Los condenados de la tierra, de Frantz Fanon, y el prólogo de J. P. Sartre
El prólogo de Sartre a la obra más conocida de Fanon se hace desde la óptica del francés colonizador y liberal que rompe con su propia clase y adhiere a la causa del oprimido. El lenguaje de Sartre es largo, exhaustivo y directo. El contexto es un sistema colonial moribundo, la lucha armada victoriosa en la Cuba de los guerrilleros castristas y el fuerte llamado a un Tercer Mundo revolucionario.
Los condenados de la tierra, el último libro de Frantz Fanon, fue publicado en 1961 en Francia con prefacio de Jean Paul Sartre por las Éditions Maspero. Traducido al español en 1963 por el Fondo de Cultura Económica.
Frantz Fanon nació en Fort-de-France, Martinica, Francia, en 1925 y murió en Bethesda, Maryland, EEUU, en 1961. A los 18 años entró a las Fuerzas de Liberación Francesa en la 2ª Guerra Mundial; estudió medicina y se especializó en psiquiatría en la Universidad de Lyon, Francia; director de un hospital psiquiátrico en Argelia, desde 1957 militó en el Frente de Liberación Nacional en la Guerra de Independencia de Argelia, que duró de 1954 a 1962.
Los condenados de la tierra pinta el cuadro psiquiátrico, político, cultural e histórico de la colonización europea en Argelia y en toda África, además de ser un llamado al Tercer Mundo a la lucha descolonizadora, para crear un hombre nuevo.
El libro culmina la obra de Fanon, como una adaptación del marxismo al contexto colonial y precursor de los estudios poscoloniales.
La fuerte oposición de la población metropolitana francesa y sus partidos de izquierda a la guerra de Argelia, impugnando un sistema colonial ya moribundo; además de la lucha armada con la victoria en Cuba de los guerrilleros castristas; el fuerte predicamento de un Tercer Mundo revolucionario, son el marco que contextualiza el prefacio de un Sartre al libro de Frantz Fanon se propagó como reguero de pólvora.
En 1961, Fanon, enfermo terminal de leucemia, trabaja febrilmente en el original del libro. François Maspero tiene poco tiempo para llevarle el primer ejemplar de Los condenados de la tierra. Internado en octubre en la clínica de Bethesda, Maryland, cerca de Washington D.C., Franz Fanon muere en diciembre de 1961 con 36 años.
Jean Paul Sartre
Prefacio a Frantz Fanon
Los
condenados de la tierra
No hace mucho tiempo, la tierra estaba poblada por dos mil
millones de habitantes, es decir, quinientos millones de
hombres y mil quinientos millones de indígenas. Los primeros
disponían del Verbo, los otros lo tomaban prestado. Entre
aquéllos y éstos, reyezuelos vendidos, señores feudales, una
falsa burguesía forjada de una sola pieza servían de
intermediarios. En las colonias, la verdad aparecía desnuda;
las "metrópolis" la preferían vestida; era necesario que los
indígenas las amaran. Como a madres, en cierto sentido. La
élite europea se dedicó a fabricar una élite indígena; se
seleccionaron adolescentes, se les marcó en la frente, con
hierro candente, los principios de la cultura occidental, se les
introdujeron en la boca mordazas sonoras, grandes palabras
pastosas que se adherían a los dientes; tras una breve estancia
en la metrópoli se les regresaba a su país, falsificados. Esas
mentiras vivientes no tenían ya nada que decir a sus hermanos;
eran un eco; desde París, Londres, Ámsterdam nosotros
lanzábamos palabras: "¡Partenón! ¡Fraternidad!" y en alguna
parte, en África, en Asia, otros labios se abrían: "¡...tenón!
¡...nidad!" Era la Edad de Oro.
Aquello se acabó: las bocas se abrieron solas; las voces,
amarillas y negras, seguían hablando de nuestro humanismo,
pero fue para reprocharnos nuestra inhumanidad Nosotros
escuchábamos sin disgusto esas corteses expresiones de
amargura. Primero con orgullosa admiración: ¿cómo?, ¿hablan
solos? ¡Ved lo que hemos hecho de ellos! No dudábamos de
que aceptasen nuestro ideal, puesto que nos acusaban de no
serles fieles; Europa creyó en su misión: había helenizado a
los asiáticos, había creado esa especie nueva. Los negros
grecolatinos. Y añadíamos, entre nosotros, con sentido
práctico: hay que dejarlos gritar, eso los calma: perro que
ladra no muerde.
Vino otra generación que desplazó el problema. Sus
escritores, sus poetas, con una increíble paciencia, trataron de
explicarnos que nuestros valores no se ajustaban a la verdad
de su vida, que no podían ni rechazarlos del todo ni
asimilarlos. Eso quería decir, más o menos: ustedes nos han
convertido en monstruos, su humanismo pretende que somos
universales y sus prácticas racistas nos particularizan.
Nosotros los escuchamos, muy tranquilos: a los
administradores coloniales no se les paga para que lean a
Hegel, por eso lo leen poco, pero no necesitan de ese filósofo
para saber que las conciencias infelices se enredan en sus
gemidos, sería la de la integración. No se trataba de pues, su
infelicidad, no surgirá sino el viento. Si hubiera, nos decían
los expertos, la sombra de una reivindicación en sus gemidos,
sería la de la integración. No se trataba de otorgársela, por
supuesto: se habría arruinado el sistema que descansa, como
ustedes saben, en la sobreexplotación. Pero bastaría hacerles
creer el embuste: seguirían adelante.
En cuanto a la rebeldía, estamos muy tranquilos. ¿Qué indígena consciente se
dedicaría a matar a los bellos hijos de Europa con el único fin
de convertirse en europeo como ellos? En resumen,
alentábamos esa melancolía y no nos parecía mal, por una vez,
otorgar el premio Goncourt a un negro: eso era antes de 1939.
