sábado, 23 de julho de 2022

La botella de Martín, su isla y otros misterios

 

                                  

La botella de Martín, su isla y otros misterios

Martincito vivía en la isla desde su nacimiento, y antes de él lo habían hecho sus padres, abuelos y bisabuelos, hasta perderse en las brumas del pasado de la nación. Y todos los varones de la familia, siempre, repitiendo el mismo nombre y apellido. Por eso los lugareños los llamaban “los iguales”.

A los trece o catorce años, su bisabuelo y tocayo, le había contado que, después de la Revolución de Mayo de 1810, el secretario de la Primera Junta de Buenos Aires, Mariano Moreno, en su plan secreto de operaciones, propuso ceder la isla al Reino Unido y hacer allí una base militar de alguna potencia enemiga de España, pero la isla fue ocupada por los realistas de Montevideo.

Durante la Campaña Naval de 1814, entre el 10 y 15 de marzo de ese año se produjo el combate de Martín García entre las fuerzas navales realistas de Jacinto de Romarate y la flota de Buenos Aires al mando de Guillermo Brown. Luego del desembarco y asalto de la isla por las fuerzas de Brown, los realistas huyeron, quedando en manos de las Provincias Unidas del Río de la Plata.

En 1826, desatada la guerra del Brasil, –le contaba pocos años después su abuelo y, también él su tocayo–, la isla fue ocupada por poco tiempo por las fuerzas brasileñas y liberada nuevamente por Brown, quien esa vez decidió reforzarla con una artillería poderosa.

La isla, a pesar de ser muy pequena, según el relato de su padre también él Martín García–, fue el escenario de varios otros combates durante el largo y sufrido proceso de nacimiento del estado argentino. Durante el bloqueo francés al Río de la Plata contra Juan Manuel de Rosas en la provincia de Buenos Aires, la isla Martín García fue tomada en octubre de 1838 por fuerzas francesas aliadas al Partido Colorado de Uruguay y al Partido Unitario argentino, en el Combate de Martín García.

La isla fue devuelta en noviembre de 1840 y enseguida ocupada por fuerzas de Montevideo aliadas a los unitarios exiliados. También le contaban los tíos a Martincito que en 1843 fue recuperada por las tropas federales de Rosas, pero en 1845 Giuseppe Garibaldi la retomó nuevamente para Montevideo.

En 1852 –se reía el padre del joven, a esa altura el mayor de los Martín García– la isla fue devuelta a la Confederación Argentina. Pero durante la Guerra entre la Confederación y el estado de Buenos Aires, territorios que entonces estaban separados y eran partes enemigas dentro de la actual Argentina, se produjeron dos nuevos combates en torno a la isla: el de Martín García de 1853 y el de 1859.

En 1850 Domingo F. Sarmiento propuso fundar en la isla la ciudad de Argirópolis como capital de un estado que reuniría a la Argentina, el Uruguay y el Paraguay. Contaba don Martín García –el bisabuelo de Martincito– que la idea estaba en un libro de Sarmiento escrito durante su exilio en Chile. Es una obra programática –decía el viejo y Martincito se preguntaba qué sería eso– sobre la acefalía de la nación por el fracaso de la Constitución unitaria de 1826, y que propone la reorganización del territorio del antiguo Virreinato de acuerdo con los princípios modernos de una república federal. Sin embargo, la utópica “ciudad del plata” nunca salió del papel.

Antes y durante la llamada Conquista del Desierto (un supuesto “desierto” poblado por miles de Tehuelches, Mapuches, Pampas y Patagones), en 1879, funcionó como campo de concentración de la población originaria derrotada, y miles de familias fueron confinadas en la isla.

Durante la primera parte del siglo XX el pequeño territorio de los Martín García se hizo famoso por ser el lugar de confinamiento de varios presidentes derrocados y de algunas figuras políticas importantes. Luego del golpe de estado de 1930 que derribó al presidente radical Hipólito Yrigoyen, este fue trasladado a la cárcel de la isla. En la misma prisión estuvo preso el expresidente Marcelo T. de Alvear en dos ocasiones.

Pero de lo que más se acordaba el padre de Martincito era de 1945, cuando los militares encarcelaron a Juan Perón y tuvieron que liberarlo enseguida, porque el 17 de octubre una multitud llenó la Plaza de Mayo para exigir el regreso de su líder.

Más tarde, recuerda ahora Martín, ya adulto, en marzo de 1962 los militares llevaron preso a Arturo Frondizi, el presidente que más tiempo estuvo prisionero en la isla: un año y medio.

