria para acordarse de las dados que fueron saliendo, ¿no?–– quiso ser amable el camorrero, dice Rosa, y cuenta que mandó que le sirvieran un moscatel al Malo, pero sin sacar la mano del facón.

––Muy bien, Pérez–– lo elogió el Diablo, chasqueando la lengua mientras saboreaba el moscatel del modo más vulgar posible. ––¿Y dónde aprendió a soltar los dados así con ese efecto, eh? ¡Pero, ni me conteste! Mire, para serle muy sincero, un jueguito de dados no me parece gran cosa para un buen jugador, Pérez–– le largó de pronto el Malo.
Dejó pasar un minuto de efecto después de la primera frase terminante y displicente, se tragó media botella de moscatel del pico, soltó un eructo y le largó otra andanada con dureza: ––Y porque soy viejo, y soy Supay, también sé los dados que va a tirar mañana, la semana que viene y, en fin, todos los que Ud. va a jugar todavía. Lo mismo con el billar, las tabas, y hasta las bochas de los viejitos y las ruletas de todos los casinos, ¿sabía?–– se asusta mi tía Rosa con su propio relato, tiembla levemente y se enjuga el sudor de las manos con una servilleta.

––El que le está hablando ahora es Supay, el Siete Pieles, o Satanás si prefiere, el dueño de todos los juegos y los vicios del mundo–– continúa contando Rosa que dijo el milico Mandinga. ––El camorrero Pérez, sin saber qué hacer ante el elaborado discurso del Malo, y para ver si lograba que se callara un poco mientras ganaba tiempo y podía poner sus pensamientos en orden, lo invitó tímidamente a tomarse una ginebra–– cuenta mi tía.

Gracias, no tomo más que anís o moscatel. Pero mire Pérez, tal vez Ud. no lo entienda bien, mi viejo. Lo que le ofrezco ahora es que sus intuiciones en el juego tengan la fuerza bruta de las tropas de choque, los somatén, los ejércitos invasores, los grupos de secuestros, las picanas y las leyes represivas. ¿Lo entiende, carajo?— se exalta el Malo, y más fuerte cierra el puño Pérez sobre el mango de su arma. —Puedo hacerlo vencer siempre, con triunfos infinitos, victorias perpetuas, sin solución de continuidad. Definitivas. Y todo esto por un valor bajo, un costo ridículo yo diría: apenas el precio de su alma. Una pichincha, si me permite decírselo así y no se ofende: yo le voy a hacer que gane Ud. ríos de plata, estancias y ganado, bancos, diarios y emisoras de radio y TV. Que seduzca a las mujeres más famosas, y gaste con ella fortunas enteras–– cuenta Rosa que insistía, cada vez más seductor e irresistible, el Diablo.

—No, no, perdóneme señor, pero de veras que no se lo puedo aceptar— le dijo de pronto Pérez, con toda la cautela y el respeto, él justamente, que nunca parecía tenerle miedo a nadie ni a nada. —¿Digame Pérez, acaso a Ud. le gusta sufrir como a un pelotudo?¿es un perdedor nato?— le preguntó el diablo al camorrero en el exacto momento en que se le volaban de la mesa con un raro viento repentino todos los dados, y flotaban en el aire como si fueran de papel, a la altura de los ojos, y todo tan de sopetón que ni tuvo tiempo de sorprenderse porque el extraño le supiera el apellido, según cuenta mi tía Rosa.

No señor, la verdad es que lo que más me gusta es pasar el tiempo nomás— le contestó, educado y respetuoso hasta por demás, Pérez al diablo, siempre según Rosa.

—¡Usted es un boludo completo, Pérez!, lamento decírselo así, ¡carajo!— le espetó Mandinga al camorrero, levantándole la voz. —Pero, bueno, perdóneme si lo molesto— concluyó el demonio, bajando el tono de la voz y moderando la ironía. —Al final, su alma o cualquier otra, me da lo mismo— dice mi tía que un par de temblores leves se sucedieron, desparramando por el piso de madera los dados y naipes de algunos aterrados timberos, haciendo saltar todos los vasos del mostrador.