1961. Escuchen: "No perdamos el tiempo en estériles
letanías ni en mimetismos nauseabundos. Abandonemos a esa
Europa que no deja de hablar del hombre al mismo tiempo que
lo asesina por dondequiera que lo encuentra, en todas las
esquinas de sus propias calles, en todos los rincones del
mundo. Hace siglos....que en nombre de una pretendida
aventura espiritual' ahoga a casi toda la humanidad." El tono
es nuevo. ¿Quién se atreve a usarlo? Un africano, hombre del
Tercer Mundo, ex colonizado. Añade: "Europa ha adquirido
tal velocidad, local y desordenada... que va... hacia un abismo
del que vale más alejarse." En otras palabras: está perdida.
Una verdad que a nadie le gusta declarar, pero de la que
estamos convencidos todos — ¿no es cierto, queridos
europeos?
Hay que hacer, sin embargo, una salvedad. Cuando un
francés, por ejemplo, dice a otros franceses: "Estamos
perdidos" —lo que, por lo que yo sé, ocurre casi todos los días
desde 1930— se trata de un discurso emotivo, inflamado de
coraje y de amor, y el orador se incluye a sí mismo con todos
sus compatriotas. Y además, casi siempre añade: "A menos
que...". Todos ven de qué se trata: no puede cometerse un solo
error más; si no se siguen sus recomendaciones al pie de la
letra, entonces y sólo entonces el país se desintegrará. En
resumen: es una amenaza seguida de un consejo y esas ideas
chocan tanto menos cuanto que brotan de la intersubjetividad
nacional. Cuando Fanon, por el contrario, dice que Europa se
precipita a la perdición, lejos de lanzar un grito de alarma hace
un diagnóstico. Este médico no pretende ni condenarla sin
recurso —otros milagros se han visto— ni darle los medios
para sanar; comprueba que está agonizando, desde fuera,
basándose en los síntomas que ha podido recoger. En cuanto a
curarla, no: él tiene otras preocupaciones; le da igual que se
hunda o que sobreviva. Por eso su libro es escandaloso. Y si
ustedes murmuran, medio en broma, medio molestos: "¡Qué
cosas nos dice!", se les escapa la verdadera naturaleza del
escándalo: porque Fanon no les "dice" absolutamente nada; su
obra —tan ardiente para otros— permanece helada para
ustedes; con frecuencia se habla de ustedes en ella, jamás a
ustedes. Se acabaron los Goncourt negros y los Nobel
amarillos: no volverá la época de los colonizados laureados.
Un ex indígena "de lengua francesa" adapta esa lengua a
nuevas exigencias, la utiliza para dirigirse únicamente a los
colonizados: "¡Indígenas de todos los países subdesarrollados,
uníos!" Qué decadencia la nuestra: para sus padres, éramos los
únicos interlocutores; los hijos no nos consideran ni siquiera
interlocutores válidos: somos los objetos del razonamiento.
Por supuesto, Fanon menciona de pasada nuestros crímenes
famosos, Setif, Hanoi, Madagascar, pero no se molesta en condenarlos: los utiliza.
Si descubre las tácticas del
colonialismo, el juego complejo de las relaciones que unen y
oponen a los colonos y los "de la metrópoli" lo hace para sus
hermanos; su finalidad es enseñarles a derrotarnos.
En una palabra, el Tercer Mundo se descubre y se
expresa a través de esa voz. Ya se sabe que no es homogéneo
y que todavía se encuentran dentro de ese mundo pueblos
sometidos, otros que han adquirido una falsa independencia,
algunos que luchan por conquistar su soberanía y otros más,
por último, que aunque han ganado la libertad plena viven
bajo la amenaza de una agresión imperialista. Esas diferencias
han nacido de la historia colonial, es decir, de la opresión.
Aquí la Metrópoli se ha contentado con pagar a algunos
señores feudales; allá, con el lema de “dividir para vencer", ha
fabricado de una sola pieza una burguesía de colonizados; en
otra parte ha dado un doble golpe: la colonia es a la vez de
explotación y de población. Así Europa ha fomentado las
divisiones, las oposiciones, ha forjado clases y racismos, ha
intentado por todos los medios provocar y aumentar la
estratificación de las sociedades colonizadas. Fanon no oculta
nada: para luchar contra nosotros, la antigua colonia debe
luchar contra sí misma. O más bien ambas luchas no son sino
una sola. En el fuego del combate, todas las barreras interiores
deben desaparecer, la impotencia burguesa de los negociantes
y los compradores, el proletariado urbano, siempre
privilegiado, el lumpen-proletariat de los barrios miserables,
todos deben alinearse en la misma posición de las masas
rurales, verdadera fuente del ejército colonial y
revolucionario; en esas regiones cuyo desarrollo ha sido
detenido deliberadamente por el colonialismo, el
campesinado, cuando se rebela, aparece de inmediato como la
clase radical: conoce la opresión al desnudo, la ha sufrido
mucho más que los trabajadores de las ciudades y, para que no
muera de hambre, se necesita nada menos que un desplome de
todas las estructuras. Si triunfa, la Revolución nacional será
socialista; si se corta su aliento, si la burguesía colonizada
toma el poder, el nuevo Estado, a pesar de una soberanía
formal, queda en manos de los imperialistas. El ejemplo de
Katanga lo ilustra muy bien. Así, pues, la unidad del Tercer
Mundo no está hecha: es una empresa en vías de realizarse,
que ha de pasar en cada país, tanto después como antes de la
independencia, por la unión de todos los colonizados bajo el
mando de la clase campesina. Esto es lo que Fanon explica a
sus hermanos de África, de Asia, de América Latina:
realizaremos todos juntos y en todas partes el socialismo
revolucionario o seremos derrotados uno a uno por nuestros
antiguos tiranos. No oculta nada; ni las debilidades, ni las
discordias, ni las mixtificaciones. Aquí, el movimiento tiene
un mal comienzo; allí, tras brillantes éxitos, pierde velocidad;
en otra parte se detiene; si se quiere reanudarlo, será necesario
que los campesinos lancen al mar a su burguesía. Se advierte
seriamente al lector contra las enajenaciones más peligrosas:
el dirigente, el culto a la personalidad, la cultura occidental e,
igualmente, el retorno al lejano pasado de la cultura africana:
la verdadera cultura es la Revolución, lo que quiere decir que
se forja al rojo. Fanon habla en voz alta; nosotros los europeos
podemos escucharlo: la prueba es que aquí tienen ustedes este
libro en sus manos; ¿no teme que las potencias coloniales se
aprovechen de su sinceridad?
