segunda-feira, 24 de junho de 2019

El espíritu del tiempo, por Samuel Rodríguez Medina.


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Por
Samuel Rodríguez Medina

"No quiero sonar catastrófico, pero el espíritu del tiempo nos está devastando. Curiosamente, las referencias para este texto las encontré en los muros de dos de los profesores más importantes para mi carrera, el profesor Luis Sáez de la U de Granada y el profesor Francisco Sánchez de Ciencias Políticas de la UANL salud." (S.R.M.)

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El espíritu del tiempo


Una de las costumbres más bellas de las tribus de la Australia profunda, es la de sentarse a la puerta de la casa del anfitrión luego de haber experimentado un largo viaje. El viajero se sienta a reposar, sí, pero también a esperar la llegada de su espíritu. Entiende que la mirada no está lista para recibir tantos estímulos después de un largo viaje, y se autoimpone un necesario momento de serenidad.
Esta misma idea me atrapó mientras leía un libro y distraídamente veía el televisor. Era uno de esos programas que hacen de la realidad un espectáculo. El programa consistía en llevar a familias enteras a vivir la experiencia de la selva y luego viceversa, algunos miembros de las tribus visitaban a las familias en sus ciudades. El capítulo que me llamó la atención era el de una tribu de Indonesia cuyos miembros visitaban Barcelona. El jefe de la tribu cerró los ojos mientras avanzaba en automóvil por la ciudad. Nadie puede soportar la velocidad de su mundo, dijo a sus anfitriones. 
En Undr, un cuento poco conocido de Borges, un poeta recorre el mundo buscando la palabra sagrada, esa que le revelaría los secretos designios del universo. El poeta vaga por el mundo, guerrea, mata, esclaviza y es esclavizado, ama y traiciona, lucha por su vida en los confines de la tierra conocida. Tanta agitación lo pierde de su visión inicial. La velocidad del mundo y su propia audacia han borrado en él la posibilidad de la poesía, su motor original. En un momento determinado, el viajero se sienta a orillas de un río en el que la quietud y le genera una revelación. Su búsqueda reinicia, sabe que la palabra esta cerca, y con ella la justificación de toda su vida. 
Es verdad lo que dice el anciano de la tribu indonesia: nadie puede soportar la velocidad del mundo en que vivimos. Este es el espíritu de nuestro tiempo, no hay espacio para pensar y pensarnos. Hemos anulado en nosotros mismos la serenidad, ya no nos demoramos en el sabor del silencio, de tal manera que estamos atrapados en un laberinto móvil que cada día nos pierde más. Basta con asomarse a las plataformas virtuales para comprobar que el falso movimiento se convierte en nuestro movimiento interno. Somos movidos por un simulacro y arrebatados por mecanismos ciegos que lo único que desean de nosotros es nuestro dinero, de tal manera que nos creamos la ilusión de estar activos en la vida cuando en realidad nos encontramos conmocionados ante el espectáculo de la velocidad sin límites que cada día nos enferma. 
La salida del laberinto está al alcance de la mano, en el libro que aguarda en el estante, en los ojos de la persona amada, en el cielo abierto que espera a que nuestra mirada lo descubra, en el paseo silencioso a la orilla del atardecer, en la conversación cotidiana, en la magia de un viaje, en las miles de historias por descubrir que habitan pacientemente en nuestro derredor. De no hacer esto, corremos el peligro de ser borrados por la avalancha incontenible que se precipita todos los días sobre nosotros. El sistema de información que actualmente padecemos hará muchas cosas por nosotros, sobre todo nos enseñará a comprar con mayor rapidez, pero nunca nos hará rebeldes, ni sabios, ni sensibles, ni valientes. La revolución interna no ocurrirá mientras pasamos nuestro tiempo frente a la pantalla. Esta revolución interna, si llega, será afianzada en la reflexión y no en la locura de la movilidad impuesta por el deseo de consumo que se instrumenta en las redes y en la publicidad. Como ha dicho en una hermosa paradoja el profesor Luis Sáez, uno de los filósofos más interesantes de Iberoamérica y autor del libros tan impactantes como El ocaso de Occidente y Ser errático: "la actividad más alta se yergue sobre una pasividad creativa". La serenidad es, entonces, madre del movimiento liberador, ese que nos conecta con la necesidad de crear, de tal manera que hay que pasar por momentos de soledad, de silencio, establecer una distancia con el movimiento infame del mundo y, entonces sí, ser merecedores de nuestra propia autenticidad. 
Ray Bradbury entendió en su obra que si este es el espíritu de nuestro tiempo, es momento de abrir la mirada y combatir: ´´Llénalos de noticias incombustibles. Sentirán que la información los ahoga, pero se creerán inteligentes. Les parecerá que están pensando, tendrán una sensación de movimiento sin moverse. Y serán felices´´ (Fahrenheit 451).

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