—Pérez se sintió picado por el orgullo y le subió como un calor, una bronca súbita, y no pudo resistirse a la tentación de desafiarlo al diablo, y si le fuera posible, de tratar de vencerlo al Mandinga— sigue su cuento mi tía. —¿Me permite, señor?— se juega por fin el camorrero Pérez, perdiéndole el miedo, pero manteniendo la deferencia anterior. —Mire, de veras se lo digo, vuélvase al lugar de donde vino, por favor; por estos lados, o por lo menos conmigo, señor, Ud. no va a lograr nada.

El demonio lo miró de arriba para abajo, por el rabillo del ojo, por debajo del alero del chambergo, como midiéndolo con arrogancia: —Te olvidás con quién hablás, Pérez. Soy un general de la patria, de los de antes, un Diablo, un arauto de las mejores tradiciones patrias, ¡carajo!, la reserva moral de la Nación, un vencedor, en suma; ¡y siempre consigo tuito lo que me propongo!— cuenta mi tía Rosa que tronó ronca la voz del Mandinga, estremeciendo de pavor a los pocos parroquianos que todavía quedaban en el boliche hasta esa hora, y levantando un viento sudeste helado, en pleno verano, que desparramó otra vez todos los naipes de las mesas e hizo tiritar los vasos.

Vea, señor— cuenta Rosa que le salía la voz medio desafinada, y casi temblorosa a Pérez. —Por lo poco que sé de Ud, supongo que lo que le interesa es poder comprar, o arruinar un alma que sea de veras limpia. Por acá, en éstos parajes por lo menos, la verdad sea dicha, hay muy pocas así; todos fracasados y resentidos. Además, señor, este barrio es conocido como el de la yeta puta. Por estos lados de Ramos Mejía, señor, todo sale mal, muy mal; el loteo es un barrio enyetado— insistía, y casi le imploraba al diablo para que se fuera y lo dejase en paz, el camorrero Pérez.

—Mirá viejo, vamos a hacer una apuesta y un trato— lo agarró por las solapas a Pérez, lo levantó a un metro del suelo, y otra vez los dados empezaron a flotar, a la altura de la nariz del camorrero; pero el Diablo bajó de golpe la voz y silabeó muy lento y bajo, como masticando cada palabra, según me cuenta ahora mi tía Rosa: —Si por una de esas casualidades yo agarro un alma en este barrio de mierda antes del alba, me voy a llevar también la tuya, te lo juro. Pero si pierdo, yo voy a darte a vos lo que se te antoje, lo que se te dé la real gana— tronó la voz del Demonio.

Pérez tardó en contestarle— cuenta mi tía. Mientras pensaba, lo más rápido que la sorpresa y el miedo le permitían, y como para darse tiempo, fue juntando los dados y las cartas desparramadas sobre la mesa sucia. —Al final, Pérez se repuso del susto y le contestó al Supay, levantándose muy despacio— sigue Rosa.

Yo no debería aceptarle lo que está ofreciéndome, señor. Pero soy pobre, y me estoy volviendo viejo; ando lleno de deudas, la jubilación es parca, y por eso le agradezco su generosa propuesta. Claro que, si no se me ofende, voy a tener que ir con Ud. para estar seguro de que no me meta la mula, ¿no?— cerró su pacto con el diablo, y el camorrero Pérez le extendió la mano, proponiéndole tímido un apretón que el Malo ignoró olímpicamente, según me cuenta Rosa.

Había pocos testigos trasnochados andando por el pueblo en aquel extraño inicio de madrugada helada de diciembre. Dicen que Pérez y el milico Mandinga salieron del boliche de la Vieja Ramos Mejía, y se perdieron en la vereda oscura. Estuvieron rondando durante media hora por bajo los plátanos y eucaliptos de la plaza desierta, en medio del revolotear de hojas ocres, más propias del otoño que de las vísperas de la Navidad, y de un intenso hedor a azufre. Al llegar a la avenida se cruzaron con algunos muchachos de malvivir, borrachos, pendencieros y malhablados, que el Demonio ahuyentó con seis rugidos, porque esos chicos no le servían de nada, puesto que sus tristes almas ya estaban condenadas hacía rato, y el fuego eterno los esperaba en el infierno desde siempre.

