La hipermnesia, serendipity, literatura y diccionarios.
La enfermedad del Gringo Giorgio, había
empezado muy acelerada, pero no avanzó demasiado. Aunque sí se le había
detectado algo nuevo, la hipermnesia,
era evidente que no empeoraba sino que, al contrario, parecía incluso mejorar.
La hipermnesia,
según le informaron los médicos a su hija Roberta, luego de verificar que la
memoria más remota, la de los años 60 y 70 se le había reactivado notablemente,
es una patología extraña: el sujeto que la padece recuerda con detalles hechos de
su biografía principalmente, y se asocia en general a personas obsesivas. Por
lo que se sabe, es un fenómeno poco frecuente, con pocos casos registrados y
estudiados. El exceso de memoria tiene sus beneficios pero también trae sus
problemas, porque genera más curiosidad propia, y la del entorno, creando una
morbidez lógica, que incluye prejuicios, que despierta entre los amigos y
conocidos de quién la padece. Pero este no era un problema para Giorgi, que
desde hacía casi un año vivía en su mundo aparte.
Dicen que repetir una acción o una
atividad o actitud muchas veces por día, o ser fanáticos por el orden o por la
prolijidad, por ejemplo, tal vez pueda ser algo beneficioso para nuestra vida,
a diferencia de lo que algunos creen. Si cuando éramos chicos nos retaban por
algo, muchos de nosotros queríamos hacerlo de nuevo, quizás porque nos gustaba
el desafío. Y algo parecido ocurre en el caso de algunos síntomas obsesivos. Es
necesario recuperar la capacidad de cada uno de disfrutar de estos pequeños o
grandes trastornos.
— Mire Ud. Una cierta obsesividad,
señorita Roberta, en dosis homeopáticas y, claro, cuando no alcanza niveles
patológicos que pueden exigir un tratamiento psiquiátrico, también tiene sus
pequeñas ventajas- le aclara el Dr. Digiovanni a la hija del Gringo. — Por
ejemplo, tal vez nos acordemos de esas canciones o lecturas que nos repetían,
hasta el hartazgo, siempre la misma historia, ¿no? Y se las pedíamos a nuestros
padres o a los abuelos que nos las leyeran una y otra vez, siempre el mismo
cuento antes de dormir, o el mismo disco de historitas.
Y cuando se habla de obsesiones y de
mentes brillantes, algunos médicos psiquiatras recuerdan que el Manual de Diagnósticos y Estadísticas de los
Trastornos Mentales (DSM), que detalla las enfermedades de la mente, tal
vez debería agregar el item “compulsión por libros”, o también “obsesión por
lectura”. Y además, muchos sugieren que se debería dar como ejemplo a William
Chester Minor, un nativo del antiguo Ceilán, hoy Sri Lanka. La misma patria que
inspiró al surgimento de la palabra serendipia,
que no está en los diccionarios de la lengua española y que viene del inglés “serendipity”,
usada por primera vez por Horace Walpole hace unos 250 años, cuando se refería
al cuento de hadas persa “Los tres príncipes de Serendip”, quienes
vivían haciendo descubrimientos, siempre
accidentales y sagaces, de cosas que no buscaban.
Chester Minor, nacido en el actual Sri
Lanka en 1834 era un oficial-cirujano estadounidense del ejército vencedor – el
yanqui- en la Guerra de Secesión, que terminó internado en un manicomio en
Washington. Minor era un ejemplo de serendipia,
solo que ni siquiera era conciente de sus descubrimientos, accidentales y
sagaces, de cosas que nunca buscaba. Viciado en alcohol y en burdeles, contrajo
toda una fobia por mujeres, sobre todo por prostitutas, y por enfermedades
venereas.
Después de un año y medio internado,
Minor se mudó de los EEUU para Lambeth, uno de los barrios más miserables y
peligrosos de Londres, en 1871. Pero aun no estaba curado por completo, y después
de matar a un irlandés en un episodio de profunda confusión mental, fue
encerrado de nuevo en el manicomio-prisión judiciario para enfermos mentales
peligrosos de la ciudad de Broadmoor, en Crowhotne, cerca de Oxford, donde
viviría el resto de su vida.
