quarta-feira, 3 de março de 2021

Un viaje por Sefarad: la fortuna del judeoespañol Por Carmen Hernández González

 



El judeoespañol (autoglotónimo ג'ודיאו-איספאניול djudeo-espanyol) (también ladino, djudezmo [pronunciado /d͡ʒuˈdezmo/] o espanyol sefaradí) es un idioma hablado por las comunidades judías descendientes de hebreos llamados sefardíes, que vivieron en la península ibérica hasta 1492, cuando fueron expulsados de los reinos de España por los Reyes Católicos. El ladino, aunque procedente del castellano medieval, presenta también rasgos en diferentes proporciones de otras lenguas peninsulares y mediterráneas. Al ser una lengua judía, contiene alguna aportación del hebreo, con alguna influencia del turco e incluso del griego, principalmente, dependiendo del entorno. Además, el judeoespañol contemporáneo contiene una cantidad notable de vocablos del francés, por influencia de la Alianza Israelita Universal en ciudades como Salónica, Estambul y Esmirna.[cita requerida]

Al no haber sido nunca armonizada por una programación lingüística, es objeto de controversias, comenzando por su denominación. El nombre ladino (de "latino") surge de la costumbre rabínica de traducir las escrituras del hebreo original al castellano hablado por el común de los sefardíes, fazer en latino, utilizándose finalmente esa expresión para todo ese tipo de textos. Sin embargo, los sefardíes se referían a ella generalmente como espanyol o djudezmo. El término judeoespañol surge de la necesidad de diferenciarlo del español moderno. En el caso de la variedad haquetía, hablada principalmente en Marruecos, se observa una influencia muy fuerte del árabe.


Un viaje por Sefarad: la fortuna del judeoespañol

Por Carmen Hernández González

Las diferentes denominaciones y su significado: sefardíjudeoespañolladinojudesmojudió

Una de las primeras cosas que llama la atención es la multiplicidad de designaciones que la lengua de los judíos expulsados de la Península ha recibido tanto en publicaciones divulgativas como en otras de carácter científico. Este aparente caos denominativo puede llevar a confusiones de cierta importancia desde el punto de vista conceptual y ha constituido también un punto de fricción entre algunos estudiosos del tema. Intentaremos, pues, poner un poco de orden y delimitar los contornos de cada una de ellas(vid. Díaz-Mas, 1986: 100-103; Hassán, 1995: 117-140. También puede verse un resumen del problema en Hernández, 2000: 4 y 5).

Sefardí o español sefardí son los términos que se van consolidando más entre los especialistas españoles. Derivan de la forma con la que los judíos españoles se referían a su patria, Sefarad, nombre hebreo con el que (en hebreo) designaban ya los judíos a España cuando ésta era Al-Andalus. Conviene tener presente que, en sentido estricto, la denominación sefardí se refiere exclusivamente a los descendientes de los judíos españoles expulsados de la Península en el siglo xv, quedando fuera de esta denominación los judíos de otras ramas étnico-culturales (por ejemplo, askenasíes, el tronco del judaísmo franco-germano-eslavo), los que vivían en territorio peninsular antes del destierro, aquellos que se convirtieron y permanecieron en la Península (judeoconversos), y a la primera generación de los expulsos, que, aunque son en puridad sefardíes por su origen y situación, se deben considerar mejor como judíos españoles en el exilio por la gran identificación cultural con España al no haber existido suficiente aislamiento respecto a ella. Por eso, muchos judíos sostienen que el judaísmo sefardí es todo el que se extendió bajo el dominio del Islam desde el Mis_rac («Oriente») hasta el Magreb («Occidente») y restan importancia al hecho de que una parte de esos sefardíes (en sentido lato) se fueran hispanizando a medida que la frontera entre los reinos cristianos y musulmanes se iba desplazando hacia el sur y mantuvieran, desde su expulsión, una lengua hispánica fuera de España. Esta forma de entender lo sefardí debe ser tenida muy en cuenta porque, a menudo, está presente en muchas informaciones sobre sefardíes que aparecen en los medios de comunicación de masas.

