quarta-feira, 30 de novembro de 2011

Artigas, exiliado en el Paraguay

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“De las flores que engalanan mi jardín sos la más linda paraguaya, che cambá. Yo te idolatro mujercita guaraní, y en mi suspiro voy diciendo roipotá.
"Paraguaya linda”, de José Pierpauli y de Mauricio Cardozo Ocampo.


—El abuelo Victoriano comentaba que Artigas y Sarmiento fueron los más conocidos entre muchos extranjeros que se asilaron en Paraguay, pero no fueron los únicos— le dice Raúl a Muñeca mientras salen de la habitación del sanatorio Sobremonte y me dejan con las enfermeras.


Lo que cuenta el viejo sobre los exilios en Paraguay es verdad; hasta hace poco era frecuente que muchos brasileños, bolivianos, y argentinos –según las persecusiones políticas en sus países– se abrigaran en Asunción como en su refugio más seguro. No sólo Juan Perón, Lechín Oquendo o Andrés Sellich, sino muchos otros eligieron al Paraguay para sobrevivir a la intolerancia de sus opositores. O cuando la culpa era demasiado grande, para gozar al amparo de la impunidad sus malhabidas fortunas, guardadas en el anonimato de la banca suiza o uruguaya. No fue así con Somoza, tirano nicaragüense que, enroscado en líos familiares y de polleras, y aislado por la corte del propio dictador Stroesner que le diera asilo, terminó muerto por un comando de guerrilleros argentinos del ERP, en los años 80. Sigo leyendo:



“—Pero Artigas fue el pionero de los exiliados— solía decir mi abuelo Victoriano. —Desde Tranqueras de San Miguel, luego de ser traicionado por su lugarteniente, el Pancho Ramírez, Artigas le había pedido asilo al Dictador Francia. Acompañado por sus oficiales Ansina y Joaquín Martínez, y unos cien soldados, casi todos mulatos y negros libertos, el Protector de los Pueblos Libres llegó a la frontera de Itapúa, en la primavera de 1820— completaba su relato Victoriano.


—¿Vos sabís? Artigas, vencido por los portugueses-brasileños en Tacuarembó, retrocedió hacia Entre Ríos. Pero Ramírez -que había batido en Cepeda al Directorio porteño, que luego sería el partido “unitario”- y cuya comarca de origen, Arroyo de la China, ya había sido saqueada por las tropas imperiales riograndenses, con miedo de que su jefe invadiera su territorio, lo enfrentó en una rápida secuencia de combates— dice don Samuel. —Sí, Ramírez fue vencido por Artigas en Las Guachas pero, casi de inmediato, lo derrotó en Las Tunas— agrega Andrés Chazarreta. — Ramírez venció en Goya, y atacó el propio campamento de Artigas cerca de Curuzú Cuatiá, en Corrientes, y lo derrotó por completo, terminando así el liderazgo del Protector de los Pueblos Libres en el litoral— dice mi abuelo Samuel. —Y mientras sus tropas perseguían a Artigas sin piedad a lo largo del interior, Ramírez ocupó la capital de Corrientes y se nombró gobernador. Poco después, más recompuesto, Artigas trató de hacerse fuerte y resistir en Misiones, pero finalmente tuvo que refugiarse en el destierro del Paraguay— tose, apaga el chala y se pone un poncho de vicuña sobre las piernas, mi abuelo Victoriano. El viento se arremolina entre las hojas ocres del Paseo Sobremonte y se filtra por las banderolas altas del cuarto del sanatorio.


—La desgracia de Artigas y su liderazgo culminaron con el pacto de Pilar impuesto a los porteños por su antiguo delegado, Ramírez, y que establecía la paz por medio de un acuerdo Federal. El Protector Enterriano, como se lo conocía al Pancho Ramírez desde esa época, lo invitó a Artigas a firmarlo, pero no en su calidad de “Protector de los Pueblos Libres”, ni como jefe de las Provincias Federales. Se lo mencionaba apenas como un mero jefe de provincia, casi con ironía: “Su Excelencia, el capitán general de la Banda Oriental”, una provincia que estaba ocupada completamente por los invasores portugueses— oigo que me cuenta don Samuel, y siento que me baja la fiebre.



Dice mi abuelo Victoriano que se lo había contado el inglés Robertson, que después de las batallas de Tacuarembó y Cambay, entre muertos, cautivos, oficiales desertores con sus tropas, de los 8.000 combatientes de Artigas le quedaban sólo los lanceros, en su mayoría libertos, indios, y unos pocos oficiales. Los caciques del Chaco se ofrecieron para seguir luchando, pero Artigas, cercado por el ejército portugués y las tropas de Ramírez, y bloqueado en los bañados de Iberá, sabía que su única salida era cruzar al Paraguay y acudir a Gaspar Rodríguez de Francia, el Dictador Supremo Perpetuo. Primero envió los 4.000 patacones que le quedaban para los orientales prisioneros en Río de Janeiro, y enseguida le escribió a Rodríguez de Francia pidiéndole asilo.


Y dice el viejo que el inglés relataba que el Dictador Supremo había escrito el 12 de mayo de 1821 que “reducido a la última fatalidad, vino como fugitivo al paso de Itapúa, y me hizo decir que le permitiese pasar el resto de sus días en algún punto de la República, por verse perseguido aun de los suyos, y que si no se le concedía ese refugio, iría a meterse en los bosques”. Y cuenta Robertson que todavía en 1833 recordaba el dictador: “viniendo sin rubor después de tanto ruido, alboroto y fanfarronadas, ya que se vio arruinado y perseguido”.


“—Pero Artigas todavía tuvo que esperar unas dos semanas, y concedido el asilo por Francia, el 5 de septiembre de 1820 entró a Paraguay cruzando el Paraná por el paso, acompañado por los últimos lanceros y lanceras, muchos negros y mulatos libertos, que se llamaron a sí mismos “Artigas Cue”, o pueblo de Artigas, y algunos oficiales— dice don Samuel. —Sí, y según le relató Manuel Antonio Ledesma al inglés Robertson: “Cuando nos separamos Artigas y varios compañeros llorábamos”— comenta Victoriano.


—Venían derrotados, agotados, casi sin ropas, bienes o recursos. El dictador Francia les envió un oficial y 20 húsares a la frontera para llevarlos hasta Asunción. Artigas fue alojado en el Convento de la Merced, donde hoy está la Escuela Normal, y en donde se hospedaban por aquél entonces las visitas más ilustres— le agrega Fuenzalida, mientras Eufemia le trae los botines y el sombrero a Victoriano.


—Y a pesar de pedir con insistencia un encuentro con su anfitrión, el caudillo oriental jamás fue llamado a palacio por Francia— sigue la historia mi abuelo. —Dicen que el dictador, en cambio, mientras el caudillo uruguayo vivió en la ciudad, le impuso la fría mediación burocrática de su secretario. Y para completarla, le recomendó al Prior del Convento que su huésped hiciera los más duros ejercicios espirituales “para purificar su alma atormentada”— termina su relato el viejo, prende un pucho de chala, lo chupa despacio, se arregla la chalina sobre los hombros y se levanta de la mesa.


