El desafío de Juancito y las 19 o 20 plazas de La Plata
Nos pasamos unas tres semanas buscando un buen lugar, y otras cuatro eligiendo a los participantes del torneo. Lo primero fue fácil: algunos querían un estadio de fútbol o una cancha de tenis. Al final venció lo más sensato, que era elegir una de las muchas Plazas San Martín de Argentina, Uruguay o Chile. Los motivos eran obvios, pues como sugirió Juancito, necesitamos por lo menos ocho esquinas o vértices, en las puntas de dos grandes rectas, una de norte a sur, otra de esta a oeste, y dos diagonales desde el NO-SE al SO-NE.
Primero elegimos - Juancito y yo- la Plaza San Martín de Lima, Perú. Pero los otros se opusieron; dijeron que porque somos editores y libreros habíamos propuesto la que queda más cerca del jirón de las librerías. Además, argumentaron, tiene una fuente en el medio y no hay diagonales. Bueno, al final se impuso la súper manzana de La Plata con sus 19 plazas alrededor de la Plaza Moreno. Diagonales es lo que no faltan en la capital bonaerense.
Tomamos como vertical N-S la línea que va de Plaza Alsina hasta Parque Castelli, y como horizontal O-E a Parque Alberti y Plaza Matheu. Las dos diagonales fueron Plaza Belgrano y Parque Saavedra para la NO-SE, y Parque Vucetich y Plaza San Martín (ahora sí, una plaza del Libertador), para la SO-NE.
Lo segundo, que era elegir a los que irían al torneo, no fue nada fácil. Las comunicaciones para hallarlos mezclaban el viejo e-mail, o correo electrónico, con el más moderno whatsapp, y algunas cuantas sesiones espiritistas y de candomblé afrobrasileño.
Los elegidos, después de largas y penosas conversaciones, bien negociadas por Juancito - al final la idea loca era suya-, fueron ocho y no veinte, como sugerían algunos alucinados, diciendo que al final son veinte las plazas y parques en esa región de La Plata. Se convencieron al llegar al séptimo invitado en la cuarta semana de arduas negociaciones, y ver que si conseguíamos el octavo participante ya iba a ser mucho.
Bien, los elegidos (digamos que fueron ellos los que nos escogieron a nosotros) fueron Federico García Lorca, - que después de siete tentativas vía espiritismo, al final lo contactamos por medio de un anarquista adepto al candomble en Salvador, Brasil-, se ubicaría al extremo norte; Pablo Neruda, - fácil de hallarlo por medio de los contactos espiritistas de Jorge Amado, en Ilhéus-, se colocaría en la punta sur. Mario Vargas Llosa iría al SO de la diagonal que termina con Julio Cortázar al NE.
Al NO innovaríamos: un revolucionario que murió joven, como la mayoría de ellos, Camilo Cienfuegos, y en el extremo opuesto, al SE, otro militante de las causas populares, el anarquista Buenaventura Durruti.
Al llegar a la recta N-S, que nuestra tradición cartesiana ve siempre como la más importante, tanto que en la mayoría de las capitales del mundo siempre aparece un "eje norte-sur"-, tuvimos un intercambio de ideas con Juancito - que por ser el dueño de la idea llevaba las de ganar-: él argumentaba, con bastante buen tino que "...en el sentido de la primera diagonal, por esa larga línea, que abarca más de 20 siglos, debe ir el barquito de Homero, con Ulises a bordo, al encuentro de un irlandés recalcitrante: James Joyce. Este recibe la nave y se dispone a reparar y renovar, a su manera, lo que será el nuevo barco, cuyo incierto viaje desconoce el propio autor. Manos a la obra, construye, con la ayuda de nuevos personajes, lo que será el itinerario de nuevas páginas, para nuevos lectores. Joyce aprovechó magníficamente el legado y recreó, artísticamente, aquel precioso libro inicial".
Los argumentos de Juan Maldonado eran irrefutables, negociamos y yo me quedé con mi propuesta loca de poner al extremo oeste a Jorge Amado y al este a Avellaneda, sí, aquel del Falso Quijote II, el que le robó el sueño a Cervantes. Bueno, quedará para el próximo torneo. Federico G. Lorca, al norte, opuesto a Neruda, su gran amigo, diametralmente diferente en casi todo, menos en su admiración y cariños mutuos.
El centro del gran perímetro, la Plaza Moreno, señorial y con una fuente y estatua, solo podría se ocupada por un personaje: Jorge Luis Borges, y allí estaba, parado cerca de la piedra fundamental de la ciudad. Interponiéndose entre Mario V. Llosa y Julito Cortázar, contrabalanceando las tendencias revolucionarias del último con las reaccionarias del primero, equilibrándose con su sabiduría de "yo no entiendo nada de política, pero...", y elevándose muchos metros encima de la estatua, con su dimensión de súper héroe de todas las letras castellanas.