Judeoespañol (o con guión, judeo-español) es la denominación más extendida para designar a la lengua de los sefardíes en referencia a su base hispánica y a la fundamental influencia del hebreo: en su grafía aljamiada, en un gran caudal léxico y, muy especialmente, en el trasvase de rasgos morfológicos, sintácticos y semánticos que desde la traducción de los textos sagrados hebreos han pasado al sefardí. Aludiremos a este problema un poco más adelante a propósito del término ladino.

Judió o jidió (‘judío’), judesmo(‘judaísmo’) son diferentes nombres dados a su lengua por los mismos sefardíes en alusión directa a su propia condición de judíos, cuya forma característica de expresión consideraban que era una seña de identidad frente a otros pueblos en contacto. También español es una de las formas con las que ellos denominaban al sistema lingüístico con el que se comunicaban.

Jaquetía es el término con el que los sefardíes de Marruecos designaban a su dialecto.

Ladino da nombre a la lengua sefardí en contraposición con la hebrea o, como lo entiende cierta escuela lingüística, a una lengua calco del hebreo, surgida por motivos didácticos, basada en una traducción literal al español sefardí de los textos sagrados hebreos, que se utilizaba para que el pueblo pudiera entender los textos religiosos escritos en una lengua que no era para ellos demasiado conocida. Este procedimiento de traducción abrió una polémica a partir de que estudiosos de la escuela francesa, muy especialmente H. V. Sephiha, 1973, insistieran en la existencia de dos lenguas distintas: una «lengua calco» («judeoespañol calco»), de carácter litúrgico y escolástico a la que reservan en exclusiva el término ladino, claramente distinta de la lengua vernácula. Nuestra opinión al respecto coincide con la de Moshe Lazar, Isaac Jerusalmi o I. M. Hassán, que explican cómo, de acuerdo con lo que los mismos ladinadores sefardíes declaran explícitamente, el significado primero que tiene ladino en sefardí es el de «significación», «interpretación»; después pasa a designar a la lengua sefardí en contraposición con la hebrea y luego, por extensión, es —como señala Hassán (1995: 129)— «la denominación castiza que se da tanto en particular a la lengua más hebraizante usada en traducciones serviles de la Biblia y otras fuentes textuales hebreas de contenido religioso (esa que denominan «calco») como en general a la menos hebraizante lengua sefardí clásica desarrollada en traducciones no serviles y en obras de libre creación; y no pocas veces designa la totalidad de la lengua sefardí tanto clásica como moderna». Lo cierto es que, con frecuencia, en el uso que del término se hace en la actualidad, se lo convierte en sinónimo de lengua sefardí, aunque algunos puristas lo reservan para referirse a los textos antiguos en los que se leyó algo que estaba escrito originariamente en hebreo. No estaríamos, pues, en presencia de dos lenguas, sino ante niveles estilísticos diferentes de una misma lengua, cuestión absolutamente común en todos los idiomas: el español literario, el de la prensa o el del coloquio no son tres españoles distintos, sino diversos registros dentro de nuestra misma lengua.

Concluyendo, podríamos decir que los mismos sefardíes denominaban a la lengua que hablaban español o judesmoladino, a la lengua sefardí con la que se traducen los textos sagrados hebreos, y que modernamente se ha hecho voz sinónima de judesmo, y el término judeoespañol es, en sefardí, un cultismo tardío que sirve también para designar a su lengua.


2. Los orígenes


A pesar de las noticias poco fiables que dan cuenta ya en el siglo vi a. C. de la presencia de judíos en la Península Ibérica, lo cierto es que los testimonios de carácter documental son de época romana (siglo iii) y las prohibiciones que se derivan del Concilio de Elvira en el siglo iv a propósito de las relaciones entre judíos y cristianos son una prueba de la importante e intensa relación que había entre ambas culturas. A partir del siglo vii, con la conversión de los visigodos al cristianismo, comienza un período de dificultades y prohibiciones para la población judía con un endurecimiento progresivo de sus condiciones de vida, promulgándose incluso la primera ley de expulsión para aquellos que rehusaban convertirse a la religión de los dominadores.