––En 1821, Artigas fue llevado a la Villa de San Isidro de Curuguaty. El estado paraguayo le cedió una casa y una pensión para poder sobrevivir holgadamente, y Francia le dio también algunas instrucciones al Comandante de la Villa, para que se ocupara de “extremar la hospitalidad con el ilustre asilado”–– lee despacio y se sonríe capcioso Carlos Fressie, porque es sabido que esta forma de cuidados con los desterrados es lo que garantiza que no vayan a meterse en política nuevamente, y menos en los manejos locales.

––Aunque había sido su adversario político, Francia le dio a Artigas toda la protección, buen trato y generosidad posibles en su largo exilio–– sigue Victoriano al día siguiente, mientras espera que Eufemia le alcance el segundo mate de la mañana. Va clareando en el cuarto del sanatorio, y mis abuelos se levantan y salen sin que los noten las enfermeras y las empleadas de la limpieza que parecen estar arreglando la pieza.
––Se puede decir que Francia le dio a Artigas una cierta lección con su contacto distante, mostrándole que sus obligaciones de gobierno no le permitían un trato más personal, lo que la anterior hostilidad de Artigas hacia el autoritarismo paraguayo le habrían hecho imposible–– me devuelve el libro, cierra lentamente los ojos, cansado de leer, y se recuesta en el catre de campaña de la celda de Encausados de Córdoba, Carlos Fressie.


––Sí, y es que cuentan que siendo jefe de la rebelión provinciana, era vital para la diplomacia de Artigas aliarse al dictador paraguayo–– le comenta Juancito a Carlos Fressie. ––Por su posición y potencia económica, Paraguay era esencial para el proyecto de los Pueblos Libres, contra el Directorio porteño–– agrega. ––Ya desde 1812, en el auge de su poder, Artigas había insistido una y otra vez a las autoridades paraguayas, pero el dictador no quería saber nada de tratos–– dice Juancito. ––No quiero paz ni guerra con nadie”, le había contestado, rechazando todo tipo de alianzas.


––Así es, el Dictador Supremo no recibía visitantes, y cuando el uruguayo se exilió en Paraguay, no respondió a la solicitud de Artigas de entrevistarse con él–– dice Victoriano que, según contó Artigas en 1845 a su hijo José María, “todos los días mandaba Francia uno de sus empleados a saludar al general y preguntarle cómo iba”.


Alentado por los relatos de mi abuelo, y siempre interesado en historia, recuerdo haber leído que, pese a la frialdad oficial del dictador paraguayo con el caudillo desterrado, los uruguayos retribuyeron el gesto solidario del asilo. Incluso con un afecto que ni la posterior Guerra de la Triple Alianza, en la que Uruguay peleó contra los paraguayos, pudo llegar a desmerecer.
También me enteré más tarde, años después de la muerte de mi abuelo y leyendo en uno de los pocos libros que me llegaban a la cárcel, que al final del conflicto bélico hubo varias visitas de delegaciones uruguayas, para devolverle a Paraguay los trofeos que le habían tomado en la guerra y perdonar las deudas del litigio armado. O para compartir los recuerdos, siempre más amargos que alegres, en las largas fiestas. En una de ellas, en 1913, el poeta paraguayo Eloy Fariña Núñez los dejó conmovidos a los visitantes charrúas, con sus versos emotivos:



“…Sed bienvenidos, nobles uruguayos, hijos de la gentil Montevideo, a la
tierra solar donde durmiera el gran Artigas su glorioso sueño, donde no seréis jamás
extraños desde que disteis el viril ejemplo de perdonar la deuda de
la Guerra y de restituirnos los trofeos.”


A su vez, también los uruguayos se acuerdan todavía, después de tantos años, del tiempo doloroso de la Guerra de la Triple Alianza, en la que el imperio brasileño arrastró a los liberales argentinos y uruguayos contra sus hermanos más pobres del norte. Como cuando el poeta Carlos Molina se reprocha, con la verguenza que la guerra les impuso a los vencedores:



“…vuelve Solano López, ¡soberbio, erguido, trágico!
contra la Triple Alianza, ¡qué irredimible escarnio!”


Siempre quise saber de dónde sacaba tanta información mi abuelo; y hablando años después con su primo Fuenzalida, el historiador santiagueño, me enteré de cómo había logrado Victoriano hacer su retrato de Artigas. Y es que el viejo había conocido en uno de sus viajes, al hijo de John Robertson, un gringo que le supo pintar en las largas charlas al lado del fogón, en Rosario de Santa Fe, uno de los más interesantes retratos sobre el caudillo uruguayo José Artigas.”


––Y el inglés también le contó a tu abuelo que, aunque Artigas nunca lo supo, su vencedor y antiguo subordinado, el Pancho Ramírez, también fue traicionado y derrotado por sus aliados. Huyendo de las tropas santafesinas y cordobesas después de su derrota en Frayle Muerto, Ramirez fue sorprendido en Río Seco, y su amada Delfina capturada por soldados enemigos. Pancho Ramírez, que había escapado con vida del combate, al saber que su compañera había caído prisionera, volvió para rescatarla y fue muerto–– me dice Fuenzalida.


––Cuentan que la amante de Ramírez era una pelirroja riograndense conocida por la Delfina, supuestamente hija del virrey portugués en Brasil, a la que el entrerriano capturó en uno de los tantos enfrentamientos de Artigas contra los invasores imperiales del Uruguay. Se dice que pertenecía a la nobleza portuguesa de San Pedro del Río Grande.


––Comentan que cuando la conoció, cautiva, Ramírez se enamoró de ella y rompió su compromiso con Norberta Calvento, hermana de uno de sus camaradas. La Delfina estuvo junto a Ramírez desde entonces en el frente de batalla; cuentan que era hábil como amazona y en el uso de las armas, vestía uniforme militar de chaquetilla roja y azul, un chambergo con una pluma y charreteras de coronel. La pluma era de avestruz, y formó parte del escudo de Entre Ríos como un gesto de amor de Ramírez por la Delfina–– dice Fuenzalida que el gringo Robertson le había contado a mi abuelo, según se lo había pasado su padre, el viajero.


––Al morir Ramírez, Delfina tuvo que huir, cruzando el Chaco hasta lograr volver a Concepción del Uruguay–– le escucho decir a Victoriano. ––Dicen que se escapó a grupas del legendario Anacleto Medina, lugarteniente de Ramírez y de Artigas, que moriría con más de noventa años; por fin, las ironías del destino la llevarían a la brasileña a refugiarse en casa de Norberta, antigua prometida de Ramírez–– le escucho decir a Fuenzalida mientras entra el enfermero y me toma la temperatura y la presión.

capítulo diecisiete.


Hayan sido sus manuscritos las bases de un proyecto para una futura novela, como dicen por ahí, o una simple recopilación de cuentos y anotaciones, la cosa es que entre el cuarto y el quinto cuaderno “Laprida” en que mi padre escribía sus apuntes, hay un vacío. Tal vez se le habrían traspapelado las carátulas del cuaderno 4 y el 5, o quizás uno de los dos cuadernos se le habrá perdido; sigo la lectura:

Córdoba, noviembre de 2006.


