Alberto Hernández lanzó su primer libro, El Viaje y otros
Relatos Setentistas.
El compañero Alberto nació en Córdoba en 1951.
Vivió en Mar del Plata y en 1969 volvió a la Capital provincial para estudiar
la carrera de ingeniería en la Universidad Nacional de Córdoba.
El “Cordobazo” lo llevó a la militancia política, fue miembro de las
organizaciones revolucionarias Espartaco y luego de Orientación Socialista,
ligándose a los gremios combativos de entonces. Tuvo un breve paso por el
periodismo en el desaparecido diario Tiempo de Córdoba, para luego ingresar a
la Municipalidad de Córdoba.
Con el advenimiento de la democracia se dedicó a tiempo completo a la
militancia política y sindical. Fue dirigente nacional y provincial y varias
veces candidato por el Partido Intransigente. Alternó la política con su cargo
de Secretario Gremial del SUOEM en la primavera democrática. En el 2003 fue
electo concejal de la Ciudad de Córdoba y en el 2011, precandidato a
intendente.
Desde hace una década publica en Utopicón, blog que incluye crónicas,
ficción, humor, poemas, denuncias, artículos varios y buena parte de los
relatos que integran este libro. Ha publicado artículos políticos sobre
distintos aspectos en La Mañana de Córdoba, Hoy día Córdoba y La Voz del
Interior.
En El viaje y otros Relatos
Setentistas, el lector encontrará un pantallazo más que jugoso de una
época de la que poco se sabe, ocurrida en Argentina casi 40 años atrás. Y
cuando décimos “poco se sabe”, no nos referimos a falta de información, sino a
un exceso de contenidos, a veces difusos o poco ciertos. Hacia fines de los
años 60 y durante más de una déccada y media, los golpes militares ponían en
juego una serie de valores (y disvalores) que florecían en las fuerzas de jóvenes
-y algunos no tanto- militantes revolucionarios. Mucho se sabe de una parte de
la historia, pero siempre es bueno escuchar otras campanas. Este libro
plasma, con mucho humor y de manera amena, ese costado poco conocido. El del
militante, el del resistente, el de quienes lucharon por un país más
justo.
Les adelanto hoy uno de los muchos cuentos, tan sabrosos, de su libro.
LA PINTADA
Septiembre de 1974 fue un mes de terror en Argentina. Las Tres-A, Alianza Anticomunista Argentina —que en
Córdoba se llamaba Comando Libertadores
de América, y que desde hacía un tiempo venía intensificando sus acciones
en contra de los militantes populares—, ese mes terminó con la vida del Cuqui Curutchet,
Julio Troxler y Silvio Frondizi.
La noche de Córdoba era prisionera de los Ford Falcon verdes que patrullaban las calles semidesiertas con su
despreciable y tenebrosa carga.
Decidimos condenar esas muertes ocurridas en poco más de dos semanas y
elegimos la pared del Correo Central que da sobre la Avenida General Paz para
hacer una gran pintada.
Por mis dotes para el dibujo y mi buena letra, me tocó, junto al Negro, estudiante de arquitectura y por
ende también buen letrista, empuñar los aerosoles.
Tomamos todas las precauciones porque era una acción peligrosa. Llegamos
por separado al lugar, todos enfundados en gruesas camperas para cubrirnos del
frío de esa noche de un invierno que todavía no se iba.
Tato se apostó en la
esquina mirando en dirección contraria al tránsito que circulaba por la Avenida
Colón para ver si aparecían los verdes. Al verlos debía hacer una seña al Boliviano, que estaba en una parada de
ómnibus frente a la pintada —en ese entonces, la vieja Calle Ancha era de doble
mano— para que este nos avisara que debíamos largar todo y hacernos humo.
En la esquina contraria, lo mismo: otro compañero atento a la aparición
de alguna presencia peligrosa.
Empezamos a pintar cuidadosamente la gran pared, tratando de hacerlo lo
más aceleradamente posible, pero cuidando la estética que era importante a la
hora de llamar la atención de los millares de transeúntes que pasarían al día
siguiente por esa céntrica vereda. No era una tarea sencilla ya que la
rugosidad de la piedra nos obligaba a repasar los trazos y los abrigos que llevábamos
nos dificultaban los movimientos.
Cada tanto mirábamos al Boliviano
para ver si había novedades; este seguía con atención lo que hacíamos y
aprobaba con el pulgar de la mano derecha levantado. Sobre este compañero me
detendré un instante.
Pepe, tal su nombre de
guerra, había venido de su Santa Cruz de la Sierra natal a estudiar
arquitectura a Córdoba, luego de obtener su título secundario en el exclusivo y
tradicional Colegio Nacional Florida, donde había hecho las primeras armas como
dirigente estudiantil. Era un fogoso y convencido revolucionario, con muy buena
formación teórica y una oratoria ampulosa y convincente.
Muy buen tipo, solidario hasta el desprendimiento personal. Era de baja
estatura, piel bronceada, cabello negro corto, pómulos salientes, nariz
aguileña y ojos oblicuos, típico de la raza Aymara. Una mirada brillante y
movediza y una sonrisa permanente se destacaban en su cara redonda. Tenía
conocimientos de defensa personal —que trataba de transmitirnos con poco éxito—
adquiridos por las necesidades de la lucha de clases en el país del altiplano.
Con frecuencia hacía mención, en relatos épicos y emocionados, sobre la combatividad
y el valor de los mineros que bajaban en masa hacia la ciudad con sus cascos y
cartuchos de dinamita en sus manos.
Con el golpe de 1976, regresó a su país, donde prosiguió la actividad
militante en el Frente Revolucionario de
Izquierda y como diputado. Fue asesinado en 1986 por sus investigaciones sobre
el narcotráfico. Tal era este pequeño gran hombre que estaba en esta ocasión
cumpliendo la tarea de campana.
Le dimos los últimos toques a la pintada, nos retiramos unos pasos para ver
con satisfacción que había quedado muy bien y, deshaciéndonos de los aerosoles
nos dispersamos rápida y tranquilamente por caminos distintos.
Habiendo pasado por el retén, nos reunimos en un lugar alejado de allí
para comernos unas pizzas, acompañadas con un áspero vinito tinto de la casa,
para celebrar el éxito de la tarea.
El último en llegar fue Tato,
que sorprendentemente nervioso increpó a Pepe:
—Ya no sabía cómo hacerte señas para avisarte que venían por Colón los
Falcon verdes hasta el moño de fachos y fierros; después que pasó el primero y
no nos vieron me tranquilicé un poco; pero después pasó otro y otro más como a
los veinte minutos. Y vos ni me mirabas... tuvimos suerte, pero si hubiéramos
cumplido con las consignas, tendríamos que haber levantado todo y pirarnos.
Quedamos todos mudos y un frío nos corrió por el espinazo. El Boliviano con su voz redonda y su
habitual modo retórico, sólo atinó a decir:
—¡Es que los compañeros estaban haciendo una obra de arte digna de ser
admirada!
Lo miramos atónitos, mientras él seguía gesticulando como si hablara a
un auditorio poblado de trabajadores, hasta que no pudimos hacer otra cosa que
soltar la carcajada que terminó de
relajarnos.
Esa vez el azar estuvo de nuestro lado.
Alberto Hernández. Córdoba, septiembre de 2014.
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