La invasión islámica supuso inicialmente un punto de respiro para los maltratados hebreos ya que los musulmanes respetaron su religión y sus costumbres, y les hicieron partícipes de la vida política, social, cultural y económica de Al-Andalus. Esta convivencia entre los tres grandes grupos religiosos —judíos, musulmanes y cristianos— tuvo también consecuencias en el terreno de lo lingüístico: el mozárabe y el árabe hispánico eran sistemas de comunicación comunes a todos ellos.

A partir del siglo x la aparición en escena de almohades y almorávides y su fanatismo religioso provoca la masiva huida de judíos meridionales hacia territorios cristianos del norte, donde fueron bien acogidos y, debido a su intenso «romanceamiento», sirvieron lingüísticamente como un elemento nivelador más en el iniciado proceso de formación de los romances medievales.

Desde el siglo xiv asistimos a un incremento del antisemitismo en Castilla, Aragón y Cataluña, que alcanza su cota más alta en 1391 con las matanzas de judíos que se extienden a toda la Península desde Sevilla, viéndose obligados los supervivientes a huir o a convertirse en apóstatas. Aunque, incluso desde el poder real, hubo un intento de reconstrucción de las juderías destruidas, los daños causados fueron irreparables; desde el punto de vista económico, las pérdidas fueron muy elevadas, prósperas comunidades desaparecieron por completo y empieza a gestarse el problema que activará más adelante a la Inquisición: los conversos que judaizaban en secreto.

El siglo xv marca una época de extremos para la población judía en España: protección y persecución. Al mismo tiempo que los reyes y algunos nobles cristianos favorecen a los judíos, continúan los procesos inquisitoriales y las calumnias contra ellos, hasta que el 31 de marzo de 1492 los Reyes Católicos decretan su expulsión. Las razones que condujeron a este hecho parecen ser de diferente índole: constantes presiones desde la Inquisición, que temía que su presencia llevara a judaizar a los judeoconversos, o la mengua en las arcas del Tesoro, que podía ser paliada con los bienes expoliados a los expulsos, pudieron ser algunos de los motivos para llevar a efecto un hecho tan decisivo para la historia de España.

Desde el punto de vista lingüístico, a partir de la segunda mitad del siglo xiii y hasta el momento de la expulsión, la población judía continúa su proceso de integración en el romance y de abandono en el uso del hebreo, cuyo conocimiento activo estaba en manos de la minoría erudita que había tenido acceso a estudios rabínicos; el resto utilizaba el hebreo para meldar («rezar», «leer») las oraciones y para aquellos términos relacionados con la liturgia, costumbres, festividades y conceptos del mundo de la ética judía. Esto significa que los judíos españoles de la España medieval no practicaban un sistema lingüístico diferente del de la población no judía, como algunos especialistas mantienen (Gold, 1988; Wexler, 1977; Weinreich, 1980), sino que, a pesar de algunos elementos específicos, su lengua era la misma que la de los cristianos, tal como demuestran estudios recientes sobre el tema (Lleal, 1992; Minervini, 1992; Várvaro, 1987).

A esta etapa medieval de la historia de los judíos anterior a su expulsión se la denomina Sefarad 13, y es importante señalar que los judíos de esta época escribían habitualmente el romance en aljamía, es decir, con letras del alfabeto hebreo; hecho este absolutamente normal si tenemos en cuenta que la educación judía tradicional implicaba una relación directa con la letra escrita. Nos interesa destacar aquí este hecho por las consecuencias que tendrá para otros aspectos relacionados con el tema que estamos tratando.

3. La lengua sefardí antigua (castiza)

Se suelen señalar dos períodos dentro de este apartado:

  • Período preclásico: siglos xvi y xvii. Época en la que son frecuentes las traducciones del hebreo y en la que se va conformando una entidad lingüística diferenciada de la general y, especialmente, se va afianzando la conciencia de que, aljamiada, esa lengua se puede usar perfectamente para la expresión literaria.
  • Período clásico: siglo xviii y mitad del xix. Momento en que la lengua alcanza su madurez y asistimos al gran auge de la producción literaria en lengua sefardí.