Me despierto y me doy cuenta, sin frustraciones ni penas, que sigo atado a la cama, en el maldito estado de coma, que algunos piensan que tuvo origen emocional, y otros dicen que fue diabético. Pasa la enfermera, me pone una inyección y se va. Me quedo solo otra vez, y se me aparece el Chacho Rubio, se despereza y se decide por fin a leerme un trecho cualquiera del quinto cuaderno:


––Fue en la época en que tu abuelo viajó a Santa Fe a comprar semillas para la finca del Negro en La Cocha–– me cuenta Fuenzalida. ––Sí, es cierto, y me parece que también anduve por traer un toro reproductor. En el mismo viaje en que lo ví al abuelo de Liborio Justo lo conocí a Robertson, un viejo inglés orgulloso de poder contar la visita de su padre en sus años mozos al campamento de Artigas en Corrientes, antes del exilio–– confirma mi abuelo. ––El inglés y su hermano eran dos jovencitos, aventureros o comerciantes, vaya uno a saber, que pasaron por Montevideo y Buenos Aires un poco antes de las invasiones inglesas. Viajaron mucho, y John, el mayor de ellos, había anotado todo lo que había visto sobre la vida del poderoso Protector, el modo que tenía de dar sus órdenes y todo lo cotidiano de sus actividades en el campamento–– agrega Victoriano.


––“Yo quería la autonomía de las Provincias, darle a cada Estado su propio gobierno, su constitución, su bandera y el derecho de elegir sus representantes, sus jueces y gobernadores entre los ciudadanos naturales de cada Estado”–– le dijo en una ocasión Artigas al general Paz, según cuenta Fuenzalida que le relató Robertson a mi abuelo.


––Sí, y dicen que se volvió caudillo, metido en política y en guerras, después pasar años en las estancias de su padre, y de ganarse la vida comprando cueros en la campaña para vendérselos a los exportadores de Montevideo o a los contrabandistas de la frontera norte–– dice Andrés Chazarreta.


––En las estancias campo afuera aprendió a conocer bien al hombre de su país, el gaucho y el indio charrúa; y desde entonces sólo halló gusto en las rudas faenas de la tierra: enlazar pingos chúcaros, bolear ñandúes, correr en el rodeo y en el campo, domando potros bravíos, cruzando a nado los arroyos. Su destreza con armas y caballos, y su fuerza corporal, le dieron un gran prestigio sobre sus peones y compañeros–– le devuelve el mate a Eufemia, me mira en la cama, y agrega Victoriano. ––A los 16 años, Artigas se va a las cuchillas, serranías adentro, en plena campaña oriental, e inicia una amistad con los charrúas que va a aumentar en años posteriores–– tose y se levanta para cerrar la ventana, Chazarreta.


––Después entró a los Blandengues, el regimiento de frontera, como cabo de caballería.Era un cuerpo de gendarmes de los españoles para combatir el robo de ganado y el contrabando en la Banda Oriental, y también para ayudar a proteger un poco mejor la frontera norte con el Brasil de los portugueses–– le agrega mi abuelo.


––En las invasiones inglesas de 1806, combatió para reconquistar Buenos Aires y en la defensa de Montevideo a las órdenes del francés Liniers que servía a la colonia–– comenta Fuenzalida. ––En 1811, Elío, gobernador español de Montevideo y virrey del Río de la Plata después de la Revolución de Mayo en Buenos Aires, le declaró guerra a la Junta Revolucionaria creada por los porteños en 1810–– dice Fuenzalida. ––Fue entonces que Artigas desertó de la guarnición de Colonia, cruzó el Arroyo de la China, hoy llamado Concepción del Uruguay, y quedó a las órdenes del gobierno de Buenos Aires, que le ofreció el grado de teniente coronel, además de 150 hombres y 200 pesos fuertes para poder levantar la Banda Oriental contra el poder español y portugués–– me cuenta mi abuelo.


––Y así, de a poco, Artigas que fue el primero a rechazar la farsa de la “máscara de Fernando VII” y a exigir la independencia de las provincias, fue alistando un verdadero ejército popular de gauchos orientales, empobrecidos por la gestión del virrey Elío–– agrega Andrés Chazarreta y le pasa un mate amargo a Victoriano. ––Dicen que repartió entre sus paisanos las tierras y el ganado que les iba sacando a los chapetones; como cuando los charrúas de su tropa le llevaron 2700 caballos con gran habilidad al porteño Manuel Sarratea. Y con las fuerzas criollas, en mayo de 1811 derrotó a los realistas en Las Piedras y le puso sitio a Montevideo. Pero, de sorpresa y por miedo a la popularidad de Artigas, el Triunvirato porteño firmó un armisticio con Elío, levantando el sitio de las tropas patriotas–– dice mi abuelo Victoriano.


––Sorprendido y enojado con el desenlace imprevisto, pero seguido siempre por sus fieles milicianos y por la mayoría de la población oriental, Artigas se replegó hacia Entre Ríos para reorganizar la lucha. De todos lados le llegaban familias huyendo de los españoles y cobijándose bajo su protección, ofreciéndose para luchar contra los chapetones y los portugueses, que ya habían empezado la invasión desde el norte de la Banda Oriental a pedido del virrey Elío–– agrega Chazarreta.


––Unas mil carretas y más de 16 mil exiliados, entre hombres, mujeres y niños, con sus pocas vacas y pobres pertenencias, vadearon el río Uruguay y se emplazaron bajo los palmares del arroyo Ayuí, cerca de la actual Concordia, en Entre Ríos, dispuestos a seguir la lucha–– dice Fuenzalida que contaba el hijo de Robertson.


––El mismo John Robertson que, según relataría su hijo años más tarde, y a tu abuelo le encantaba oír y repetir mil veces la misma historia–– prosigue–– había juntado unas cuantas cartas de recomendación de un tal capitán Percy, jefe de la flota inglesa anclada entre Montevideo y Buenos Aires, pidiendo tímidamente el reintegro de los bienes incautados por la tropa del caudillo en la Bajada. Pretendía, con ingenuidad, que Artigas lo indemnizara, y así fue que remontó el río Uruguay rumbo al norte, hasta llegar al cuartel general del Protector en el pueblo de la Purificación–– completa mi ilustre pariente Fuenzalida.


––Cuentan que, mucho antes de todo ésto, Artigas había dejado la tribu de los charrúa al entrar a los Blandengues. Quería recibir el indulto que amnistiaba los delitos de contrabando para atraer a hombres diestros, buenos jinetes, que hubieran “andado en el trajin clandestino” y formar el cuerpo de policía de frontera–– agrega ahora mi tío Luis. ––Es verdad, Artigas era un criollo que conocía muy bien la campaña y su gente por ser él mismo un gaucho más, de muchos amigos y hasta con un hijo en las tolderías. Dicen que su abuela materna descendía de una princesa inca llamada Beatríz Tupac Yipanqui. Hablaba el idioma guaraní, y se sentía a gusto al aire libre o en una choza–– comenta Chazarreta. ––Y sabía tanto de plantas y de curas milagrosas como cualquier indio charrúa, pero además, tocaba la viola, bailaba y cantaba–– lo pinta con simpatía mi tío Luis.


