terça-feira, 24 de maio de 2022

La Rubia Anita, el Smata y el SEP

 

                        



         La Rubia Anita, el Smata y el SEP 

 

                           -Te voy a decir una cosa, Barba, o me contás tu nombre verdadero o no te acostás conmigo- le larga la Rubia Anita, con un mohín gracioso, a mi compañero de esquina, en el punto de observación desde el cuál campaneábamos la entrada y salida de gente del sindicato Smata de Córdoba.

                           -Ya te dije, Anita, que no me voy a acostar con vos. Olvidate. Soy un militante cumpliendo mis deberes.

             -Dale, no te hagás el lindo, Barbita, o te parece que no soy suficientemente buena para vos?- le insiste la Rubia y se levanta un poco la minifalda, ya bastante corta, como para mostrarle el inicio de sus lindas piernas largas y bronceadas. El Barba hace de cuenta que no la mira, ni de reojo siquiera; carraspea y le dice que sí, que es hermosa, y que le gustaría acostarse con ella, claro, pero que los revolucionarios no pagamos por amor, porque el amor es libre.

                     -A vos no te cobro, Barbita, aunque no me digas tu nombre. Sabés que te quiero, y estoy sola, sin novio ni marido. Por ahora- y le hace un guiño encantador.

   El Barba la mira de frente, tratando de no sacar el ojo, al mismo tempo, de la entrada del sindicato, y le dice que bueno, que lo va a pensar, pero que en ese momento está muy ocupado.

                  -No sabés lo que te perdés, Barbita- le dice la Rubia y se va, reboleando la carterita, no sin antes agacharse como para levantarse el cierre de la bota de cuero, pero sin doblar las rodillas, de tal modo que mi compañero no pudiese dejar de verla por detrás, sonrojarse, carraspear otra vez y pensar si no estaba haciendo una tontería al negarse a los encantos de Anita.

  Piensa el Barba en las palabras de Lenin cuando escribe que las prostitutas son las hijas más lindas de las clases trabajadoras, que venden su cuerpo ante la falta de oportunidades. Y ve a las cuatro o cinco chicas, jovencitas, no más de veinte años, que suben y bajan de los autos que pasan a buscarlas, y se indigna con esa otra cara de la miseria y la explotación.

 

                                                                  ****

 

Cacho se tiró a dormir, cansadísimo, en la cama de soltero que todavía tenía en casa de su madre. Se durmió profundamente hasta que lo despertó un sacudón de su mamá mostrándole la edición de la tarde de “Los Principios”.

             -Mirá, nene- le dice, mientras le pone el diario a dos centímetros de la vista. -Aparece una foto tuya, mirá-.

Y Cacho se levanta de un salto cuando ve su foto y la de otros doce compañeros, acusados de haber participado en el copamiento del Regimiento 141 de Villa María, en un audaz y exitoso golpe guerrillero del PRT-ERP. Y entonces se acuerda de todo, de por qué estaba tan exhausto al punto de irse a dormir a lo de su madre. Es que una hora antes, un poco más, tal vez, había sido chocado por un auto grande, mientras manejaba su motoneta Vespa por la Cañada. Todavía atontado por el acidente, y sin heridas, pero muy mareado, se dejó colocar adentro del auto del hombre que lo atropellara y, desesperado, lo queria llevar al Hospital de Clínicas, a pocas cuadras de ahí:

          -No se preocupe, joven, soy el chofer del gobernador Lacabane, el interventor federal de la provincia, y los gastos por su salud y los arreglos de la moto corren por nuestra cuenta. Cacho había mejorado súbitamente al saber que el destino lo había puesto en manos de nuestro peor enemigo que, además, quería ayudarlo.

           -No gracias, no se moleste, voy solo al hospital-. Y le hizo sacar la Vespa del portaequipaje del Ford Falcon y salió rengueando hacia la casa de su madre. El chofer de Lacabane, claro, no entendió nada.

Y así se salvo Cachito. Pero las consecuencias para nuestro grupo sindical en la DGA-Dirección de Obras Públicas-, fueron fatales.

 

  Lo de Cacho ocurrió un viernes, si no me engaño, y el lunes, en una rápida reunión vimos que la mayoría de la comisión interna estaba corriendo serios peligros y deberíamos cuidarnos, con protección extra y menos movimentos. Lo decidimos y salimos para una asamblea de todo el departamento que por suerte fue multitudinaria.

Sí, por suerte, porque apenas empezó, y ya estaba yo arriba de un escritorio hablando, cuando apareció un grupo de no menos de diez hombres, desconocidos en su mayoría, y fuertemente armados; cada uno cargaba una 45, un 38 y hasta una PAM de uso de la policía provincial, imposibles de disimular aunque quisieran porque el calor del verano cordobés impedia llevar cualquier tipo de ropa que pudiera cubrirlas.

