segunda-feira, 24 de novembro de 2014

Carlitos Fessia, el Juancito y la revolución.

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Cómo no quererlos a todos, a los compañeros que cayeron en combate como a los que continúan la lucha; un combate que no termina, que apenas tomó otras formas. Y cómo no querete a vos, Juancito. (JV)
A continuación, homenaje de Juan Iturburu a Carlos Fessia-Manuel- dirigente de OCPO:

Carlitos Fessia, el Juancito y la revolución.

"A mi entender, Carlos Alberto Fessia nació en Matorrales, provincia de Córdoba. Su padre y su tío eran caudillos radicales de la zona que, según jactaban, nunca habían perdido una elección. Y ambos se reportaban como coroneles de la línea Córdoba del radicalismo, que reverenciaban con devoción de sacristanes a Don Arturo Humberto Illia. La de los Fessia eran una familia piamontesa en la que la rusticidad forma un entramado que esconde tesoros infinitos de sensibilidad y ternura. En Carlitos, la ternura estaba ahí, en su rostro sereno, la sonrisa rápida y el comentario ligero que reflejaba en forma sencilla el descubrimiento del otro en sus virtudes y debilidades.
La inteligencia ligada a la sensibilidad lo dotaba de una madurez que contrastaba con su juventud. Era tenaz y perseverante, y podía volver mil veces sobre un mismo tema cuando no estaba convencido. Por momentos, esa obstinación resultaba insoportable. Recuerdo nuestros primeros pasos en la izquierda cuando, a principios de los 60, nos acercamos al Malena (Movimiento de Liberación Nacional). Habíamos formado un círculo de estudio y discusión política, cuyo responsable era el Chacho Camilión. Carlitos, que por entonces tenía 18 años, se arrimaba a las reuniones como quien no quiere la cosa, se quedaba parado en la puerta, meta fumar, hasta encontrar el hueco para meter el eje que en ese momento formaba parte de sus desvelos: “Revolución en la Revolución” de Regis Debray. El Malena no comulgaba con el foquismo y tenía muy elaborada una posición crítica que el Chacho se encargaba de desgranar mientras armaba con tabaco suelto interminables cigarrillos. Carlitos, cuando veía que su insistencia entraba a caer molesta, se replegaba al silencio, siempre en el mismo lugar de la puerta, para volver a la semana siguiente, con el mismo tema y la misma metodología. 
Más tarde, cuando formábamos los núcleos originales del grupo El Obrero –agrupamiento vertebral de lo que luego sería OCPO--, con el mismo rigor y perseverancia entró a elaborar el pensamiento de León Trotsky. Leyó y releyó la Revolución Permanente, pues él la asimilaba a la revolución ininterrumpida de Lenin. Trabajó tenazmente el programa de transición y tenía la convicción de que Trotsky tenía un concepto estratégico más elaborado que Lenín. Nunca supe de donde sacó el libro Tres que hicieron una Revolución, y si mal no recuerdo Carlitos decía que lo había escrito un tipo de la CIA filtrado en el proceso revolucionario ruso. Esa lectura le había dado una visión muy fresca de Trotsky, Stalin y Lenin, lo que le permitía matizar con anécdotas de esos personajes en momentos sabrosos de la polémica política. 
La minuciosidad en el trabajo militante lo llevaba a conocer en detalle cada tarea y su valor técnico en la Dirección Provincial de Vialidad de Córdoba, un saber que, como delegado gremial, volcaba en las luchas salariales y por condiciones de trabajo. El conocimiento minucioso de todos los temas reivindicativos hacía que cada compañero se sintiera representado y expresado en cuerpo y temperamento. De ahí el cariño entrañable que le profesaban. Tengo grabado el momento en que reunió a toda su sección para comunicarles que tenía que dejar la tarea gremial porque iba que asumir responsabilidades distintas, ya que pasaba a integrar la dirección nacional de lo que luego sería el OCPO y tenía que radicarse en Buenos Aires. La mayoría de los trabajadores de esa sección eran de la categoría Ordenanzas, es decir el nivel más bajo del escalafón. Rápidamente sus compañeros hicieron como pudieron una vaquita y le regalaron una medalla con cadenita de oro y la grabación “Siempre serás el mejor compañero”. 
Bostero incorregible el Fessia. Una tarde jugaban Boca y River, la reunión política había comenzado a la mañana y se había extendido pasando el medio día. De los que estábamos, a los únicos que les gustaba el fútbol éramos él y yo. Cuando se acercaba la hora del partido entramos a mirarnos sintonizando la idea de que el compromiso revolucionario no podía llegar al extremo de no escuchar el partido. No bien se fue el último compañero nos acomodamos en el patio de su casa paterna para saborear el partido. En ese entonces Renato Cesarini inventaba a Lallana como número nueve, postergando a Daniel Onega porque el otro era buen cabeceador. En efecto, Lallana conectó un centro del Nene Zarnari y River que se pone uno a cero. Me puse a saltar y a gritar como loco, mientras Carlitos me miraba impasible y prendía un nuevo cigarrillo. La alegría no me duró mucho porque Rojitas puso el uno a uno. Pero el hijo de puta, para sorprenderme y humillarme mejor, se hizo el sota cuando el empate, para estallar en gritos ensordecedores con el dos a uno.
Esa picardía para sorprender la volcaba con imaginativa mordacidad cuando la polémica se ponía picante. “No estamos de acuerdo con la política en cuenta gotas que nos proponen los teoricistas”, señalaba en una asamblea cuando procesábamos como organización la autocrítica por la posición política frente al Camporazo. 
Como militante, Carlitos tenía indudablemente un valor fuertemente estratégico más que táctico. No era un arrojado en posiciones tácticas, en propuestas de acción, pero era una verdadera esponja que retenía y valoraba cada propuesta que estaba en juego, por descabellada que pareciera a primera vista. En un conflicto muy fuerte y prologando que tuvimos en el Sindicato de Empleados Públicos de Córdoba, cuyo secretario general era el histórico Gordo Ferreira, nosotros, los clasistas, habíamos empinado la asamblea a nuestro favor. Ferreira –que para nosotros, por entonces, representaba la burocracia sindical-- constata la fuerza de nuestra posición nuestra y el temperamento de la asamblea, y toma nuestras reivindicaciones pero le agrega como encabezamiento “que el Gobierno declare la conciliación obligatoria y retrotraiga el conflicto a fojas cero abriendo una mesa de debate de los puntos en conflicto”. 
