quinta-feira, 2 de fevereiro de 2012

La brujas del tío Luis. Esteban y la plantita. 4ª y última parte.


Doña Delicia, Doña Visitación y la Desposoria.

Tres personas, las dos primeras, curanderas, parteras, ayudaban a bien morir. La tercera, de profesión bruja y de aspecto temible cuando arrastraba los demonios a cuestas; la vi a través del cerco, caminaba agachada con todo el cabello, que lo tenía muy largo, cubriéndole la cara, murmurando y llevando en su mano un cuchillo. ¿Era bruja? ¿O simplemente le gustaba tomar unos tragos y a veces se pasaba?, el caso es que la gente, con razón o sin razón, hablaba; y todo hacía suponer que era cierto, porque vivía  cerca de la montaña donde, por esas quebradas, decían, se llegaba a la salamanca. La cuestión es que las vecinas – y eran ellas las que más sabían - escuchaban por las noches los chistidos de la bruja que volaba, y al otro día siempre encontraban alguna prenda de vestir entre los montes. ¡Pobre del dueño de esa prenda!.

Doña Delicia, o doña remedio. Mujer alta, erguida, delgada, vestida toda de negro hasta los pies, también cubría su cabeza con una tela del mismo color; era una señora de aspecto grave, de pocas palabras, que les daba confianza con su trato a los pacientes. Conocedora de las propiedades de los yuyos, de los emplastos de los saumos, y de los efectos de las lavativas, satisfacía a la vecindad que siempre acudía a ella.

Doña Visitación era otro tipo de mujer. Con los mismos conocimientos y experiencia para aliviar los males del cuerpo y las penas del corazón que tenía doña Delicia, pero con otro temperamento; parecía no dar tanta importancia a las quejas de sus pacientes, siempre tenía  respuestas alentadoras o algo que hiciera reír, casi  siempre tenía en su boca  el chala que pitaba.

Autor: Luis Unzaga, Catamarca, primavera de 2011.




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Esteban y la plantita.

La tres brujitas del tío Luis no le salen de la cabeza a Esteban, que piensa y piensa, y llega a la conclusión que el duende que se les apareció, con una propuesta que al final no les hizo – y que lo va a obligar a volver, claro – son de la misma estirpe de las brujas de las Chacras, y no se los imagina a ninguno de ellos tan peligroso. Aunque con seguridad que todos frecuentan la misma salamanca a la que se refería Luis en su descripción.

Esteban recuerda entonces que él y su mujer sintieron un calor intenso durante la presencia del enano sombrerudo, e incluso les ocurrió como al viejo Luna, de Catamarca: se quedaron como paralizados, y no pudieron gritar por más que lo quisieran. El duende, se acuerda Esteban,  vestía una ropa que no era de esta época y, diferente de la mayoría de los otros duendes que había visto la tía Gringa, que van de rojo o de verde según la ocasión, el que los visitó a ellos estaba todo de gris y usaba un sombrero grande, medio verdoso. Tenía aspecto de anciano, aunque su voz era firme como la de un hombre joven.

Pero el caso es que el hombrecito salió callado, se fue y no dejó rastros; aunque no terminó de hacer su propuesta después de comerse un plato entero de poroto sancochado. Bueno, piensa Esteban, será una de las tantas leyendas urbanas – o rurales - de Catamarca, y encoge los hombros; pero no deja de pensar en cómo encendió sus ojos el hombrecito cuando le avanzó a su mujer, brillándole como llamas rojas, fulgurantes, asustadoras,

A la mañana siguiente, sigue la lluvia; Esteban se levanta y va al living a apagar la TV que los chicos dejaron prendida en el Canal Disney. Sentado en una silla y con los ojos abiertos, está el hombrecillo de nuevo, mirando al techo. Esteban lo ve, como entre los delirios de un sueño, y nota que de pronto, rápido como un pestañeo, el duende ya está apoyado en la baranda de la galería; y ve que el hombrecito se le acerca, esta vez tímido, cabizbajo casi; en sus ojos, sin embargo, le nota un brillo astuto, diabólico, un matiz verdoso. Una sonrisita mordaz se  asoma a la comisura derecha de la boca, que a Esteban le hace acordar de inmediato del miedo que sentía cuando el tío abuelo Manuelito Arce esbozaba su sonrisa torcida, señal de que preparaba una travesura para espantarlos a los chicos.

El hombrecillo lo saluda muy respetuoso, al modo antiguo y, no sé por qué, Esteban vuelve a recordar cuando era chico y llegaba, de la mano del abuelo Victoriano, a la casa de los Ovejero. Y es que pasaban cosas extrañas en La Falda, comarca repleta de chacras luminosas, pero también llena de misterios y fantasías, allá por los años setenta.  

