Cómo no quererlos a todos, a los compañeros que cayeron en combate como a
los que continúan la lucha; un combate que no termina, que apenas tomó otras formas. Y cómo no
querete a vos, Juancito. (JV)
A continuación, homenaje de Juan Iturburu a Carlos Fessia-Manuel- dirigente de OCPO:
Carlitos Fessia, el Juancito y la revolución.
"A mi entender, Carlos Alberto Fessia nació en Matorrales,
provincia de Córdoba. Su padre y su tío eran caudillos radicales de la zona
que, según jactaban, nunca habían perdido una elección. Y ambos se reportaban
como coroneles de la línea Córdoba del radicalismo, que reverenciaban con
devoción de sacristanes a Don Arturo Humberto Illia. La de los Fessia eran una
familia piamontesa en la que la rusticidad forma un entramado que esconde
tesoros infinitos de sensibilidad y ternura. En Carlitos, la ternura estaba
ahí, en su rostro sereno, la sonrisa rápida y el comentario ligero que
reflejaba en forma sencilla el descubrimiento del otro en sus virtudes y
debilidades.
La inteligencia ligada a la sensibilidad lo dotaba de una madurez que
contrastaba con su juventud. Era tenaz y perseverante, y podía volver mil veces
sobre un mismo tema cuando no estaba convencido. Por momentos, esa obstinación
resultaba insoportable. Recuerdo nuestros primeros pasos en la izquierda
cuando, a principios de los 60, nos acercamos al Malena (Movimiento de
Liberación Nacional). Habíamos formado un círculo de estudio y discusión
política, cuyo responsable era el Chacho Camilión. Carlitos, que por entonces
tenía 18 años, se arrimaba a las reuniones como quien no quiere la cosa, se
quedaba parado en la puerta, meta fumar, hasta encontrar el hueco para meter el
eje que en ese momento formaba parte de sus desvelos: “Revolución en la
Revolución” de Regis Debray. El Malena no comulgaba con el foquismo y tenía muy
elaborada una posición crítica que el Chacho se encargaba de desgranar mientras
armaba con tabaco suelto interminables cigarrillos. Carlitos, cuando veía que
su insistencia entraba a caer molesta, se replegaba al silencio, siempre en el
mismo lugar de la puerta, para volver a la semana siguiente, con el mismo tema
y la misma metodología.
Más tarde, cuando formábamos los núcleos originales del grupo El Obrero
–agrupamiento vertebral de lo que luego sería OCPO--, con el mismo rigor y
perseverancia entró a elaborar el pensamiento de León Trotsky. Leyó y releyó la
Revolución Permanente, pues él la asimilaba a la revolución ininterrumpida de
Lenin. Trabajó tenazmente el programa de transición y tenía la convicción de
que Trotsky tenía un concepto estratégico más elaborado que Lenín. Nunca supe de
donde sacó el libro Tres que hicieron una Revolución, y si mal no recuerdo
Carlitos decía que lo había escrito un tipo de la CIA filtrado en el proceso
revolucionario ruso. Esa lectura le había dado una visión muy fresca de
Trotsky, Stalin y Lenin, lo que le permitía matizar con anécdotas de esos
personajes en momentos sabrosos de la polémica política.
La minuciosidad en el trabajo militante lo llevaba a conocer en detalle cada
tarea y su valor técnico en la Dirección Provincial de Vialidad de Córdoba, un
saber que, como delegado gremial, volcaba en las luchas salariales y por
condiciones de trabajo. El conocimiento minucioso de todos los temas
reivindicativos hacía que cada compañero se sintiera representado y expresado
en cuerpo y temperamento. De ahí el cariño entrañable que le profesaban. Tengo
grabado el momento en que reunió a toda su sección para comunicarles que tenía
que dejar la tarea gremial porque iba que asumir responsabilidades distintas,
ya que pasaba a integrar la dirección nacional de lo que luego sería el OCPO y
tenía que radicarse en Buenos Aires. La mayoría de los trabajadores de esa
sección eran de la categoría Ordenanzas, es decir el nivel más bajo del
escalafón. Rápidamente sus compañeros hicieron como pudieron una vaquita y le
regalaron una medalla con cadenita de oro y la grabación “Siempre serás el
mejor compañero”.
Bostero incorregible el Fessia. Una tarde jugaban Boca y River, la reunión
política había comenzado a la mañana y se había extendido pasando el medio día.
De los que estábamos, a los únicos que les gustaba el fútbol éramos él y yo.