No. No teme nada. Nuestros procedimientos están
anticuados: pueden retardar ocasionalmente la emancipación,
pero no la detendrán. Y no hay que imaginar que podemos
modificar nuestros métodos: el neocolonialismo, ese sueño
lánguido de las metrópolis, no es más que aire; las "Terceras
Fuerzas" no existen o bien son las burguesías de hojalata que
el colonialismo ya ha colocado en el poder.
Nuestro
maquiavelismo tiene poca influencia sobre ese mundo, ya muy despierto, que ha descubierto una tras otra nuestras mentiras.
El colono no tiene más que un recurso: la fuerza cuando
todavía le queda; el indígena no tiene más que una alternativa:
la servidumbre o la soberanía. ¿Qué puede importarle a Fanon
que ustedes lean o no su obra? Es a sus hermanos a quienes
denuncia nuestras viejas malicias, seguro de que no tenemos
alternativa. A ellos les dice: Europa ha dado un zarpazo a
nuestros continentes; hay que acuchillarle las garras hasta que
las retire. El momento nos favorece: no sucede nada en
Bizerta, en Elizabethville, en el campo argelino sin que la
tierra entera sea informada; los bloques asumen posiciones
contrarias, se respetan mutuamente, aprovechemos esa
parálisis, entremos en la historia y que nuestra irrupción la
haga universal por primera vez; luchemos: a falta de otras
armas, bastará la paciencia del cuchillo.
Europeos, abran este libro, penetren en él. Después de
dar algunos pasos en la oscuridad, verán a algunos extranjeros
reunidos en torno al fuego, acérquense, escuchen: discuten la
suerte que reservan a las agencias de ustedes, a los
mercenarios que las defienden. Quizá estos extranjeros se den
cuenta de su presencia, pero seguirán hablando entre sí, sin tan
siquiera bajar la voz. Esa indiferencia hiere en lo más hondo:
sus padres, criaturas de sombra, criaturas de ustedes, eran
almas muertas, ustedes les dispensaban la luz, no hablaban
sino a ustedes y nadie se ocupaba de responder a esos zombis.
Los hijos, en cambio, los ignoran: los ilumina y los calienta un
fuego que no es el de ustedes, que a distancia respetable se
sentirán furtivos, nocturnos, estremecidos: a cada quien su
turno; en esas tinieblas de donde va a surgir otra aurora, los
zombis son ustedes.
En ese caso, dirán, arrojemos este libro por la ventana.
¿Para qué leerlo si no está escrito para nosotros? Por dos
motivos, el primero de los cuales es que Fanon explica a sus
hermanos cómo somos y les descubre el mecanismo de
nuestras enajenaciones: aprovéchenlo para revelarse a ustedes
mismos en su verdad de objetos. Nuestras víctimas nos
conocen por sus heridas y por sus cadenas: eso hace
irrefutable su testimonio. Basta que nos muestren lo que
hemos hecho de ellas para que conozcamos lo que hemos
hecho de nosotros mismos. ¿Resulta útil? Sí, porque Europa
está en gran peligro de muerte. Pero, dirán ustedes, nosotros
vivimos en la Metrópoli y reprobamos los excesos. Es verdad,
ustedes no son colonos, pero no valen más que ellos. Ellos son
sus pioneros, ustedes los enviaron a las regiones de ultramar,
ellos los han enriquecido; ustedes se lo habían advertido: si
hacían correr demasiada sangre, los desautorizarían de labios
afuera; de la misma manera, un Estado —cualquiera que sea—
mantiene en el extranjero una turba de agitadores, de
provocadores y de espías a los que desautoriza cuando se les
sorprende. Ustedes, tan liberales, tan humanos, que llevan al
preciosismo el amor por la cultura, parecen olvidar que tienen
colonias y que allí se asesina en su nombre. Fanon revela a sus
camaradas —a algunos de ellos, sobre todo, que todavía están
demasiado occidentalizados— la solidaridad de los
"metropolitanos" con sus agentes coloniales. Tengan el valor
de leerlo: porque les hará avergonzarse y la vergüenza, como
ha dicho Marx, es un sentimiento revolucionario. Como
ustedes ven, tampoco yo puedo desprenderme de la ilusión
subjetiva.
Yo también les digo: "Todo está perdido, a menos
que..." Como europeo, me apodero del libro de un enemigo y
lo convierto en un medio para curar a Europa. Aprovéchenlo.
Y he aquí la segunda razón: si descartan la verborrea
fascista de Sorel, comprenderán que Fanon es el primero
después de Engels que ha vuelto a sacar a la superficie a la
partera de la historia. Y no vayan a creer que una sangre
demasiado ardiente o una infancia desgraciada le han creado
algún gusto singular por la violencia: simplemente se convierte en intérprete de la situación: nada más. Pero esto
basta para que constituya, etapa por etapa, la dialéctica que la
hipocresía liberal les oculta a ustedes y que nos ha producido a
nosotros lo mismo que a él.
En el siglo pasado, la burguesía consideraba a los obreros
como envidiosos, desquiciados por groseros apetitos, pero se
preocupaba por incluir a esos seres brutales en nuestra
especie: de no ser hombres y libres ¿cómo podrían vender
libremente su fuerza de trabajo? En Francia, en Inglaterra, el
humanismo presume de universal.
