quinta-feira, 10 de novembro de 2011

Pequeño vaquero

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Pequeño Vaquero

Debió haber sido en horas de la tarde, entrada ya, verano aún con luz, cuando el trabajo del que cuida las vacas holando-argentinas se acerca a su fin.

Tendría nuestro vaquero quizás cuatro años. Vestía pantalones cortos, zapatillas del veintiséis, una remera a rayas horizontales y claro, su armamento: ceñidas a su cintura las Colt caballito, en sus fundas de plástico. No existe vaquero que se digne de tal si no cubre su sesera con un buen sombrero, y éste llevaba uno de alas cortas, de paño blando color verde cotorra con barbijo de hilo sisal.

Su andar era tranquilo, pero seguro. El tranco se lo daba la cantidad de arena que había empujado la  acequia sin agua al costado del camino con la última crecida; y por supuesto debía dirigirse el vaquero a lo del Tío Negro por la orillita, no vaya ser cosa que pasara algún vehículo a alta velocidad, tal vez el sulqui del panadero - aunque era un poco tarde para el reparto-, o la bicicleta del levantador de apuestas de la quiniela.

A medida que avanzaba por la calle, y cada tanto apuntando contra algún indio que asomaba el plumerío entre los yuyos de los Avalos, o cerca de la curva de los Seco, confiado fue tomando el centro de la misma. Su andar se parecía ahora al de un pavo engalanado, con su plumaje abierto, y ése sonido extraño que se oye en cada paso del animal, y que nunca supe a que se debía.

La misión del solitario jinete sin caballo iba saliéndole al pelo. Pasó por frente de la casa de la Negra López sin novedad, y hasta se animó a saludar a las viejas, que estaban mateando bajo las plantas de nísperos, con una bajada del ala que por poco y le tapa el ojo derecho. Tres pasos después escucharía risas aplacadas con las manos, algo bastante común en las viejas sin dientes.

Seguía todo bien: faltaban treinta metros para alcanzar la última curva, la de los Salcedo, y luego subir hasta la casa del Tío a jugar con alguno de la tropilla de primos; seguro que iba a ser con David, el gordito que siempre tenía una sonrisa fiel y que se quedaba medio ciego durante la misma, por culpa de tantos cachetes.

Luego de apagar al último malviviente imaginario, y al detenerse por unos segundos, dirigiendo la mirada a la cartuchera para enfundar la Colt de la diestra, el jinete sin caballo las vió venir. Ahí estaba nuestro héroe, a un metro de la tierra, frente a unas veinte vacas lecheras que lo enfrentaban sin importar su armamento ni su reputación bien ganada. Habían pastado todo el día y ahora las arriaban al tambo. El solitario vaquero se vió en aprietos, ¡y sin coraje para atravesar la comitiva rumbo a su destino!
No le quedó otra salida que recular unos pasos, y correr cuesta arriba, de vuelta hacia la casa de la Tía Gringa, primero entre sollozos y pucheros y luego a llanto desbocado, el cual se mezclaba entre las ya nada disimuladas risitas de las viejas López, que hacían equilibrio para no caerse de sus sillas de madera y tiento.

Fue una corrida sin igual. La polvareda que levantó ese cristiano en su huída hasta la tipa de la entrada de la casa, no tuvo precentes en la historia chacarera. En la casa de sus abuelos, alertados por semejante alboroto y temiendo quizás por la mordedura de alguna “lampalagua”, alguien al fin le abrió el portón de madera, que lo separaba de las terribles vacas hambrientas, y encontró algunos brazos apañadores.

Cinco minutos después, todos se enteraban del motivo del llanto, al ver pasar caminando a las manchadas rumbo al lugar de su segundo ordeñe diario. Algunas se paraban a pastar en el cerco de enfrente, otras giraban su cabeza, y me miraban burlonamente en silencio.

Esteban Unzaga. Pico Truncado. Noviembre de 2011

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