El avioncito y la tijera de oruga
Me desperté de golpe cuando se paró el primer motor. Asustado, miré la cara del piloto que seguía impávido, pero que se levantó de su asiento apenas dejó de funcionar el segundo motor, un par de minutos después. Vi que me entregaba dos paquetes y me decía ¡Póngaselos, ahora!
No lograba entender qué quería que me pusiera: yo estaba en el cine, en una secuencia de imágenes que iban desde mi mamá y mi papá llevándome de la mano a la plaza, enseñándome a caminar, hasta mi tío Rodolfo, joven y de bigotes rubios, levantándome a lo alto, y yo me quedaba mirando las ramas y las hojas de la tipa del abuelo, a centenas de metros de altura.
-¡Póngase ahora mismo el chaleco y el paracaidas, vamos a saltar, ya! Apúrese!
Y de repente, la puerta del avioncito se abría y yo miraba hacia abajo y veía cada vez más grandes los cuadrados de los campos de soja, maíz y olivos.
-¡Póngaselos ya mismo, usted va a saltar primero y yo voy atrás, y mi abuelo me llevaba a la quinta a ver las mandarinas y las uvas, y no me dejaba cortar los tronquitos de la parra con la tijera con oruga, -esa que guardaba en un agujerito de la pared de adobe de la cocina- que es lo que yo más quería.
-¡Póngase solo el paracaídas entonces! No hay más tiempo! gritaba el piloto, y yo ya veía los caminos de tierra de las faldas de la cordillera, cada vez más grandes, y los hombrecitos a caballo, creciendo y mirando hacia arriba, y enseguida corriendo, asustados.
El piloto saltó antes y yo me agarré fuerte de las manos de papá y de mamá, y salté con los ojos cerrados, imaginándome que me hacían girar y jugábamos al gallito ciego. Nos matábamos de risa, y el abuelo nos miraba, serio como siempre.
La explosión del avión coincidió, creo, con el momento en que la abuela Eufemia y la tía Gringa llegaron a la cama y me levantaron, y yo no podía verlas pero las oía:
-¿Qué pasó m'hijito? qué le pasa? ¿Por qué grita? Levante, vamos a tomar el mate cocido, es tarde.
-Levantáte, Víctor, no te hagás el gracioso, levantáte.
Los arrieros llegan casi al mismo tiempo que la abuela y la tía, y arrancan pedazos enteros del avión con las manos, y otros dos peones atan los caballos a cada uno de los motores, calientes, humeantes, todavía con restos de fuego, y lo arrastran para lejos de los pastos. Y yo subo con papá y mamá la última loma, y nos alejamos despacio de lo que parecía haber sido un gran desastre aéreo. Pobres, ¡cuántos habrán muerto!
Fin
Nenhum comentário:
Postar um comentário