Bom dia jovem, com licença lo saluda, amable, extrañamente en portugués, con un lejano acento argentino, el hombre de la leve sonrisa sarcástica, y lo saca de golpe del ensueño de infancia.
— ¿Podría decirme si a la dueña de casa le interesaría comprar una botella mágica que traigo para ofrecerle?  le pregunta, ahora en castellano, y con menos humildad, cuando descubre en Esteban al inmigrante, al exiliado envejecido, añejo de saudades, de nostalgias mal contenidas, pleno de recuerdos, y de ganas de volver a sus lejanos 28 años.

—  Digame, ¿Ud. vendería su alma para volver a tener 28 años otra vez? le pregunta de sopetón, adivinándole los pensamientos y las divagaciones en las que se pierde Esteban a raíz de la pregunta.

Y Esteban recorre mentalmente los cajones de su escritorio, piensa que en algún lugar debe haber todavía una carta…sí, recuerda  haber visto un papel en el que Victoriano presagiaba la llegada de un forastero con una oferta que él no podría rehusar.  Se acuerda también, como entre fogonazos mentales, del cuento de Villanueva que relata la visita de un hombrecito gris que le ofrece al escritor una botella llena de un humo colorido, en el que de vez en cuando se ve pasar un diablillo; le recorren rápido por la memoria las imágenes de la familia de “Los Iguales”, aquéllos que  a cada tanto renovaban su contrato con el Malo y le vendían sus pobres almas al demonio, sistemáticamente, a cada generación; y al recuperar la juventud se hacían cada vez más iguales, pagándole como tributo al Supay con la pérdida de la preciosa individualidad de cada uno de los miembros de la familia. 

Bien, me toma Ud. de sorpresa — casi balbucea Esteban. — Pero sí, me interesa, claro; mi mujer salió, pero yo lo puedo atender, pase .  La puerta cancel se cierra al paso del hombrecito, y él  apoya en la mesa de vidrio de la salita, con cuidado, una botella con reflejos multicolores y una intrigante figura gris en su centro.

Muchos años después – yo ya me había ido de Catamarca y vivía en São Paulo hacía décadas – me cuenta Esteban cómo fue ese segundo encuentro, extrañísimo, con el hombrecito:

Me limité a abrirle la puerta, hacerlo pasar hasta la galería, y tratar de cumplir con lo que me él me pedía, o mejor dicho, lo que de a poco me fui dando cuenta que me exigía su alma en pena: en primer lugar, nunca jamás debería hablarle –– agregó con voz misteriosa Esteban. ––Tal vez ese haya sido un gran error mío con el que me jugaría la suerte más tarde. Pero, ¡la yeta puta! ¡Si no era cosa que algo me saliera bien, carajo! –– se altera Esteban y yo me quedo callado, prefiero no interrumpirle el relato.

––Me acuerdo clarísimo de aquel encuentro: no me puedo olvidar de cómo los gallos y los pájaros cantaban, como enloquecidos, y revoloteaban en las quintas de los vecinos, cómo cacareaban las gallinas, y ladraban los perros, y el repicar de las campanas de la capilla de San Antonio. La lluvia, que había durado 139 días, paró de pronto, y las ramas de los árboles crujían con violencia, agitadas al viento, y tuve la impresión de que aquella visita iba a cambiarnos las vidas a mi mujer y a mí, para siempre.

–– El único equipaje del hombrecito era una bolsa de las compras y un librito viejo que cargaba en la mano, aparte del sombrero. No me animé a preguntarle de dónde venía ni hacia dónde iría después; no podía hablarle, pero durante esa noche las horas pasaron tan rápido que, recién terminaba de servirle un mate cocido y unos bizcochos de grasa, allá en el galpón, cuando sonaron los redobles de las seis en el campanario de San Antonio ––.

––Después de una larga semana conviviendo a la fuerza con el Sombrerudo, a veces yo esperaba que él saliera de la finca un rato, y en seguida me iba corriendo hasta su pieza a hurgarle entre las cosas. Fue así que tuve la sorpresa de ver que, aunque había llegado a las Chacras sin equipaje, el hombrecito se cambiaba de ropa todos los días. Sus pantalones, alpargatas y camisas eran siempre diferentes, tanto las que se ponía a diario, como las que le encontraba cada vez que le revolvía sus cosas, de distintos colores y tamaños, muchos tipos de botines y ropas, todos los que te podás imaginar –– me asustaba Esteban con una voz que resonaba cada vez más gruesa y lenta.