Pérez no era ningún dechado de buenos modales, pero se sentía bastante incómodo. Es que el Mandinga iba haciendo, durante el largo paseo de su cacería de almas, todo tipo de maldades “para amenizar el frío”, según le dijo al camorrero. Al pasar por la calle Brusque, por ejemplo, le arrancó de un manotazo la boina a un pobre lisiado, y se la incineró con el fuego azulado que soltó por la nariz. En Rivadavia y Blumenau cruzó un gatito que trató en vano de correr, pero el diablo fue más rápido y le dio un feroz puntapié. Y a cada tanto, sólo para aumentarle el pavor a Pérez, rompía a cantar una especie de pregón, o letanía, con una voz dulce, extrañamente linda y profunda, de tenor:

—¡Atención! Quiero almitas tristes, ánimas en pena, almas desoladas, espíritus confundidos, almas de chancho, angelitos, pervertidos, malvados, malditos. ¿Alguien me vende el almaaaa?— abría los bronquios y soltaba el verbo Mandinga, mientras el dulzor de su voz de ópera se mezclaba, contradictorio, con el olor fuerte a azufre, fundiéndole los pensamientos y perturbándolo aún más al pendenciero Pérez, según cuenta mi tía.

Se fueron caminando hacia el centro de la Capital, por Rivadavia, a lo largo de las vías, y se toparon con una chica, pobre, humilde y hermosa— dice Rosa y se perturba. —Fijesé, observe bien Pérez— le dijo de pronto, sonriendo con malicia el Mandinga, según me cuenta mi tía, con un cierto rubor repentino que no entendí de inmediato; mientras, el ropero con su amplia luna reflejaba mi figura, ¡pero no la de Rosa!

Mirá, te voy a enseñar cómo se trata a una mujer: me parece que a ésta se le nota que no come bien hace días; tiene frío y  parece ser muy pobre. Y aunque vos no lo creas, Pérez, no va a resistirse a la atracción del uniforme, de las medallas y a la lujuria del poder; la voy a enamorar y ésta va a ser su noche de debut en el amor y las voluptuosidades de la carne— susurra cada vez más bajo Rosa, mi tía de Ramos Mejía, sin levantar la mirada de tanta vergüenza, y una leve, casi imperceptible nube azulada, y un olor acre se arrastran por entre las tablas de roble del viejo caserón de mi tía. Mientras tanto, veo que en las veredas de la Cañada y el Paseo Sobremonte ya empiezan a llegar las columnas de obreros del SMATA, de los empleados públicos y de Luz y Fuerza.

Bueno don, pero no se olvide que en este barrio enyetado todo cuidado es poco, porque las cosas nunca salen como uno quiere— le contestó Pérez al Mandinga que, sin darle mucha atención, se alejó, dejándolo al asustado camorrero en una parada de ómnibus, mientras se le presentaba a la chica. Después se metieron en un hotelito barato y oscuro, atrás de una verja de madera— sigue contando mi tía, muerta de vergüenza por los detalles escabrosos del relato, calienta otra vez el agua de la pava para cebar el mate dulce de la tarde, y veo que le brillan colores extraños en los ojos, perdida en los recuerdos del pasado. Y a los grupos de manifestantes del gremio mecánico y de los electricistas de Córdoba se suman ahora centenas de estudiantes, que cubren todo el Paseo Sobremonte, se suben a los bancos, arrancan carteles y maderas de las obras, arman barricadas y encienden fogatas.

—Estee, me llamo Flor— le dijo la chica al diablo y al Mandinga le brillaron los ojitos crueles. —Soy nueva en el barrio, llegué hace poco a Buenos Aires, y la verdad es que estoy muy asustada— se ruboriza y baja los ojos para esconder el brillo raro que le asoma en la mirada, mi tía Rosa. Y veo por la ventana del sanatorio que las columnas de obreros y estudiantes se extienden por toda la Cañada y en el cruce de la Avenida Colón. Ya se oyen sirenas y disparos aislados, mientras van llegando los carros de asalto y la tropa de la policía provincial montada a caballo.

