Federico Zacca salió muy temprano de su estudio en Ipiranga 81, en el centro viejo de São Paulo, en realidad un pequeño departamento de una única habitación, baño y cocina chica, que le servía muy bien en sus labores de traductor intérprete en el Memorial da América Latina.
Le habían pedido que dejara todo y se dirigiera de inmediato a Buenos Aires para supervisar la distribución de una parte importante de los 140 mil ejemplares de “El Menjir”, novela que acababa de ser lanzada en todo el mundo de lengua española. En realidad, Federico tenía que constatar el embarco de 80 mil libros para diversos otros países hispanohablantes –Colombia, Paraguay, Chile, Uruguay, Venezuela, Méjico, entre los vecinos más importantes– y verificar luego el reparto organizado de 58 mil copias de “El Menjir” entre las distribuidoras y las librerías de las provincias argentinas. Le sobrarían dos mil para tratar de venderlas en Brasl, entre la Librería Española y Letraviva.
El camión en el que saldría para Rosario, San Francisco, Villa María, Córdoba y Tucumán, tenía que recorrer más de mil quinientos kilómetros en seis días hábiles. O sea, Federico tenía desde el lunes hasta el sábado para efectuar toda la supervisión, volver el domingo por avión hasta Ezeiza y tomar el último TAM de la noche que sale en vuelo directo a Guarulhos.
Al llegar a la altura del Km. 378, habiendo salido ya de Rosario, el chofer Raimundo Villafañe empezó a sentirse mal. La cabeza le dolía en la altura de la sien derecha y en la nuca. La vista se le nublaba de a ratos y los ojos le lagrimeaban copiosamente. Empezó a sentir dolores agudos de estómago y un comienzo de nauseas.
Pero no tuvo tiempo de parar el camión en el primer puesto del Automóvil Club Argentino. como se lo había propuesto Federico, sentado en el asiento del acompañante. Una moto Suzuki negra, con dos muchachos arriba, se le pegó a la derecha, haciéndolo distraerse del malestar que sentía, y durante un par de minutos le hizo acelerar y frenar bruscamente unas tres o cuatro veces para no chocarla, lo que era una tarea difícil y arriesgada, ya que la moto se le había ubicado en el flanco derecho, entre el camión y la banquina, y aparecía y desaparecía del punto ciego del espejo derecho de Villafañe.
Aceleró el camión a más de ciento treinta, pero el camino era liso y llano, y Villafañe sabía que no podía competir en velocidad contra una moto y menos contra una Suzuki. Cuando se preguntaba, medio sorprendido y medio aliviado, dónde se habría metido la moto que había desaparecido definitivamente del ángulo de visión del espejo derecho, de pronto se le reaparece por el lado izquierdo, esta vez emparejada con una Yamaha roja que ocupaba abiertamente la contramano de la ruta, haciéndole señas para que parase de inmediato.
Villafañe se había olvidado del malestar y, en fracciones de segundo se le pasó por la mente que el restaurante en que habían parado a la salida de Rosario no era de los más higiénicos que había visto en su larga vida de camionero, y que tal vez hubiera comido algo que le hiciera muy mal al estómago o a los intestinos.
Paró el camión en la banquina. Era la hora de la siesta de un día frío de finales de mayo, después de Corpus Christi. Casi no cruzaba ningún coche, camión u ómnibus en el sentido contrario, y tan sólo un micro de la Chevalier lo había pasado en el trecho corto que habían recorrido desde la parada para almorzar.
Cuando el camión se detuvo por completo, Villafañe y Federico Zacca se bajaron del camión, cada uno por el lado en que estaba, más intrigados que asustados con los tres muchachos que les apuntaban sendos revólveres, Villafañe llegó a decirles que su carga no era valiosa, que se trataba nada más que de dos mil libros, que eran parte de un lote que ya estaba siendo despachado por otras vías para las provincias más distantes.
Pero de pronto sintió de nuevo la sensación de puntadas agudas y de nauseas, y vio las figuras de los tres motociclistas subir lentamente, mientras la línea aburrida del horizonte de la ruta se venía abajo, como envuelta en una neblina, y Villafañe se dio cuenta que se estaba desmayando y cayendo muy despacio sobre el asfalto.
Cuando la policía caminera de la Provincia de Santa Fe lo levantaba, tal vez un par de horas después, nunca pudo precisarlo, Villafañe vio que en la pista derecha, casi sobre el borde del asfalto y al lado de la banquina de tierra blancuzca, había una pintada, al estilo de un graffiti, con aerosol amarillo y naranja, en la que se destacaba el dibujo de un girasol y cuatro letras -Van G- de lo que probablemente sería un mensaje inconcluso, una frase que los asaltantes del camión que se llevaron las 2 mil copias del libro “El Menjir” hayan querido pintar y no les alcanzó el tiempo, tal vez por la llegada de la policía, o por el paso de algún vehículo, quién sabe.
Federico Zacca había desaparecido y la policía nunca más lo encontró.
FIN
Leia mais em "El Girasol Amarillo" (J.V. Companhia Editora Nacional, SP, 2006)
Nenhum comentário:
Postar um comentário