En sus “Memorias de Lenin”, de 1930, la
que fue su mujer, Nadezhda Krupskaya, cuenta que dos días antes de su muerte le
leyó “Amor a la Vida”, cuento de Jack London, a su compañero, el
revolucionário ruso Vladimir Ilyich Lenin.
Amor a la vida
Desde que fue publicado hace más de cien años, el cuento “Amor a la vida” generó multitudes de críticas y de estudios. El mío, apenas un comentario corto, tiene un único objetivo, que es mostrar cómo, si Jack London padecía de un cierto “darwinismo”, admirando a los más fuertes en su lucha por la sobrevivência, algo parecido le ocurría a Lenin, su lector frecuente, y al propio Che Guevara, otro gran admirador de la vida salvaje y del desafío de la aventura y la naturaleza.
La
magnífica historia que se relata en “Amor
a la vida”, es un torbellino de asuntos, ideas, y mensajes, pero entre todo
esto, lo que surge es el sencillo alegato del triunfo de la voluntad por vivir
del ser humano, su negativa a entregarse, aun en las cirscunstancias más duras,
y el atavismo Del “darwinismo”, recurrente en toda la vida literaria de nuestro
Jack London.
El libro empieza
con dos hombres andando a pie por las planicies del Canadá, hasta que uno de
ellos sufre la ruptura de un tobillo, y es abandonado por su compañero, con sus
pocas pertenencias y una bolsita con oro, polvo y nueces.
Abandona
su oro por la imposibilidad de cargarlo, sigue el cauce de un río que lo lleva hacia
el Océano Ártico.
“Amor a la vida” convivió con una
acusación de plagio y, entre otras anécdotas que lo rodean, llamó la atención
de Vladimir Ilyich Lenin. Su compañera le leyó “Amor a la vida”, cuando ya estaba agonizante, y la historia le encantó
a Lenin, que murió el 21 de enero de 1924, dos días después de escuchar el cuento.
¿Quién
era Jack London?
En el año de
1897, un jovencito californiano de 21 años, con pinta de actor de cine, pero más
pobre que una laucha, empezaba con su cuñado una gran aventura; salían hacia
Alaska en busca de oro; se dirigían rumbo al río Yukon y a uno de sus
afluentes, el Klondike. Juntos, irían a cruzar paisajes nevados y áridos,
desafiando el hielo ártico, cruzando ríos torrentosos y asediados de noche por jaurías
de lobos hambrientos, en un largo y profundo silencio blanco.
Jack London fue
un joven que –igualito a El Pibe de Chaplin- nació al mundo muy pobre, hijo que
su madre entregó en crianza a una nodriza y exesclava negra en Oakland; y fue un
adolescente que, como el Chaplin de “Tiempos
Modernos”, sufrió la industrialización y el fordismo, con sus 16 horas de labor diarios en una fábrica de conservas, quedando narcado
para siempre con la rabia de la rutina y el ruido ensordecedor de las máquinas.
El London que
parte hacia el Klondike es un joven de ideas socialistas, que quiere huir de la
miseria y del trabajo embrutecedor y se va -como lo hace el protagonista de La Quimera de Oro, “The Gold Rush”,
también de Charles Chaplin- a la lejana Alaska, embarcándose, como ya antes lo
habían hecho en ese mismo año otros miles de aventureros, en el gold rush –la corrida del
oro- de Klondike y en la utopía de una
riqueza rápida.
El joven
socialista, que se embarcaba en búsqueda de oro, además de su carpa, trineo, ropa,
colchas y herramientas de minería, llevaba entre sus pertrechos algunos pocos
libros, entre ellos El origen de las
especies de 1859, de Charles Darwin. Aunque no había tenido una educación formal, Jack
London ya había leído a esa altura de su vida a Herbert Spencer y Charles
Darwin.
Después de
un año de iniciada su aventura, London regresó a San Francisco enfermo, sin
dinero y sin el oro que había ido a buscar, pero con una carga de experiencias de
conocimiento de sí mismo, de los animales y de la naturaleza- que serían más
que fundamentales para algunas de sus obras más importantes, lo que le dio lo
que llamamos acá, una visión darwiniana de la lucha por la vida.
"It
was in the Klondike that I found myself. There nobody talks. Everybody thinks.
You get your true perspective. I got mine".
A inicios
del siglo XX, en razón de sus primeras novelas, London logró un éxito enorme,
con royalties que le permitieron comprarse un yate y un rancho en California,
en el que vivió los últimos años de su vida, hasta fallecer en 1916, con solo
cuarenta años.
El Che y Jack London
Y
explorando más aun el tema de London y su apego a una visión “darwiniana” de la
lucha por la sobrevivencia, recuerdo que cuenta el escritor argentino Ricardo
Piglia que hay una escena en la vida de
Ernesto Che Guevara que también le llamó la atención a Cortázar; ocurre cuando el
grupo de desembarco del Granma es
sorprendido y el Che, herido, piensa que se muere, y recuerda un relato de sus lecturas.
Dice
Guevara, en los Pasajes de la guerra
revolucionaria:
“Inmediatamente me puse a pensar en la mejor
manera de morir en ese minuto en el que parecía todo perdido. Recordé un viejo
cuento de Jack London, donde el protagonista apoyado en el tronco de un árbol
se dispone a acabar con dignidad su vida, al saberse condenado a muerte, por
congelación, en las zonas heladas de Alaska. Es la única imagen que recuerdo”.
Dice Piglia que Guevara se
debe haber acordado de una de las frases finales de London: “Cuando hubo recobrado el aliento y el
control, se sentó y recreó en su mente la concepción de afrontar la muerte con
dignidad”.
El Che Guevara encuentra en ese personaje de Jack London el modelo de
cómo se debe morir em uma situación extrema, un momento de gran condensación.
Y nos acordamos de Don Quijote de La
Mancha, que también busca en las ficciones que ha leído el modelo de la
vida que quiere vivir. Recordemos que el Che Guevara cita a Miguel de Cervantes
en su carta de despedida a sus padres:
“Otra vez siento bajo mis talones
el costillar de Rocinante, vuelvo al camino con mi adarga al brazo”.
Y termina Piglia diciendo que no se trata solo o apenas del quijotismo
en el sentido más clásico, el del idealista que enfrenta lo real, sino del
quijotismo como un modo de vincular la lectura con la vida.
La vida, como cuenta Krupskaya, se completa con un sentido más amplio que se toma de lo que se hemos
leído en una narración de pura ficción.
JV. São Paulo, 29 de febrero de 2016.
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