Después de pasar más de dos horas en el hotelito, la chica, más confiante, le dijo al Malo: —¿Vio?, ya no le tengo miedo, señor, ¿Ud. también es nuevo en el barrio?—. Por fin salieron, de la mano, y el diablo quiso pagarle, cuenta avergonzada Rosa, una lágrima se le asoma mientras los ojos brillan con extraños reflejos tornazulados. Y un grupo de más de sesenta manifestantes cercan a los policías de un carro de asalto en frente a la Xerox, y entonces el oficial suelta las armas y empieza a cantar el Himno Nacional, y los obreros los aplauden y se unen todos en el homenaje patriota, emotivo e ingenuo.

—Fantástico, inolvidable, jovencita. Agarre toda esta plata, es suya, se la merece— le dijo Satanás, y le pasó a la niña una pila de dinero de todas las épocas: australes, pesos nuevos, reales, y hasta patacones brasileños del siglo XIX, en un atado como los del indio Patoruzú en las historietas antiguas. Mientras, por mi ventana del sanatorio veo que los grupos densos de estudiantes empiezan a dispersarse de golpe. Los carros de asalto salen de escena, o quedan abandonados, sin policías; y más de cuarenta columnas de humo negro se levantan por todo lo ancho de la ciudad de Córdoba.

Pero, no, gracias, no quiero plata, no. Hice el amor con Ud. por afecto, o por pena, sinceramente, de corazón, se lo juro por Dios— le contestó la niña, haciéndose la señal de la cruz en la frente y en los labios. El Diablo puteó con rabia, soltó una llamarada por la nariz, pateó una baldosa, y con paso indignado y una mirada furibunda se le acercó a Pérez:

—¡Vamos, apurate que es tarde, che!— pasó a tutearlo, de sopetón, sin ninguna elegancia ni motivos aparentes, con un hedor de fondo, mientras el azul del azufre se mezclaba, repulsivo, con la neblina remanente en los cordones de las veredas. Y a las cinco en punto de la tarde, como en la poesía de García Lorca, las tropas del ejército reemplazan a la derrotada policía de la provincia, y el Cordobazo se vuelve un hecho nacional. Viéndolo todo por detrás de las cortinas del sanatorio, me doy cuenta que en mayo de 1969 la insurrección cordobesa era mucho más radical de lo que había sido, un año atrás, el mayo francés. Y sabía también que la ventana de mi cuarto de enfermo sólo me dejaba ver un recuadro estrecho de la historia, un suceso, sin embargo, que iría a cambiar mi vida y la de todo el país.

El Malo y su compañero forzado, Pérez, se fueron rápido, casi al trote, hasta el centro. Anduvieron por la librería nueva de El Ateneo, se sentaron a comer, y el milico Mandinga engulló, desaforado, desmedido y sin pudor, tres bifes de chorizo con papas fritas en Il Gato de la Corrientes, casi en frente al Obelisco.

Pararon en la cartelera del teatro donde pasaban El champán las deja Mimosas; y se detuvieron unos quince minutos en la vereda del Broadway para ver a las mujeres que salían del show, cansadas y temblando de frío, medio desnudas debajo de sus tapados, aguantando las fotos impertinentes de los celulares de los chicos, cadetes y estudiantes secundarios. Y el camorrero se moría de vergüenza porque el Diablo daba sonoras risotadas, y aplaudía con estruendo, y los transeúntes se paraban para mirarlos con sorna. Al llegar a Callao, un grupo de alumnos de la cátedra de Teología de la Católica les explicó que lo que se llama culpa en realidad no existe, y que el Satanás real es el que cada uno de nosotros carga en la mente y el corazón— se acuerda mi amigo el Caballo, que ya se interesaba por el psicoanálisis, que había oído a mi tía Rosa contarle al Pelado Rafael.

Y las salamancas, que sí existen, son las cuevas de entrada al infierno personal de cada uno, a sus recuerdos escabrosos, a sus amores mal resueltos; son la entrada a la tentación de volver hacia atrás y arreglar el pasado, haciendo pactos con dios o con el diablo— le agrega el Pelado, según cuenta Rosa.

Leia mais em "Crónicas de Utopías y Amores, de Demonios y Héroes de la Patria" (JV, 2006)

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