–– Así es que un buen día decidí tenderle una trampa al duende, para tratar de sacarle la máscara, para saber a qué se dedicaba y por qué no hablaba,  adónde se iba cuando salía, o qué carajo hacía en todos esos misteriosos paseos, en los que nadie más lo veía. Pero a él se le volvió una especie de juego la trampa que quise armarle. El hombrecito tenía los pensamientos y la mente más cínicos, perpicaces e inquisitivos, y las actitudes más sagaces que yo hubiese conocido hasta entonces. Mi astucia campesina no me sirvió de nada; al contrario, me enredó cada vez más en mi propio juego; a tal punto que creo que llegué a pensar que él ya se lo traía todo planeado desde su aparición–– prosigue Esteban.

––Aún a sabiendas de esto decidí jugármela a fondo, porque, al final de cuentas, ¿qué podría perder, no?–– me mira, como desafiante, y a la vez orgulloso de su historia.
––Me senté en el sillón de mimbre de la galería a esperarlo al Mandinga. Sí, porque yo ya me había dado cuenta que el duendecillo, el hombre orejudo y sombrerudo, sólo podía ser el Malo, en persona. Tomé unos mates y armé dos chalas, mientras contaba las horas, cada minuto y cada segundo, porque de un momento al otro, el colectivo de La Falda iba a pararse, y él entraría por el portón. Cuando ya estaba muy oscuro, como no llegaba, y el otoño de Catamarca es muy frío, fui al salón y me senté en la hamaca, tapado hasta la nariz con una colcha gruesa de alpaca –– Esteban prende el cigarro de anís, le da unas pitadas y tose.

–– Me fue viniendo el sueño y cerré los ojos, pero pocos minutos después escuché el chirrido agudo de los frenos del colectivo y seguí los pasos de las alpargatas arrastradas del Mandinga pasando la tipa, después por debajo de la santarrita, y cuando rozó la hamaca en la galería. Luego percebí la llave que iba girando en la cerradura de la puerta verde del salón. Abrí despacio los ojos y observé la manera lenta de las dos vueltas de la llave. Ví la hoja pesada de algarrobo, que al abrirse dejaba filtrar un rayo de luna reflejándose en las baldosas de cerámica, y se vino el Malo cruzando el salón, derecho hacia mi reposera. Me quedé muy quieto, casi sin respirar. El diablo se me acercó y de entre sus ropas lujosas sacó lo que yo pensé que era un fierro, y recé por mi suerte – prosigue Esteban.

–– El Malo dejó entonces alguna cosa al lado de la reposera, al costado, y arrimó un banco para sentarse bien adelante mío. Me miró derecho a los ojos, como si estuviéramos en un juego de chinchón o de truco.  Yo no quería hacer el primer movimiento, y pensaba que algún otro, más churo que yo, en mi lugar ya se le hubiera tirado encima, pero no, yo no, ese no era mi estilo. Preferí esperarlo, alerta, listo con el facón por debajo de la colcha, para defenderme, por si acaso el Mandinga me atacara –– cuenta mi primo Esteban.
––De pronto el condenado hizo un movimiento corto pero muy ligero en mi dirección, como si fuera a arrancarme la colcha de un manotazo; y ahí mismo le vi las garras, las manos enormes y peludas, y debo haber dado un grito ¡carajo!, porque él soltó una carcajada.  Es que yo, sin querer, había roto mi promesa, ya no podría continuar el juego peligroso y fatal con Satanás –– terminaba su relato Esteban, mientras yo me moría de miedo.

–– Me levanté muy despacio y le devolví su pago al diablo: eran trece billetes nuevitos, recién salidos del banco, de mil pesos cada uno; trece “fragatas” que el demonio había colocado a mi costado, al lado de la hamaca reposera. No sé si fue un castigo divino o si lo soñé; sólo sé que esa noche el diablo visitó mi casa, y yo creo que para no irse más, porque de vez en cuando escucho, allá al fondo de la quinta, entre las higueras, la misma carcajada irónica, cínica y amenazadora; y siento el hedor del azufre que marca el paso y las huellas del Mandinga – termina su historia Esteban. 

Pero hasta el día de hoy recuerdo la cara seria de Esteban, y la comparo, en contraste con la mirada pícara del viejo Victoriano cuando nos contaba sus cuentos de brujas, duendes y aparecidos.  

Y de pronto lo veo atrás de la tipa a mi abuelo Victoriano, que enrolla el chala, pasándole la lengua lentamente por el borde, y prende el fósforo en la suela de la alpargata seca, antes de irse, despacito, hacia los cañizos, y las chapas de zinc donde se secan y se tuestan al sol las pasas de higos; y escucho una carcajada diabólica, viniendo de lejos, desde donde clarean las plantas de fruta, un poco antes de llegar a los tunales del fondo de la quinta.

FIN. Javier Villanueva, São Paulo, 2 de febrero de 2012. Basado en hechos reales.

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