––Y ahora que lo pienso mejor, aguzando la memoria me acuerdo que el inglés contaba que llegó al campamento de Artigas y lo vio al Protector de media Sudamérica, sentado en un cráneo de vaca, junto a un fogón de brasas, prendido sobre el piso de tierra del rancho, comiendo carne en la punta del facón y chupando traguitos de ginebra del pico de una guampa–– y se reía Victoriano, y tosía, mordiendo el cigarro de chala con anís.
––Según decía el padre de Robertson, y después lo repetía tu abuelo–– retoma el hilo Fuenzalida, ––estaba rodeado de unos oficiales harapientos, sentados en troncos, en el suelo de barro seco o en las guampas. Fumaban chala, tomaban ginebra del cuerno, comían charqui y charlaban ruidosamente. El Protector les dictaba sus esquelas simultáneas a dos escribas indios, sentados a una mesita de quebracho, en las dos únicas sillas con asiento de paja que había en la choza–– el hijo de John Robertson le había contado a Victoriano Unzaga.

––Y debe ser así nomás, porque como dijo una vez el historiador uruguayo Washington Reyes Abadie, desde su campamento Artigas regía el sueño de unas Misiones que eran, en su utopía emancipadora, la clave de todo el sistema federal. Quería ganarlo a Paraguay para la integración del Plata, salvándolo del dominio estrangulador del puerto de Buenos Aires–– decía el inglés Robertson. ––Sí, señor, y además sus proyectos libertarios unían las rutas orientales con la provincia brasileña del Rio Grande do Sul, dándole a su economía ganadera y del salitre una salida por los otros puertos platenses: Maldonado, Montevideo y Colonia–– coincidía Victoriano.



––Con eso abrían al comercio legal, las rutas de los troperos de mulas, que desde siempre habían surcado los campos que van desde Córdoba, Santiago y Tucumán hasta Goiás y Minas Gerais–– le agrega Andrés Chazarreta.


––Desde las Misiones -donde el hijo indio Andresito aguanta la invasión portuguesa- el destino de Corrientes y Entre Ríos se unía a las tierras uruguayas, mientras Santa Fe recobraba su historia de enlace con el tráfico de yerba mate, cueros, tabaco y caña, como un centro importante en el camino al Tucumán–– acota Robertson. ––Y le ofrecía a los pueblos del norte y del Alto Perú, y al de Cuyo y Córdoba, el desahogo de su minería y de su agricultura frente a la competencia feroz de la manufactura inglesa llegada por el puerto de Buenos Aires–– agrega Robertson, en cuyas venas corría sangre inglesa, pero que había heredado del viejo John, su padre, la admiración por Artigas y su gesta emancipadora de tantos pueblos.

––El rancho del libertador, según relatos del viejo Robertson a su hijo, era la copia fiel de la miserable cárcel de la Bajada, donde el gringo había estado preso–– dice Raúl. ––El ambiente único era una habitación bastante grande; y el piso, sobre el que Artigas, todo su estado mayor y sus escribas se reunían, estaba sembrado con decenas de cartas y de sobres sellados o abiertos, venidos desde todas las provincias platenses–– agrega. ––Muchos de esos papeles habían andado más de dos mil leguas hasta el centro de las operaciones, y todos eran dirigidos al Protector de los Pueblos–– completa Fuenzalida.



––Atados al palenque, había siempre potros de refresco de los chasquis que partían con la misma frecuencia invariable–– tose, suelta el pucho del chala y me cuenta, bajito, Victoriano. ––Según decía Robertson, durante todo el día había soldados, ayudantes, indios bombistas y escuchas, siempre llegando al galope o al paso, desde todas partes. Todos hablaban con el Protector que, sentado en una cabeza de guampas mochas, dictaba, charlaba y despachaba en guaraní, en castellano o en charrúa, los más diferentes asuntos con aquellos hombres rudos que le traían y llevaban las noticias más diversas–– agrega Carlitos Fressie.

––La rutina del caudillo revelaba lo exacto del viejo dicho del abuelo Victoriano: “esperáte un poco que andoy con prisa”–– dice Raúl Sánchez. ––Artigas era un hombre muy sensato y mesurado, incapaz de actuar por impulsos, o con atropellamiento–– me pasa el mate y se despereza el Chacho Rubio.


––Aparte de la carta de Percy, traía el viejo Robertson otra, de un amigo de José de Artigas. Así fue que el viajero le entregó primero ésta esquela, como un modo amable de empezar el tema, antes de abordar aquél otro asunto sobre un reclamo de indemnización, que prometía ser menos agradable para el general–– dice Fuenzalida.



––Luego de haber leído el mensaje del amigo, el Libertador se levantó y recibió a Robertson con gran amabilidad–– le contaba Victoriano al primo Fuenzalida. ––Así fue que le habló Artigas muy alegre sobre varios asuntos, y le mostró su improvisado cuartel y casa de gobierno en Purificación. Para el viajero, que tal vez no tendría hábito de sentarse en cuclillas, le arrimó un catre a la rueda del fogón–– relataba Robertson a mi abuelo Victoriano. ––Y le pasó su facón con un pedazo de carne medio cruda, invitándolo a que comiese y tomase un mate amargo–– dice Cacho.


––Y fue así que el joven viajante inglés, casi sin darse cuenta, se sintió en pocos minutos como si fuera un auténtico gaucho. Antes de que hubiera pasado media hora en el cuartel, Artigas estaba de nuevo dictándoles a sus notarios y expidiendo un montón de otros asuntos urgentes. Se condolía con Robertson por la fiereza con que lo habían tratado sus soldados en La Bajada. Reprochaba a los autores del abuso, diciéndole al viajero portador de la queja, que al recibir la reclamación del capitán Percy, él personalmente había ordenado que lo soltaran de inmediato.

Leia mais em "Crônicas de Utopias e Amores, de Demônio e Heróis da Patria" 
Javier Villanueva, 2006.


Parte 2. 
Los Charrúas de Uruguay y sus parientes en las actuales Brasil y Argentina. Los Minuanos.

No se puede hablar de Artigas, ya lo vimos, sin hablar de los Charrúas que lo acompañaron en sus largas luchas, e incluso en su exilio al Paraguay. 
Pero vamos a empezar hablando de los Minuanos, que fueron - si es que un pueblo puede considerarse totalmente extinguido- una de las parcialidades del pueblo indígena charrúa, que no suele distinguirse de la parcialidad guenoa, excepto por su distribución geográfica, ya que ambos grupos son conocidos en conjunto como Guinuanes, de acuerdo a varias fuentes históricas del siglo XVIII.


En 1702 ocurrió la batalla del Yí en la Banda Oriental del Uruguay, en la que 2000 guaraníes misioneros y españoles dieron muerte a 300 Minuanes, Charrúas y Yaros, apresando a otros 500 hombres o "lanzas". 
Hacia el siglo XVII, o a principios del siguiente, pasaron a la margen oriental del río Uruguay, donde poco después de aliaron en estrecha y duradera unión con los Charrúas para combatir al colonizador español.
En dos campañas, una en 1749 y la siguiente enseguida, en 1750, el teniente de gobernador de la ciudad de Santa Fe, Francisco Antonio de Vera y Mujica realizó una expedición contra los índígenas de Entre Ríos. En su segunda campaña, los Minuanes enfrentaron al comandante Frutos en el Cerro de la Matanza, hoy ciudad de Victoria. 
Luego de estas expediciones, los Minuanes, Charrúas y otros pueblos virtualmente desaparecieron de la provincia de Entre Ríos. Muchos de ellos fueron trasladados a Santa Fe, formando una reducción en Cayastá. 
Paralelamente, en 1751, el gobernador de Montevideo José Joaquín de Viana organizó una incursión contra Charrúas y Minuanes en la Banda Oriental del Uruguay, muriendo un número no inferior a unos 120 de ellos. Luego se aliaron y lucharon junto con José Gervasio Artigas.
Estos pueblos nativos le dieron nombre al viento del sudoest,e característico de Río Grande del Sur en Brasil, el viento minuano.