3.1. Cuestiones históricas

Los judíos españoles, tras su expulsión a finales del siglo xv, tomaron diferentes rumbos. Algunos pasaron al sur de Francia y a Portugal, de donde fueron expulsados en 1497 a raíz del matrimonio de Isabel de Castilla, hija de Isabel la Católica, con el rey don Manuel; de allí se trasladaron a los Países Bajos de donde muchos emigrarían posteriormente a América con nuevas identidades. Otros emigraron al norte de África cruzando el estrecho de Gibraltar y el mar de Alborán. Sin embargo, la mayoría de los expulsos prefirió dirigirse hacia Oriente.

Aquellos que eligieron Italia como destino de viaje, o bien se establecieron allí formando colonias de gran auge cultural y económico, o bien siguieron camino hacia Oriente por donde se extendía el floreciente Imperio Otomano que reunía bajo su soberanía diferentes pueblos, lenguas, religiones y culturas, brindó a los expulsos una excelente acogida: respetó sus costumbres y su religión, su lengua española y su alefato.

La Sublime Puerta —nombre que se daba a la Corte Imperial del Imperio Otomano— se extendía entonces por toda la costa sur y oriental del Mediterráneo y gran parte de los Balcanes; a él pertenecían las actuales Turquía, Grecia, Albania, las repúblicas meridionales que hasta hace poco tiempo constituían Yugoslavia, Bulgaria y la parte sur de Rumanía. Además eran estados vasallos Argelia, Túnez y Trípoli.

De este modo se constituye la llamada Sefarad 2 (recordemos que se refiere a los lugares de asentamiento de los judíos expulsados a partir de 1492): una amplísima zona que engloba toda el área oriental turcobalcánica —donde se estima la presencia todavía a finales del siglo xix de entre doscientos y trescientos mil hablantes sefardíes— y la zona del Estrecho, en la que la población hablante de jaquetía siempre fue escasa dada la diferente suerte que corrieron los desterrados que emigraron allí: naufragios, epidemias, mala acogida de las comunidades judías ya asentadas en este territorio que veían con recelo la llegada de una población de mayor preparación cultural, y, muy especialmente, el hecho de haber sido mayoritariamente integrados al poco tiempo en la población local, por lo que solo en la zona norte de Marruecos continuaron siendo sefardíes practicantes.

Las circunstancias políticas y sociales del Imperio Otomano favorecieron notablemente el asentamiento de los sefardíes y el mantenimiento de su lengua: la inmensidad de los dominios del sultán y su descentralizada autoridad hizo posible que se preservasen las singularidades de cada una de las diferentes naciones aglutinadas. De este modo, los sefardíes conservaron su religión judía y su lengua hispana como señas de identidad propias.

Durante los siglos xvi y xvii los sefardíes desempeñaron un importante papel en la vida económica, cultural y política del Imperio Otomano: dieron un extraordinario impulso a las industrias textiles y del vidrio; el comercio nacional e internacional estaba en gran parte bajo su monopolio; se dice que eran expertos en la fabricación y difusión de armas de fuego; introdujeron la imprenta en el Imperio, con el consiguiente desarrollo de la industria editorial en Constantinopla, Esmirna, Salónica y, más tarde, en Sarajevo y Viena; los propios sefardíes vieron cómo se elevaba su nivel cultural gracias a las aportaciones de los conversos, que en general constituían un colectivo culto y adinerado.

Pero durante el siglo xvii, los sefardíes comienzan a perder su situación de privilegio frente a otras etnias no musulmanas y serán los armenios y los griegos los que paulatinamente vayan sustituyéndolos en las relaciones comerciales y políticas que desde el Imperio establecían con Europa. Junto con el declive económico y, consecuentemente, con un descenso del nivel cultural, el mundo sefardí sufre una gran conmoción espiritual como resultado del movimiento del falso mesías Sabetay Ceví, que conduce a los sefardíes a un proceso de aislamiento del mundo occidental para encerrarse en su cultura oriental, acentuándose el rigorismo de los rabinos y la decadencia del conocimiento del hebreo y de los estudios rabínicos.