Con el trabajo forzado sucede todo lo contrario. No hay
contrato. Además, hay que intimidar: la opresión resulta
evidente. Nuestros soldados, en ultramar, rechazan el
universalismo metropolitano, aplican al género humano el
numerus clausus: como nadie puede despojar a su semejante
sin cometer un crimen, sin someterlo o matarlo, plantean
como principio que el colonizado no es el semejante del
hombre. Nuestra fuerza de choque ha recibido la misión de
convertir en realidad esa abstracta certidumbre: se ordena
reducir a los habitantes del territorio anexado al nivel de
monos superiores, para justificar que el colono los trate como
bestias. La violencia colonial no se propone sólo como
finalidad mantener en actitud respetuosa a los hombres
sometidos, trata de deshumanizarlos. Nada será ahorrado para
liquidar sus tradiciones, para sustituir sus lenguas por las
nuestras, para destruir su cultura sin darles la nuestra; se les
embrutecerá de cansancio. Desnutridos, enfermos, si resisten
todavía al miedo se llevará la tarea hasta el fin: se dirigen
contra el campesino los fusiles; vienen civiles que se instalan
en su tierra y con el látigo lo obligan a cultivarla para ellos. Si
se resiste, los soldados disparan, es un hombre muerto; si
cede, se degrada, deja de ser un hombre; la vergüenza y el
miedo van a quebrar su carácter, a desintegrar su persona.
Todo se hace a tambor batiente, por expertos: los "servicios
psicológicos" no datan de hoy. Ni el lavado de cerebro. Y sin
embargo, a pesar de todos los esfuerzos, no se alcanza el fin
en ninguna parte: ni en el Congo, donde se cortaban las manos
a los negros ni en Angola donde, recientemente, se horadaban
los labios de los descontentos, para cerrarlos con cadenas. Y
no sostengo que sea imposible convertir a un hombre en
bestia. Solo afirmo que no se logra sin debilitarlo
considerablemente; no bastan los golpes, hay que presionar
con la desnutrición. Es lo malo con la servidumbre: cuando se
domestica a un miembro de nuestra especie, se disminuye su
rendimiento y, por poco que se le dé, un hombre de corral
acaba por costar más de lo que rinde. Por esa razón los
colonos se ven obligados a dejar a medias la domesticación: el
resultado, ni hombre ni bestia, es el indígena. Golpeado,
subalimentado, enfermo, temeroso, pero sólo hasta cierto
punto, tiene siempre, ya sea amarillo, negro o blanco, los
mismos rasgos de carácter: es perezoso, taimado y ladrón,
vive de cualquier cosa y sólo conoce la fuerza.
¡Pobre colono!: su contradicción queda al desnudo.
Debería, como hace, según se dice, el ogro, matar al que
captura. Pero eso no es posible. ¿No hace falta acaso que los
explote? Al no poder llevar la matanza hasta el genocidio y la
servidumbre hasta el embrutecimiento animal, pierde el
control, la operación se invierte, una implacable lógica lo
llevará hasta la descolonización.
Pero no de inmediato. Primero, reina el europeo: ya ha
perdido, pero no se da cuenta; no sabe todavía que los
indígenas son falsos indígenas; afirma que les hace daño para
destruir el mal que existe en ellos; al cabo de tres
generaciones, sus perniciosos instintos ya no resurgirán. ¿Qué
instintos? ¿Los que impulsan al esclavo a matar al amo?
¿Cómo no reconoce su propia crueldad dirigida ahora contra
él mismo? ¿Cómo no reconoce en el salvajismo de esos campesinos oprimidos el salvajismo del colono que han
absorbido por todos sus poros y del que no se han curado? La
razón es sencilla: ese personaje déspota, enloquecido por su
omnipotencia y por el miedo de perderla, ya no se acuerda de
que ha sido un hombre: se considera un látigo o un fusil; ha
llegado a creer que la domesticación de las "razas inferiores"
se obtiene mediante el condicionamiento de sus reflejos. No
toma en cuenta la memoria humana, los recuerdos
imborrables; y, sobre todo, hay algo que quizá no ha sabido
jamás: no nos convertimos en lo que somos sino mediante la
negación íntima y radical de lo que han hecho de nosotros.
¿Tres generaciones? Desde la segunda, apenas abrían los ojos,
los hijos han visto cómo golpeaban a sus padres. En términos
de psiquiatría, están "traumatizados". Para toda la vida.
Pero
esas agresiones renovadas sin cesar, lejos de llevarlos a
someterse, los sitúan en una contradicción insoportable que el
europeo pagará, tarde o temprano. Después de eso, aunque se
les domestique a su vez, aunque se les enseñe la vergüenza, el
dolor y el hambre, no se provocará en sus cuerpos sino una
rabia volcánica cuya fuerza es igual a la de la presión que se
ejerce sobre ellos. ¿Decían ustedes que no conocen sino la
fuerza? Es cierto; primero será sólo la del colono y pronto
después la suya propia: es decir, la misma, que incide sobre
nosotros como nuestro reflejo que, desde el fondo de un
espejo, viene a nuestro encuentro. No se equivoquen; por esa
loca roña, por esa bilis y esa hiel, por su constante deseo de
matarnos, por la contracción permanente de músculos fuertes
que temen reposar, son hombres: por el colono, que quiere
hacerlos esclavos, y contra él. Todavía ciego, abstracto, el
odio es su único tesoro: el Amo lo provoca porque trata de
embrutecerlos, no puede llegar a quebrantarlo porque sus
intereses lo detienen a medio camino; así, los falsos indígenas
son todavía humanos, por el poder y la impotencia del -
opresor que se transforman, en ellos, en un Techazo obstinado
de la condición animal. Por lo demás ya se sabe; por supuesto,
son perezosos: es sabotaje. Taimados, ladrones. ¡Claro! Sus
pequeños hurtos marcan el comienzo de una resistencia
todavía desorganizada. Eso no basta: hay quienes se afirman
lanzándose con las manos desnudas contra los fusiles; son sus
héroes; y otros se hacen hombres asesinando europeos. Se les
mata: bandidos y mártires, su suplicio exalta a las masas
aterrorizadas.
Aterrorizadas, sí: en ese momento, la agresión colonial se
interioriza como Terror en los colonizados. No me refiero sólo
al miedo que experimentan frente a nuestros inagotables
medios de represión, sino también al que les inspira su propio
furor. Se encuentran acorralados entre nuestras armas que les
apuntan y esos tremendos impulsos, esos deseos de matar que
surgen del fondo de su .corazón y que no siempre reconocen:
porque no es en principio su violencia, es la nuestra, invertida,
que crece y los desgarra; y el primer movimiento de esos
oprimidos es ocultar profundamente esa inaceptable cólera,
reprobada por su moral y por la nuestra y que no es, sin
embargo, sino el último reducto de su humanidad. Lean a
Fanon: comprenderán que, en el momento de impotencia, la
locura homicida es el inconsciente colectivo de los
colonizados.