Para saber un poco más sobre el tema:

Veamos qué nos dice el estudioso uruguayo Daniel Vidart


La minoría charrúa en el siglo XVI

"Un reiterado error escolar, fosilizado en mapas estáticos, ubicaba a los charrúas en la casi totalidad del territorio del país, situaba a los chanáes en la desembocadura e islas del río Negro, a los yaros en ambas orillas del río Uruguay medio , a los bohanes en los alrededores del Salto Grande, a los arachanes - cuya existencia nunca fue comprobada como tal- en el este, desde Cerro Largo hacia el sur, y a los guenoas, guinuanes o minuanos, en un doble asiento en territorios situados en las dos Bandas separadas por el rio Uruguay. Pero no se tuvo en cuenta la realidad histórica, visible en los mapas confeccionados por los jesuitas. Según ellos los minuanes o minuanos ocupaban gran parte de nuestro territorio central y oriental y porciones de los países hoy vecinos.
Debemos, pues, desterrar esa errónea afirmación acerca de que el territorio del actual Uruguay estaba ocupado en casi su totalidad por los indígenas charrúas, a los cuales mentes afiebradas le atribuyen un número fabuloso de habitantes o sea mas de 100.000. Y los laderos de esta fantasía, que los hay, afirman que dichos indígenas practicaban la agricultura bajo las copas de los achaparrados y sombríos montes nativos, nada menos, y que la conquista española los obligó a convertirse en nómadas.

La sorpresiva reaparición de los minuanes o minuanos.

Hoy la arqueología y la etnohistoria han echado abajo aquel castillo de naipes. Los actuales estudios de Diego Bracco (Guenoas, 1998; Una degollación de charrúas,1999; Charrúas, Guenoas y Guaraníes, 2004); José M. López Mazz y Diego Bracco ( Minuanos, 2010) dos antropólogos seriamente formados que consultaron documentos hasta ahora no conocidos, a los que se agrega lo expresado en su libro por Juan F, Salaberry ( Los charrúas y Santa Fe , 1926), han demostrado que los charrúas tenían su centro en Santa Fe y se extendían por la Mesopotamia argentina y el norte de la provincia de Buenos Aires. Ocupaban además una pequeña porción del departamento de Colonia y algunos puntos, pocos, en el litoral rioplatense. Tan pocos eran que para luchar contra Ortiz de Zarate y Juan de Garay pidieron auxilio a los guaraníes, los cuales si acudieron, animando a los guerreros - Guaraní significa eso, guerrero- con trompas de guerra que nadie ha encontrado en los yacimientos arqueológicos atribuidos a los charrúas si bien los neocharrúas , a falta de las de madera, soplan grandes caracolas marinas.
Todo ello confirmó, para sobresalto y sorpresa de muchos charruómanos que, en comparación con los tan "numerosos" cuanto "originarios" charrúas, los minuanos eran los indígenas predominantes, desde el punto de vista cronológico, territorial y numérico en la Banda Oriental.
Existen irrefutables documentos donde se establece que la ofensiva española de fines del siglo XVII hizo que los contingentes charrúas asentados en la actual Argentina - habían sitiado a Mendoza en el año 1537 junto con los querandíes y guaraníes en la primer Buenos Aires - y desde allí , expulsados por la gran purga de indígenas desencadenada luego de la Guerra Guaranítica(1750-1756), penetraron en tropel a nuestro territorio a fines del siglo XVII y principios del XVIII. Acá chocaron entonces con los ejércitos enviados por los jesuitas misioneros para defender la Vaqueria del Mar de las predaciones de los cazadores nomádas recién llegados. A ellos se unieron , por las mismas razones, sus por entonces aliados minuanes o minuanos, que manejaban muy bien la cría y el traslado del ganado a los campos de pasturas, según los ritmos estacionales.
La inmensa mayoría de nuestros compatriotas repudia, y yo los acompaño - mi libro El mundo de los Charrúas (l998) así lo confirma - la encerrona y matanza de los raleados remanentes de indios bravos o "infieles" realizadas por Rivera y Lavalle en Salsipuedes, pero callan (o ignoran) un episodio que multiplicó por cinco las bajas del "genocidio" de 1831. Alrededor de cuatrocientos minuanes, aliados con dos mil misioneros armados con "vocas de fuego" y al mando de un Maestre de Campo español, mataron y degollaron en el combate del Yi, acontecido en el 1702, a más de quinientos charrúas y los otros quinientos sobrevivientes - la "chusma" compuesta por mujeres y niños- fueron llevados y distribuidos como esclavos en Buenos Aires entre familias pudientes.

Por otra parte, a partir de los trabajos de Eduardo Acosta y Lara (La guerra de los charrúas, 1961) quedó demostrado con fehacientes datos, para desencanto de los que hacen trepar las cualidades de estos guerreros a la cumbre de la excelencia y los convierten en dueños de una espiritualidad y una moral superiores a las del "hombre blanco", que aquellos indígenas - seres de nuestra especie que compartían con las humanidades de todos los tiempos los defectos y virtudes de nuestra especie- hacían prisioneros de toda laya para venderlos como esclavos a los portugueses, con quienes muy bien se entendían, mientras que los minuanos se aliaban "con" o se distanciaban. Por su lado, según las circunstancias e intereses, los minuanos se aliaban o distanciaban de los españoles y los jesuitas misioneros.

A mayor abundamiento Bracco demostró, además, que Montevideo, la incipiente fortaleza, el "presidio" que defendía las casuchas de una endeble aldea, sobrevivió a un inminente y arrollador ataque minuan gracias a los buenos oficios de los enviados españoles,(no cabe la voz diplomático pues se trataba de gente ruda , de decir seco y directo) , entre los que figuraba el abuelo de Artigas. Más tarde, a principios del siglo XIX, cuando ya definitivamente los minuanos y charrúas eran extranjeros en su tierra, unieron sus destinos y vendieron caras sus vidas en las encerronas de Salsipuedes, Mataojo, Cueva del Tigre y alrededores, allá por el año de 1831.Y no fueron solamente los hombres de Rivera quienes llevaron a cabo la masacre. Sigilosamente convocados, y a tal punto que apenas algún historiador lo recuerda, Lavalle y sus guaraníes se encargaron del trabajo sucio: a costa de muchos muertos acabaron con alrededor de ciento cincuenta - y no miles. como muchos inventan- guerreros charrúas y minuanos. En esa mortífera faena los guaraníes de la vanguardia cayeron como moscas. Un charrúa recogido por mis abuelos en su estancia de Buricayupí, al que le llamaban Tiburcio, les narró estos y otros episodios antes de morir luego de dos años de estar con ellos. Tantos fueron los guaraníes muertos, decía, que los charrúas hacíamos murallas con sus cuerpos para, guarecidos tras ellas, flechar y bolear a los atacantes. Las fuerzas de Rivera sufrieron una sola baja. Ahora andan hablando de dos o tres más. Da lo mismo."