Cuando se acercaba la hora del partido entramos a mirarnos sintonizando la idea
de que el compromiso revolucionario no podía llegar al extremo de no escuchar
el partido. No bien se fue el último compañero nos acomodamos en el patio de su
casa paterna para saborear el partido. En ese entonces Renato Cesarini
inventaba a Lallana como número nueve, postergando a Daniel Onega porque el
otro era buen cabeceador. En efecto, Lallana conectó un centro del Nene Zarnari
y River que se pone uno a cero. Me puse a saltar y a gritar como loco, mientras
Carlitos me miraba impasible y prendía un nuevo cigarrillo. La alegría no me
duró mucho porque Rojitas puso el uno a uno. Pero el hijo de puta, para
sorprenderme y humillarme mejor, se hizo el sota cuando el empate, para
estallar en gritos ensordecedores con el dos a uno.
Esa picardía para sorprender la volcaba con imaginativa mordacidad cuando la
polémica se ponía picante. “No estamos de acuerdo con la política en cuenta
gotas que nos proponen los teoricistas”, señalaba en una asamblea cuando
procesábamos como organización la autocrítica por la posición política frente
al Camporazo.
Como militante, Carlitos tenía indudablemente un valor fuertemente estratégico más
que táctico. No era un arrojado en posiciones tácticas, en propuestas de
acción, pero era una verdadera esponja que retenía y valoraba cada propuesta
que estaba en juego, por descabellada que pareciera a primera vista. En un
conflicto muy fuerte y prologando que tuvimos en el Sindicato de Empleados
Públicos de Córdoba, cuyo secretario general era el histórico Gordo Ferreira,
nosotros, los clasistas, habíamos empinado la asamblea a nuestro favor.
Ferreira –que para nosotros, por entonces, representaba la burocracia
sindical-- constata la fuerza de nuestra posición nuestra y el temperamento de
la asamblea, y toma nuestras reivindicaciones pero le agrega como
encabezamiento “que el Gobierno declare la conciliación obligatoria y
retrotraiga el conflicto a fojas cero abriendo una mesa de debate de los puntos
en conflicto”.
En la euforia, no reparamos demasiado en ese párrafo y la moción salió por
unanimidad. Al día siguiente, el Gobierno aceptó rápidamente la propuesta
sindical y declaró la conciliación obligatoria. Cuando nos enteramos, nos
rechiflamos y llamamos rápidamente a una asamblea de repartición. Yo pronuncié
encendidos discursos encendidos la burocracia, con el acompañamiento eufórico
de los compañeros más activos. Mientras, veía que Carlitos permanecía impasible
presidiendo la asamblea, nada enojado, proponiendo analizar con serenidad la
situación. Yo lo miraba y no entendía su conducta. La asamblea nos dio mandato
para analizar el curso del conflicto en el sindicato y luego decidir en una
asamblea general del gremio. En el camino me le acerco y le pregunto qué
carajos estaba pensando. Su respuesta me soprendió: “¿Sabés qué pasa? La
burocracia, desde el oportunismo, le está dando una salida al conflicto. Si no,
¿a dónde llegamos?. Hay que abrir una instancia de negociación y la propuesta
el Gordo lo está logrando”. Dicho y hecho, se abrió una suerte de paritaria y
por seis meses nos aburrimos de meter plata en el bolsillo.
De esa experiencia en Empleados Públicos de Córdoba hay recuerdos para muchos libros,
en el triunfo y en la derrota. En Octubre de 1971 vino el llamado “Cordobazo de
la burguesía”: los trabajadores municipales habían abierto un nuevo curso de
conflicto, nos agregamos los empleados públicos y el gremio del calzado,
apoyados todos por los sindicatos clasistas Sitrac y Sitram. La huelga se
extendía y en un momento apuntó a quebrar la tensión en nuestro favor, pero el
general Alcides López Aufranc, comandante del tercer Cuerpo de Córdoba y un
cuadro estratégico de la represión, sorpresivamente avanzó por donde tenía que
avanzar: Rodeó el complejo industrial de la FIAT, en el barrio Ferreira, y
entró con los tanques a la fábrica. Los activistas y dirigentes sindicales que
detenían iban a parar directamente a la cárcel de Villa Devoto, en Buenos
Aires. Libraron setecientas órdenes de captura para todo el activismo de
Córdoba, incluidas la de Carlitos y la mía.. Fueron intervenidos los gremios de
Luz y Fuerza, SITRAC, SITRAM, Empleados Públicos (SEP) y Municipales. Tiempo
atrás, Agustín Tosco había caído preso por segunda vez.
Drásticamente la situación se nos dio vuelta y puso al movimiento cordobés a la
defensiva. El Plenario de Secretarios Generales de la CGT de Córdoba
–-presidido por Atilio López— fue convocado para decidir si llamaba o no a un
paro general en solidaridad con los gremios intervenidos. La cúpula de la CGT
tenía sobradas dudas para convocar al paro pues la situación era muy adversa y
en los corrillos caminaba la certeza de que la embestida de López Aufranc
contaba con la venia de Ignacio Rucci, secretario general de la CGT Nacional.
La historia confirmaría la complicidad de Rucci. Pero Atilio López, para no
quedar pegado en esa maniobra, necesitaba que Empleados Públicos levante la
huelga como pretexto para no convocar al paro general.