Esa furia contenida, al no estallar, gira en redondo y daña
a los propios oprimidos. Para liberarse de ella, acaban por
matarse entre sí: las tribus luchan unas contra otras al no poder
enfrentarse al enemigo verdadero —y, naturalmente, la
política colonial fomenta sus rivalidades; el hermano, al
levantar el cuchillo contra su hermano, cree destruir de una
vez por todas la imagen detestada de su envilecimiento
común. Pero esas víctimas expiatorias no apaciguan su sed de
sangre; no evitarán lanzarse contra las ametralladoras, sino
haciéndose nuestros cómplices: ellos mismos van a acelerar el
progreso de esa deshumanización que rechazan. Bajo la
mirada zumbona del colono, se protegerán contra sí mismos
con barreras sobrenaturales, reanimando antiguos mitos
terribles o atándose mediante ritos meticulosos: el obseso
evade así su exigencia profunda, infligiéndose manías que lo
ocupan en todo momento. Bailan: eso los ocupa; relaja sus
músculos dolorosamente contraídos y además la danza simula
secretamente, con frecuencia a pesar de ellos, el No que no
pueden decir, los asesinatos que no se atreven a cometer. En
ciertas regiones utilizan este último recurso: el trance. Lo que
antes era el hecho religioso en su simplicidad, cierta
comunicación del fiel con lo sagrado, lo convierten en un
arma contra la desesperanza y la humillación: los zars, las
loas, los santos de la santería descienden sobre ellos,
gobiernan su violencia y la gastan en el trance hasta el
agotamiento. Al mismo tiempo, esos altos personajes los
protegen: esto quiere decir que los colonizados se defienden
de la enajenación colonial acrecentando la enajenación
religiosa. El único resultado a fin de cuentas, es que se
acumulan ambas enajenaciones y que cada una refuerza a la
otra. Así, en ciertas psicosis, cansados de ser insultados todos
los días, los alucinados creen un buen día que han escuchado
la voz de un ángel que los elogia; los denuestos no
desaparecen, sin embargo: en lo sucesivo, alternan con el
elogio. Es una defensa y el final de su aventura: la persona
está disociada, el enfermo se encamina a la demencia. Hay que
añadir, en el caso de algunos desgraciados rigurosamente
seleccionados, ese otro trance de que he hablado más arriba: la
cultura occidental. En su lugar, dirán ustedes, yo preferiría mis
zars a la Acrópolis. Bueno, eso quiere decir que han
comprendido. Pero no del todo, sin embargo, porque ustedes
no se encuentran en su lugar. Todavía no. De otra manera
sabrían que ellos no pueden escoger: acumulan. Dos mundos,
es decir, dos trances: se baila toda la noche, al alba se
apretujan en las iglesias para oír misa; día a día, la grieta se
ensancha. Nuestro enemigo traiciona a sus hermanos y se hace
nuestro cómplice; sus hermanos hacen lo mismo. La condición
del indígena es una neurosis introducida y mantenida por el
colono entre los colonizados, con su consentimiento.
Reclamar y negar, a la vez, la condición humana: la
contradicción es explosiva. Y hace explosión, ustedes lo saben
lo mismo que yo. Vivimos en la época de la deflagración:
basta que el aumento de los nacimientos acreciente la escasez,
que los recién llegados tengan que temer a la vida un poco
más que a la muerte, y el torrente de violencia rompe todas las
barreras. En Argelia, en Angola, se mata al azar a los
europeos. Es el momento del boomerang, el tercer tiempo de
la violencia: se vuelve contra nosotros, nos alcanza y, como de
costumbre, no comprendemos que es la nuestra. Los
"liberales" se quedan confusos: reconocen que no éramos lo
bastante corteses con los indígenas, que habría sido más justo
y más prudente otorgarles ciertos derechos en la medida de lo
posible; no pedían otra cosa sino que se les admitiera por
hornadas y sin padrinos en ese club tan cerrado, nuestra
especie: y he aquí que ese desencadenamiento bárbaro y loco
no los respeta en mayor medida que a los malos colonos. La
izquierda metropolitana se siente molesta: conoce la verdadera
suerte de los indígenas, la opresión sin piedad de que son
objeto y no condena su rebeldía, sabiendo que hemos hecho
todo por provocarla. Pero de todos modos, piensa, hay límites:
esos "guerrilleros"∗ deberían esforzarse por mostrarse
caballeros; sería el mejor medio de probar que son hombres. A
veces los reprende: "Van ustedes demasiado lejos, no
seguiremos apoyándolos;" A ellos no les importa; para lo que sirve el apoyo que les presta, ya puede hacer con él lo que más
le plazca.
Desde que empezó su guerra, comprendieron esa
rigurosa verdad: todos valemos lo que somos, todos nos
hemos aprovechado de ellos, no tienen que probar nada, no
harán distinciones con nadie. Un solo deber, un objetivo
único: expulsar al colonialismo por todos los medios. Y los
más alertas entre nosotros estarían dispuestos, en rigor, a
admitirlo, pero no pueden dejar de ver en esa prueba de fuerza
el medio inhumano que los subhombres han asumido para
lograr que se les otorgue carta de humanidad: que se les
otorgue lo más pronto posible y que traten luego, por medios
pacíficos, de merecerla. Nuestras almas bellas son racistas.