Gracias a este empobrecimiento de la producción literaria hebraica asistimos durante el siglo xviii a un desarrollo intelectual en judeoespañol: para paliar la falta de instrucción de la población sefardí en materias judaicas, algunos rabinos, como Abraham Asá y Jacob Julí, enseñan el saber judaico en la única lengua que conocen, el sefardí.

La abundancia de textos del siglo xviii, frente a la escasez del anterior, nos ha permitido confirmar que el sefardí era, en efecto, una modalidad lingüística bien diferenciada. El gran comentario bíblico sefardí, el Me’am Lo’ez, iniciado por Julí y continuado por Magriso y Argüeti, gozó de una extraordinaria difusión y fue de especial importancia para la configuración de la norma del judeoespañol literario. En la misma época, gracias a autores de coplas como Abraham Toledo, Jacob Usiel, Jacob Berab o Hayim Yom-Tob Magula, llegó la consolidación del judeoespañol como lengua poética y, consiguientemente, asistimos al momento de apogeo de la lengua y las letras en lengua sefardí.

4. La lengua sefardí moderna (franqueada)

Veamos lo que sucede en el período comprendido entre mediados del siglo xix y nuestros días.

Lo fundamental es el hecho de que el sefardí se occidentaliza.Una serie de vicisitudes transforma completamente la vida y la situación lingüística de las comunidades sefardíes de Oriente. El desmembramiento del Imperio regido por la Sublime Puerta —que había sido tan tolerante en el mantenimiento de las peculiaridades culturales de sus minorías—, el nacimiento de los nuevos estados balcánicos (Grecia, Bulgaria, Rumania, Yugoslavia) en los que se exige la integración a la vida nacional en todos los aspectos, incluido el lingüístico —en Grecia, en 1936, se prohibió a los judíos publicar en su lengua, no tanto como signo de nacionalismo, sino de antisemitismo prenazi— y la continua corriente migratoria hacia diferentes países de Europa y América —que desde finales del siglo xix había ido reduciendo la población sefardí de sus originarios lugares de asentamiento—, constituyen algunas de las causas externas que condicionaron la evolución del sefardí moderno y conducen a su situación actual. Precisamente, a partir de las migraciones que nombrábamos, se establece la llamada Sefarad 3, constituida por núcleos de hablantes entre los que destacan los de Nueva York en Estados Unidos y los de Israel: en los primeros tiempos era la lengua sefardí la que servía como elemento aglutinante y seña de identidad entre estos inmigrantes, pero con el paso del tiempo se convierte exclusivamente en lengua de uso dentro de la familia o en un pequeño círculo de amistades, lo que indefectiblemente conduce a su paulatino abandono.

Además, desde el punto de vista cultural, hay también un hecho determinante en la evolución de la lengua judeoespañola: los centros editoriales no son ya solamente las grandes ciudades que citábamos anteriormente y que poseían el monopolio de la prensa sefardí; ahora los libros se imprimirán en ciudades como Viena, Belgrado, Sarajevo, Sofía, Bucarest, Jerusalén y otras más pequeñas.

Por otro lado, el establecimiento por toda el área de Sefarad 2 de la red de escuelas europeas fundadas en el Imperio Otomano, como la institución judeofrancesa Alliance Israélite Universelle y las escuelas italianas Dante Alighieri, desbaratan el sistema tradicional de enseñanza en lengua sefardí en el que se vertían los elementos culturales y religiosos del mundo judío. Este contacto con la lengua y la cultura occidentales tuvo consecuencias importantes: por un lado, una enorme evolución en el sistema lingüístico judeoespañol, muy influenciado por el francés y el italiano; por otro, la pérdida del gusto por la lectura de las obras clásicas en lengua sefardí, prefiriendo las escritas en lengua francesa o italiana, con la consiguiente relegación del judeoespañol a la esfera de la comunicación familiar, y el nacimiento de nuevos géneros literarios —los llamados «adoptados»—, como el periodismo, el teatro, la novela o la poesía de autor.

