El hombre, con el apuro, no se había sacado el sombrero y del fieltro
negro, mojado de escarcha, caían gruesas gotas al piso del consultorio.
Eran las 7 de la tarde, pero ya estaba oscuro desde hacía un buen
tiempo, y el doctor Ortíz se preparaba para volver a casa. No necesitaron
demasiadas palabras para entenderse.
Una urgencia médica en pleno invierno patagónico puede llegar a ser una
actividad peligrosa, pensó el doctor, y salió con el paisano hasta la vereda
para llamar la ambulancia y salir para atender la emergencia.
Una más, pensó y sonrió.
El otro hombre, todavía a caballo, le explicó en pocas palabras que se
trataba de su hija, que estaba en trabajo de parto y que había quedado
esperando en un acantilado de la bahía.
Subió Alberto Ortíz a la ambulancia y los dos paisanos a caballo se le
adelantaron unos metros, empapados pero protegidos con sus ponchos oscuros del
frío de 2º bajo cero.
Los hombres habían salido con la muchacha parturienta - una chica de
unos 18 años, calculaba después Alberto-
de una estancia a más de 80 km de San Julián. Solo en el recorrido a lo
largo de la bahía habían andado casi 20 km enfrentando el viento y la helada. Y
ya a escasos 3 mil metros del pueblo habían decidido dejar a la niña y a su
compañero en un lugar más abrigado, convencidos de que no llegarían al hospital
antes que ocurriera el parto, con o sin asistencia médica.
El padre y el suegro de la parturienta - primeriza, para más dato- eran
los dos paisanos asustados y callados que habían galopado hasta el consultorio
del doctor Alberto Ortíz para acelerar el pedido de ayuda.
Y ahora estaban allí los cuatro - el médico, el chofer-enfermero y los
dos paisanos- en lo más alto del acantilado, justo donde se suponía que la niña
y su marido estarían esperándolos. Ráfagas de viento y nieve; gritos y
llamados; minutos eternos de espera por una respuesta, nuevos gritos, cada vez
más asustados, de los padres de los jóvenes, y nada.
Hasta que por fin, desde
allá bien abajo del acantilado, en donde se acaba la playa de piedrecitas y
conchillas contra la dureza de las rocas, se escucha una voz de hombre.
- Mi hijo, ¡vamos!- dice uno de
los paisanos, y empiezan a bajar la ladera escarpada, casi vertical,
resbaladiza de tanta nieve y greda mojada, todo mezcado. Corren Alberto y el
chofer-enfermero; sacan la camilla, el maletín y una manta térmica y se lanzan
peñasco abajo, atrás de los dos paisanos; evitando caerse y resbalar por la barranca, llegan por fin al refugio improvisado.
Se encuentran de cara con dos jóvenes y sus padres afligidos, pero
siempre callados, resignados y confiantes en la experiencia del doctor, al que
no conocían, pero del cual habían oído hablar.
Cinco minutos después nacía el primer hijo de los jóvenes;
menos de tres kilos pero saludable, y las caras de los flamantes padres y
abuelos se iluminaban, cambiando preocupación por alegría; rostros arrugados de
dos paisanos, apenas escondiendo la emoción detrás de la rudeza. - ¿Cuánto le
debemos doctor?-. Nada, nada, les dice Alberto, y no se olviden de llevarla al hospital esta semana para pesarla.
Pero la aventura no termina por acá. Porque después de los abrazos y las
felicitaciones, había que volver a subir el acantilado, y a la nevada del final
de la noche le había seguido una lluvia fina y helada.
La vida continuaba y las durezas del clima patagónico no iban a doblar la
firme decisión de vivir, trabajar y construir una familia feliz, comunes
denominadores de los paisanos y sus hijos, y también del dr.Ortíz, norteño de
cuna pero sanjulianense por adopción.
Los acantilados de la bahía varían entre los 15 y los 60, 70 metros de
altura. Pero había que subir la cuesta, y la subirían.
Fin
Javier Villanueva. Puerto San Julián, enero de 2017.
Cara! É o melhor trabalho seu que li. E todos me agradaram bastante. Mais uma vez recomendarei a leitura de seu texto em minha publicação semanal no aRTISTA aRTEIRO.
ResponderExcluirObrigado, amigo. Aprecio seus comentários. Um abraço.
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