Nos servirá la lectura de Fanon; esa violencia
irreprimible, lo demuestra plenamente, no es una absurda
tempestad ni la resurrección de instintos salvajes ni siquiera
un efecto del resentimiento: es el hombre mismo
reintegrándose. Esa verdad, me parece, la hemos conocido y la
hemos olvidado: ninguna dulzura borrará las señales de la
violencia; sólo la violencia puede destruirlas. Y el colonizado
se cura de la neurosis colonial expulsando al colono con las
armas. Cuando su ira estalla, recupera su transparencia
perdida, se conoce en la medida misma en que se hace; de
lejos, consideramos su guerra como el triunfo de la barbarie;
pero procede por sí misma a la emancipación progresiva del
combatiente, liquida en él y fuera de él, progresivamente, las
tinieblas coloniales. Desde que empieza, es una guerra sin
piedad. O se sigue aterrorizado o se vuelve uno terrible; es
decir: o se abandona uno a las disociaciones de una vida
falseada o se conquista la unidad innata. Cuando los
campesinos reciben los fusiles, los viejos mitos palidecen, las
prohibiciones desaparecen una por una; el arma de un
combatiente es su humanidad. Porque, en los primeros
momentos de la rebelión, hay que matar: matar a un europeo
es matar dos pujaros de un tiro, suprimir a la vez a un opresor
y a un oprimido: quedan un hombre muerto y un hombre libre;
el superviviente, por primera vez, siente un suelo nacional
bajo la planta de los pies. En ese instante, la Nación no se
aleja de él: se encuentra dondequiera que él va, allí donde él
está —nunca más lejos, se confunde con su libertad. Pero, tras
la primera sorpresa, el ejército colonial reacciona: hay que
unirse o dejarse matar. Las discordias tribales se atenúan,
tienden a desaparecer; primero porque ponen en peligro la
Revolución y, más hondamente, porque no tenían más
finalidad que derivar la violencia hacia falsos enemigos.
Cuando persisten —como en el Congo— es porque son
alimentadas por los agentes del colonialismo. La Nación se
pone en marcha: para cada hermano está en dondequiera que
combaten otros hermanos. Su amor fraternal es lo contrario
del odio que les tienen a ustedes: son hermanos porque cada
uno de ellos ha matado o puede, de un momento a otro, haber
matado. Fanon muestra a sus lectores los límites de la
"espontaneidad", la necesidad y los peligros de la
"organización". Pero, cualquiera que sea la inmensidad de la
tarea, en cada paso de la empresa se profundiza la conciencia
social. Los últimos complejos desaparecen: que nos hablen del
"complejo de dependencia" en el soldado del A.L.N. Liberado
de sus anteojeras, el campesino toma conciencia de sus
necesidades: ellos lo mataban, pero él trataba de ignorarlos;
ahora los descubre como exigencias infinitas. En esta
violencia popular, para sostenerse cinco años, ocho años como
han hecho los argelinos, las necesidades militares, sociales y
políticas no pueden distinguirse. La guerra —aunque sólo
fuera planteando el asunto del mando y las
responsabilidades— instituye nuevas estructuras que serán las
primeras instituciones de la paz. He aquí, pues, al hombre
instaurado hasta en las nuevas tradiciones, hijas futuras de un
horrible presente, helo aquí legitimado por un derecho que va
a nacer, que nace cada día en el fuego mismo: con el último
colono muerto, reembarcado o asimilado, la especie
minoritaria desaparece y cede su lugar a la fraternidad
socialista. Y esto no basta: ese combatiente quema las etapas;
por supuesto no arriesga su piel para encontrarse al nivel del
viejo "metropolitano". Tiene mucha paciencia: quizá sueña a
veces con un nuevo Dien-Bien-Phu; pero en realidad no
cuenta con eso: es un mendigo que lucha, en su miseria, contra
ricos fuertemente armados. En espera de las victorias
decisivas y con frecuencia sin esperar nada, hostiga a sus
adversarios hasta exacerbarlos. Esto no se hace sin espantosas
pérdidas; el ejército colonial se vuelve feroz: cuadrillas,
ratissages,∗ concentraciones, expediciones punitivas; se
asesina a mujeres y niños. Él lo sabe: ese hombre nuevo
comienza su vida de hombre por el final; se sabe muerto en
potencia. Lo matarán: no sólo acepta el riesgo sino que tiene
la certidumbre; ese muerto en potencia ha perdido a su mujer,
a sus hijos; ha visto tantas agonías que prefiere vencer a
sobrevivir; otros gozarán de la victoria, él no: está demasiado
cansado. Pero esa fatiga del corazón es la fuente de un
increíble valor. Encontramos nuestra humanidad más acá de la
muerte y de la desesperación, él la encuentra más allá de los
suplicios y de la muerte. Nosotros hemos sembrado el viento,
él es la tempestad. Hijo de la violencia, en ella encuentra a
cada instante su humanidad: éramos hombres a sus expensas,
él se hace hombre a expensas nuestras. Otro hombre: de mejor
calidad.
Aquí se detiene Fanon. Ha mostrado el camino: vocero
de los combatientes, ha reclamado la unión, la unidad del
Continente africano contra todas las discordias y todos los
particularismos. Su fin está logrado. Si quisiera describir
integralmente el hecho histórico de la descolonización, tendría
que hablar de nosotros, y ése no es, sin duda, su propósito.
Pero, cuando cerramos el libro, continúa en nosotros, a pesar
de su autor, porque experimentamos la fuerza de los pueblos
en revolución y respondemos con la fuerza. Hay, pues, un
nuevo momento de violencia y nos es necesario volvernos
hacia nosotros esta vez porque esa violencia nos está
cambiando en la medida en que el falso indígena cambia a
través de ella. Que cada cual reflexione como quiera, con tal
de que reflexione: en la Europa de hoy, aturdida por los golpes
que recibe, en Francia, en Bélgica, en Inglaterra, la menor
distracción del pensamiento es una complicidad criminal con
el colonialismo. Este libro no necesitaba un prefacio. Sobre
todo, porque no se dirige a nosotros. Lo escribí, sin embargo,
para llevar la dialéctica hasta sus últimas consecuencias:
también a nosotros, los europeos, nos están descolonizando; es
decir, están extirpando en una sangrienta operación al colono
que vive en cada uno de nosotros. Debemos volver la mirada
hacia nosotros mismos, si tenemos el valor de hacerlo, para
ver qué hay en nosotros.
Primero hay que afrontar un
espectáculo inesperado: el striptease de nuestro humanismo.