En la euforia, no reparamos demasiado en ese párrafo y la moción salió por unanimidad. Al día siguiente, el Gobierno aceptó rápidamente la propuesta sindical y declaró la conciliación obligatoria. Cuando nos enteramos, nos rechiflamos y llamamos rápidamente a una asamblea de repartición. Yo pronuncié encendidos discursos encendidos la burocracia, con el acompañamiento eufórico de los compañeros más activos. Mientras, veía que Carlitos permanecía impasible presidiendo la asamblea, nada enojado, proponiendo analizar con serenidad la situación. Yo lo miraba y no entendía su conducta. La asamblea nos dio mandato para analizar el curso del conflicto en el sindicato y luego decidir en una asamblea general del gremio. En el camino me le acerco y le pregunto qué carajos estaba pensando. Su respuesta me soprendió: “¿Sabés qué pasa? La burocracia, desde el oportunismo, le está dando una salida al conflicto. Si no, ¿a dónde llegamos?. Hay que abrir una instancia de negociación y la propuesta el Gordo lo está logrando”. Dicho y hecho, se abrió una suerte de paritaria y por seis meses nos aburrimos de meter plata en el bolsillo. 
De esa experiencia en Empleados Públicos de Córdoba hay recuerdos para muchos libros, en el triunfo y en la derrota. En Octubre de 1971 vino el llamado “Cordobazo de la burguesía”: los trabajadores municipales habían abierto un nuevo curso de conflicto, nos agregamos los empleados públicos y el gremio del calzado, apoyados todos por los sindicatos clasistas Sitrac y Sitram. La huelga se extendía y en un momento apuntó a quebrar la tensión en nuestro favor, pero el general Alcides López Aufranc, comandante del tercer Cuerpo de Córdoba y un cuadro estratégico de la represión, sorpresivamente avanzó por donde tenía que avanzar: Rodeó el complejo industrial de la FIAT, en el barrio Ferreira, y entró con los tanques a la fábrica. Los activistas y dirigentes sindicales que detenían iban a parar directamente a la cárcel de Villa Devoto, en Buenos Aires. Libraron setecientas órdenes de captura para todo el activismo de Córdoba, incluidas la de Carlitos y la mía.. Fueron intervenidos los gremios de Luz y Fuerza, SITRAC, SITRAM, Empleados Públicos (SEP) y Municipales. Tiempo atrás, Agustín Tosco había caído preso por segunda vez.
Drásticamente la situación se nos dio vuelta y puso al movimiento cordobés a la defensiva. El Plenario de Secretarios Generales de la CGT de Córdoba –-presidido por Atilio López— fue convocado para decidir si llamaba o no a un paro general en solidaridad con los gremios intervenidos. La cúpula de la CGT tenía sobradas dudas para convocar al paro pues la situación era muy adversa y en los corrillos caminaba la certeza de que la embestida de López Aufranc contaba con la venia de Ignacio Rucci, secretario general de la CGT Nacional.
La historia confirmaría la complicidad de Rucci. Pero Atilio López, para no quedar pegado en esa maniobra, necesitaba que Empleados Públicos levante la huelga como pretexto para no convocar al paro general.
Los radicales de nuestro gremio habían sido tocados por Angeloz para que aflojen la cuerda, así que el plenario de delegados comenzó a la tardecita en un clima por demás denso. Los radicales habían llevado un par de matones armados para meter presión en las decisiones. Las posiciones iban y venían pero nadie se animaba a mocionar el levantamiento del paro, hasta que uno de los delegados radicales se jugó y empezó a decir que había que salvar a los compañeros que todavía no habían sido despedidos, que había que evitar que los salarios de los compañeros sean deteriorados por nuevos descuentos. Cuando terminó, se hizo un silencio y desde el fondo hubo alguien que lo quebró con palabras fuertes: “¡Hasta cuanto vamos a seguir jodiendo con la huelga! ¡Votemos y se acabó!”. Si algo faltaba para que la atmósfera fuera irrespirable era este suceso. Entonces, Carlitos, que estaba sentado en la primera fila y que hasta ese momento había permanecido como enroscado, meta fumar, se irguió cuan alto era, las manos tensas y en jarra, ora mirando a Ferreira, que presidía la reunión, ora dándose vuelta para mirar a los delegados. Y arrancó: “ Nosotros no somos loquitos, hemos planteado la lucha porque es el único resguardo para defender nuestro salario, es la única vía para que la dictadura reincorpore a los compañeros despedidos, esta huelga fue declarada por una asamblea general y únicamente la puede levantar otra asamblea general.....Mientras exista una posibilidad de lucha, yo voy a seguir apoyando la huelga, esta noche se hace el plenario de la CGT, la posición del gremio debe ser que se declare el paro general, en tanto no se agote esa posibilidad de lucha yo no levanto la huelga, y si este plenario de delegados lo hace, yo no lo acato y voy mañana a cada oficina, a cada repartición, denunciando la traición a la huelga”.
A esa altura, el compañero Carlitos era un gigante temerario y valiente, sus espaldas llenaban todo el escenario y lentamente se fue replegando hacia su silla. Hubo un silencio distinto, lo de Carlitos había impactado en el plenario. Entonces se paró otro compañero, un referente del sector radical, y empezó a hablar: “Compañero Ferreira, qué estamos discutiendo, qué estamos dudando, nuestro sindicato no puede tener otra decisión que no sea la lucha, la posición que sostiene Fessia es la única decisión que tenemos que asumir, no nos pueden doblegar y si nos llevan presos que nos lleven, caigamos de pie, sin arrodillarnos frente a estos milicos hijos de puta”. Ferreira, luego de estas palabras, solamente dijo: “La huelga sigue y se levanta el plenario”. Luego salimos con Carlitos hacia la noche de llovizna y frío. el Plenario de la CGT no se pudo reunir y el conflicto se cerró en derrota.