La segunda guerra mundial vino a agravar la ya precaria situación del judeoespañol: a través del exterminio de cientos de miles de sefardíes de diferentes áreas balcánicas y la integración de los que quedaron en diferentes naciones, como Israel, Estados Unidos, Francia, España, Hispanoamérica o en territorios del antiguo Imperio Otomano, como Turquía o Bulgaria, asistimos al proceso de desaparición de la «nación» sefardí, como una más entre las integradas en el Imperio, en palabras de Hassán (1995: 124).

Esta época de descomposición de la lengua se caracteriza por un proceso de pérdida lenta y paulatina de rasgos diferenciales y su conversión en una variedad periférica del español perfectamente identificable. El sefardí sufre profundas transformaciones como consecuencia de las causas externas antes mencionadas: sustituciones de términos hispánicos tradicionales por otros de orígenes distintos (franceses, italianos o del nuevo turco kemalista); novedades en la fonología y la morfosintaxis, que vienen dadas por la ausencia de normalización lingüística dentro del sefardí y la dispersión de sus hablantes, con el consiguiente contacto con otras variedades idiomáticas.

Bunis (1992) observa diferencias lingüísticas dentro del sefardí oriental moderno que no están relacionadas con la variación diatópica. Según su opinión, es esencial distinguir para el mundo sefardí oriental dos períodos diferentes a partir del siglo xix: el más temprano, más aislado y tradicional —desde 1839 hasta la primera guerra mundial—, y el siguiente período más extrovertido y cosmopolita en el que las influencias del francés, italiano y otras lenguas del Oeste europeo empiezan a inundar segmentos muy significativos del pueblo sefardí oriental. Los estudios que se han hecho a partir de los datos de hablantes contemporáneos tienden a ocultar el hecho de que hace solo una o dos generaciones el sefardí constituía una rica, intrincada e interconectada red de diferencias sociales y dialectales, comprensibles mutuamente, basadas en distinciones de índole económica y social, y de edad y sexo.

El éxodo sefardí comprendido entre finales del siglo xix y la segunda guerra mundial (también llamado «diáspora» o «dispersión secundaria») provocó dos efectos. Por un lado, la aparición de un judeoespañol estandarizado a partir de la mixtura de sefardófonos procedentes de distintos orígenes geográficos y de diversos estratos sociales que eliminó los rasgos distintivos de cada sector. Por otro, y como consecuencia del anterior, la desaparición del sefardí también en estas zonas de inmigración: en España y en los países hispanohablantes los sefardíes se acomodaron a la lengua del país de acogida; en Estados Unidos o Israel, la primera generación siguió hablando judesmo, pero la necesidad de integrarse plenamente en la nueva patria, la fuerza de la cultura oficial y los matrimonios mixtos contribuyeron decisivamente al abandono de su lengua materna.

Como es bien sabido, hay tres formas fundamentales de desaparición de una lengua: puede morir con la sociedad que la emplea (catástrofes naturales o exterminio); puede desaparecer al transformarse en otra (el latín y las lenguas románicas, por ejemplo); o por abandono de sus usuarios en favor de otro idioma.

La extinción de una lengua es un proceso de larga duración en el curso del cual se producen toda clase de cambios debidos a causas externas e internas. Las primeras (de tipo económico, cultural o social) son las que engendran el proceso de desaparición: debilitamiento de las relaciones de España y los sefardíes, nacionalismo balcánico del siglo xx, persecuciones que diezmaron la población sefardí de Salónica y de otras comunidades balcánicas, uso del alfabeto ras_í que aisló al ladino del español literario, influjo del francés o del italiano como lenguas cultas. Las internas, por su parte, se manifiestan en la fase final del proceso; son las causas lingüísticas que en el caso del español sefardí se manifiestan del siguiente modo: convertido en lengua familiar dejó de utilizarse como vehículo de transmisión cultural, para lo que se recurre a la lengua de prestigio (el francés) o a la del país de asentamiento (lenguas balcánicas); la similitud estructural con otros sistemas lingüísticos con los que convive contribuye también, como veíamos antes, a su desaparición; la polisemia, que gran parte del vocabulario judeoespañol va adquiriendo, hace que esta falta de precisión semántica implique un empobrecimiento del lenguaje que acentúa el abandono de la lengua.