 

La botella y otros misterios

                          Pero para que el texto no se vuelva aburrido, digamos que a sus veintidos años, y sin nunca haber salido de su ínsula, como la llamaría el Quijote, algo nuevo, bastante extraño y definitivo ocurrió en la vida de Martín.

                               Un día en que estaba pescando, –al norte de la isla y a pocos metros de la islota uruguaya Timoteo Domínguez, antes chamada Punta Bauzá por la Argentina, fruto de la sedimentación de aluviones que terminaron pegándose a la Martín García– un conjunto extraño de tres botellas fuertemente atadas por cuerdas se le enganchó en el anzuelo.

                           Dos de ellas eran botellas viejas, sin tapones ni corchos; la tercera era un recipiente de cerámica amarilla, muy grueso y más grande que los otros y además, tapado con un corcho grueso bien apretado.

                          Martín lo abrió con mucho cuidado, y se pego un susto tan grande que las botellas y el recipiente de cerámica se le escaparon de las manos y solo no se rompieron porque la arena de la playa era muy fina y mullida. 

                      Es que de dentro de la vasija salíeron unas voces, mezcladas y confusas, lastimeras y graves que le decían algo así como:

 — Socorro, ayuda. — Socorro, somos muchos acá. Fue lo que Martín pudo oír una fracción de segundos antes de largar las botellas en las corrientes rápidas del río Uruguay y salir corriendo hacia su casa.

                         Al día siguiente, y después de una noche mal dormida, volvió al lugar y se sorprendió al ver que, a pesar de la fuerza con que había arrojado las botellas, y la velocidad de la flerte corriente del río, allí seguían los tres objetos, todavía atados unos a los otros.

                       Apenas se acercó, otra vez surgieron las voces llorosas y suplicantes: — No nos abandones, por favor, somos muchos acá, necesitamos ayuda.

                       Esta vez Martín no tuvo miedo; se agachó hasta el montículo de arena en el que estaba recostado el conjunto de los tres objetos y prestó atención: una voz femenina empezó a hablarle, ahora más firme y sin lamentos:

— Fuimos lanzados al mar, o al Río de la Plata, no sé; los aviones salen todas las noches de Campo de Mayo, y antes de arrojarnos al agua nos ponen una inyección con anestesia; los de la marina, los militares de la ESMA, le llaman Pentonaval; es el pentotal que nos inyectan para que luego les sirvamos de banquete a los pescados mugrientos del río más ancho del mundo. Son los vuelos de la muerte, de nuestra muerte, porque en realidad nos tiram vivos, como una culminación cruel y cínica de las muchas torturas que vienen después del secuestro.

               Martín la oía boquiaberto; nunca había escuchado hablar de semejantes noticias; sabía que había ocurrido un golpe militar poco tempo antes, pero no sabía nada más, aislado del mundo como vivían, él y su familia, oyendo un poco de radio a la noche.

 

El joven se acordó de lo que le había contado su abuelo sobre el famoso 17 de octubre de 1945: el gobierno militar estaba cercado por la oposición y Perón, el único que crecía en popularidad, había sido detenido en su isla, la que llevaba su mismo nombre: la Martín García. En sus cartas a Evita, Perón mostraba su inquietud por la política y prefería hablarle de una vida tranquila, un futuro en común en la Patagonia. Pero el acto de despedida que el sindicalismo le organizó en esos días, le cambiaría en cinco horas y para siempre su destino.

Eran las once de la noche de aquel mítico 17 de octubre y la multitud reunida en la Plaza de Mayo no se había movido ni dejaba de cantar su nombre. Desde el balcón de la Casa Rosada, Juan Perón le pidió a todos a entonar el himno nacional. Él se mantuvo a un costado, tomó el micrófono y se dirigió hacia ellos.

 

                       Como se supo muchos años después, los vuelos de la muerte eran pensados y planeados para permanecer en silencio, sin dejar huellas. Los operativos que sacaban grupos de prisioneros adormecidos por el pentonaval de la ESMA para llevarlos a Ezeiza o al Aeroparque, enseguida subirlos a los aviones y arrojarlos en alta mar cumplían uno de los objetivos más crueles de la desaparición de personas: aniquilar grupos de mujeres y hombres y ocultar sus cuerpos, para que nadie los encontrara y no hubiera rastros del crimen. Esos vuelos, igual que los entierros clandestinos, eran el último eslabón en la cadena de acciones de la eliminación de oponentes políticos y de sus familiares o simpatizantes: el secuestro, la tortura, la cárcel, el asesinato y la desaparición del cuerpo. Por eso, de esos vuelos no hay testigos vivos, a no ser sus propios autores.