Llegamos del recreo, era una mañana de sol y no hacía ni frío ni calor en la cárcel de Sierra Chica. El Gringo Beacon, mi compañero de celda, estaba contento pues los diarios llegaron temprano esa mañana, y mientras yo preparaba el mate él se sentó con La Nación haciéndome no recuerdo qué bromas. De pronto se paró sobresaltado y me preguntó: “¡¡Juan!!, Manuel, el compañero de Uds., ¿cómo se llamaba? ¿no era Fessia?. Presagiando lo peor, le saco el diario de las manos y temblando le pido que me indique el lugar de la noticia. Ahí estaban los tres: Carlitos, Cristina y Estela. No podía imaginarme el mundo sin ellos, los tres seres queridos entre los escombros, protagonistas de la crónica del diario de los Mitre. Los lloré y los sigo llorando. Puedo recorrer cada segundo de sus últimos momentos pues los amé infinitamente. La decisión de los tres frente al final inexorable. La decisión de los tres de salvar la vida de sus hijos, Martín y Emiliano. Puedo recorrer cada paso de la secuencia, quién y como acomodó la cunita de Emiliano, y cómo Estela indicó a Martín lo que tenía que hacer. Carlitos respondiendo al fuego enemigo, madres y padre levantando la bandera blanca y viendo a sus hijos cruzar la calle en la despedida definitiva.
El capitalismo global redefine al capitalismo en una fase distinta. De esa forma también obliga a la militancia popular a redefinir principios de construcción revolucionaria que en su momento imaginábamos inamovibles. Quienes conocimos a Carlitos, Cristina y Estela no nos resignamos a la nostalgia; por el contrario, abrimos nuestra sensibilidad crítica para encontrar los caminos de la libertad. Esa misma sensibilidad crítica que me enseñó Carlitos en aquella asamblea de Vialidad, cuando percibió que la burocracia, desde su oportunismo, abría una salida al conflicto.


Juan Iturburu. Paraná, 31 de octubre de 2003.

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