Helo aquí desnudo y nada hermoso: no era sino una ideología
mentirosa, la exquisita justificación del pillaje; sus ternuras y
su preciosismo justificaban nuestras agresiones. ¡Qué bello
predicar la no violencia!: ¡Ni víctimas ni verdugos! ¡Vamos!
Si no son ustedes víctimas, cuando el gobierno que han
aceptado en un plebiscito, cuando el ejército en que han
servido sus hermanos menores, sin vacilación ni
remordimiento, han emprendido un "genocidio",
indudablemente son verdugos. Y si prefieren ser víctimas,
arriesgarse a uno o dos días de cárcel, simplemente optan por retirar su carta del juego. (Literalmente, "cacería de ratas", término utilizado por los
colonialistas para calificar los asaltos a los barrios y viviendas
argelinos). No pueden retirarla: tiene que permanecer allí hasta el final.
Compréndanlo de una vez: si la
violencia acaba de empezar, si la explotación y la opresión no
han existido jamás sobre la Tierra, quizá la pregonada "no
violencia" podría poner fin a la querella. Pero si el régimen
todo y hasta sus ideas sobre la no violencia están
condicionados por una opresión milenaria, su pasividad no
sirve sino para alinearlos del lado de los opresores.
Ustedes saben bien que somos explotadores. Saben que
nos apoderamos del oro y los metales y el petróleo de los
"continentes nuevos" para traerlos a las viejas metrópolis. No
sin excelentes resultados: palacios, catedrales, capitales
industriales; y cuando amenazaba la crisis, ahí estaban los
mercados coloniales para amortiguarla o desviarla. Europa,
cargada de riquezas, otorgó de jure la humanidad a todos sus
habitantes: un hombre, entre nosotros, quiere decir un
cómplice puesto que todos nos hemos beneficiado con la
explotación colonial. Ese continente gordo y lívido acaba por
caer en lo que Fanon llama justamente el "narcisismo".
Cocteau se irritaba con París, "esa ciudad que habla todo el
tiempo de sí misma". ¿Y qué otra cosa hace Europa? ¿Y ese
monstruo supereuropeo, la América del Norte? Palabras:
libertad, igualdad, fraternidad, amor, honor, patria. ¿Qué se
yo? Esto no nos impedía pronunciar al mismo tiempo frases
racistas, cochino negro, cochino judío, cochino ratón.
Los
buenos espíritus, liberales y tiernos —los neocolonialistas, en
una palabra— pretendían sentirse asqueados por esa
inconsecuencia; error o mala fe: nada más consecuente, entre
nosotros, que un humanismo racista, puesto que el europeo no
ha podido hacerse hombre sino fabricando esclavos y
monstruos. Mientras existió la condición de indígena, la
impostura no se descubrió; se encontraba en el género humano
una abstracta formulación de universalidad que servía para
encubrir prácticas más realistas: había, del otro lado del mar,
una raza de subhombres que, gracias a nosotros, en mil años
quizá, alcanzarían nuestra condición. En resumen, se
confundía el género con la élite. Actualmente el indígena
revela su verdad; de un golpe, nuestro club tan cerrado revela
su debilidad: no era ni más ni menos que una minoría. Lo que
es peor: puesto que los otros se hacen hombres en contra
nuestra, se demuestra que somos los enemigos del género
humano; la élite descubre su verdadera naturaleza: la de una
pandilla. Nuestros caros valores pierden sus alas; si los
contemplamos de cerca, no encontraremos uno solo que no
esté manchado de sangre. Si necesitan ustedes un ejemplo,
recuerden las grandes frases: ¡cuan generosa es Francia!
¿Generosos nosotros? ¿Y Setif? ¿Y esos ocho años de guerra
feroz que han costado la vida a más de un millón de argelinos?
Y la tortura.
Pero comprendan que no se nos reprocha haber
traicionado una misión: simplemente porque no teníamos
ninguna. Es la generosidad misma la que se pone en duda; esa
hermosa palabra cantarina no tiene más que un sentido:
condición otorgada. Para los hombres de enfrente, nuevos y
liberados, nadie tiene el poder ni el privilegio de dar nada a
nadie. Cada uno tiene todos los derechos. Sobre todos; y
nuestra especie, cuando un día llegue a ser, no se definirá
como la suma de los habitantes del globo sino como la unidad
infinita de sus reciprocidades. Aquí me detengo; ustedes
pueden seguir la labor sin dificultad. Basta mirar de frente, por
primera y última vez, nuestras aristocráticas virtudes: se
mueren; ¿cómo podrían sobrevivir a la aristocracia de
subhombres que las han engendrado? Hace años, un
comentador burgués —y colonialista— para defender a
Occidente no pudo decir nada mejor que esto: "No somos
ángeles. Pero, al menos, tenemos remordimientos." ¡Qué
declaración! En otra época, nuestro Continente tenía otros
salvavidas: el Partenón, Chartres, los Derechos del Hombre, la
svástica. Ahora sabemos lo que valen: y ya no pretenden
salvarnos del naufragio sino a través del muy cristiano
sentimiento de nuestra culpabilidad. Es el fin, como verán
ustedes: Europa hace agua por todas partes. ¿Qué ha
sucedido? Simplemente, que éramos los sujetos de la historia
y que ahora somos sus objetos. La relación de fuerzas se ha
invertido, la descolonización está en camino; lo único que
pueden intentar nuestros mercenarios es retrasar su
realización.
Hace falta aún que las viejas "metrópolis" intervengan,
que comprometan todas sus fuerzas en una batalla perdida de
antemano. Esa vieja brutalidad colonial que hizo la dudosa
gloria de los Bugeaud volvemos a encontrarla, al final de la
aventura, decuplicada e insuficiente. Se envía al ejército a
Argelia y allí se mantiene desde hace siete años sin resultado.
