sábado, 26 de novembro de 2011

La Utopía en crisis. Nueva Utopía

Archivo:Cordobazo.jpg Me mudé de Córdoba a Buenos Aires el 5 de febrero de 1975, el mismo día en que Isabelita firmaba el decreto secreto que ordenaba al Ejército iniciar la Operación Independencia en Tucumán— me contaba mi viejo treinta años después, ya en São Paulo. Llovía de la mañana a la noche; y hacía un calor húmedo y sofocante, pero yo andaba feliz con el descubrimiento de la “misteriosa Buenos Aires”.
Entré a la pensión de la calle San Martín a la misma hora en que empezaban las acciones militares que completarían de a poco el genocidio cuando, en octubre de ese mismo año, el presidente interino Italo Luder las ampliara a todo el país— escribe el Negro en unas hojas sueltas que más tarde va a pegar en el cuaderno de sus apuntes para la novela, y saca una foto de la Galería Pacífico, a 50 metros de la pensión.  
Los militares usaron el territorio de la menor provincia argentina para probar los métodos de la guerra contrarrevolucionaria que habían aprendido con los franceses en las batallas de Argelia y de Vietnam, y con los yanquis en Centroamérica— dice el Indio, y paga el cafe en el Ópera, compra un diario cualquiera y salimos a tomar el 62 para ir hasta mi casa en Lomas del Mirador, cerca de San Justo, en la Matanza.
 —El pretexto de los militares era neutralizar y aniquilar la guerrilla rural del ERP, y lograr destruir el combativo movimiento popular tucumano agrega.

Yo andaba en Buenos Aires perdido y fascinado, con citas desparramadas, entre tareas y reuniones en decenas de cafés y pizzerías por toda la ciudad, saltando de las librerías a los cines de la calle Corrientes. Disfrutaba de la enorme diferencia entre el cerco represivo de Córdoba y el relativo relajamiento de Buenos, cuando leí en “La Opinión” del 9 de febrero, durante un aburridísimo domingo de carnaval, que Tucumán había sido ocupada por tropas del ejército, gendarmería, policía federal y de la provincia. Llevaban centenas de especialistas de inteligencia, que jugarían un papel esencial en la represión feroz que se iniciaba— escribe el Negro en sus apuntes.
Al frente del Operativo Independencia estaba el flamante jefe de la 5ª Brigada, general Acdel Vilas. Quienes irían a comandar el operativo, los generales Salgado y Muñoz, habían muerto en enero en un accidente aéreo. Vilas fue nombrado en reemplazo por sus lazos con el peronismo y su buen trato con el Brujo López Rega, hombre fuerte del gobierno— escribe mi viejo, cierra el “Laprida” y sale del Ópera, lugar alegre y lleno de vida juvenil hasta aquellos días inciertos de febrero a diciembre de 1975, meses móviles y cambiantes, como una frontera imprecisa entre una libertad y una democracia -que no fueron amplias lo suficiente para cohibir al fascismo de la derecha peronista- y la larga noche de las botas que anunciaban los militares, que todavía hacían de cuenta que apoyaban críticamente a Isabelita y a sus aventureros.

Mi viejo trata de dibujar un arco entre el comienzo “legal” de la acción antiguerrillera y de represión a las luchas populares que culminó con la entrada arrasadora de los milicos en el poder político. La denominación de “guerra sucia” oculta las decisiones oficiales durante las épocas de Perón y de Isabelita, y se concentra en el creciente carácter informal e irreglamentado del enfrentamiento entre el poder militar, cada vez más separado de la autoridad civil, constitucional y democrática, contra la misma población y las organizaciones políticas y guerrilleras.

Sabemos que fue un proceso rápido e intenso, y aunque muchos jóvenes revolucionarios creímos ver entonces una decisión firme del pueblo y sus delanteras obreras por el poder, no podemos decir hoy que la lucha desigual y feroz tuvo en ningún momento el carácter explícito de una guerra civil. El uso sistemático de la violencia, extendida contra objetivos civiles –la población- cuando los militares tomaron el poder, arrancó de cuajo todos los derechos y garantías de la constitución. Llevó el rigor de las tácticas y las acciones bélicas irregulares contra todo el pueblo. El viejo quiere llegar ahora, de una vez, a la otra punta del arco, al momento en que, con la amenaza inminente del golpe militar, una de las agrupaciones armadas pone todas las fichas humanas y de recursos en una apuesta al “todo o nada” para tratar, heróicamente, de parar a las fuerzas armadas. Y los dados dieron “nada”. 