Y empieza el juego, que es un desafío.
Arranca M. V. Llosa desde la izquierda y de abajo, y sube, cada vez más a la derecha. Se encuentra con Borgues, y recuerda que lo entrevistó, pero el viejo ciego porteño se sorprende al notar una cierta falta de habilidad del peruano: "me visitó un joven, creo que era un corrector inmobiliario, porque solo se fijaba en las incomodidades de mi casa", dijo.
Desde la Plaza Moreno, Borges lo ve venir y piensa que ya hubo una época mejor, en la que los escritores se admiraban entre si, sin cultivar aquellas envidias en las que se mezclan la admiración con un celo irracional. Sabía Borges que M. V. Llosa, tal vez salvo una única excepción, siempre estuvo entre los que esperan el libro ajeno para seguir con pasión y sin desprecio a otro que no fuera él mismo. De niño Marito leía a Pablo Neruda, al filósofo Jean- Paul Sartre y a Gustave Flaubert; también retrató con amor al autor de Cien años de soledad y quiso a Juan Carlos Onetti. Pero dicen que al que amó de verdad fue al dios Borges por sobre todas las cosas. Sobre todos ellos escribió Llosa libros formidables. Incluso sobre Gabo, de quien fue amigo hasta que se le cortó el afecto, escribió Historia de un deicidio. Pero no había escrito un libro que pintara sus intercambios con el autor de El Aleph, el argentino prolífico y sintético que deslumbró a Vargas Llosa en los tiempos en que parecía una gran contradicción quererlo a la vez que se quería a Sartre.
Y mientras sube de la izquierda hacia la derecha, piensa Marito V. Llosa que, sí, de veras que logró hacer un buen espacio en su último libro, - justamente al que llamó Medio siglo con Borges para narrar todas las rupturas políticas-, que Marito conoce muy bien por su lado, sus tentativas y fracasos-, y que aún así, piensa que en Borges son debidas a su pura ingenuidad y al desprecio al nacionalismo y a que vivió la actualidad, la política sobre todo, como un odioso fantasma, con un gran desprecio por las cosas de lo cotidiano y aquellas más concretas, las que no tuvieran siglos de buena historia y varias condecoraciones en el pecho. Siempre adepto a recordar sus raíces afianzadas en héroes militares y en prosapias de nobles guerreros anglosajones. Borges cultivaba acciones y actitudes como la del día en que se fue a dar una charla en inglés, justo a la hora de un partido del Mundial, entre Argentina e Italia.
Y pasa Marito al lado de Borges y traga saliva porque sabe que ahora viene lo peor, el otro fantasma de su vida, porque mientras más sube hacia la derecha del tablero, ahí nomás viene bajando Julio Cortázar, cada vez más a la izquierda, él y su fascinación por las revoluciones cubanas y nicaragüense, olvidándose de las heridas del peronismo y abrazando causas cada vez más populares. Julito, el de la Maga, un espectro cada vez más en el camino opuesto al de Marito Vargas Llosa, el que ni más se considera latinoamericano y larga su peruanismo ofendido por la derrota ante la ultraderecha, y lo cambia todo por una ciudadanía española.
Y el fantasma de Julito va llegando; ya no va atrás de la Maga, sino con una nube negra en la cabeza, que son los recuerdos de las palabras de M. V. Llosa en Córdoba, en el Congreso de la Lengua: "¿Es la mejor obra de Cortázar? Yo creo que no", dijo Marito en Córdoba y deja la sala llena de profesores del idioma, la mayoría sus admiradores, cubierta de un silencio inesperado. El flamante Premio Nobel duda que Rayuela y el mismísimo Cortázar tengan un lugar de brillo en el futuro. "Estoy seguro de que Cortázar será siempre leído, que tendrá siempre admiradores, devotos y discípulos literarios, pero que probablemente el más duradero, el Cortázar eterno, si es que hay eternidad en el mundo de la literatura –algo que es muy discutible–, será probablemente el de los cuentos". Marito lo había conocido bastante bien, según él mismo cuenta, en París en aquel momento en que Rayuela tenía la fuerza de una religión. "Es una novela rara, entre las novelas, porque no expresa lo peor de la experiencia humana sino lo mejor que hay en el ser humano. La gente que vive en esas novelas, algunas son ingenuas, pero todas son desamparadas, no acaban de entender y por eso han creado su propio mundo, un mundo hecho de juego y un mundo que expresaba a Julio Cortázar".
