terça-feira, 1 de novembro de 2011

La Rebelión de Carlos T.

Allá lejos y hace tiempo, cuando en el camino de los Tula todavía se  aparecían las brujas pidiendo poroto sancochado, hubo un niño cuya madre, doña Eufemia, - esposa del legendario Victoriano Unzaga - había vestido con los hábitos de San Francisco. Larga cabellera rubia, ojos azules enormes, ropas de monje chiquito, gomera escondida entre los pliegues del hábito, el “Pistola”, que así lo llamaban sus hermanos y amigos, fue convirtiéndose en un as de la honda y la pedrada. Lagartijas y sapos huían a su paso en las siestas a más de 45º grados, en que el vapor se levantaba para el lado de las lomas. Y rejucilaban los truenos atrás de la Salamanca, ocultando las entradas a las cuevas del Supay. Pero el “Pistola” no se amedrentaba, y así fue creciendo, y largó los hábitos de San Francisco, y la promesa de doña Eufemia estaba cumplida, y Luis –el Pistola- curado. Y se le dio por tocar la guitarra, estudiar medicina, y escribir.
J.V.
Y acá va otro cuento de don Luis Unzaga:




La Rebelión de Carlos T.

Cuando lo conocí a Carlos T (mantendré el anonimato de mi personaje por motivos obvios, él existe, es real), él ya era Carlos, hacía muchos años, y yo apenas era Luis. Su vida era simple, repetía todos los días las mismas tareas. Comenzaba con el nacer del día y aunque él conocía su rutina, recibía la orden de tono agrio. Con el sable y la lonita se iba por el mismo camino, perdiéndose en las quebradas que tenían como fondo la arena de un arroyo seco. Silbando en su soledad y su silencio, cortaba las ramas de jarilla que amontonaba en la lona, y cuando la carga era suficiente, regresaba llevando sobre sus hombros ese montón de ramas verdes que perfumaban el aire.

Le gustaba detenerse a mirar desde la loma, hacia abajo, el valle que tenía a sus pies; veía los rastrojos arados, otros donde pastaban los animales, los ranchos acostados a la vera del camino, el de Doña Goya y el de todos los vecinos que él conocía bien; el campanario de la iglesia que le ponía la piel de gallina cuando anunciaba con sus dobles lastimeros, la partida de alguien hacia el otro mundo.

Carlos T, era un muchacho de aspecto fuerte, buena musculatura, acho y de andar tranquilo; no se molestaba con nadie, por lo menos en apariencia, cumplía con sus tareas siempre en silencio. ¿Que sentía, cuales eran sus pensamientos mientras trabajaba siempre en lo mismo y desde de su niñez?

Como todos los muchachos de su edad, participaba de los juegos, más bien callado que bullanguero; y desde la distancia siempre; de pronto ya no estaba. Su vestimenta era de aspecto pobre: alpargatas, pantalón a media pierna y camisa, tenían el olor de su trabajo.

A la siesta tenía que encender el horno, la batea llena con las tortas y cubierta por un lienzo esperaban leudándose; cuando las paredes estaban blancas indicaba que el horno estaba listo para limpiar, cosa que hacía con la pichana de jarillas frescas, las hojas al contacto del rescoldo caliente explotaban con mil chispas de fuego.

A esa hora empezaban a llegar chicos de todo el vecindario, con sus bolsitas y canastos. Algunos cortaban el camino cruzando por los rastrojos sembrados de donde cortaban hojas de ajo para luego comer con la yapa calentita que siempre les daba doña María.

Los domingos eran días de mucha actividad, no tenía que faltar la leña, así que Carlos desde temprano tenía que proveerla, yendo y viniendo según lal época; o más complicado aún, si se trataba de faenar un chancho con las morcillas, los chorizos, los arrollados y los huesitos condimentados.

Cuando había cuadreras en los Hualicos la actividad era de todo el día, Carlos doblaba su atención entre los que llegaban de a caballo, gente desconocida, a veces de aspecto pendenciero, el griterío entre las partidas o allá al cruzar la raya. Tenía más matices el día, los caballos cuidados atraían la atención de los observadores, que veían la posibilidad de ganar en las apuestas; a veces tenían tanta confianza que daban la ventaja de ganar por cortada. Y si no era tan clara la diferencia, ahí nomás empezaban las discusiones, que en algunos casos se resolvían con el látigo. Días distintos en la vida de Carlos.

Entre niño y adolescente entre adolescente y adulto, Carlos continuaba yendo a la escuela primaria, a la de La Falda. Como todos, al primer día de clases no faltaba nunca; era el día que pasaba entre recibir lápices, cuadernos, guardapolvos, todos blancos, zapatos que venían “de la nación”, o sea, que mandaba el gobierno desde Buenos Aires. Hasta entonces Carlos o conocía otros zapatos, que incluso podían quedarle grandes o chicos, con las consecuencias propias del caso. En el transcurso del año, su asistencia a la escuela se alternaba con muchas ausencias; el orgullo mayor que tenía era cuando le pedían que tocase la campana, la que colgaba de la higuera del patio.

A la salida, los grupos bulliciosos tomaban por distintos caminos, un poco alejados de la escuela, en la vuelta que hacía el camino, se reanudaba la discusión ante el silencio atento, que pronto se rompía en gritos de palea, entre empujones y caída de lápices y cuadernos o un dámelos que te los tengo. En un instante de polvareda y sacudir de guardapolvos terminaba el desencuentro, con algún chichón en la frente o en la nariz un poco de chocolate. Carlos no intervenía, observaba en silencio, eran cuestiones ajenas, para otros; terminado el espectáculo, lo importante era correr hasta la próxima sombra, porque caminar descalzo sobre la tierra que ardía no era cosa de risa.