Los radicales de nuestro gremio habían sido tocados por Angeloz para que
aflojen la cuerda, así que el plenario de delegados comenzó a la tardecita en
un clima por demás denso. Los radicales habían llevado un par de matones
armados para meter presión en las decisiones. Las posiciones iban y venían pero
nadie se animaba a mocionar el levantamiento del paro, hasta que uno de los
delegados radicales se jugó y empezó a decir que había que salvar a los
compañeros que todavía no habían sido despedidos, que había que evitar que los
salarios de los compañeros sean deteriorados por nuevos descuentos. Cuando
terminó, se hizo un silencio y desde el fondo hubo alguien que lo quebró con
palabras fuertes: “¡Hasta cuanto vamos a seguir jodiendo con la huelga! ¡Votemos
y se acabó!”. Si algo faltaba para que la atmósfera fuera irrespirable era este
suceso. Entonces, Carlitos, que estaba sentado en la primera fila y que hasta
ese momento había permanecido como enroscado, meta fumar, se irguió cuan alto
era, las manos tensas y en jarra, ora mirando a Ferreira, que presidía la
reunión, ora dándose vuelta para mirar a los delegados. Y arrancó: “ Nosotros
no somos loquitos, hemos planteado la lucha porque es el único resguardo para
defender nuestro salario, es la única vía para que la dictadura reincorpore a
los compañeros despedidos, esta huelga fue declarada por una asamblea general y
únicamente la puede levantar otra asamblea general.....Mientras exista una
posibilidad de lucha, yo voy a seguir apoyando la huelga, esta noche se hace el
plenario de la CGT, la posición del gremio debe ser que se declare el paro
general, en tanto no se agote esa posibilidad de lucha yo no levanto la huelga,
y si este plenario de delegados lo hace, yo no lo acato y voy mañana a cada
oficina, a cada repartición, denunciando la traición a la huelga”.
A esa altura, el compañero Carlitos era un gigante temerario y valiente, sus
espaldas llenaban todo el escenario y lentamente se fue replegando hacia su
silla. Hubo un silencio distinto, lo de Carlitos había impactado en el
plenario. Entonces se paró otro compañero, un referente del sector radical, y
empezó a hablar: “Compañero Ferreira, qué estamos discutiendo, qué estamos
dudando, nuestro sindicato no puede tener otra decisión que no sea la lucha, la
posición que sostiene Fessia es la única decisión que tenemos que asumir, no
nos pueden doblegar y si nos llevan presos que nos lleven, caigamos de pie, sin
arrodillarnos frente a estos milicos hijos de puta”. Ferreira, luego de estas
palabras, solamente dijo: “La huelga sigue y se levanta el plenario”. Luego
salimos con Carlitos hacia la noche de llovizna y frío. el Plenario de la CGT
no se pudo reunir y el conflicto se cerró en derrota.
Llegamos del recreo, era una mañana de sol y no hacía ni
frío ni calor en la cárcel de Sierra Chica. El Gringo Beacon, mi compañero de
celda, estaba contento pues los diarios llegaron temprano esa mañana, y
mientras yo preparaba el mate él se sentó con La Nación haciéndome no recuerdo
qué bromas. De pronto se paró sobresaltado y me preguntó: “¡¡Juan!!, Manuel, el
compañero de Uds., ¿cómo se llamaba? ¿no era Fessia?. Presagiando lo peor, le
saco el diario de las manos y temblando le pido que me indique el lugar de la
noticia. Ahí estaban los tres: Carlitos, Cristina y Estela. No podía imaginarme
el mundo sin ellos, los tres seres queridos entre los escombros, protagonistas
de la crónica del diario de los Mitre. Los lloré y los sigo llorando. Puedo
recorrer cada segundo de sus últimos momentos pues los amé infinitamente. La
decisión de los tres frente al final inexorable. La decisión de los tres de
salvar la vida de sus hijos, Martín y Emiliano. Puedo recorrer cada paso de la
secuencia, quién y como acomodó la cunita de Emiliano, y cómo Estela indicó a
Martín lo que tenía que hacer. Carlitos respondiendo al fuego enemigo, madres y
padre levantando la bandera blanca y viendo a sus hijos cruzar la calle en la
despedida definitiva.
El capitalismo global redefine al capitalismo en una fase
distinta. De esa forma también obliga a la militancia popular a redefinir
principios de construcción revolucionaria que en su momento imaginábamos
inamovibles. Quienes conocimos a Carlitos, Cristina y Estela no nos resignamos
a la nostalgia; por el contrario, abrimos nuestra sensibilidad crítica para
encontrar los caminos de la libertad. Esa misma sensibilidad crítica que me
enseñó Carlitos en aquella asamblea de Vialidad, cuando percibió que la
burocracia, desde su oportunismo, abría una salida al conflicto.
Juan Iturburu. Paraná, 31 de octubre de 2003.
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