¿Por qué habría dicho eso Vargas Llosa? se preguntaba Cortázar. Pero, por otro lado, también recordaba haberlo oído decir - los fantasmas andan siempre por todas partes-, siempre hablando de Rayuela, que "Es una novela de una gran libertad, que es la misma libertad que Cortázar manifestaba en su manera de vivir. Esta novela llegó a gente que no tenía relación con la literatura, porque les tocó un centro nervioso de la personalidad".
Pero, y otra vez pero, ¿por qué después de elogiar "El perseguidor", la historia del Johnny Carter que Cortázar armó para homenajear a Charlie Parker, dice Vargas Llosa que "Es uno de los cuentos más extraordinarios y no solo en lengua española". En cambio insistió en decir que "Rayuela, a medida que pasen los años, se hará cada vez más pequeña, "en gran parte por las imitaciones de la experiencia revolucionaria que significó esta novela"? ¿Qué significa esa nueva ironía?¿Envidia?¿Celos?
Tal vez fue por eso que al llegar al centro del enorme cuadrado, donde todavía seguía sentado el fantasma de Borges, en la Plaza Moreno, Cortázar ni se detuvo a saludar a Llosa y ni siquiera lo miró. Le dio un leve apretón de manos a Borges, tan leve y rápido como puede llegar a ser un saludo entre fantasmas, y se puso a Pensar en García Lorca y en Neruda, que en algunos instantes se encontrarían allí mismo, el primero llegando desde el norte, de la Plaza Belgrano hacia el Parque Saavedra, y el segundo, desde el sur hacia arriba. El español y el chileno, buscándose en la eternidad, como La Maga y Cortázar se buscaban entre las calles de París, escondidos entre los libros viejos de las librerías del Barrio Latino.
Neruda llegaba al centro del cuadrilátero con sus con 29 años y con un cargo de mayor categoría para instalarse en la embajada de Chile en Buenos Aires; era agosto de 1933, pero para los fantasmas no hay tiempo ni espacio. El fervor cultural en los cafés y librerías de la capital argentina embrujaban al joven poeta y diplomático chileno; mientras que, llegando por el océano Atlántico, otro joven poeta venido de España no traía en sus maletas demasiadas expectativas en el país elegido para estrenar en América su obra Bodas de sangre. Federico García Lorca tenía tan solo 35 años cuando pisaba por primera vez Buenos Aires, y de pronto, sin saber cómo, estaba en este juego, el desafío que Juancito había inventado, caminando por las regias plazas de La Plata.
"Todas las luces de la inteligencia lo vestían de una manera tan espléndida que brillaba como una piedra preciosa. Su cara gruesa y morena no tenía nada afeminado, su seducción era natural e intelectual", escribió de inmediato Pablo Neruda cuando al fin lo cruzó, fantasmagórico pero entusiasmado, casi sin tiempo de saludar a Borges, que seguía imperturbable, apoyado en su bastón y la mirada indefinida de los ciegos. No vio a Cortázar tampoco, que a pocos metros los observaba a los tres. Pablo Neruda pensó su frase con las primeras impresiones sobre García Lorca, las escibió rápido en un block de papel y las guardó en su sobretodo negro. Esas pocas palabras solo se irían a conocer en 2017, en un texto inédito hasta entonces, de quien fue uno de sus entrañables amigos. Una amistad tan intensa como lo fue de breve, de solo tres años, cortada brutalmente con el asesinato de García Lorca, en Granada, en 1936.
Al llegar a la mitad del camino y encontrarse los dos fantasmas, el autor que dos años antes escriibiera el poema "Versos en el nacimiento de Malva Marina", en homenaje a la hija de Neruda y Maruca Hagenaar, ya no estaba más. Había sido fusilado por los fascistas en Granada. Al estallar la Guerra Civil, por su conciencia política y su amor al poeta gitano, Neruda apoyó a la República Española y escribió su "Oda a Federico García Lorca". Dolor y rabia, dureza de la guerra que Neruda lloró en "España en el corazón", de 1937.
"Está el público suficientemente desprovisto de prejuicios para admitir la homosexualidad de Federico sin menoscabar su prestigio?" le preguntaba Neruda a su editor, poco antes de morir en septiembre de 1973, días después del golpe del asesino Pinochet. Seis meses más tarde, al publicar Confieso que he vivido, el editor acepta las dudas del autor y recorta los trechos en que Neruda habla de los sentimientos del poeta y de Rafael Rapín, el último amor del autor de "Romancero gitano". Al encontrarse en la Plaza Moreno, y después de un breve saludo de cabezas de cada uno, el chileno y el español, a Cortázar y a Borges, se miran, se abrazan, con la demora y el afecto con el pueden abrazarse dos fantasmas inmortales, y desaparecen, cabizbajos por las callecitas de La Plata.