   Claro que la sorpresa de la irrupción de los matones me cortó el hilo de mi pequeno discurso. Ocasión que aprovechó el Cara de Hormiga -no era nombre de guerra, claro, sino un apodo que le habíamos puesto al Pepe- para hacer uno de sus chistes inoportunos:

                      -Dale, loco, seguí hablando, seguro que te olvidaste lo que ibas a decir, jajá!-. La situación era espantosa, pero él no podía perderse la ocasión de una broma. En menos de medio minuto logramos revertir la situación a nuestro favor, porque los empleados en asamblea no se intimidaron, y nos dieron tempo de hacer la votación necesaria -y también inútil, como luego se verá- y salir para la calle donde nos esperaban las motos de los compañeros que enseguida nos llevaron a un lugar más seguro.

 

  Esa misma tarde vimos que por lo menos cuatro de nosotros deberíamos pasar a la clandestinidad porque los grupos del Comando Libertadores de América, -escuadrón pioneiro de la Triple A, creado por el jefe del Tercer Cuerpo del Ejército, el general Luciano B. Menéndez- ya habían allanado nuestras casas.

Al principio de la noche, Luis Cáceres, un muchacho nuevo en el departamento, estudiante de ingeniería que rápidamente se había sumado a nuestra lucha, nos invitó a todos a despedirnos en un asado en el Cerro de las Rosas, región rica de Córdoba. Nos pidió que entráramos por los jardines de los fondos de una casa muy grande, y no había pasado media hora cuando nos contó que era sobrino del interventor militar Lacabane, pero que su tío estaba en el cuartel y que no nos preocupáramos. Claro que nos preocupamos y no tardamos ni cinco minutos en despedirnos y desaparecer por donde habíamos entrado, sin que nadie nos notara.

 

                                                                  ****

        

                        -Escucháme bien, Barbita. Yo te quiero, y lo nuestro fue muy bueno; pero yo voy a salir de este oficio, y aunque no te cobre, no quiero que me veas como a una puta. Te cuento que entré en un taller enorme, que produce autopartes para la Fiat, en Ferreyra, cerca de casa. Voy a entrar al sindicato y quiero que me acompañes. Como compañera, y que me enseñes todo, pero todo lo que sabés de la revolución: qué tengo que hacer, cómo lo hago...qué sé yo? Que quiero aprender todo. Me entendés?

 

                                                                ****

 

    Para entender mejor toda la historia, digamos que las últimas semanas de 1974 y las primeras del ’75 fueron particularmente difíciles y determinantes para la vida del país, y para la de mis compañeros de la Dirección General de Arquitectura, el departamento en el cuál trabajé durante años, dentro del Ministerio de Obras Públicas.

También mi vida iría a cambiar drásticamente, sobre todo en aquel febrero en que me fui de Córdoba hacia Buenos Aires para un exilio interior de cuatro años y medio que se arrastraría luego, desde julio de 1979 hasta hoy, en un largo destierro exterior del cuál nunca más volvería, ni a mi ciudad de estudiante, ni a mi país.

Pero, volviendo a la DGA, a la que había entrado poco después de empezar a estudiar arquitectura, digamos que el clima político interno era casi tan explosivo como el del país, dominado en aquel fin de ciclo de Isabel Perón y López Rega por las bandas asesinas de la Triple A.

Éramos la cabeza de una comisión interna del sindicato de empleados públicos, dirigido por una Lista Marrón combativa y radicalmente opuesta a la derecha peronista. Alineada con todas las listas marrones, -Movimientos de Recuperación Sindical- clasistas y antiburocráticas del país, lideradas por la Unión Obrera Metalúrgica de Villa Constitución y por Córdoba, con el Smata de los mecánicos de René Salamanca, heredero de las tradiciones de lucha del Sitrac-Sitram de las fábricas Fiat.

Habíamos estado en la custodia de las urnas del Smata cuando Salamanca y la Marrón le ganaron a la derecha peronista, y aunque me quedé de compana con otros compañeros en la esquina, vi que uno de los militantes de la JPRA (la “jotaperra” fascista, que la derecha nos infiltraba cada semana en la DGA), estaba en la otra esquina, haciendo de cuenta que también vigilaba el sindicato de nuestro lado.

Corrí a avisarle a la gente de la Marrón y del PCR de Salamanca, pero justo en ese momento se producía un pandemonio, por la llegada de tres patrulleros de la policía de Córdoba.

En realidad, según me recuerda el Gringo Tilo Hernández, que esa noche estaba dentro del sindicato, antes de todo esto se había estabelecido que solo habría dos posibles respuestas de nuestra parte: o enfrentarnos si el ataque fuera por parte de los grupos armados afines a la Triple A (entre ellos la JPRA y los matones del Comando de Menéndez), o escaparnos por los techos si fuera la policía la que nos atacase. Como nuestra reacción fue caótica, y los policías habían llegado solo para cuidar las urnas -o sea, muy extrañamente, para proteger el triunfo de la izquierda sindical- el infiltrado que nos observaba en la esquina se fugó, y nunca más apareció en nuestro departamento de arquitectura de la DGA, ni por el sindicato de empleados públicos.

