sábado, 12 de novembro de 2011

Mil ochocientos y tantos








As lendas e mitos de Catamarca vem de longe, da época em que os espíritos dos Diagüitas vagavam pela noite afora; dos anos posteriores à conquista espanhola quando, fugindo dos Incas, a grande nação índia dos Quilmes caiu nas mãos dos aventureiros ibéricos. E os “adelantados” decidiram levar o povo guerreiro a pé, dos Vales Calchaquíes até a longínqua Buenos Aires, a mais de mil quilômetros de distância, e confiná-lo numa “reducción”, para que parassem com essas idéias de querer ser livres e trabalhar a terra que tinha sido dos bisavôs dos seus avôs.

Mas em Catamarca, e sobre todo em Las Chacras, ao redor de San Antonio de Fray Mamerto Esquiú, Don Victoriano Unzaga e Doña Eufemia Valentina Arce -galhos fortes de uma estirpe que vinha dos bascos franceses e espanhóis, de um lado, e de andaluzes do outro- não tiveram medo de espíritos e almas em pena. Las Chacras, casa e sítio dos velhos, vizinha dos Ávalos, floricultores, e dos Ovejero, criadores de gado e leiteros foi durante o século vinte o centro das alegrias de uma enorme família. Mais de cento e quarenta anos atrás à data de hoje, tropas rebeldes de Felipe Varela e Chacho Peñaloza, “montoneros” federalistas, guardavam suas armas e faziam entreposto para descanso e troca de animais, na que agora é a casa da Gringa e seus irmãos e irmãs.

Luis Unzaga, lembrando o seu Macondo em Catamarca, descreve a casa paterna com o olhar da criança que setenta anos atrás se assombrava com as histórias de Don Victoriano.

JV.


Las Chacras, allá lejos y hace tiempo.

Mil ochocientos y tantos; ¿era una posta? , o un apeadero de viajeros que venían del norte o del sur? Potreros, corrales, alimento de recuas de mulas. Sombra de añosos eucaliptos, la vieja y famosa tipa de la entrada de Las Chacras, el pino y algunas higueras.

Descanso de carretas y bueyes, desmonte de arrieros, de montoneros con sus chuzas y lanzas. Posibles hechos ocurridos que no están en la historia. Tal vez de aquél mulato que no pudo escapar del castigo de las estacas, o el tormento del cepo. O de ese amor apasionado e imposible que terminó en la cruz del acero.
Quedaron guardados en huecos, escondidos en grietas de viejas paredes entre las cenizas y el hollín de antiguos fogones. Aquellos viajeros se fueron ¿y nunca más volvieron?, el tiempo pasó. De lo que fue, quedó una casa de grandes adobes, estribos esquineros, techos de caña, una galería un galpón y los restos de cimientos de otras estancias. Quizás las razones de hechos más nuevos, ¿quién lo sabrá algún día?

Como el de los ruidos que todos oían detrás de la casa, de tumbos de troncos pesados que nadie movía. Manos invisibles golpeando la puerta que daba a los fondos, o el de aquella noche de tanto alboroto de gallos y gallinas; pensando en ladrones, un zorro o una comadreja los hombres salían y nada, todo el gallinero en calma dormía.

Todas éstas cosas pasaban en noches de invierno cuando se congelaba el silencio. Como el silbo distinto de almas en pena, sonando por aquí y más allá. Pobre de aquél que imitando ese silbido, cada vez lo sentía más cerca; el ultimo vibró en sus oídos, dejándolo sordo.

Luis Unzaga. Catamarca, 11 / 2011 .

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