La desaparición del judeoespañol se debe fundamentalmente a una reducción progresiva de su esfera de uso, es decir, de su valor social como medio de comunicación, como consecuencia de la pérdida de consideración para sus propios hablantes.

5. El judeoespañol de hoy: los epígonos

Hemos ido observando, al hilo del devenir de los cambios históricos y sociales, la transformación de la propia lengua, la disminución de su número de hablantes y el descenso de su producción literaria. A partir de la desaparición de los hablantes monolingües, que en la época de plenitud de la lengua judeoespañola (hace dos siglos) eran cientos de miles, comienza su descomposición. Desde la homogeneidad polimórfica de la época clásica, pasando por la heterogeneidad de la etapa moderna de plenitud, asistimos por un lado —en las zonas de emigración no hispanohablantes— a la aparición de un judeoespañol estandarizado a partir de la mixtura de judeohispanófonos de diferente procedencia geográfica, social y cultural que va desdibujando los contornos y los rasgos específicos de cada sector; y, por otro, en las zonas de emigración en las que se habla español, a un proceso de rehispanización, de neodialectalización, que conducirá indefectiblemente a la desaparición del judeoespañol, como ya sucedió con la jaquetía hace más de un siglo.

Veamos cuál puede ser la situación actual de los sefardíes en las diferentes y dispersas zonas a las que han llegado como consecuencia, esencialmente, del holocausto y de la correspondiente diáspora a la que se ven abocados4.

5.1. Países que sufrieron el holocausto

En Grecia, al comienzo de la segunda guerra mundial la población judía ascendía a 80 000 personas; al final de la contienda, aproximadamente 10 000 y, como consecuencia de la emigración subsiguiente hacia Estados Unidos, Israel o Francia, parece que a finales de los años cincuenta solo quedaron unos 5 000 sefardíes. En los años siguientes continúa la disminución de sefardíes y, según estimaciones de Jacob Barnaï (1992: 408), en 1992 había en Salónica 1 300 sefardíes.

Después de las guerras de la antigua Yugoslavia, donde en la primera mitad del siglo xx había más de 30.000 sefardíes, no queda prácticamente ninguno, dado que los judíos supervivientes del holocausto emigraron a diferentes países, especialmente a Israel y a territorio español.

En Bulgaria, a comienzos de la segunda guerra mundial había cerca de 45 000 sefardíes. Como consecuencia de la resistencia de esta nación para impedir que la población hebrea fuera deportada a campos de exterminio, muchos judíos (que no todos) consiguieron sobrevivir y tras la creación del estado de Israel en 1948 emigraron mayoritariamente allí.

En Rumanía más de un 50 por ciento de la población judía (sefardí solo en parte) murió durante el holocausto. Actualmente, hay un pequeño número de judíos en este país porque casi todos los que sobrevivieron se marcharon a Israel y prácticamente ninguno habla sefardí.

5.2. Zonas ajenas al holocausto

Turquía es el país de la diáspora primaria que conserva mayor número de población sefardí. En Estambul son aproximadamente 20.000 los miembros de la comunidad sefardí, existiendo también otras comunidades más pequeñas en diferentes poblaciones, como Esmirna. Parece que el conocimiento del judeoespañol es bastante amplio entre los jóvenes, aunque, como es lógico, el turco tiende a desplazarlo.

Marruecos tenía en 1941 más de 11.500 sefardíes que en 1992, como consecuencia de la emigración a distintas zonas (España entre ellas), se habían reducido a un centenar en Tánger y algo menos de doscientos en la comunidad de Tetuán, ya que las emigraciones masivas fueron en los años cincuenta, tras la creación de Israel en 1948, y en los sesenta, tras la independencia de Marruecos. Como ya hemos comentado, la lengua que practican los sefardíes de esta zona es un español teñido de ciertos rasgos de jaquetía. Esto no debe extrañarnos si pensamos que la política marroquí se caracterizó siempre por la presencia y actuación constantes de potencias extranjeras en el Magreb5: durante los siglos xvi y xvii España, Portugal e Inglaterra, entre otras, tuvieron actividad militar y comercial asentada en la zona; a lo largo de los siglos xix y xx la intervención extranjera desencadena para la población judía una serie de consecuencias importantes de naturaleza social, política y cultural: influencia de la cultura francesa en la comunidad sefardí a través de sus escuelas de la Alliance Israélite Universelle; la entrada de los españoles en Tetuán durante la guerra de África que reforzó el proceso de rehispanización de los sefardíes, entre otros efectos; el establecimiento del protectorado de España, que contribuye también a la desaparición de la jaquetía a través del contacto con los hablantes de español.