Ya en esta institución psiquiátrica,
gracias a su relativa riqueza personal, y actuando como si fuera un invitado en
vez de un preso peligroso, Minor fue comprando ciertos beneficios y hasta
adquirió el derecho a tener dos celdas para él solo, en las que acumulaba
toneladas de libros, muchos de ellos regalados por ricas e ingenuas admiradoras
a las que seducía por vía postal. Hablaba varios idiomas gracias a sus
experiencias de misionero de la Iglesia
Cristiana Congregacionalista en el sudeste asiático; de chico aprendió
singalés, y con catorce años, estudiando medicina en la Universidad de Yale, ya
dominaba el tamil, el birmano y varios dialectos hindi.
Minor, que leía obsesivamente todo tipo
de libros o revistas, un día supo - a través de su correspondencia con los
libreros de Londres que le facilitaban nuevos volúmenes-, que el Oxford
English Dictionary buscaba voluntarios para ayudar con citas y ejemplos
para un nuevo diccionario. Esa empresa era una buena vía de escape para su
mente enferma, y de los supuestos acosos a los que los guardias lo sometían,
tal vez todo un mero producto de su imaginación.
El equipo editor del Oxford English Dictionary, el más importante diccionario de la
lengua inglesa, recibió de Minor, un hombre que no tenía medidas, más de diez
mil citas por correo durante muchos años de trabajo y de obsesiva erudición,
ofreciéndole todo tipo de evidencias históricas y etimológicas de las
acepciones de innúmeros términos, a la vez que resolvía toda clase de dudas
lexicográficas.
En el Oxford
English Dictionary veían a Minor como a un sabio, por lo que en 1891 lo
invitaron a participar en la cena de los redactores del diccionario, pero Minor
no se presentó, claro. Curioso por la ausencia de su mejor colaborador, el
editor que coordinaba la obra, James Murray, decidió viajar hasta Crowthorne, y
acabó descubriendo que Minor estaba internado de por vida en una
cárcel-manicomio. Minor murió en marzo de 1920, siete años antes que el Oxford English Dictionary de doce tomos
y 400 mil definiciones estuviera terminado.
Como conclusión diríamos, como el
escritor y político italiano Carlo Dossi, que los locos pueden mostrar a los
cuerdos los caminos que más tarde van a seguir los sabios.
— El Gringo Giorgio Grión estaba más o
menos así, más loco que sabio, pero cada día más lúcido, más obsesionado por
leer y escribir- contaba un amigo que lo visitó en Milán en 2015. Cuarenta años
después de los hechos que cambiaron su vida en la juventud, Giorgio vivía una
nueva etapa.
— El Gringo, mientras tanto, se fue
encerrando en una burbuja de paz, lecturas, estudio y una rutina obsesiva de
escritura- dice el amigo que lo volvió a ver y se quedó impresionado con su
situación mental. Empezó a editar y publicar sus textos - memorias de otros, a
veces las suyas propias, historia y literatura fantástica, ficción histórica y
hasta un poco de psicología- en un blog e incluso pasó a divulgarlos por
facebook y twitter. Tanto hizo que al final una editorial de España lo llamó y
le pidió una selección de cuentos y dos romances o novelas cortas. Su único
contacto con el mundo real, sin embargo, era su hija Roberta, y una o dos veces
por año, la mayor, Natalia, que viajaba de Argentina a Italia y se quedaba con
él un par de semanas cada vez, de modo que su hermana pudiera salir y
divertirse un poco.
En sus largas charlas con Natalia, la
hija que solo conoció cuando ya era una mujer adulta, - y que no sabía nada de
su vida en Italia, así como él ignoraba su existencia e incluso el embarazo de
su madre, su primera compañera, Julia- Giorgio fue enterándose de todo, de a
poco. Y en medio de sus confusiones mentales fue escribiendo historias
cariñosas para el bebé que no conoció y ni siquiera supo de su nacimiento
porque estaba preso; y oyó los cuentitos para dormir que Julia le contaba al
bebé, y que él recreaba con nuevas palabras, confundiéndose a veces entre
Julia, la madre, y Natalia, la hija. Es que veía las fotos anaranjadas y
descoloridas de los años 70 y 80 y algo le venía de a poco a la memoria: las reuniones
en la Villa Las Antenas, el Negro Villafañe, las salidas al Parque Japonés o al
zoológico en algunos domingos libres de reuniones o tareas, la Recoleta y los
bosques de Palermo, leyendo a Cortázar y Arlt, paseando con Julia, agarraditos
de las manos, haciendo “empanaditas” con los dedos, como contaba Vargas Llosa en
el libro prohibido por los militares, La Tía Julia, o corriendo como
chicos enamorados que eran.
