sexta-feira, 18 de novembro de 2011

El tonto memorioso, los tehuelches, y las armas de Felipe Varela





- Toda familia tiene un tonto memorioso - me dijo un día Mempo Giardinelli; sí, ese mismo, el de El santo Oficio de la Memoria. - ¿Y por qué tonto? - le pregunté, pero no creo haberle entendido bien lo que me contestó; además, el calor de casi 46º en Cuiabá, y el almuerzo suculento a base de pescado de río, no ayudaban a la especulación y al devaneo de ideas.

Los memoriosos, creo yo, a veces son indiscretos, se acuerdan de todo, anotan todo. Otras veces, sólo hablan. Don Victoriano y el Negro Unzaga pertenecen a esta última estirpe. A veces son cuentistas y narradores; otras son payadores o cantores. Recordaba el viejo cosas que habían pasado ochenta, o cien años atrás...¿cómo? si él sólo había vivido noventa!

Se acordaba mi abuelo, por ejemplo, que Pedro, su padre, le había contado cómo lo conoció a John Robertson, el que lo entrevistó al libertador Artigas; y también de todo lo que Pedro había escuchado de sus antepasados, allá en el lejano país vasco.

El viejo anotaba en el piso de tierra, escribiendo con el bastón en el suelo endurecido y seco. Hacía cuentas, anotaba palabras, como apuntes que nunca iría a pasar para el papel. Aunque un par de veces, sí, me dictó unas pocas frases para que no se le olvidaran.

Samuel, el otro abuelo, también era un memorioso. Se acordaba de Andrés Chazarreta, su tío, y también de los Jaime, la familia de su suegro.

Don José Jaime, mi bisabuelo y padre de doña Juana, era un criollo alto y fuerte. Tenía más de 80 años cuando lo incorporé en mi conciencia como uno de los abuelos. ¡Fui muy afortunado de haber tenido na infancia con tres abuelos! Y lo primero que me acuerdo de él es cuando le dio un tremendo trompazo a un atrevido que había molestado a la maestra del pueblo. Y lo más gracioso es que se fue directo a la cama, a esconderse del comisario, que claro, no lo podía detener y además, en el fondo, ¡había simpatizado con su quijotada! Fue por aquélla época en que un día me di cuenta que los rasgos aindiados de una parte dela familia venían de don José Jaime.

Pensando bastante, y estudiando mucho el tema, al cabo de casi 50 años, un buen día noté que la raíz india de los Jaime no era diagüita, ni calchaquí. ¡Sus orígenes no eran catamarqueños, sino patagónicos!

El abuelo José pertenecía a la masa anónima de guríes tehuelches, mapuches y pampas que las tropas del general Julio A. Roca habían arrancado de sus familias, después de derrotar y fusilar a los caciques y capitanejos del desierto.

Centenas de indiecitos habían salido del sur extremo de la Patagonia hacia el norte, como esclavos, siervos de las familias patricias. Las mujeres iban a servir como empleadas domésticas sin sueldo -sirvientas- en las ciudades. Mientras, hacia Tucumán y Catamarca partían las carretas con los niños y adolescentes pampas, y entre ellos, José Jaime y sus tíos menores. El padre, indio "bombista", que observaba de lejos el desplazamiento de las tropas de Roca, había desaparecido en las últimas escaramuzas del gran cacique Namuncurá contra el ejército. Algunos dicen que lo estaquearon al sol y lo dejaron -sin agua ni comida, claro- a merced de los caranchos.

Treinta años después de 1878 - cuando los bravos del cacique rendían sus lanzas y el hijo de Namuncurá, Severino, era entregado a los padres salesianos para emprender su peculiar camino del cautiverio a la santidad - José Jaime ya era hombre crecido, casado con doña Rosa Monasterio, y padre de Juana, la que sería mujer de mi abuelo Samuel.
Memoriosos como Samuel o Victoriano, sólo el Negro Unzaga, que se acordaba patente, fresco en el recuerdo como si fuera ayer, cuando una noche de otoño, fría y seca pero sin viento, golpearon con fuerza en la ventana de atrás de la casa de Las Chacras, cerca del gallinero; y salieron todos los hombres: Saro, Rodolfo y Daniel, y él que era chico se quedó con Eufemia, atento pero sin miedo. Mientras, Victoriano rodeaba la casa con el máuser en manos, a ver si lo sorprendía al "fantasma".

Victoriano no creía en aparecidos ni en almas en pena, y cuando empezaron a resonar cadenas y fierros debajo de la casa, en el piso de la "piecita del sur", y a brillar la "luz mala", enseguida se acordó del inglés Robertson que le contaba: - Donde hay luces nocturnas, es porque hay huesos o fierros enterrados; y ruidos de cadenas también, podés creer: hay cosa vieja enterrada bien hondo! - Y entonces Victoriano mandó cavar, y cavó hasta llegar a unos cuatro metros abajo del nivel del piso de ladrillos; pero no podía pasar por abajo de las viejas paredes de abobe crudo y paja: la estructura no resistiría.

La casa de Las Chacras había sido posta de las montoneras del Chacho Peñaloza y Felipe Varela, a mitad del siglo XIX, y lo que Victoriano encontró al cavar no lo sorprendió: una galería con más de veinte piezas de "naranjeros", una especie de pistolón antiguo, y unas diez carabinas. Todas herrumbradas y casi sin las partes de madera, desaparecidas desde décadas atrás.

Victoriano juntó todo, lo llamó a don Gabino, el viejito que entonces ya pasaba de los cien años y que había sido "bombista" de las tropas del Chacho y el viejito le confirmó sus sospechas. Mi abuelo evaluó el valor histórico de las armas -vio que en dos de ellas había una marca a fuego, "F.V.", en los dos únicos restos de cachas de madera que habían sobrado en sendos pistolones de pedernera- y lo llevó a la iglesia de Fray mamerto Esquiú.

El viejo estaba feliz porque otra vez su intuición científica lo había llevado a no creer en bultos ni sombras que se menean.

JV. 2009. A partir de relatos de doña Tina, la de las premoniciones.

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