sábado, 26 de novembro de 2011

La Utopía en crisis. Nueva Utopía

Archivo:Cordobazo.jpg Me mudé de Córdoba a Buenos Aires el 5 de febrero de 1975, el mismo día en que Isabelita firmaba el decreto secreto que ordenaba al Ejército iniciar la Operación Independencia en Tucumán— me contaba mi viejo treinta años después, ya en São Paulo. Llovía de la mañana a la noche; y hacía un calor húmedo y sofocante, pero yo andaba feliz con el descubrimiento de la “misteriosa Buenos Aires”.
Entré a la pensión de la calle San Martín a la misma hora en que empezaban las acciones militares que completarían de a poco el genocidio cuando, en octubre de ese mismo año, el presidente interino Italo Luder las ampliara a todo el país— escribe el Negro en unas hojas sueltas que más tarde va a pegar en el cuaderno de sus apuntes para la novela, y saca una foto de la Galería Pacífico, a 50 metros de la pensión.  
Los militares usaron el territorio de la menor provincia argentina para probar los métodos de la guerra contrarrevolucionaria que habían aprendido con los franceses en las batallas de Argelia y de Vietnam, y con los yanquis en Centroamérica— dice el Indio, y paga el cafe en el Ópera, compra un diario cualquiera y salimos a tomar el 62 para ir hasta mi casa en Lomas del Mirador, cerca de San Justo, en la Matanza.
 —El pretexto de los militares era neutralizar y aniquilar la guerrilla rural del ERP, y lograr destruir el combativo movimiento popular tucumano agrega.

Yo andaba en Buenos Aires perdido y fascinado, con citas desparramadas, entre tareas y reuniones en decenas de cafés y pizzerías por toda la ciudad, saltando de las librerías a los cines de la calle Corrientes. Disfrutaba de la enorme diferencia entre el cerco represivo de Córdoba y el relativo relajamiento de Buenos, cuando leí en “La Opinión” del 9 de febrero, durante un aburridísimo domingo de carnaval, que Tucumán había sido ocupada por tropas del ejército, gendarmería, policía federal y de la provincia. Llevaban centenas de especialistas de inteligencia, que jugarían un papel esencial en la represión feroz que se iniciaba— escribe el Negro en sus apuntes.
Al frente del Operativo Independencia estaba el flamante jefe de la 5ª Brigada, general Acdel Vilas. Quienes irían a comandar el operativo, los generales Salgado y Muñoz, habían muerto en enero en un accidente aéreo. Vilas fue nombrado en reemplazo por sus lazos con el peronismo y su buen trato con el Brujo López Rega, hombre fuerte del gobierno— escribe mi viejo, cierra el “Laprida” y sale del Ópera, lugar alegre y lleno de vida juvenil hasta aquellos días inciertos de febrero a diciembre de 1975, meses móviles y cambiantes, como una frontera imprecisa entre una libertad y una democracia -que no fueron amplias lo suficiente para cohibir al fascismo de la derecha peronista- y la larga noche de las botas que anunciaban los militares, que todavía hacían de cuenta que apoyaban críticamente a Isabelita y a sus aventureros.

Mi viejo trata de dibujar un arco entre el comienzo “legal” de la acción antiguerrillera y de represión a las luchas populares que culminó con la entrada arrasadora de los milicos en el poder político. La denominación de “guerra sucia” oculta las decisiones oficiales durante las épocas de Perón y de Isabelita, y se concentra en el creciente carácter informal e irreglamentado del enfrentamiento entre el poder militar, cada vez más separado de la autoridad civil, constitucional y democrática, contra la misma población y las organizaciones políticas y guerrilleras.

Sabemos que fue un proceso rápido e intenso, y aunque muchos jóvenes revolucionarios creímos ver entonces una decisión firme del pueblo y sus delanteras obreras por el poder, no podemos decir hoy que la lucha desigual y feroz tuvo en ningún momento el carácter explícito de una guerra civil. El uso sistemático de la violencia, extendida contra objetivos civiles –la población- cuando los militares tomaron el poder, arrancó de cuajo todos los derechos y garantías de la constitución. Llevó el rigor de las tácticas y las acciones bélicas irregulares contra todo el pueblo. El viejo quiere llegar ahora, de una vez, a la otra punta del arco, al momento en que, con la amenaza inminente del golpe militar, una de las agrupaciones armadas pone todas las fichas humanas y de recursos en una apuesta al “todo o nada” para tratar, heróicamente, de parar a las fuerzas armadas. Y los dados dieron “nada”. 


Córdoba y Monte Chingolo, diciembre de 1975
Era antevíspera de Navidad y llegué a lo de mis viejos casi a medianoche, después de un viaje intranquilo de once horas desde Buenos Aires. A la salida de la capital y entrando en Córdoba, las patrullas del ejército que bloqueaban la ruta pararon el ómnibus y nos hicieron bajar a todos, revisándonos con cuidado— escribe el Negro en las últimas páginas del sexto “Laprida” que ahora -31 años después- acaba de encontrar Raquel al armar las cajas de la mudanza de la calle Bedoya y cargar el camión que va a llevarlas definitivamente a Puerto San Julián, muy al sur, en la Patagonia.