La Cara de Piedra en las lomas, formación caprichosa de las rocas, o trabajo del viento, de la lluvia y de muchos años que a la distancia semeja la efigie enorme del señor de las montañas. ¡Cuántas veces en su vagar o soñar, Carlos trepaba la montaña hasta llegar a donde se desdibujaba la imagen!, pero Carlos tenía otra imagen, otra visión desde las alturas; la amplitud del valle que se extendía hasta la otra pared de altas montañas que tenia en frente. Carlos soñaba, viajaba en su imaginación por otro mundo desconocido, de nuevas esperanzas.

¿Qué inquietud, que nuevas ansiedades recorrían su cuerpo, su mente, cuándo se detenía ante tanta inmensidad y silencio?. Talvez no podía expresarlo, pero sí comprendía que algo estaba trunco, vacío.

Tenía su vida atada a ese suelo, a ese paisaje, al ir y venir de todos los días. Ese era su mundo, que le empezaba a aparecer extraño a veces; triste, sin las respuestas que, conciente o inconscientemente, esperaba de él.

El día amanecía como todos, con esa frescura y ese perfume en el aire que invitaba a inspirar hondo, y a sentir que la vida es bella, que todo es bello, los pájaros con su canto y su color, las plantas con su verde fuerte, las montañas despertando de arriba hacia abajo.

Todo estaba quieto, las herramientas en su lugar, el burro comía atado a su estaca. Pero Carlos no estaba; andará por ahí, decían , ya vendrá; pronto el sol estaba alto y Carlos no venía. Lo buscaron por todas partes, preguntaron a los vecinos y nadie tenía respuesta. Ese día todo se atrasó; sólo había un poco de leña del día anterior, un poco de jarilla y mucho por hacer. Y así pasaron los días y se fueron las semanas, hasta que la imagen de Carlos se empezó a ir perdiendo, y siempre la misma respuesta: no, no sabemos nada.

En un día cualquiera, como todos, el cielo se oscureció con un extraño zumbar que pronto se hacía más intenso; las langosta gritaban por todos lados. Millones de esos seres alados se alanzaban sobre los sembradíos, las quintas sin el menor respeto por el sudor de tantos que movieron la tierra, sembraron durante todo el tiempo. De nada valía el ejército de hombres , mujeres y niños con todo lo que pudiera hacer ruido para ahuyentarlas, ellas seguían saltando y devorando todo, hasta que saturadas, levantaban su vuelo dejando una alfarma verde, y restos de esperanzas.

El sol subtropical quema la tierra sedienta que el viento levanta y juega en remolinos. El agua escasa en esa zona y que a veces es motivo de pelea entre vecinos que se roban un hilito para su huerta. En otros momentos la tormenta se desata con ráfagas de viento que sacuden los viñedos, trenzan la tipa, los eucaliptos que caen en gajos, los relámpagos que iluminan la tarde; dibujando mil figuras fantasmales, los truenos que parecen astillar el cielo gris. De rodillas, con la imagen de la Imagen de San Francisco una madre – doña Eufemia, la mujer de Victoriano- reza pidiendo que pase la tormenta, mientras un niño a su lado le contagia su temblor a la campanilla bendita que ahuyenta, las maldades.

Poco tiempo ha transcurrido, cuándo de pronto, la creciente, crujiente, desde todas las quebradas el agua que desciende, arrastrándolo todo a su paso, convirtiendo en ríos los callejones que no respetan cuanto encuentran, ni el colchón de chala de algún pobre, o el chancho al que no lo protegió el chiquero, y que grita en su desesperación. El paisaje cambia en un instante del calor y la tierra polvorienta, al agua que atropella y que refresca .Luego el verdor del verano con sus uvas blancas y negras que son un manjar; los duraznos que chorrean su miel, las algarrobas, las tunas, todo un regalo que muchas veces no tiene dueño, y uno lo toma en cualquier parte sin mirar para atrás.

¿Y ese que viene ahí, quién es? Con traje a cuadros, mitad de pañuelo colgando del bolsillo del saco, corbata de color con un enorme nudo, zapatos de planta alta que dejan huellas de tractor. Viene con una sonrisa, y le causa gracia ver que no lo reconozco; pero, sí es Carlos, cuanto tiempo ha pasado? No lo sé, algunos años; me saluda y reconozco en su voz, las erres…y el acento nuevo del provinciano que conoció el puerto. Entre risas y preguntas me contó que vino por éstas fiestas, porqué se había ido, como fugado, lo difícil que fue para él tomar esa decisión, los temores que lo invadían mientras traqueteaba el tren por campos y pueblos desconocidos. En muchas ocasiones miraba lo que iba dejando y le causaba mucha pena, pero así llegó, cansado o temeroso a un mundo de ruidos y de mucha gente. La vida nueva en la gran Buenos Aires no le fue fácil, y aunque estaba acostumbrado al trabajo duro, ahora tenía que adaptarse a otro sistema.

Me contó de su laburo como estibador, pesado pero con buena paga, de su vida en las pensiones del bajo, de sus paseos de los domingos por el parque de diversiones, mucha luz, mucho ruido. Lo que más le gustaba era caminar por los parques e plazas, tan cuidados, sentarse en un banco, desde onde volvía a sus montañas a su gente. Tenía el consuelo de encontrase con muchos otros que como él tuvieron que dejar raíces, familia y amigos en busca del algo mejor, y que a veces no era tan así.

Y así también nos despedimos, él con la alegría del regreso, yo pensado en tantas cosas, ¡Feliz navidad¡…giró saludando con el brazo en alto, y yo lo miré hasta que se perdió en la curva del camino. Fue la última imagen de Carlos T.

Fin.

Luis Unzaga
San Fernando del Valle de Catamarca
24 de diciembre de 2008





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