 

La creciente popularidad de Perón en 1945 entre los trabajadores no se repetía en el gobierno ni en el ejército en el cuál era un alto oficial. Les molestaba a sus compañeros de armas su modo de operar sobre los obreros y sus pasos rápidos hacia la conquista de un poder político personal.

Las muchas y variadas acciones de protección de las masas trabajadoras por parte de Perón, en la Secretaría de Trabajo y Previsión, eran un éxito indiscutible. Más y más gremios llegaban cada día para traer demandas salariales o laborales, o para que se les resolvieran sus conflictos, y siempre salían felices y satisfechos. Y esto despertaba celos y odios crecientes entre los militares del gobierno del cuál formaba parte y al que había contribuído a implantar por medio de un golpe.

La Resistencia peronista, surgida para combatir a la dictadura que derrocó al gobierno de Perón en 1955, –diez años y dos elecciones triunfantes después de su aprisionamineto en la isla, y la Revolución Cubana de 1958, trajeron una novedad a la Argentina de los años finales de 1960 y sobre todo en 1970: la aparición de uma guerrilla peronista, los Montoneros. Los jóvenes apoyadores del viejo líder se sumaron a otro partido armado, el PRT-ERP, que desde una visión marxista luchaba por el socialismo, atacando al ejército y a las empresas multinacionales en el país. Ambas fuerzas políticas, aunque incipientes, crecían rapidamente, y amenazaban al orden de los militares que habían dejado el poder después de siete años, en 1973. Perón había vuelto al gobierno, separándose rapidamente de la juventud que lo había devuelto al poder, y había lanzado contra ellos y contra el sindicalismo más combativo, lo que se llamó el “somatén”.

¿Y qué es el “somatén”? Según el diccionario de la RAE, se trata de un cuerpo armado irregular. ¿Una guerrilla? No, en realidad es lo que hoy se llama un grupo parapolicial, o paramilitar, clandestino pero con algún apoyo del estado; un grupo armado que toma a su cargo y por su propia cuenta, sin culpas y ninguna benevolencia, la tarea de ciertas “acciones especiales” violentas contra los opositores.

Un somatén, entonces, es un organismo para neutralizar, y eliminar físicamente, secuestrando o matando a cualquier persona que pueda ser nociva o peligrosa para el régimen o para el mismo organismo. Y no había ninguna apelación moral ni política que pudiera convencer al entorno de Perón e Isabel a optar por otro camino posible: la fracción más fascista y lumpen del peronismo se aterrorizaba con el avance de la izquierda socialista, sobre todo el PRT-ERP y los militantes de las FAR, FAP y Montoneros llegados a la Juventud Peronista del partido y el gobierno. Temblaban de odio solo de ver la creciente agitación obrera y popular que confluía desde el Cordobazo con los grupos armados o no, de origen marxista. Ya habían usado a la Tendencia, tolerando a Montoneros y JP para hechar a los militares, y ahora debían neutralizarlos para poder eliminarlos físicamente después.

 

                     Aunque Martín no sabía nada de todo esto, su padre se lo fue contando en los días siguientes al misterioso hallazgo de las botellas en la playa, que él mantenía en secreto de su familia. Una semana después, al volver a la arena fina en donde había dejado las botellas, nueva sorpresa: un conjunto de trapos viejos, sucios y casi destrozados se habían juntado a los objetos que tanto le habían sorprendido. Era evidente que algo le querían decir. La urgencia de las voces que salieron enseguida, primero apresuradas y atropellándose unas con las otras, después más calmas y organizadas, eran la prueba de que había muchos, muchos seres humanos, jóvenes según las voces de la mayoría, muertos pero que no se conformaban con sus muertes.


Pasados los años, Martín y su padre supieron que algunos represores, como Raúl Vilariño y Roberto Peregrino Fernández, testimoniaron en 1983 y 1984 señalando que desde la ESMA se organizaban “vuelos sin puerta” –que era como los llamaban en aquel entonces– y que se arrojaba al mar a los detenidos-desaparecidos vivos. Esto significa que, según las palabras de los mismos represores, ya se sabía la existencia y frecuencia de los vuelos mucho antes de que, en 1995,el aviador Scilingo declarase públicamente sobre las 30 personas que él mismo había arrojado al mar. Años después, a partir del testimonio de Scilingo la Audiencia Nacional de Madrid consideró probada la existencia de los “vuelos de la muerte”.


