domingo, 25 de outubro de 2015

Más se perdió en Cuba...y volvieron cantando.

El año de 1898 puede parecerle a la mayoría de mis lectores demasiado remoto y poco importante, pero les aseguro que no es más que un pretexto para ver la España de finales del XX y sus cambios hasta la de hoy, al borde de un derrumbe social de grandes proporciones.

El desastre de España en su conflicto armado con los Estados Unidos no fue apenas una derrota militar que confirmó la tendencia de España a alejarse cada vez más de Europa; perdía sus colonias mientras otros imperios nacientes o remanentes multiplicaban las suyas en nueva expansión imperialista. Esa derrota generó una conmoción que era la muestra no sólo de la decadencia, sino del completo hundimiento de España. La pérdida de las dos últimas colonias españolas en América y además las Filipinas, se explica sin embargo, por el clima que vivía en España y en el contexto de la última gran expansión del capitalismo europeo, junto al despertar de otros países y de los primeros desafíos norteamericanos a la vieja hegemonía europea.

España, un simple eslabón débil en aquella cadena, trató desesperadamente de conservar sus colonias y en particular Cuba, a la que desde la península, unilateralmente, no la veían como a una posesión, sino como parte de la nación española; era un sentimiento unilateral, no compartido por los cubanos, pero difundido no sólo entre las élites políticas y los comerciantes de la península asentados en Cuba, sino por los militares y hasta por las clases populares, que despidieron con emoción a las primeras tropas embarcadas al comienzo de la insurrección cubana de 1895. Y hasta la Iglesia, otra gran entusiasta de la guerra.

Cuando falló la diplomacia con la trataron de contener la invasión norteamericana, y los políticos se vieron frente el dilema que le proponía la intervención de Estados Unidos, prefirieron la derrota segura antes que un golpe militar. Justamente porque no pudo decirse que la derrota se debía a un gobierno contrario a la opinión popular, y eran muchos los que se podían sentir responsables, la derrota fue prácticamente una catarsis; no hubo la rebelión ni el golpe militar que la monarquía y las elites temían, sino un giro en aquello que la literatura del desastre generó, y que al final fue la base del pensamiento de una nueva generación.


España a finales del siglo pasado

¿Cómo era España a finales del siglo XIX? Era una economía atrasada, con una agricultura no competitiva y ultraprotegida, y algunos centros industriales en Barcelona y el país vasco, también muy protegidos. Una sociedad rural y poco urbanizada, con grandes desigualdades sociales, culturales y regionales, un alto grado de analfabetismo y una carencia de clases medias. Pero por entonces la economía española se acercaba a las de los otros países del capitalismo europeo, y los efectos económicos de la pérdida de las colonias no fueron tan negativos, incluso porque la repatriación obligada de capitales significó una importante inyección en la economía española. Merced a las reformas fiscales, el presupuesto estatal consiguió a comienzos de siglo, por primera vez, un superávit, aunque eso no significaba que el estado español dejara de ser pobre en recursos, ni que aquella sobra momentánea de dinero fuera a convertirse en habitual. España estaba muy lejos todavía de los países desarrollados, aunque el panorama no era tan enyesado como algunos sospechaban.

La Monarquía de la Restauración era llamada oligarquica y caciquista, y quedó desde entonces como sinónimo del régimen político. La sociedad y la política españolas eran oligárquicas, porque eran controladas por una minoría; y para eso se apoyaban en el clientelismo de los caciques que permitían que los dos partidos políticos vinculados a las dinástías, los conservadores y los liberales, prepararan las elecciones y acomodasen sus resultados para una rotación pacífica de unos y otros. Aquello era una democracia, altamente imperfecta, como lo eran también la mayoría de los países europeos. La Monarquía restaurada en 1875 había conseguido acabar con la profunda inestabilidad del siglo XIX y levantó un sistema casi similar a otros europeos: una Monarquía constitucional, con soberanía compartida de las Cortes con el rey. Aceptando las reglas de juego, muchos liberales se incorporaron a partir del primer gobierno de 1881, sumando a la Constitución sus conquistas políticas,y culminando en 1890 con la aceptación del sufragio universal. Había terminado el exclusivismo de un partido único, predominante durante Isabel II, en favor de la alternancia y, con ello, borraban uno de los motivos de la intervención permanente del ejército en la política.

Con el nuevo siglo aumentaron las críticas al régimen y las denuncias de la traición de sus ideales liberales y de su pobreza democrática. Las críticas cayeron sobre los dos partidos gobernantes, en toda la clase política, y crecieron como consecuencia del fracaso militar y el inicio del ocaso del colonialismo en el 98.

¿Cómo compatibilizar las leyes que habían implantado el sufragio universal con la práctica política que lo desvirtuaba? Unos pensaban que le habían puesto una superestructura política demasiado avanzada sobre un estado atrasado, de una cultura liberal poco arraigada; el resultado había sido la distorsión del voto. Otros, sin embargo, pensaban que la distorsión era la lógica consecuencia de la voluntad de dominio de aquella oligarquía dispuesta a usar todas sus armas, incluyendo la violencia, para seguir en el poder. No fue fácil en ningún país de Europa el paso del liberalismo a la democracia, y en donde salió bien, fue gracias a minuciosas obras de ingeniería política, llenas de conflictos y dificultades, que no se resolvían con un grado más avanzado de desarrollo capitalista y de modernización social.

