sábado, 4 de dezembro de 2021

El amor político y el odio de los insensatos



El amor político y el odio de los insensatos

Por Sandra Russo de Página/12

“Con odio has vivido y con odio has muerto”, fue el tuit de un municipio de Madrid, a cargo de Vox, para despedir a Almudena Grandes, que en su obra vivificó los dramas republicanos que permanecieron invisibles. Aquí, allá y en todas partes los reaccionarios están embebidos, lubricados con el odio. Sólo les son concebibles criaturas ajadas como ellos por ese rayo que los partió al medio y los dejó con la capacidad de amor atrofiada. No se quieren ni entre ellos.

El auge de los discursos de odio no es ningún misterio. Podría haber un auge del amor si el poder real fuera de los humildes y lo que no derrama brotara de la tierra. Brota, pero la tierra es de quienes se declararon sus dueños. Y como no aman, ni a quienes habitan la tierra ni a lo vegetal y mineral que vive en ella, odian, incendian, matan. O mienten, desprestigian, cancelan...

Pero hablemos de amor. Se habla poco de amor, porque estamos todo el tiempo hablando de odio, incluso para descifrarlo. En general solamente surge la primera acepción, la erótica o romántica, inflada como una pelopincho con motor por la cultura de masas. Luego se añaden otros amores intensos, los hijos, los padres, un club, los amigos, un sabor, un olor que al estilo de Proust es un puente hacia los que fuimos antes y ya no existen, aunque perduran de mil formas en los que somos.

Pero el amor político, ¿qué es? Porque enfrentamos el odio político, no el odio a secas, y no voy a caer en la frase que sabemos todos, porque tiene una lectura lineal que la hace parecer ingenua. No lo es. Porque amemos a los otros o a esta tierra, no venceremos por amar, sino en todo caso por pelear por lo que amamos.

Los discursos del odio son una anteojera que les ponen los miserables a los amargos que nunca se deleitaron en su vida con nada que no sea caro, por un lado, y por el otro a los que nunca se deleitaron con la vida en general, los que vivieron resentidos, acomplejados, incompletos porque nunca se arriesgaron para rozar aunque sea unos segundos la epifanía del amor colectivo.

A lo largo de la historia, los grandes y buenos pasos hacia formas civilizatorias --por esto entiendo aquí nuevos contratos sociales que acotaron en cualquier escala el volumen de dolor de grandes sectores de la población--, se dieron por amor. Siempre hubo víctimas que elaboraron su sufrimiento como el resultado de un orden que había que cambiar. Los esclavos, los vasallos, las mujeres, entre tantxs. Y siempre a esas víctimas se les sumaron muchxs que se convirtieron en víctimas por elegir pelear ahí abajo.

Es mentira que nuestra naturaleza es el odio. Es mentira que para odiar hay que tener coraje. El odio es el camino recto y el amor es el surco que da vueltas y se bifurca y vuelve a convertirse en el camino: es instinto y a la vez conocimiento. El odio sale como un eructo. El amor es una construcción delicada y susceptible a los vientos en contra o a los vaivenes pasionales. Para odiar hay que dejarse llevar. Para amar, hay que sobreponerse.

El odio ha sido el instrumento de los tiranos y los mediocres, los extraviados y los desbordados de poder. Uno creyó que era rey porque lo había decidido Dios. Otro mató a millones porque fabuló una raza nórdica con estaturas que jamás tendrían los alemanes, ni los más rubios hubiesen sido nunca tan altos como en su delirio.

La historia está llena de odio, sí, pero no menos que de amor. El amor político, el que se siente por quien se conoce o no, el que trasciende un vínculo personal pero es tan personal como el deseo, toma ese rumbo porque no hay otro posible para su hazaña que tomar impuso y sobrevolar el odio: el amor político se llama causa. Cuando se ama políticamente, cuando todavía se está en el mundo sólido de las ideas y no en la gansada líquida de los programas con más rating, que ahora entretienen con odio, el amor es una causa.

Una causa que puede ser muy sencilla. Por ejemplo: que a los de más abajo les toque por fin el número, que los llamen por su nombre y apellido, que dejen de tener miedo, que sobrelleven su pobreza y que la pobreza sea un estado y no un destino, que una red intangible los libre de la miseria. Eso se dice fácil y lo dice cualquiera. Pero si uno se lo toma en serio, es sólo con amor por esa idea que se abandona el tiempo propio y los intereses propios y las ventajas propias y los cálculos propios. Hay de todo y mezclado. Pero el que de verdad ama esa causa, debe estar dispuesto a perderlo todo, y por amor. Ejemplos hay, de hombres y mujeres que nos han amado y a quienes les correspondimos. Pero esa clase de personas no espera retribución: hace lo que tiene que hacer ontológicamente, haciéndolo son ellos y ellas del todo.

Ese amor viene con nosotros. Nace con nosotros. El mundo nos espera, cuando nacemos, para desmentirlo, para convencernos de que Caín triunfa sobre Abel. Pero nunca han logrado extirpar el amor colectivo, ni su paradoja ni su semilla. No podrán nunca porque la paradoja es la que los enloquece: no se ama por conveniencia, sino por disposición. Los que odian siempre serán más rudimentarios, más mediocres que los que aman. Y lo saben, y no lo soportan.

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