Lectura de la Torá en una sinagoga sefardita. Miniatura de la Hagadá Barcelona, Cataluña, 1350.
Abraham Abulafia y la Kabalah
Abraham Abulafia es uno de los nombres más ilustres de la Cábala hebrea. Abulafia nació en Zaragoza, España, a mediados del siglo XIII, en el año de 1240 y perteneció a la generación de cabalistas sefardíes que, al igual que Moisés de León –redactor del Zohar–, Gikatilla y Najmánides entre tantos otros, promovieron la época de mayor esplendor de la Cábala, la que se ha dado en llamar su "edad de oro". Abulafia está de moda incluso entre los informáticos, por ser de alguna manera el predecesor de los aspectos matemáticos y combinatorios, de la ciencia de la información.
Probablemente Abraham
Abulafia sea más conocido hoy por figurar en el famoso texto de Humberto
Eco -"El péndulo de Foucault"-, en el que además su nombre bautiza a
la computadora utilizada por los tres investigadores en el relato. Este
hecho nos puede dar una idea de la importancia que tiene entre los
historiadores de la semiología toda la obra del judío sefardita, el
especialista en Cábalas, Abulafia.
Pero, ¿qué es la
Cábala o Kabalah? La cábala (del hebreo קַבָּלָה qabbalah, “recibir”) es
una disciplina y escuela de pensamiento esotérico con raíces en el judaísmo. Usa
varios métodos para analizar los sentidos más recónditos de la Torá, el texto
sagrado de los judíos, al que los cristianos llaman “Pentateuco”, y que son los
primeros cinco libros de la Biblia.
En la antigua literatura
judaica, la cábala era el cuerpo total de la doctrina recibida, con excepción
del “Pentateuco”. Así pues, incluía a los poetas de las tradiciones orales,
incorporadas más tarde al texto de la Mishná. Sus textos principales son el
Árbol de la Vida, el Talmud de las 10 sefirot, el Zohar, el Séfer Ietzirá y el
prefacio de la Sabiduría de la cábala.
La cábala nació entre
los judíos catalanes del siglo XII, y uno de sus primeros sabios fue
nuestro hombre, el judío aragonés Abraham Abulafia, que entre otras proezas,
protagonizó un descabellado viaje a Roma con el propósito de convertir al
judaísmo nada menos que al mismísimo papa Nicolás III, aquel que el Dante
coloca en su infierno por corrupto y cruel. La misión, como era de
esperarse, no logró ser cumplida, como veremos más tarde.
Predicando
por los países mediterráneos, Abulafia empezó a presentarse como el
esperado Mesías; proclamaba que la esperanza mesiánica de los judíos se
había cumplido con él, el propio Abulafia. En 1281, convencido de su
misión histórica, trató de convertir al judaísmo al papa Nicolás III. Sin
embargo, por una de esas casualidades históricas inexplicables, el pontífice
romano falleció la noche anterior a su llegada al Vaticano. Abulafia logró a muy
duras penas escaparse de la hoguera y, por fin, terminó liberado después de 28
días en el colegio de los franciscanos.
Sus
últimos años los pasó viajando por Italia, pero desde 1291 se pierden sus
pasos. Probablemente Abulafia murió en Barcelona en 1292.
Hoy
podemos decir que Abulafia ejemplifica de un modo anticipado lo que Gershom
Scholem llamaba el "misticismo extraviado", el estado de delirio
mesiánico al que puede conducir una conveniente dosis de misticismo -como por
ejemplo, el articulado a través de la Kabalah- y más aun en tiempos de
crisis.
Contaba
mi bisabuelo Samuel Bairro-Novo que Abulafia nació en Zaragoza, pero siendo muy
niño fue trasladado a Tudela, en Navarra, con lo que la ciudad terminó
convirtiéndose en la patria chica de dos grandes viajeros: el propio Abulafia,
y Benjamín, que un siglo antes de nuestro héroe ya había recorrido más de 190
ciudades del mundo y que dejó como prueba un libro que puede leerse hoy en
castellano, en el que se ofrece un retrato vivo del mundo medieval y, muy
especialmente, de las judarías, los "barrionuevos" y otras
comunidades judías de antaño.