Córdoba y Monte Chingolo, diciembre de 1975
Era antevíspera de Navidad y llegué a lo de mis viejos casi a medianoche, después de un viaje intranquilo de once horas desde Buenos Aires. A la salida de la capital y entrando en Córdoba, las patrullas del ejército que bloqueaban la ruta pararon el ómnibus y nos hicieron bajar a todos, revisándonos con cuidado— escribe el Negro en las últimas páginas del sexto “Laprida” que ahora -31 años después- acaba de encontrar Raquel al armar las cajas de la mudanza de la calle Bedoya y cargar el camión que va a llevarlas definitivamente a Puerto San Julián, muy al sur, en la Patagonia.

Esperé que llegara el viejo del trabajo, y prendimos la televisión: el 23 de diciembre de 1975 el ERP había atacado el Batallón Depósito de Arsenales 601 “Domingo Viejobueno”, muy importante en la logística del ejército, cerca de la ciudad bonaerense de Monte Chingolo— le dice el Negro a su hermana mientras prepara el agua para el mate.
 —Parecía que habían pasado años pero no, un tiempito antes, el ERP había tomado el pueblo de Acheral en Tucumán, y copado el Arsenal de Villa María, en Córdoba,  creando una gran euforia inicial entre sus militantes. Pero fue una sensación pasajera, y terminó en la desazón que anunciaba días aciagos en los años siguientes. Porque después de cada éxito parcial de los grupos armados, siempre venía la persecución tenaz por parte del ejército, las enormes bajas sufridas entre los cuadros militantes más antiguos, e incluso la recuperación por la policía y el ejército de gran parte de los equipos y armas que habían logrado tomar— escribe Raquel en el “Laprida” lo que le dicta  su hermano.
 —Si, y si le agregamos el fallido ataque de la Compañía de Monte “Ramón Rosa Jiménez”, lanzada desde Tucumán al Regimiento 17 de Infantería de Catamarca, y también la importante pérdida de armamento en Manchalá,  creo que una de las razones fuertes para una acción de la envergadura del ataque al Batallón Viejobueno, fue desplegar una acción espectacular pensando ayudar a detener el golpe militar que era inminente. Y también por la necesidad imperiosa de nuevos recursos y más armamentos pesados— piensa, anota en un papel borrador, corrige, y finalmente escribe en su cuaderno, en el que junta los estudios para una futura novela, el Negro Villanueva.
El principal objetivo logístico era llevarse unas quince toneladas de material bélico para mejorar rápidamente el equipamiento y afianzar las estructuras armadas del  PRT-ERP— dice Carlitos y le devuelve el mate a Javier.
Los “perros” hicieron un planeamiento detallado, creando el batallón “José de San Martín” que tendría su bautismo de fuego en esta acción, juntando la CompañíaHéroes de Trelew” a otras dos, a las que luego se  incorporarían también varios combatientes con mucha experiencia de Córdoba y Tucumán, que ya se habían fogueado como miembros de la Compañía de Monte— agrega Javier.
La planificación de la acción, en sus mínimos detalles, la hizo Juan Ledesma, que era el Jefe del Estado Mayor del ERP, y que había participado como dirigente en el ataque a otras unidades del ejército— completa Carlitos, —pero Ledesma fue secuestrado por la represión, junto con once militantes, dos semanas antes de la fecha que había sido programada por Santucho para el ataque,  siendo reemplazado por Benito Arteaga—.
Hubo mucha polémica en la cúpula de la organización por todo esto. Lógico, se temió incluso que los detenidos pudieran delatar la operación. Pero Santucho, convencido de que Ledesma no lo haría, insistió en que  el plan propuesto se mantuviera tal cual. Lo que no se imaginaba era que,  y desde hacía un  tiempo, el servicio de inteligencia del ejército ya les había infiltrado la logística del ERP— dice el Chacho. —Sí, y que hábilmente se había ido enterando de varios pedazos del plan, que eran datos parciales o incompletos, pero que le servirían al alto comando de las fuerzas armadas para detectarlo y tomar medidas preventivas— agrega.
Los Montoneros también le habían pasado a la dirección del ERP una información preciosa sobre las actividades  sospechosas de Jesús Ranier, militante que antes actuara en las Fuerzas Armadas Peronistas— insiste el Chacho Rubio. —Pero no se comprobó nada, y no se tomaron medidas adecuadas de contrainformación, un error que costó el fracaso del ataque y la enorme cantidad de muertos y desaparecidos en Monte Chingolo— dice Carlitos.