"Desde mi más tierna edad, lo primero que vi a mi alrededor fue el sufrimiento no sólo de nuestra familia sino también de nuestros vecinos. Por intuición, yo ya era un rebelde. Creo que entonces se decidió mi destino", decía en voz baja, - o pensaba- el anarquista expropiador, amigo de tantos latinoamericanos y terror de los fascistas de Franco, Buenaventura Durruti, mientras caminaba desde la Plaza Matheu rumbo al NO, sin saber que en el camino se encontraría con otro revolucionario, mucho más joven, con más éxito en su lucha, el cubano Camilo Cienfuegos.
Mientras camina, con toda la parcimonia con que un heroico fantasma anarquista puede moverse después de más de 80 años de su muerte, recuerda aquel día triste para tantos españoles, cuando a la una de la tarde del 19 de noviembre de 1936 y en plena Batalla de la Ciudad Universitaria de Madrid, poco menos de dos horas después de un reportaje callejero para el noticiario del Partido Comunista soviético, lo hieren de muerte con una bala de dudosa procedencia en el pecho.
Y mientras baja hacia el SE desde la Plaza Alberti, Cienfuegos recuerda cuando sale de Camagüey después de arrestar por orden de Fidel Castro al jefe militar de la provincia, Huber Matos, quien el 19 de octubre de 1959, se había distanciado del proceso revolucionario enviando por segunda vez su carta de renuncia a Fidel Castro por la declaración del carácter socialista de la revolución cubana. El 28 de octubre Cienfuegos murió en un accidente de aviación por causa del mal tiempo cuando volvía de Camagüey a La Habana, y toda Cuba se movilizó en su búsqueda durante varios días.
Muertes polémicas las de ambos, la de Durrutia en 1936, y la de Cienfuegos, veintitrés años después. Y se acuerda Marito V. Llosa, el único que vivió para contarla, como diría G. Márquez, de la película argentina "La historia oficial", cuando en una de las primeras escenas la profesora de historia, protagonista principal, se encuentra en el cambio de turno con el profesor de literatura, y este le dice: "la historia y la literatura siempre se encuentran, ¿no?"
Bordeando el Canal Este, por la avenida Génova van ahora siete fantasmas y un viejo con apariencia de joven. Los mortales solo lo ven a Marito V. Llosa, pero cuenta Juancito que iban los cuatro rumbo al Puerto de La Plata. “Antes era distinto, cuando podía estar una tarde entera viendo pasar un tren cargado de banano: ciento cuarenta vagones cargados de frutas, pasando sin parar, hasta cuando pasaba, ya entrada la noche, el último vagón con un hombre colgando una lámpara verde”, repite en voz baja, imitando la mirada ciega de Borges y el acento andaluz de Federico G. Lorca. "Ciento cuarenta vagones, la desmesura: lo que era una imagen retórica en los relatos anteriores, se convierte en característica de la realidad ficticia. Las dos épocas de Macondo, el apogeo y la de cadencia, están claramente diferenciadas aquí", se acuerda Marito que escribió en su tesis doctoral impecable sobre "Un día después del sábado", y que después publicó en 1971 con el nombre de "García Márquez: historia de un deicidio".
¿Y qué van a hacer al puerto los siete fantasmas, a paso de Borges y su bengala, atrás de un hombre vivo, canoso y casi de bronce? Pues nada menos, como bien se imaginaba Juancito, que a ver pasar a un irlandés recalcitrante, James Joyce que se prepara para recibir la nave de Ulises, se dispone a repararla y renovarla a su manera, para convertirla en el nuevo barco, cuyo incierto viaje desconoce el propio autor.
Justamente Joyce, piensa Borges, ¡qué diferente de aquellos autores más les hubieran gustado a Cienfuegos o a Buenaventura Durruti! al contrario que un Mark Twain, o un Jack London proletario y aventurero, Joyce solo estudió y escribió. Era una especie de purasangre académico, con un currículum lineal que de los claustros jesuitas fue a la universidad y de allí a dar clases , y que se mudó de ciudad europea en ciudad europea, y aun así, cuando le preguntaban sobre la Gran Guerra solo comentaba "Ah, sí, he oído decir que hay una guerra por ahí". ¡Qué parecido al Borges que todos amamos y nos gusta criticar por su supuesta falta de contacto con la realidad de su época!
Y se acuerda Marito V. Llosa, otra vez de la película argentina y del profesor de literatura que dice: "la historia y la literatura siempre se encuentran, ¿no?"
VB. São Paulo, Brasil. Agosto de 2051.
Nenhum comentário:
Postar um comentário