Esperé que llegara el viejo del trabajo, y prendimos la televisión: el 23 de diciembre de 1975 el ERP había atacado el Batallón Depósito de Arsenales 601 “Domingo Viejobueno”, muy importante en la logística del ejército, cerca de la ciudad bonaerense de Monte Chingolo— le dice el Negro a su hermana mientras prepara el agua para el mate.
 —Parecía que habían pasado años pero no, un tiempito antes, el ERP había tomado el pueblo de Acheral en Tucumán, y copado el Arsenal de Villa María, en Córdoba,  creando una gran euforia inicial entre sus militantes. Pero fue una sensación pasajera, y terminó en la desazón que anunciaba días aciagos en los años siguientes. Porque después de cada éxito parcial de los grupos armados, siempre venía la persecución tenaz por parte del ejército, las enormes bajas sufridas entre los cuadros militantes más antiguos, e incluso la recuperación por la policía y el ejército de gran parte de los equipos y armas que habían logrado tomar— escribe Raquel en el “Laprida” lo que le dicta  su hermano.
 —Si, y si le agregamos el fallido ataque de la Compañía de Monte “Ramón Rosa Jiménez”, lanzada desde Tucumán al Regimiento 17 de Infantería de Catamarca, y también la importante pérdida de armamento en Manchalá,  creo que una de las razones fuertes para una acción de la envergadura del ataque al Batallón Viejobueno, fue desplegar una acción espectacular pensando ayudar a detener el golpe militar que era inminente. Y también por la necesidad imperiosa de nuevos recursos y más armamentos pesados— piensa, anota en un papel borrador, corrige, y finalmente escribe en su cuaderno, en el que junta los estudios para una futura novela, el Negro Villanueva.
El principal objetivo logístico era llevarse unas quince toneladas de material bélico para mejorar rápidamente el equipamiento y afianzar las estructuras armadas del  PRT-ERP— dice Carlitos y le devuelve el mate a Javier.
Los “perros” hicieron un planeamiento detallado, creando el batallón “José de San Martín” que tendría su bautismo de fuego en esta acción, juntando la CompañíaHéroes de Trelew” a otras dos, a las que luego se  incorporarían también varios combatientes con mucha experiencia de Córdoba y Tucumán, que ya se habían fogueado como miembros de la Compañía de Monte— agrega Javier.
La planificación de la acción, en sus mínimos detalles, la hizo Juan Ledesma, que era el Jefe del Estado Mayor del ERP, y que había participado como dirigente en el ataque a otras unidades del ejército— completa Carlitos, —pero Ledesma fue secuestrado por la represión, junto con once militantes, dos semanas antes de la fecha que había sido programada por Santucho para el ataque,  siendo reemplazado por Benito Arteaga—.
Hubo mucha polémica en la cúpula de la organización por todo esto. Lógico, se temió incluso que los detenidos pudieran delatar la operación. Pero Santucho, convencido de que Ledesma no lo haría, insistió en que  el plan propuesto se mantuviera tal cual. Lo que no se imaginaba era que,  y desde hacía un  tiempo, el servicio de inteligencia del ejército ya les había infiltrado la logística del ERP— dice el Chacho. —Sí, y que hábilmente se había ido enterando de varios pedazos del plan, que eran datos parciales o incompletos, pero que le servirían al alto comando de las fuerzas armadas para detectarlo y tomar medidas preventivas— agrega.
Los Montoneros también le habían pasado a la dirección del ERP una información preciosa sobre las actividades  sospechosas de Jesús Ranier, militante que antes actuara en las Fuerzas Armadas Peronistas— insiste el Chacho Rubio. —Pero no se comprobó nada, y no se tomaron medidas adecuadas de contrainformación, un error que costó el fracaso del ataque y la enorme cantidad de muertos y desaparecidos en Monte Chingolo— dice Carlitos.

La operación había sido pensada por Santucho y la cúpula del ERP como un ataque concentrado en la unidad del ejército, con numerosas acciones secundarias de distracción, interceptación de posibles refuerzos, y emboscadas  en cada vía de acceso, para evitar o tratar de retardar la llegada de las tropas de refresco que convergerían para defender el cuartel— le detalla el Chacho a Javier. —Y también prepararon otras acciones menores en los barrios y pueblos próximos. Los efectivos en esta operación de guerra fueron, según el informe del propio PRT, trescientos hombres y mujeres combatientes, y emplearon pistolas, revólveres, fusiles automáticos, ametralladoras pesadas, morteros y granadas de mano— le agrega el Pelado Rafa.
La tarde del 23 de diciembre, exactamente a las 18.50, los combatientes irrumpieron en el Batallón de Arsenales chocando un camión contra el portón de entrada, seguido por  nueve autos y camionetas. Atacaron de inmediato la guardia, empezando así el enfrentamiento armado— dice Raquel y le pasa el mate a Cacho Fuenzalida. —Simultáneamente, otros guerrilleros atacaron desde diferentes lugares los distintos objetivos dentro de las instalaciones que estaban previstos— le recibe el amargo Raquel, le pone agua caliente y se lo pasa a Javier.
 —Pero en realidad los verdaderos sorprendidos fueron los atacantes que no esperaban una respuesta tan rápida y contundente desde los nidos de armas automáticas que habían sido apostadas en varios puntos de la unidad— agrega el Chacho.
A las ocho de la noche, las columnas de refuerzo de centenas de militares y policías empezaron a llegar, combatiendo contra los grupos emboscados del ERP que trataban de retardarlos, mientras las fuerzas combinadas de la Brigada Aérea de Morón y del Comando de Aviación de Ejército, con algunos helicópteros y pequeños aeroplanos artillados, iluminaban con reflectores y sobrevolaban el cuartel y las zonas vecinas al combate— anota Javier en la penúltima carilla del “Laprida” y se levanta a avivar el fuego en la carusita  para calentar el locro más tarde.
A las ocho y diez aterrizaron helicópteros con tropas cerca de la guardia, mientras un grupo de guerrilleros, instalado en un cruce de rutas, era atacado por el Regimiento 3 de Infantería y la policía de la provincia rodeaba el cuartel. En esos momentos el ERP, reconociendo el inminente fracaso de la acción y el gran número de bajas, ordenó el repliegue, que ocurrió por distintos puntos del perímetro de la unidad, protegidos por la oscuridad, pero muy en desorden— dice Carlitos.
Cuando faltaban pocos minutos para las once de la noche, todavía había guerrilleros replegándose hacia fuera del cuartel. Pocas horas después, el Comando de la Brigada de Infantería empezaba a rastrillar el interior del cuartel y los barrios vecinos buscando a los militantes escondidos— le agrega el Chacho.
Los milicos empezaron a reunir los muertos y a evacuar a sus heridos antes de la medianoche. Las bajas de ERP fueron 62 muertos, más de 25 heridos evacuados por sus compañeros, 3 detenidos en los ataques de contención, y un gran número de presos desaparecidos y víctimas civiles, que nunca se pudo contar— dice Javier, y empieza a repartir los platos con el locro recalentado. —Los caídos de las fuerzas armadas, según el informe oficial, fueron 6 entre jefes, suboficiales y soldados del ejército. Además hubo 17 heridos del ejército, 8 de la policía federal y 9 policías de la provincia de Buenos Aires— completa Carlitos Fressie.
Esa Navidad fue la última vez en que los vi al Chacho y a Carlitos— le cuenta Javier a su hermana y al Negro. —Cuando los encontré, durante un atardecer caluroso, en un bar frente a la estación  de trenes de Alta Córdoba, me contaron que habían visto el comunicado del ERP de aquella tarde, que decía: “Esta batalla librada por las fuerzas revolucionarias se enmarca en un proceso de guerra prolongada, de varios años de accionar urbano y rural de las fuerzas guerrilleras. La guerra revolucionaria se ha generalizado en la Argentina”.  

 —Mirá Javier, nosotros creemos que este combate, el más importante en una única acción contra las fuerzas armadas, fue un gran error político. También sabemos que falló porque la inteligencia de ejército les había infiltrado a Jesús Ranier, “el Oso”, un tipo que antes había militado en las FAP y que era el chofer del jefe de logística del estado mayor del ERP— me contó el Chacho, de primera mano. —Parece que fue logrando una valiosa información que le permitió a la represión anticipar y emboscar el mayor ataque militar de la izquierda— agrega Carlitos, mientras un estruendo de fuegos de artificio natalinos estalla a sus espaldas, enmarcando las vidrieras del viejo café y la torre de la estación en un juego de luces que parece dar el tono a los claroscuros de la guerra que se viene, en la que seremos derrotados, nosotros y el pueblo.