La operación había sido pensada por Santucho y la cúpula del ERP como un ataque concentrado en la unidad del ejército, con numerosas acciones secundarias de distracción, interceptación de posibles refuerzos, y emboscadas  en cada vía de acceso, para evitar o tratar de retardar la llegada de las tropas de refresco que convergerían para defender el cuartel— le detalla el Chacho a Javier. —Y también prepararon otras acciones menores en los barrios y pueblos próximos. Los efectivos en esta operación de guerra fueron, según el informe del propio PRT, trescientos hombres y mujeres combatientes, y emplearon pistolas, revólveres, fusiles automáticos, ametralladoras pesadas, morteros y granadas de mano— le agrega el Pelado Rafa.
La tarde del 23 de diciembre, exactamente a las 18.50, los combatientes irrumpieron en el Batallón de Arsenales chocando un camión contra el portón de entrada, seguido por  nueve autos y camionetas. Atacaron de inmediato la guardia, empezando así el enfrentamiento armado— dice Raquel y le pasa el mate a Cacho Fuenzalida. —Simultáneamente, otros guerrilleros atacaron desde diferentes lugares los distintos objetivos dentro de las instalaciones que estaban previstos— le recibe el amargo Raquel, le pone agua caliente y se lo pasa a Javier.
 —Pero en realidad los verdaderos sorprendidos fueron los atacantes que no esperaban una respuesta tan rápida y contundente desde los nidos de armas automáticas que habían sido apostadas en varios puntos de la unidad— agrega el Chacho.
A las ocho de la noche, las columnas de refuerzo de centenas de militares y policías empezaron a llegar, combatiendo contra los grupos emboscados del ERP que trataban de retardarlos, mientras las fuerzas combinadas de la Brigada Aérea de Morón y del Comando de Aviación de Ejército, con algunos helicópteros y pequeños aeroplanos artillados, iluminaban con reflectores y sobrevolaban el cuartel y las zonas vecinas al combate— anota Javier en la penúltima carilla del “Laprida” y se levanta a avivar el fuego en la carusita  para calentar el locro más tarde.
A las ocho y diez aterrizaron helicópteros con tropas cerca de la guardia, mientras un grupo de guerrilleros, instalado en un cruce de rutas, era atacado por el Regimiento 3 de Infantería y la policía de la provincia rodeaba el cuartel. En esos momentos el ERP, reconociendo el inminente fracaso de la acción y el gran número de bajas, ordenó el repliegue, que ocurrió por distintos puntos del perímetro de la unidad, protegidos por la oscuridad, pero muy en desorden— dice Carlitos.
Cuando faltaban pocos minutos para las once de la noche, todavía había guerrilleros replegándose hacia fuera del cuartel. Pocas horas después, el Comando de la Brigada de Infantería empezaba a rastrillar el interior del cuartel y los barrios vecinos buscando a los militantes escondidos— le agrega el Chacho.
Los milicos empezaron a reunir los muertos y a evacuar a sus heridos antes de la medianoche. Las bajas de ERP fueron 62 muertos, más de 25 heridos evacuados por sus compañeros, 3 detenidos en los ataques de contención, y un gran número de presos desaparecidos y víctimas civiles, que nunca se pudo contar— dice Javier, y empieza a repartir los platos con el locro recalentado. —Los caídos de las fuerzas armadas, según el informe oficial, fueron 6 entre jefes, suboficiales y soldados del ejército. Además hubo 17 heridos del ejército, 8 de la policía federal y 9 policías de la provincia de Buenos Aires— completa Carlitos Fressie.
Esa Navidad fue la última vez en que los vi al Chacho y a Carlitos— le cuenta Javier a su hermana y al Negro. —Cuando los encontré, durante un atardecer caluroso, en un bar frente a la estación  de trenes de Alta Córdoba, me contaron que habían visto el comunicado del ERP de aquella tarde, que decía: “Esta batalla librada por las fuerzas revolucionarias se enmarca en un proceso de guerra prolongada, de varios años de accionar urbano y rural de las fuerzas guerrilleras. La guerra revolucionaria se ha generalizado en la Argentina”.  