España vivía esos cambios en una situación peculiar. En 1897 moría en un atentado anarquista el artífice de la Restauración, Antonio Cánovas del Castillo; mientras Sagasta, el viejo caudillo liberal, llegaba al fin de siglo agotado políticamente. Los partidos de ambos caciques habían sido los pilares de la estabilización restauracionista. El fracaso de la guerra con los EEUU, en 1898 y el cambio de siglo traían perspectivas oscuras para las elites dominantes: un nuevo rey, Alfonso XIII, a punto de llegar a la mayoría de edad; un cambio difícil del liderazgo político; las inercias del clientelismo, la falta de una masa electoral y de una opinión pública organizada, además del rechazo a la política de grandes sectores del pueblo, catolicos intransigentes y antiliberales, que se oponían a la Constitución de 1876, de un lado, y anarquistas y socialistas del otro. La transición que ocurría en Europa, pasando de una política de minorías a otra de masas empezaba a producirse en España, pero era aún muy incipiente. Había una desmovilización política crónica, llena de conflictos, por motivos sobre los que los historiadores dan versiones encontradas. Los políticos dinásticos que debían suceder a los viejos caudillos, sabían que ya no era suficiente la estabilidad política lograda, y que tenían que hacer de aquella monarquía constitucional otra, una que fuera parlamentaria y democrática. No lo lograron.

Los partidos monárquicos debían convertirse en otros modernos, con más capacidad de movilizar a la opinión publica que de pastorear "clientes", sacándoles el protagonismo a la corona y el ejército, y dejando vía libre a otras fuerzas emergentes. Pero éstos - los republicanos, la izquierda obrera, los regionalistass y sus nacionalismos - también tenían que asumir ese desafío y la responsabilidad  de integrarse dentro de las reglas y el orden constitucional obtenido.

Nada de éso ocurrió. Terminó la alternancia pacífica entre conservadores y liberales y ambos partidos se dividieron; las fuerzas de oposición tuvieron cada vez más presencia y algunas entraron al gobierno. El bipartidismo original del régimen se volvió pluripartidismo en la práctica. Los caciques no desaparecieron, la lucha política aumentó y la aceptación pasiva por parte de la opinión pública del fraude electoral disminuyó. Aumentaron problemas como la cuestión catalana, la lucha social y el orden público, y la manutención de la intervención peninsular en Marruecos- que exigían el consenso de todos los partidos en cuestión, un imposible pacto social. Todo esto, en vez de ser visto como síntomas de un cambio político, fue visto como la confirmación de la decrepitud e inviabilidad del régimen. A ello contribuyó el discurso político deslegitimador del régimen que no hizo sino crecer desde aquella crisis del 98. Con el 98 habían irrumpido en la escena pública los intelectuales que, en generaciones sucesivas, fueron capaces de combinar el esplendor de la llamada 'edad de plata' de la cultura y de la ciencia en España, con una actitud pesimista y radicalmente crítica, no ya respecto a la vida política y el futuro de la monarquía, sino a la propia capacidad del pueblo español para salir de su atraso. En 1914, José Ortega y Gasset, anuncia la creación de la Liga de Eduación Política y habla en nombre de una generación "que nació a la atención reflexiva en la terrible fecha de 1898, y desde entonces no ha presenciado en torno suyo, no ya un día de gloria ni de plenitud, pero ni siquiera una hora de suficiencia".

No se puede responsabilizar a aquellos intelectuales del fracaso de la monarquía de la Restauración ni de traicionar el pasado liberal y a la idea de España-nación que el liberalismo representaba. Más de uno se levantaría de su tumba escandalizado. Pero tampoco cabe negar la importancia que tuvo un discurso descalificador que llegaron a asumir los propios políticos monárquicos. En 1923 el general Primo de Rivera dio su golpe de Estado y echó la culpa de todos los males a los 'políticos profesionales', halló terreno abonado.

España en este fin de siglo

El problema fundamental de España en el tránsito del siglo XIX al XX - ha escrito Raymond Carr (véase bibliografía) -, fue un problema político: la búsqueda de un sistema que gozase de legitimidad, de ese largo período de aceptación generalizada que proporciona gobiernos estables. Los diferentes regímenes políticos que se sucedieron - la Monarquía de la Restauración, la dictadura de Primo de Rivera, la Segunda República - fracasaron en su intento de conseguir suficiente lealtad y España "se hundió en cuarenta años de 'cirugía de hierro', los de la dictadura de Franco. El nuevo Estado democrático - escribe Carr refiriéndose al actual - posee una legitimidad que les fue negada a todos los regímenes anteriores. Parece, efectivamente, que hemos consolidado una democracia estable y, no sólo eso, sino que vamos a ganar la carrera europea. Bien es verdad que la Europa a la que llegamos no es aquella de comienzos de siglo, y que los desafíos a los que debe responder en este mundo globalizado son radicalmente distintos, pero no deja de ser significativo que se cumpla en este final de siglo aquella aspiración de 'europeización' que estuvo en la mente de tantos en sus primeras décadas. Y más significativo aún que, una vez modernizada e integrada a una más moderna aún Europa, todo el edificio empiece a mostrar grietas profundas...por qué?

Termino mi perorata repitiendo lo que dije en la primera parte del anterior "Más se Perdió en Cuba":

La historia no es tan linear como la cuentan hoy algunos peridistas "políticamente incorrectos" que se han metido a querer ser historiadores, repitiendo simplismos reaccionarios que no llevan en cuenta los procesos contradictorios y nunca lineales de la política, las ideologías y, sobre todo, de los movimientos sociales profundos, que siempre mueven los cursos de la historia.

JV

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