Los
viajes de Abulafia tenían motivos distintos a los del viajero Benjamín. El
primero de ellos lo llevó a cabo cuando tenía 18 años. Su padre le había
enseñado el Torah y el Talmud, y después de su muerte, el joven Abraham puso
rumbo a Tierra Santa en busca del río Sambation que, según la tradición, fue el
que separó las diez tribus perdidas y al que Plinio el Viejo y Josefo llamaban
el Río Sabático, porque su curso se interrumpe el sábado.
Sin
embargo, Abulafia no llegó más allá de Akko. La Tierra Santa de
Israel había quedado destrozada durante las Cruzadas -que fueron tres campañas
militares contra Oriente en menos de cincuenta años, siendo que todavía faltaba
la octava y última-. El viaje de nuestro héroe coincidió además con el avance
de los mongoles, que eran formalmente budistas, pero que mantenían buenas
relaciones con los cristianos y en especial con los cruzados de Siria.
Los
mongoles saquearon Bagdag en 1258 y si al año siguiente no hubiera muerto su
líder -Möngke Jan, el nieto de Genghis Khan- es probable que El Cairo hubiera
corrido la misma mala suerte.
Pero
para entonces, Abulafia ya estaba de vuelta en Italia, dedicado al estudio de
la "Guía de los Perplejos" de Maimónides, médico, rabino y teólogo judío de al-Ándalus.
En los
años siguientes además de vivir en Italia volvió de nuevo a España, primero a
Barcelona y luego a Castilla, para poner rumbo a Roma en 1280 tras una
experiencia mística en la que quedó totalmente convencido de que él era el
Mesías y que había llegado la hora de la redención universal. La conversión del
Papa supondría, de hecho, la conversión de todos los cristianos de Europa a su
particular fe en la que el judaísmo y el cristianismo quedarían definitiva
y -¿nuevamente?- unificados. Ese era, al menos, el plan.
Pero
es que cuando el Papa Nicolás III supo de la existencia de un individuo extraño
que se dirigía a su residencia papal en Suriano, cerca de Roma, con la
intención de "convertirlo" -cosa que debía ocurrir antes del inicio
del año judío de 5041- dio órdenes de que se levantara una pira y que quemaran
en ella a aquel fanático apenas se apareciera por allí.
Abraham,
sin embargo, no se asustó; había escuchado una voz interior que lo impulsaba a
su acción, aparentemente tan insensata; y al final, el que murió fue el Papa,
justo la noche anterior a la llegada del judío conversor, lo que para Abulafia
no era otra cosa sino una señal inequívoca de su designio divino.
Al
final, a Abulafia no lo quemaron, pero sí lo mantuvieron encerrado durante
cuatro semanas, y después lo dejaron que se marchara a Sicilia, en busca de sus
discípulos.
Sus
delirios mesiánicos preocuparon enormemente a las autoridades rabínicas de
Palermo, que en 1285 se dirigieron al Rashba, el Rabbí Salomón Ben Aderet de
Barcelona, que en aquellos tiempos era la autoridad encargada de calmar a los
movimientos mesiánicos que estaban surgiendo a lo largo y ancho de todas las
juderías de Europa con una insistencia histérica.
El
Rashba condenó enérgicamente las obras de Abulafia, que quedaron excluidas para
siempre de todas las escuelas españolas. Desde entonces su extensa producción
de textos y libros influyó, de forma individual, a un abanico de pensadores y
místicos judíos y cristianos que se extiendió a lo largo de varias
generaciones.
Haim
Vital y Moisés Cordovero representarían a sus influenciados más tradicionales.
De hecho, gracias a las obras de estos, han sobrevivido fragmentos completos de
los libros de Abulafia.
En el
"Pardes Rimonim" de Cordovero y, sobre todo, en "Sha’arei
Kedusha", Vital menciona por su nombre a Abulafia y hace referencia a sus
obras. Pero tanto uno como otro, incorporaron tan solo algunos fragmentos muy
específicos, y con mucho cuidado.
No
sucedió lo mismo con Sabatai Zevi (1626 – 1676) y Jacob Frank (1726-1791), que
terminaron materializando siglos después el peligro real que las confusas
doctrinas de Abulafia representaban para las autoridades rabínicas en el
momento de prohibirlo. En 1664 Zevi llevó a cabo un acto similar al de la
descabellada visita de Abulafia al Papa y se dirigió a Constantinopla
con la intención de ponerse en la cabeza la corona del Sultán. Quería hacerlo
sin violencias, por obra y gracia de un milagro, como un modo de confirmar su
carácter de Mesías para toda la humanidad.