 —Mirá Javier, nosotros creemos que este combate, el más importante en una única acción contra las fuerzas armadas, fue un gran error político. También sabemos que falló porque la inteligencia de ejército les había infiltrado a Jesús Ranier, “el Oso”, un tipo que antes había militado en las FAP y que era el chofer del jefe de logística del estado mayor del ERP— me contó el Chacho, de primera mano. —Parece que fue logrando una valiosa información que le permitió a la represión anticipar y emboscar el mayor ataque militar de la izquierda— agrega Carlitos, mientras un estruendo de fuegos de artificio natalinos estalla a sus espaldas, enmarcando las vidrieras del viejo café y la torre de la estación en un juego de luces que parece dar el tono a los claroscuros de la guerra que se viene, en la que seremos derrotados, nosotros y el pueblo.

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Después del fracaso de la operación, “el Oso” fue detenido, juzgado y condenado a muerte por la dirección del ERP— dice el Negro y lo anota en el “Laprida”. —El éxito de la represión en Monte Chingolo, fue un detonante del rápido declinio del PRT-ERP, que ya acumulaba varias derrotas parciales desde la guerrilla rural en Tucumán, pero que empezó a sentirla en todo su rigor siete meses después, el 19 de julio de 1976, ya en plena dictadura, con la muerte en combate de Mario Roberto Santucho— le dice Javier al Negro, una tarde triste de otoño, en su casita de Lomas del Mirador, después de haberlo esperado más de diez minutos al Chacho en la avenida Rivadavia, en la segunda parada después de Liniers para el lado de la provincia, y al ver que no venía, irse despacio, comprar el Clarín y leer que el jefe de la segunda guerrilla marxista, Jorge Camilión, el Chacho Rubio, había sido muerto en combate en un allanamiento.


capítulo cuarenta y nueve

Mi tía Gringa mandó una encomienda desde Catamarca; me sorprendí, porque pensé que estaba mal de salud, pero corrí a abrir el paquete, el corazón a los saltos, tal vez con la misma curiosidad que, medio siglo atrás, hubiera sentido al saber que la tía me mandaba un regalo. Era un viejo cuaderno “Lanceros”; dicen que ya no los hacen más, que son un artículo de colección, pero aquí lo tengo, medio amarillado en los bordes, y bien nítida, en lápiz tinta morado, la caligrafía del viejo. La letra redonda detalla sus veleidades literarias, sus sueños de escribir y publicar algún día su novela histórica. Es el único de los cuadernos que no es “Laprida”, y me cuesta imaginar con qué ánimo fue que el viejo escribió esos últimos textos; leo:




Capital Federal, 29 de diciembre de 1975
El Senado de la Nación registró en su diario de sesiones del día, el mensaje del senador Perette de la Unión Cívica Radical –el partido en cuya rama juvenil había militado el Chacho Camilión antes de irse al Malena– que, además de expresar el dolor por las muertes de hombres de las fuerzas armadas en los ataques que venían sufriendo por parte de la izquierda y los Montoneros, declaró que “los hechos de Monte Chingolo son de extraordinaria gravedad y demuestran hasta qué grado la guerrilla ataca las bases esenciales de la paz interna de la República.”–– lee Javier Villanueva en el mismo Clarín por el que sabrá, dos años más tarde, la muerte del Rubio. Y se obstina en quedarse en Argentina, junto con el Pelado Rafa y una cincuentena de otros jóvenes; pero si no lo sabe todavía en esos días, se enterará un par de años más tarde, al ver que después de Santucho, Carlitos y el Chacho, caerán muchos más, muchos idealistas, que podrían estar más o menos equivocados, pero que son patriotas, héroes para muchos, demonios para otros, pero sin los cuales la democracia no volvería al país después de las botas y las bayonetas.