A pesar del clima hostil, nuestra comisión interna se había arraigado tanto que gran parte de los jóvenes arquitectos e ingenieros, todos los estudiantes de esas carreras, que éramos sus asistentes, e incluso la mayoría de los trabajadores del depósito, muchos de ellos alumnos del curso de maestro de obras, estaban claramente de nuestro lado. Para contrabalancear todo esto, la derecha sindical peronista, y una parte de la burocracia de la vieja UCR (por aquellos días dividida en UCRI, la parte más conservadora del centenario partido radical de Yrigoyen) nos enviaba, todas las semanas, sus partidas de “extranumerarios”, o contratados provisorios, muchachos sin demasiada calificación ni derechos y con pocas funciones, pero con una misión clara: vigilarnos y controlarnos.

Como nuestro objetivo era no perder la mayoría conquistada incluso en las urnas, habíamos decidido aguantar firmes, y además, nos dedicábamos con bastante éxito a llevarnos una parte de estos extranumerarios para nuestro lado. Pero los indicios de una ofensiva aumentaban cada día: una mañana voy al baño y qué encuentro en el fondo del inodoro? Pues nada menos que una carga completa de balas calibre 45 que a alguno de la JPRA se le había caído, sin querer, probablemente, o tal vez para dejarnos un mensaje.

En la misma semana, un disparo de grueso calibre ocurrió en la antesala del ministro de obras públicas. Como no había policías y sí bastantes civiles, supusimos que se trataba de alguno de los matones de la derecha.

 

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-No y no! No vamos a cebar mate, y tampoco vamos a barrer. Qué se habrán creído, manga de machistas! Piensan que somos como esas burguesitas de filosofía que vienen acá a levantarse obreros? O piensan que van a querer que les hablemos de socialismo abriendo las piernas? Pueden esperar sentados! Si Uds. andan armados, nosotras también vamos a usar las armas. A ver, Mercedes, Laura, agarren esos fierros que están atrás de esa mesa que vamos a quedarnos con ellos para defender el sindicato.

 

 

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  Lo que vino después es conocido: viajé a instalarme en una pensión en la Capital Federal, cerca de las Galerías Pacífico, en ruinas, y pasé un año y un mes de encantamiento con la misteriosa Buenos Aires, aún presintiéndose el golpe que cada día estaba más cercano. Y por fin llegó el 24 de marzo de 1976, el día más triste del siglo, en el que empezaría la tragedia de todo un pueblo y sus treinta mil mártires, además de miles de exiliados, entre ellos este que les cuenta sus historias.

Cuatro años y medio después de haber dejado Córdoba, saldría también del país, dejando familia, pueblo, idioma, costumbres y todo eso que llamamos Patria, sin saber hasta cuándo.

 

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             -Dale Anita! No te asustes, Rubia, que no te vamos a dejar sola- dice Laura en voz muy baja y le pide a Mercedes que vaya hasta la puerta de la azotea y ponga la traba de hierro para que no pasen.

         -Tengo miedo, Laura, Mercedes. Uds. me juran que si pasa algo van a cuidarlo a Jorgito y al Barba?- implora Ana con una mirada en la que se nota la vida yéndose, despacio, sin urgencias. -Te prometemos, Anita, pero no va a pasar nada malo, ni a vos, ni a nosotras.

La luz se hace más fuerte atrás de la puerta que da a la azotea y los reflectores multiplican las sombras de los horribles en un baile grotesco de gorilas y de armas. Y de pronto un estruendo espantoso, y las tres chicas apuntan sus armas impotentes contra la fauna de los hombres tenebrosos que avanzan sin piedad. Y uno de ellos cae, en medio de explosiones que arrancan de cuajo la puerta, y la vida de las tres mujeres se va, y Jorgito a sus dos años inocentes se queda sin la madre cariñosa, y el Barba sin la amante fiel y apasionada que largó una vida difícil y miserable por una revolución que ahora no va a ver.

Los horribles revisan palmo a palmo la terraza, buscando más armas, u hombres que se les resistan. Bufan de odio por el compañero caído a mano de las chicas. No lo pueden crer. Pero nada. No hallan nada.

      -Tres putas, nada más, tres putas guerrilleras. Pónganlas en el camión y sáquenlas de aqui- grita el capitán García y pide la radio para comunicarse con el jefe de los horribles:

-Misión cumplida, general Menéndez. Comando Libertadores de América. Cambio y fuera.

 

Fin

J.V. Córdoba, agosto de 1975


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