Pero
al final, el resultado es que se convirtió al islamismo y después de su muerte
sus seguidores formaron una extraña secta de "judíos secretos" en
Turquía, llamados los Dönmeh, que sobreviven hasta nuestros días.
En
cuanto a Jacob Frank, un simple rufián sin cultura y sin escrúpulos, se
convirtió al catolicismo llevando consigo a una gran cantidad de sus
seguidores, para la incomodidad tanto de los judíos que lo perdían como de los
católicos que lo ganaban. Pero sobre todo para estos últimos, la gran
desilusión fue cuando los cristianos descubrieron que no solo no habían logrado
la tan anhelada conversión en masa de los judíos, sino la fingida adhesión de
un extraño grupo cuyas verdaderas creencias eran una mezcla rara de ideas que
tenían a Frank mismo como centro.
En
realidad Abulafia no llegó a tanto, porque a diferencia de todos los otros
"mesías" que le antecedieron y los que lo sucedieron más tarde, fue
un hombre extraordinariamente culto, un asceta piadoso y generoso y, sobre
todo, un sincero creyente en aquella fe que predicaba.
Los
maestros de Zen dicen que toda meditación es inútil para los neuróticos porque,
lejos de curarlos, hará más grave su mal. El ejemplo viene al caso de Abulafia
porque su escuela quiso diferenciarse desde un primer momento de la Kabalah,
por considerarla de un "grado inferior". De alguna manera, sus
sistemas de meditación a los ojos contemporáneos parecerían anticipar
disciplinas como el yoga, el tantrismo, y muchos de los elementos modernos del
psicoanálisis.
Abulafia
lo llamaba "Kabalah Profética", y estaba totalmente convencido de que
con su método, cualquier persona honesta y de buena fe podría llegar a un grado
de comunicación directa con Dios, de un modo similar al de los profetas. No ya
en el sentido de poder realizar milagros, sino de alcanzar un grado de
percepción que permite incorporarse, de forma intuitiva, en la esencia de la
divinidad.
El
sistema de Abraham Abulafia incluía también ciertas prácticas ascéticas, algo
ajeno a las tradiciones judías, donde la comunidad y la familia son el entorno
más propicio para la vida espiritual. Esta particular cosmogonía, o narración
mítica que pretendía dar respuestas al origen del universo, de la humanidad y
de la naturaleza divina, derivó en una visión híbrida de una trinidad
mística que formalmente se asemejaba mucho a la trinidad católica.
Esto
despertó gran interés entre algunos círculos cristianos medievales. Al fin y al
cabo, como "mesías" e "hijo de Dios", su tarea era la de quitar
del medio todas las barreras entre las religiones para alcanzar una forma de
espiritualidad que fuera universal. El objetivo de su misión no eran, además,
las masas incultas, sino las élites educadas y tenía tanto interés en demostrar
sus verdades a sus correligionarios judíos como a los cristianos.
Los intentos para reunir el judaísmo, la cristiandad, y a los seguidores
de Mahoma no son nuevos en la historia. Solo para mencionar a dos de
ellos, tuvimos el intento desgraciado Shabbathai Zevi, quien se proclamó el
Mesías, y trató de juntar judíos, cristianos, y musulmanes para liberar las
chispas sagradas, una vez que las tres religiones tienen el mismo origen y
tradiciones, y se refieren al mismo Dios.
Otro intento moderno, que parece más cercano a la visión de Abraham
Abulafia, es el de Rabí Shneur Zalman. A través de una visión, Zalman es
informado que el Tercer Templo de Jerusalén tendrá un muro para los judíos,
otro para los Cristianos, un tercero para los musulmanes, y uno para cualquier otra
religión. Cuando este templo y sus cuatro muros ecuménicos fueren construidos
el Mesías vendrá.
¿Estaremos hoy
ante el mismo caldo de cultivo de mesianismos extraviados en el que surgieron
personajes como Abulafia?
JV. São Paulo, 30 de junio de 2015.
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