Capital Federal, 24 de marzo de 1976
Me desperté temprano esa mañana; la noche anterior me había ido a la cama con la imagen de dos tanquetas que vi al volver del sindicato, bloqueando uno de los puentes de salida de la Capital. Me dormí sabiendo que muchas vidas, las de todo un pueblo, la mía y de mis hijos, irían a cambiar drásticamente de rumbo, en cualquier momento.
Lo primero que vi al salir de la cama fueron las siluetas recortadas de diez o doce marinos, en hileras, con las capotas de lluvia y las FAL a bandolera, en las terrazas de la tristemente célebre Escuela de Mecánica de la Armada. Las cortinas de mi departamento, a asustadores 200 metros de la ESMA, tapaban los grises del amanecer, pero la llovizna, fría y persistente, ya pronosticaba los tiempos tristes, la larga oscuridad de siete años que haría desaparecer a media generación de jóvenes, lanzando al destierro a tantos miles de argentinos.


 ¿Cuántos fueron los oficiales y policías que, entre 1974 y febrero del 76, antes del golpe de Videla, se disfrazaron de 3A para matar decenas de opositores políticos? Al hablar sobre esos tiempos y los hechos que los marcaron, un ex mayor del Ejército fue muy claro y revelador: “los cuadros medios de las Fuerzas Armadas, cada noche, sin haber recibido órdenes, salían a combatir a la guerrilla en sus propias guaridas”. Según él, atacaban a los guerrilleros “sin órdenes, sin conducción y sin cobertura legal”. Entre febrero y octubre de 1975, el gobierno de Isabelita les dio a los milicos todo el apoyo legal para empezar el genocidio— escribe el Negro en la mitad de la última carilla del cuaderno de apuntes.

Varias teorías explican las atrocidades de la guerra sucia de las fuerzas armadas contra todas las organizaciones populares que soñaban con un cambio en la Argentina de los años setenta. Sí, del mismo modo que hay más de una forma de justificar, por ejemplo, la guerra del Paraguay, y en Argentina y en Brasil siempre se dirá que fue Solano López el que la inició, sin pensar en las causas que la originaron— dice el Chacho Rubio. En las últimas décadas, algunos historiadores en Brasil, como los revisionistas sesenta años atrás en Argentina, vieron que la independencia económica paraguaya, tan evidente en comparación a los otros países de Sudamérica, hondamente empantanados en deudas y subalternos en política a Gran Bretaña, habría impulsado que Argentina y Brasil lanzasen la guerra contra el Paraguay— me comenta Carlitos.

“La historia empieza, hacia atrás, más o menos por donde se agota la memoria de nuestros abuelos y bisabuelos. Es la frontera fantasmal entre un presente añoso y agobiante -lleno de amores y pasiones, de rencores y entusiasmos fugaces- que separa el ancho territorio de lo que es recóndito porque ya pasó, y que por ocurrido ya no puede volver a repetirse, tal cual al menos, o en las mismas circunstancias. Y como toda frontera, el pasado mal se delimita de la memoria, y apenas puede rescatarse de las brumas del olvido porque nunca es, ni puede ser, analizado con imparcialidad, como una ciencia pura, o exacta. Igual que en las fronteras desérticas, o como en la larga y estúpida fosa que los militares del siglo XIX cavaban al sur argentino, para separar al indio salvaje del desierto patagónico, y proteger las pampas gringas y prósperas al norte. Del mismo modo el pasado y el presente se separan por una tenue y fantasmagórica “tierra de nadie” de la memoria y del olvido. Y ese terreno es un campo minado, una trinchera tenebrosa, en la que una teoría de dos demonios, por ejemplo, puede querer justificar un genocidio. De la misma manera que, en el siglo XIX, el temor a un mariscal paraguayo autoritario pudo avalar una guerra injusta y sin proporciones para destruirlo, y de paso descuartizar el territorio de un país, y sepultar la soberanía de todo un pueblo.
La memoria casi siempre se acuerda del pasado por partes, dejando “arrugas” de olvido entre los pliegues, o fragmentos de un pasado más doloroso. Como un estómago que deja entre sus dobladuras lo más difícil de digerir. Lo que los lleva a pensar a algunos, erróneamente, que quizá sea mejor olvidar aquello que ya no puede solucionarse, lo que no se asimila. Pues no se trata de dejar de lado la historia, sino de aprender a convivir, e ir apartando sus atrocidades para poder vivir en paz con ella. Como cuenta Tomás Eloy Martínez que el mismo Perón le dice a su secretario López Rega: —“Haremos con todo eso un buen fardo de olvido. Seamos piadosos con la memoria, López. No la asustemos

"Crónicas de Utopías y Amores, de Demonios y Héroes de la Patria" JV. São Paulo, 2006.

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