5.3. Zonas de emigración

Como efecto de los movimientos migratorios iniciados ya en el siglo xix, se configura la denominada convencionalmente Sefarad 3. De entre los lugares que constituyen este nuevo ámbito de asentamiento sefardí cabe destacar los siguientes: Estados Unidos alberga núcleos sefardíes en ciudades como Atlanta, Seattle o Nueva York, con una comunidad de 40 000 miembros aproximadamente. En Hispanoamérica, países como Venezuela, México, Argentina o Uruguay acogen a una población global de algo menos de 50 000 sefardíes. También Bélgica, España y Francia registran bajos números de población sefardí. Por último, Israel, que cuenta con alrededor de 100 000, el mayor número de judíos sefardíes.

Las cifras apuntadas tienen una importancia relativa. No es solo la demografía lo que indica el estado de salud de una lengua. A los datos cuantitativos hay que añadir aquellos que señalan las condiciones en que esos (pocos o muchos) hablantes la utilizan: su naturaleza de primera o única lengua; su presencia en la producción científica; su difusión a través de los medios de comunicación; su producción literaria; las actividades culturales, proyectos e industrias en torno a ella; el prestigio de que goce no solo entre los que no la conocen, sino, muy especialmente, entre sus hablantes; su enseñanza en todos los niveles académicos; la capacidad de adaptación de formas lingüísticas de otras lenguas como consecuencia de los adelantos técnicos, etc. Y, sobre todo, la facultad de poder ser utilizada en todos los ámbitos que constituyen la realidad cotidiana en cualquier comunidad de hablantes y, consecuentemente, con todas las variaciones que las diferentes situaciones comunicativas imponen.

  • (1) En plena redacción de estas páginas, don Rafael Lapesa nos dejó. Desde aquí el testimonio de mi admiración, agradecimiento y afecto. volver
  • (2) Para todo lo relacionado con los aspectos generales de la historia de la lengua sefardí son de consulta obligada los trabajos de I. M. Hassán (1995), Paloma Díaz-Mas (1986), Coloma Lleal (1992), I. S. Révah (1961), Laura Minervini (1992), Ana Riaño (1993), Alberto Várvaro (1987) y Max Weinreich (1980). Con todos ellos, mi texto tiene evidentes deudas; por ello, no citaré continuamente con el fin de no hacer incómoda la lectura. volver
  • (3) De acuerdo con esta terminología —característica de Weinreich y su escuela— tendríamos los siguientes términos: Sefarad 1 es el nombre de la España judía de la Edad Media, siempre anterior a la expulsión; Sefarad 2 se aplica a todo aquello propiamente sefardí, las zonas de asentamiento de los judíos expulsados de la Península a partir de 1492; Sefarad 3 es la denominación convencional para las zonas de dispersión secundaria, que no eran de Sefarad, a las que accedieron los sefardíes a raíz de la fragmentación política de la comunidad lingüística sefardí como consecuencia de la desmembración del Imperio Otomano y de las corrientes migratorias de la población sefardí desde finales del siglo xixvolver
  • (4) Los datos que presentaré están tomados, en esencia, de un trabajo todavía en prensa de Ángel Berenguer Amador, titulado «El judeoespañol después del holocausto» y realizado cuando todavía el autor era profesor en Israel, en la Universidad de Haifa. He podido consultar el artículo gracias a la generosidad del profesor Berenguer, que puso a mi disposición el original. volver
  • (5) Sobre este aspecto y otros relativos a la suerte de los judíos españoles en el norte de África conviene revisar el trabajo de P. Díaz-Mas (1986: 72-84). 

Siga leyendo en:
https://cvc.cervantes.es/lengua/anuario/anuario_01/hernandez/p04.htm



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