La violencia ha cambiado de sentido; victoriosos, la
ejercíamos sin que pareciera alterarnos: descomponía a los
demás y en nosotros, los hombres, nuestro humanismo
permanecía intacto; unidos por la ganancia, los
"metropolitanos" bautizaban como fraternidad, como amor, la
comunidad de sus crímenes; actualmente, bloqueada por todas
partes, vuelve sobre nosotros a través de nuestros soldados, se
interioriza y nos posee. La involución comienza: el colonizado
se reintegra y nosotros, ultras y liberales, y colonos y
"metropolitanos" nos descomponemos. Ya la rabia y el miedo
están al desnudo: se muestran al descubierto en las "cacerías
de ratas" de Argel. ¿Dónde están ahora los salvajes? ¿Dónde
está la barbarie? Nada falta, ni siquiera el tam-tam: las bocinas
corean "Argelia francesa" mientras los europeos queman vivos
a los musulmanes. No hace mucho, recuerda Fanon, los
psiquiatras se afligían en un congreso por la criminalidad de
los indígenas: esa gente se mata entre sí, decían, eso no es
normal; su corteza cerebral debe estar subdesarrollada. En
África central, otros han establecido que "el africano utiliza
muy poco sus lóbulos frontales". Ésos sabios deberían
proseguir ahora su encuesta en Europa y particularmente entre
los franceses. Porque también nosotros, desde hace algunos
años, debemos estar afectados de pereza mental: los Patriotas
empiezan a asesinar a sus compatriotas; en caso de ausencia,
hacen volar en trozos al conserje y su casa. No es más que el
principio: la guerra civil está prevista para el otoño o la
próxima primavera. Nuestros lóbulos parecen, sin embargo, en
perfecto estado: ¿no será, más bien, que al no poder aplastar al
indígena, la violencia se vuelve sobre sí misma, se acumula en
el fondo de nosotros y busca una salida? La unión del pueblo
argelino produce la desunión del pueblo francés; en todo el
territorio de la antigua metrópoli, las tribus danzan y se
preparan para el combate. El terror ha salido de África para
instalarse aquí: porque están los furiosos, que quieren
hacernos pagar con nuestra sangre la vergüenza de haber sido
derrotados por el indígena y están los demás, todos los demás,
igualmente culpables —después de Bizerta, después de los
linchamientos de septiembre ¿quién salió a la calle para decir:
basta?—, pero más sosegados: los liberales, los más duros de
los duros de la izquierda muelle. También a ellos les sube la
fiebre. Y el malhumor. ¡Pero qué espanto! Disimulan su rabia
con mitos, con ritos complicados; para retrasar el arreglo final
de cuentas y la hora de la verdad, han puesto a la cabeza del
país a un Gran Brujo cuyo oficio es mantenernos a cualquier
precio en la oscuridad. Nada se logra; proclamada por unos,
rechazada por otros, la violencia gira en redondo: un día hace
explosión en Metz, al día siguiente en Burdeos; ha pasado por
aquí, pasará por allá, es el juego de prendas. Ahora nos toca el
turno de recorrer, paso a paso, el camino que lleva a la
condición de indígena. Pero para convertirnos en indígenas del
todo, sería necesario que nuestro suelo fuera ocupado por los
antiguos colonizados y que nos muriéramos de hambre. Esto
no sucederá: no, es el colonialismo decadente el que nos
posee, el que nos cabalgará pronto, chocho y soberbio; ése es
nuestro zar, nuestro loa. Y al leer el último capítulo de Fanon
uno se convence de que vale más ser un indígena en el peor
momento de la desdicha que un ex colono. No es bueno que
un funcionario de la policía se vea obligado a torturar diez
horas diarias: a ese paso, sus nervios llegarán a quebrarse a no
ser que se prohíba a los verdugos, por su propio bien, el
trabajo en horas suplementarias. Cuando se quiere proteger
con el rigor de las leyes la moral de la Nación y del Ejército,
no es bueno que éste desmoralice sistemáticamente a aquélla.
Ni que un país de tradición republicana confíe a cientos de
miles de sus jóvenes a oficiales putchistas. No es bueno,
compatriotas, ustedes que conocen todos los crímenes
cometidos en nuestro nombre, no es realmente bueno que no
digan a nadie una sola palabra, ni siquiera a su propia alma,
por miedo a tener que juzgarse a sí mismos. Al principio
ustedes ignoraban, quiero creerlo, luego dudaron y ahora
saben, pero siguen callados. Ocho años de silencio degradan.
Y en vano: ahora, el sol cegador de la tortura está en el cenit,
alumbra a todo el país; bajo esa luz, ninguna risa suena bien,
no hay una cara que no se cubra de afeites para disimular la
cólera o el miedo, no hay un acto que no traicione nuestra
repugnancia y complicidad. Basta actualmente que dos
franceses se encuentren para que haya entre ellos un cadáver.
Y cuando digo uno... Francia era antes el nombre de un país,
hay que tener cuidado de que no sea, en 1961, el nombre de
una neurosis.
¿Sanaremos? Sí. La violencia, como la lanza de Aquiles,
puede cicatrizar las heridas que ha infligido. En este momento
estamos encadenados, humillados, enfermos de miedo: en lo
más bajo. Felizmente esto no basta todavía a la aristocracia
colonialista: no puede concluir su misión retardataria en
Argelia sin colonizar primero a los franceses. Cada día
retrocedemos frente a la contienda, pero pueden estar seguros
de que no la evitaremos: ellos, los asesinos, la necesitan; van a
seguir revoloteando a nuestro alrededor, a seguir golpeando el
yunque. Así se acabará la época de los brujos y los fetiches:
tendrán ustedes que pelear o se pudrirán en los campos de
concentración. Es el momento final de la dialéctica: ustedes
condenan esa guerra, pero no se atreven todavía a declararse
solidarios de los combatientes argelinos; no tengan miedo, los
colonos y los mercenarios los obligarán a dar este paso. Quizá
entonces, acorralados contra la pared, liberarán ustedes por fin
esa violencia nueva suscitada por los viejos crímenes
rezumados. Pero eso, como suele decirse, es otra historia. La
historia del hombre. Estoy seguro de que ya se acerca el
momento en que nos uniremos a quienes la están haciendo.
Jean-Paul Sartre
Septiembre de 1961.
∗ En español en el original.
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