Era inevitable: el olor de las almendras
amargas le recordaba siempre el destino de los amores contrariados, y pensaba
en el amor maduro de los tiempos del cólera de García Márquez, y se imaginaba
de la mano de una Julia levemente envejecida, hermosa en su madurez como había
sido linda en la juventud, no la Julia de 23, 24 años, y sí otra, de 57, 58
años. Y pensaba en los años perdidos, y en el amor que les había faltado.
Tanto uno como la otra no podrían haber
tenido otra vida, una vida exclusiva para el amor. No, no habían nacido para
nada distinto que pensar en la revolución, la lucha social en primer lugar, y
no apenas en el otro, o para soñar con el otro, o para esperar las cartas con
tanta ansiedad como las que contestaban los apasionados del amor en los tiempos
del cólera. Pero, como los amantes de la novela, ambos – Giorgio y sus
fantasías seniles con aquella Julia con la que convivió por tan poco tempo, 30
o 40 años atrás- se iban dejando traicionar por los recuerdos, hablándose con
sus ilusiones sin quererlo, queriéndose con sus sueños sin decírselo. Y
recordaba que lo más absurdo de la situación de ambos era que nunca habían sido
tan felices como en aquellos años de luchas y de infortunio. Porque en realidad
fueron los tiempos de sus grandes victorias sobre la hostilidad de un medio que
no se resignaba a admitir a los jóvenes como ellos, que eran distintos,
novedosos, e inocentes transgresores del orden tradicional, - occidental y
cristiano, decían entonces-. Y pensaba que García Márquez escribiera que el
problema del matrimonio es que se acaba
todas las noches después de hacer el amor, y hay que volver a reconstruirlo
todas las mañanas antes del desayuno; pero en su caso y en el de Julia, no,
ese se recontruía a cada hora de pasión revolucionaria.
— Ruta
66-, pensaba en voz alta Giorgio. — El modelo para desarmar ya se desmontó
hace 40 años- decía, y Roberta no le entendía. Y casi en el estribo de salida
de sus 65 abriles repetia:
—Soy como el Inca Garcilazo, nací entre
el 22 y el 25 de abril, pero ya no me acuerdo, no me acuerdo, hija- repetía-, y
Roberta se lo contaba a Natalia, que suponía que se refería a su edad.
— Y con la conciencia en paz por tantos
otoños, felices o tristes- proclamaba el viejo Gringo Giorgio, — parece que
llegó la hora de hacer un primer balance, como diría tu abuelo, "un
balance preliminar"- le decía a Roberta, y ella pensaba que tal vez su
padre no sufriera de Alzheimer, y sí de una demencia senil intermitente.
— Como la Ruta 66, que cruza un enorme país de este a oeste. Como en 62 Modelo para armar, los cronopios
entran al libro imaginado por el personaje Morelli en el capítulo 62 de Rayuela, en que todo es “como una inquietación, una falta de sosiego,
un desarreglo continuo”- muraba bajito Giorgio, y su hija se desvelaba
tratando de entender cuáles serían los códigos secretos del labirinto y los
espejos de la mente del viejo.
— 66 abriles y sus hojas secas,
amarillas, anaranjadas y ocres en una Córdoba alegre, o en un Buenos Aires
triste. 66 abriles y sus 42 días 18, de felicidades plenas- repetía el Gringo,
y eso sí lo entendía Roberta, porque Natalia le había contado que su madre,
Julia, había nacido un día 18 de abril, y ella calculaba que se habían
conocido, eso mismo, unos 42 años atrás.
J.V. 19 de septiembre de 2020.
San Fernando del Valle de
Catamarca.
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