 —
Después del fracaso de la operación, “el Oso” fue detenido, juzgado y condenado a muerte por la dirección del ERP— dice el Negro y lo anota en el “Laprida”. —El éxito de la represión en Monte Chingolo, fue un detonante del rápido declinio del PRT-ERP, que ya acumulaba varias derrotas parciales desde la guerrilla rural en Tucumán, pero que empezó a sentirla en todo su rigor siete meses después, el 19 de julio de 1976, ya en plena dictadura, con la muerte en combate de Mario Roberto Santucho— le dice Javier al Negro, una tarde triste de otoño, en su casita de Lomas del Mirador, después de haberlo esperado más de diez minutos al Chacho en la avenida Rivadavia, en la segunda parada después de Liniers para el lado de la provincia, y al ver que no venía, irse despacio, comprar el Clarín y leer que el jefe de la segunda guerrilla marxista, Jorge Camilión, el Chacho Rubio, había sido muerto en combate en un allanamiento.


capítulo cuarenta y nueve

Mi tía Gringa mandó una encomienda desde Catamarca; me sorprendí, porque pensé que estaba mal de salud, pero corrí a abrir el paquete, el corazón a los saltos, tal vez con la misma curiosidad que, medio siglo atrás, hubiera sentido al saber que la tía me mandaba un regalo. Era un viejo cuaderno “Lanceros”; dicen que ya no los hacen más, que son un artículo de colección, pero aquí lo tengo, medio amarillado en los bordes, y bien nítida, en lápiz tinta morado, la caligrafía del viejo. La letra redonda detalla sus veleidades literarias, sus sueños de escribir y publicar algún día su novela histórica. Es el único de los cuadernos que no es “Laprida”, y me cuesta imaginar con qué ánimo fue que el viejo escribió esos últimos textos; leo:




Capital Federal, 29 de diciembre de 1975
El Senado de la Nación registró en su diario de sesiones del día, el mensaje del senador Perette de la Unión Cívica Radical –el partido en cuya rama juvenil había militado el Chacho Camilión antes de irse al Malena– que, además de expresar el dolor por las muertes de hombres de las fuerzas armadas en los ataques que venían sufriendo por parte de la izquierda y los Montoneros, declaró que “los hechos de Monte Chingolo son de extraordinaria gravedad y demuestran hasta qué grado la guerrilla ataca las bases esenciales de la paz interna de la República.”–– lee Javier Villanueva en el mismo Clarín por el que sabrá, dos años más tarde, la muerte del Rubio. Y se obstina en quedarse en Argentina, junto con el Pelado Rafa y una cincuentena de otros jóvenes; pero si no lo sabe todavía en esos días, se enterará un par de años más tarde, al ver que después de Santucho, Carlitos y el Chacho, caerán muchos más, muchos idealistas, que podrían estar más o menos equivocados, pero que son patriotas, héroes para muchos, demonios para otros, pero sin los cuales la democracia no volvería al país después de las botas y las bayonetas.




Capital Federal, 24 de marzo de 1976
Me desperté temprano esa mañana; la noche anterior me había ido a la cama con la imagen de dos tanquetas que vi al volver del sindicato, bloqueando uno de los puentes de salida de la Capital. Me dormí sabiendo que muchas vidas, las de todo un pueblo, la mía y de mis hijos, irían a cambiar drásticamente de rumbo, en cualquier momento.
Lo primero que vi al salir de la cama fueron las siluetas recortadas de diez o doce marinos, en hileras, con las capotas de lluvia y las FAL a bandolera, en las terrazas de la tristemente célebre Escuela de Mecánica de la Armada. Las cortinas de mi departamento, a asustadores 200 metros de la ESMA, tapaban los grises del amanecer, pero la llovizna, fría y persistente, ya pronosticaba los tiempos tristes, la larga oscuridad de siete años que haría desaparecer a media generación de jóvenes, lanzando al destierro a tantos miles de argentinos.


 ¿Cuántos fueron los oficiales y policías que, entre 1974 y febrero del 76, antes del golpe de Videla, se disfrazaron de 3A para matar decenas de opositores políticos? Al hablar sobre esos tiempos y los hechos que los marcaron, un ex mayor del Ejército fue muy claro y revelador: “los cuadros medios de las Fuerzas Armadas, cada noche, sin haber recibido órdenes, salían a combatir a la guerrilla en sus propias guaridas”. Según él, atacaban a los guerrilleros “sin órdenes, sin conducción y sin cobertura legal”. Entre febrero y octubre de 1975, el gobierno de Isabelita les dio a los milicos todo el apoyo legal para empezar el genocidio— escribe el Negro en la mitad de la última carilla del cuaderno de apuntes.

Varias teorías explican las atrocidades de la guerra sucia de las fuerzas armadas contra todas las organizaciones populares que soñaban con un cambio en la Argentina de los años setenta. Sí, del mismo modo que hay más de una forma de justificar, por ejemplo, la guerra del Paraguay, y en Argentina y en Brasil siempre se dirá que fue Solano López el que la inició, sin pensar en las causas que la originaron— dice el Chacho Rubio. En las últimas décadas, algunos historiadores en Brasil, como los revisionistas sesenta años atrás en Argentina, vieron que la independencia económica paraguaya, tan evidente en comparación a los otros países de Sudamérica, hondamente empantanados en deudas y subalternos en política a Gran Bretaña, habría impulsado que Argentina y Brasil lanzasen la guerra contra el Paraguay— me comenta Carlitos.

“La historia empieza, hacia atrás, más o menos por donde se agota la memoria de nuestros abuelos y bisabuelos. Es la frontera fantasmal entre un presente añoso y agobiante -lleno de amores y pasiones, de rencores y entusiasmos fugaces- que separa el ancho territorio de lo que es recóndito porque ya pasó, y que por ocurrido ya no puede volver a repetirse, tal cual al menos, o en las mismas circunstancias. Y como toda frontera, el pasado mal se delimita de la memoria, y apenas puede rescatarse de las brumas del olvido porque nunca es, ni puede ser, analizado con imparcialidad, como una ciencia pura, o exacta. Igual que en las fronteras desérticas, o como en la larga y estúpida fosa que los militares del siglo XIX cavaban al sur argentino, para separar al indio salvaje del desierto patagónico, y proteger las pampas gringas y prósperas al norte. Del mismo modo el pasado y el presente se separan por una tenue y fantasmagórica “tierra de nadie” de la memoria y del olvido. Y ese terreno es un campo minado, una trinchera tenebrosa, en la que una teoría de dos demonios, por ejemplo, puede querer justificar un genocidio. De la misma manera que, en el siglo XIX, el temor a un mariscal paraguayo autoritario pudo avalar una guerra injusta y sin proporciones para destruirlo, y de paso descuartizar el territorio de un país, y sepultar la soberanía de todo un pueblo.
La memoria casi siempre se acuerda del pasado por partes, dejando “arrugas” de olvido entre los pliegues, o fragmentos de un pasado más doloroso. Como un estómago que deja entre sus dobladuras lo más difícil de digerir. Lo que los lleva a pensar a algunos, erróneamente, que quizá sea mejor olvidar aquello que ya no puede solucionarse, lo que no se asimila. Pues no se trata de dejar de lado la historia, sino de aprender a convivir, e ir apartando sus atrocidades para poder vivir en paz con ella. Como cuenta Tomás Eloy Martínez que el mismo Perón le dice a su secretario López Rega: —“Haremos con todo eso un buen fardo de olvido. Seamos piadosos con la memoria, López. No la asustemos

"Crónicas de Utopías y Amores, de Demonios y Héroes de la Patria" JV. São Paulo, 2006.