terça-feira, 8 de janeiro de 2019

El abrazo, por Samuel Rodríguez.

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El autor,  escribe en El Horizonte, de Monterey, México. Y es un amigo lejano al que debo conocer personalmente un día. (JV)

El abrazo


El fin de año que más recuerdo fue en Buenos Aires, en un autobús o colectivo, como le llaman los porteños, más precisamente en la ruta que va de Palermo a Microcentro. Fue ahí en donde una ráfaga de fraternidad me enseñó que el abrazo de un desconocido puede ser una muestra de resistencia tan grande como los infortunios que nos rodean.
Debo advertir al lector que esta narración está exenta de moralejas o de lecciones de cualquier tipo, es sólo un humilde intento por mostrar el misterio de la fraternidad en una sociedad rota.
Buenos Aires es una ciudad bipolar, en esto radica parte de su encanto. La ciudad se extiende y se contrae violentamente, como un gigantesco bandoneón errante que lanzara su música profunda y adolorida sobre el fin del mundo. En ese entonces yo tomaba lecciones de arte y filosofía en la clase de Lucas Soares, un joven y brillante filósofo, de quien aprendí las bases de la apreciación estética, y de literatura con el profesor Carlos Luis, quien reafirmó en mí el amor por los poetas del mundo. 
Vivía a tres calles de Congreso, y para llegar a mis clases debía caminar al menos 25 cuadras; entonces la ciudad se descubría en toda su furia, en todo su misterio. Las huellas de la terrible dictadura militar se confundían con rostros hermosos y enigmáticos que atravesaban las calles siempre un poco por encima de las circunstancias. Así son los porteños y así es la ciudad: un poco intocables, un poco dramáticos. En cada esquina el mundo reventaba en una fiesta al revés, en cada calle el mundo era un río ebrio de espanto y de belleza desgarradora.
En las grandes avenidas, las penurias de los carretoneros, encargados de recoger la basura citadina, contrastaban con edificios majestuosos y librerías de lujo, las tangueras en la calle Florida y los vagabundos danzaban secretamente un tango imposible que reventaba en mi mirada como una fiesta de disfraces descomunal, los autos de lujo y los vehículos chatarra peleaban cuerpo a cuerpo por un espacio en las miserables calles que colindaban con los barrios del sur. En esta atmósfera efervescente entendí la gran necesidad de fraternidad que se vive en una sociedad que se tragó y nunca supo vomitar los demonios del siglo.
El cine argentino ha entendido muy bien esta necesidad, sus cineastas han incorporado el tema de la amistad como un conductor espiritual de la trama; pienso en cintas como Nueve reinas, de Fabián Bielinski, El lado oscuro del corazón del gran Eliseo Subiela, La noche de los lápices de Héctor Olivera, El Juego de Arcibel de  Alberto Lecchi o la interesantísima Pizza, birra y faso de los directores Caetano/Stagnaro. En estas cintas, los universos poéticos y  políticos, la selva urbana o las ensoñaciones literarias se transforman en una meditación soterrada sobre el don de la amistad y sobre la fuerza de la fraternidad en los momentos más críticos y oscuros de los personajes.
Aquel fin de año, transitando en avenidas que son una cicatriz que se abre hacia el infierno, deambulando entre el brillo de Palermo Soho y la dignidad de las calles de Microcentro, fui testigo de esa inquietud por el afecto que emerge de tiempo en tiempo como un relámpago perdido del interior de los porteños y que es un rasgo que revela la profunda inquietud por resolver los dilemas de un pasado tormentoso que habita en este país desgarrado.
El colectivo atravesaba la última noche del año con una urgencia previsible, las calles alborotadas celebraban entre bengalas y detonaciones. Justo a la medianoche el conductor detuvo el colectivo ante la sorpresa de todos, se levantó de su asiento y anunció que habíamos entrado en el año nuevo, nos abrazó respetuosamente (recuerdo que éramos pocos pasajeros) mientras en un gesto tan noble como simbólico nos regresó los $1.75 pesos del importe del viaje como una muestra de amistad y de buenos deseos, acto seguido continuamos nuestro camino un poco más felices y quizá más esperanzados.
El abrazo del conductor es una cuerda tendida en el abismo. La noche bonaerense tiene esas cosas, está preñada de excesos, este en particular devela la resistencia de una sociedad que se niega a dejarse vencer por las andanadas de horror que sufrieron en carne viva. Si el mundo se muestra hostil y no cesa de repartir golpes mortales, ¿podrá el abrazo de un desconocido en medio de la noche sudamericana ser un conjuro contra todas las muertes del continente?
http://www.elhorizonte.mx/opinion/editorial/el-abrazo/2400253?fbclid=IwAR2sOxysZ56N7CJUeba5dooibFKpLzU45AvGK2Yf5oU5_sNgOp4tS_mf7S8

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