sexta-feira, 13 de janeiro de 2017

Emergencia en los acantilados


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El hombre, con el apuro, no se había sacado el sombrero y del fieltro negro, mojado de escarcha, caían gruesas gotas al piso del consultorio.
Eran las 7 de la tarde, pero ya estaba oscuro desde hacía un buen tiempo, y el doctor Ortíz se preparaba para volver a casa. No necesitaron demasiadas palabras para entenderse.
Una urgencia médica en pleno invierno patagónico puede llegar a ser una actividad peligrosa, pensó el doctor, y salió con el paisano hasta la vereda para llamar la ambulancia y salir para atender la emergencia.
Una más, pensó y sonrió.

El otro hombre, todavía a caballo, le explicó en pocas palabras que se trataba de su hija, que estaba en trabajo de parto y que había quedado esperando en un acantilado de la bahía.
Subió Alberto Ortíz a la ambulancia y los dos paisanos a caballo se le adelantaron unos metros, empapados pero protegidos con sus ponchos oscuros del frío de 2º bajo cero.

Los hombres habían salido con la muchacha parturienta - una chica de unos 18 años, calculaba después Alberto-  de una estancia a más de 80 km de San Julián. Solo en el recorrido a lo largo de la bahía habían andado casi 20 km enfrentando el viento y la helada. Y ya a escasos 3 mil metros del pueblo habían decidido dejar a la niña y a su compañero en un lugar más abrigado, convencidos de que no llegarían al hospital antes que ocurriera el parto, con o sin asistencia médica.

El padre y el suegro de la parturienta - primeriza, para más dato- eran los dos paisanos asustados y callados que habían galopado hasta el consultorio del doctor Alberto Ortíz para acelerar el pedido de ayuda.

Y ahora estaban allí los cuatro - el médico, el chofer-enfermero y los dos paisanos- en lo más alto del acantilado, justo donde se suponía que la niña y su marido estarían esperándolos. Ráfagas de viento y nieve; gritos y llamados; minutos eternos de espera por una respuesta, nuevos gritos, cada vez más asustados, de los padres de los jóvenes, y nada. 
Hasta que por fin, desde allá bien abajo del acantilado, en donde se acaba la playa de piedrecitas y conchillas contra la dureza de las rocas, se escucha una voz de hombre.

- Mi hijo, ¡vamos!-  dice uno de los paisanos, y empiezan a bajar la ladera escarpada, casi vertical, resbaladiza de tanta nieve y greda mojada, todo mezcado. Corren Alberto y el chofer-enfermero; sacan la camilla, el maletín y una manta térmica y se lanzan peñasco abajo, atrás de los dos paisanos; evitando caerse y resbalar por la barranca, llegan por fin al refugio improvisado.

Se encuentran de cara con dos jóvenes y sus padres afligidos, pero siempre callados, resignados y confiantes en la experiencia del doctor, al que no conocían, pero del cual habían oído hablar.

Cinco minutos después nacía el primer hijo de los jóvenes; menos de tres kilos pero saludable, y las caras de los flamantes padres y abuelos se iluminaban, cambiando preocupación por alegría; rostros arrugados de dos paisanos, apenas escondiendo la emoción detrás de la rudeza. - ¿Cuánto le debemos doctor?-. Nada, nada, les dice Alberto, y no se olviden de llevarla al hospital esta semana para pesarla.

Pero la aventura no termina por acá. Porque después de los abrazos y las felicitaciones, había que volver a subir el acantilado, y a la nevada del final de la noche le había seguido una lluvia fina y helada.
La vida continuaba y las durezas del clima patagónico no iban a doblar la firme decisión de vivir, trabajar y construir una familia feliz, comunes denominadores de los paisanos y sus hijos, y también del dr.Ortíz, norteño de cuna pero sanjulianense por adopción.

Los acantilados de la bahía varían entre los 15 y los 60, 70 metros de altura. Pero había que subir la cuesta, y la subirían.

Fin

Javier Villanueva. Puerto San Julián, enero de 2017.

2 comentários:

  1. Cara! É o melhor trabalho seu que li. E todos me agradaram bastante. Mais uma vez recomendarei a leitura de seu texto em minha publicação semanal no aRTISTA aRTEIRO.

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  2. Obrigado, amigo. Aprecio seus comentários. Um abraço.

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