terça-feira, 29 de março de 2011

Muñeca

“Muñeca Unzaga y Ariel Seferino habían sido compañeros de escuela primaria entre los años 50 y comienzo de los 60; pero después Muñeca se fue a São Paulo y terminó su curso en el “Belas Artes” de la avenida Tiradentes, a principio de los 80; llegó a abrir un estudio en Santana. Pero la vida no siempre imita los colores del arte, y el arte de vivir a veces se hace más urgente y apremiante de lo que a uno le gustaría.

Habían pasado más de veinte años sin encontrarse, y cuando se vieron de nuevo en el micro de la Cacorba, en julio del 88, Muñeca y Ariel no se reconocieron. ¿Muñeca? ––Sí, sí, Muñeca, la misma que en un atardecer frío en el cementerio de París se lo encontró a Cortázar, o al abuelo de Cortázar, que debería tener por entonces unos 85 ó 90 años. Si bien que ella cuenta que le pasó lo mismo que a aquel escritor peruano, Bryce Echenique, que creyó haber  visto al padre o al abuelo de Cortázar, porque el argentino no representaba más de 28, y cuando por fin se lo presentaron pensó que no, que al que había visto antes era el hijo de Cortázar. Bueno, en fin, que a Muñeca se le apareció entre las tumbas de Montparnasse un señor muy alto, que a cada cien metros de recorrido  le parecía más y más alto; con una cara de chico perverso, metido en un largo sobretodo negro; y cuando Muñeca se topó con el viejito que, en pleno invierno, en un atardecer oscuro le hablaba en un diáfano castellano matizado por un lejano acento francés notó que, como contaba García Márquez del escritor argentino, el misterioso anciano también tenía unos ojos “muy separados, como los de un novillo, y tan oblicuos y diáfanos que habrían podido ser los del diablo”. Pero Muñeca no tuvo tiempo de asustarse porque de pronto el viejito le mostró con una gran reverencia la tumba de Cortázar, y desapareció entre las sombras. ––Y sí–– dice Muñeca ––por eso y otras tantas cosas que cuentan que pasan en París es que cuando uno anda por la calle, en cualquier esquina se atraviesa el espejo de Alicia, y uno continúa hasta un café en  Córdoba donde nuevamente cruza el espejo, ¿el retrovisor, tal vez?, que te trae de vuelta al punto de partida–– sueño que me dice Muñeca, o la escucho en el delirio de la fiebre. ––Las historias verdaderas se nos mezclan con las de los escritores que nos habitan y siguen su recorrido perfecto, rotundo, perplejo–– me dice, y yo pienso que tiene razón.  


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