— Pero todo eso a nosotros no nos sirve, le dice una de las voces, la más calma y nítida, la de una joven que no debe tener más que veinte, veintidós años. Y desde el fondo de la botella de cerámica sale entonces otra voz, una muy gruesa y potente, que hace que a Martín se le pongan todos los pelos de la nuca de punta:

— Nosotros queremos salir de este fondo barroso del río! Y se aparta Martín, pero vuelve enseguida porque la joven le dice ahora:

 — Queremos, por lo menos, que se sepa que estamos acá, encadenados, pegados al cieno, y Martín se acuerda del lodo acumulado por siglos de aluviones que desde Brasil y Paraguay inundan el río Parana y desaguan en el Plata.

— Y qué puedo hacer yo? les pregunta.

— Denunciar estos crímenes, le dicen, en voz más baja y al unísono.


Quién estaba cerca de Perón lo pudo oír muy claro: era necesario un “somatén”. Y como nadie conocía la palabreja, el general tuvo que explicar qué era: se trata de “una reserva del ejército que actúa por cuenta propia”; le contó a su platea, desolada por la muerte de Rucci, que los catalanes lo usaban ya, al “somatén” digo, en el siglo XI, y que el dictador Primo de Rivera, una de las fuentes filosóficas de Perón, lo había reflotado durante su golpe de estado  en la España de 1923.


                    Martín sale temprano, a eso de las seis de la mañana, en el primer catamarán. Pero ni siquiera sabe si va hacia el puerto de Tigre, en Argentina, o a Carmelo, en Uruguay. Por fin se decide por el segundo, porque el país vecino, más cercano, le parece un poco más seguro.

                       En el corto trayecto de la isla hacia la tierra firme uruguaya, Martín procura organizar el caos dentro de su cabeza. Trata de encontrar respuestas, pero solo le brotan nuevas preguntas. ¿Por qué usaban esos métodos tan crueles? ¿Qué habían hecho esos jóvenes que mereciera tamaña punición de parte de los militares?

                   Diablos, estaba con miedo, temblaba. ¿Por qué? ¿Qué había hecho él, Martín, para sentir tanto miedo? ¿Y cuál es el significado de la palabra “desaparecidos” que usa la chica de la voz en la botella? –Detenidos desaparecidos–, le había dicho su padre, que ignoraba sus planes de viaje, la noche anterior. 

                     No sabía muy bien cómo lo haría, pero Martín estaba decidido a cumplir con lo que la niña de la voz le había pedido: tenía que denunciar lo que estaba ocurriendo, aunque él mismo no lo entendiera muy bien.

                Bajó del catamarán y se dirigió con pasos indecisos hacia la redacción del único diario de la ciudad de Carmelo. Al llegar, notó que había un Passat brasileño, color crema, sin patente, estacionado casi en frente, con un hombre al volante.

              Toca el timbre y Martín se asusta. Tiembla. Mientras espera, un hombre morocho, con una bolsa negra colgada del hombro, sale del auto y viene en su dirección. Cree que va a hablarle, pero entra a la redacción del periódico. Martín tiene la impresión de estar siendo observado, pero aun así, entra decidido.

            Pregunta si puede hablar con alguien a quién pueda contarle una noticia importante sobre Argentina, pero no logra terminar la frase. En un movimiento rápido, pero sin violencia, el joven que lo atendía en el mostrador se aparta haca un lado, y aparece el cañón brillante de una pistola calibre 45, a muy pocos centímetros de su frente.

               Martín siente las aguas barrosas del Río de la Plata golpeándole las piernas y las costillas con el impacto al caer del avión. El peso de las cadenas lo lleva hasta el fondo pegajoso y nota que de a poco el efecto amortiguante de la anestesia desaparece, y los peces lo picotean, pero no le duele, y su ingenuidade de isleño que se atrevió por primera vez a salir de su terruño ya no le pesan, al contrario, siente orgullo y se le llena el pecho de valentía, porque sabe que los malditos asesinos que lo tiraron al río, –o al mar, qué importa? – un día van a pagar sus crímenes, y todos van a recordar a ese bosque infinito y tenebroso de cuerpos sin vida que semiflotan, verticales, atados por sus cadenas al fondo del Plata. Y van a acordarse de él, Martincito, claro, también se van a acordar de él.

            Pero de los tres exmilitares del pabellón de aviación 601, Luis del Valle Arce, Delsis Ángel Malacalza y Eduardo José María Lance, solo se acordarán los jueces al momento de juzgarlos y condenarlos. Y los maldecirán hasta sus parientes, sus sobrinos y vecinos, porque a la memoria de los genocidas el pueblo la borra rápido, y la manda al cajón olvidado de las malas tragedias.

JV. Catamarca, julio de 2022.


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