quinta-feira, 20 de outubro de 2011

La inmigración y la venganza del Diablo




El doctor Ignacio Unzaga recostó la cabeza cansada en la almohada y cerró los ojos. No sabía –ni podría imaginar siquiera- lo que aquella noche representaría en su futuro y para el de su descendencia.



Cerró los ojos y pensó en el largo día, penosamente difícil que había tenido. Sus hijos nunca entenderían lo complicado que era todo el proceso de la finca, los cuidados que exigía el rebaño, la compra de semillas y la siembra. En fin, estaba tan agotado que ni pensar más podía. Necesitaba dormir.


Pero el aliento caliente que sintió en la nuca en ese mismo instante lo hizo espeluznarse y levantar de golpe la cabeza, casi sentándose en la cama. No se asustó, pero se le pasó el sueño; se fue calmando de a poco y volvió a pensar: cuántos familiares y amigos habían dejado ya las tierras y embarcado para América. Pedro y Victoriano, los hijos menores de su hermano, ya estaban en Santiago del Estero, en Argentina…y el pueblito de escasos 370 habitantes seguía despoblándose, y la cabeza de los jóvenes se llenaba de ilusiones, de tener en Cuba, Uruguay o Argentina lo que los campos, tan cerca de Bilbao, ya no les daban más.


Y otra vez el calor, igual al aliento de un perro, y ahora sí, el miedo. Se irguió rápido y agarró la empuñadura del revolver 32. Se apoyó contra la cabecera de la cama y miró fijo hacia los costados, en la pared del otro lado de la pieza. Y entonces lo vio, sentado en la sillita que su hija usaba para leer a las tardecitas. Ahí estaba él, el Diablo; cara flaca, angulosa y oscura.


Alto y fuerte, pero delgado, vestido de rojo y negro – como un anarquista, pensó el doctor, y le volvieron por una fracción de segundo los problemas que estaba teniendo con el grupo de peones rurales - . Pero aún en la oscuridad de la habitación, en el rincón más apartado, los ojos del Mandinga brillaban rojizos, aterradores.


Sin que le saliera una palabra de la garganta, trató de levantarse rápido y salir del lugar; pero más rápido fue el Diablo, que en menos de un segundo estaba a su lado, cara a cara, mirándole fijo a los ojos, con sus dos brasas incandescentes. Y un dedo largo y de uña afilada le apuntó con sorna, y le sacó de la mano el arma, mientras le decía, con una voz afinada, dulce, pero cavernosa: “No hace falta que huya, Unzaga, no vine a hacerle daño, ni a asustarlo. Vine a hacerle un trato”.


“Lo mismo de siempre”, pensó Ignacio, médico jubilado que ahora se dedicaba integralmente a las faenas del campo y a mantener su propiedad en medio de la crisis brutal que asolaba las tierras a pocos kilómetros del creciente centro industrial vasco. “Otra vez el Malo y sus ofertas”, pensó. Doctor y educado en Barcelona, había leído El Fausto, estaba de moda hablar sobre la venta de un alma eterna a cambio de un favor cualquiera: el amor de una mujer, el éxito en los negocios, o una carrera artística, de músico, compositor, o escritor de novelas. Ignacio Unzaga había gastado mucho la vista estudiando y sabía que el camino del éxito está lleno de trampas y atajos tentadores, pero sin estudio y trabajo, no se sale del lugar. Ya era viejo, más de sesenta y pico de años, y el Diablo no iba a tentarlo tan fácil.


“¿Qué trato?, perdone, pero no estoy interesado, y no me gusta que me asusten o me amenacen. Por favor, retírese de mi habitación” se animó a desafiarlo a Satanás, pero el Malo no se movió, ni pestañó. Ni un asomo de reacción ante la osadía del mediquito metido a campesino, ni un atisbo de ira maléfica, ni de indiferencia siquiera, nada. Pero se levantó despacio el Diablo, y se apartó de la cama de Ignacio, que aprovechó para erguirse lo más rápido posible y poder mantener una distancia segura del demonio.


“Ignacio, ¿me permite que lo trate por el nombre, no? Lo que yo quiero proponerle no es nada excesivamente lujurioso ni pecaminoso; sé que Ud. es un hombre recto, sin vicios ni demasiados pecados…nada más que los veniales, los más comunes, digamos” se largó el Diablo a tratar de seducirlo al médico, pacato y trabajador, que nunca se había salido demasiado de la línea.

“Lo que quiero ofrecerte, Ignacio -¿me permitís que te tutee, no ché? – es la vida eterna, fijáte vos, no quiero tu alma al final, simplemente porque no habrá final. No te vas a morir nunca, jamás te voy a pedir el alma, y lógicamente, tampoco vas a arder en las llamas del infierno”. Y se alejó el Maligno un par de metros, como para calcular el efecto, y medir la disposición del doctor Ignacio Unzaga a aceptarle, o no, la propuesta loca que le empezaba a ofrecer.


“¿Y qué gana Ud. don Diablo con que yo tenga una vida eterna?…y sobre todo, ¿qué gano yo con eso?”, le fue largando de a poco Ignacio al Demonio.


“Necesito un representante, un gerente general digamos; porque vos sabrás que hay diablos menores e incluso otros, grandotes, hay muchos en la Tierra”, empezó despacio, pasando un dedo largo y sucio por el bordecito de la cómoda de Ignacio, acompañado con una mirada lánguida de soslayo. “Un responsable, eso mismo, para los grandes negocios, altas finanzas, acciones en la bolsa, negocios nuevos y prometedores”, seguía Mandinga y don Ignacio se callaba, esperando el momento de salir corriendo por la puerta y agarrar la cruz que su mujer había colgado en el vestíbulo. Nunca le había parecido de gran utilidad el crucifijo nacarado, que le devolvía reflejos tornasolados al atardecer; pero ahora sabía que si había estado allí, atrás de la puerta de su pieza desde siempre, era para salvarlo justamente en este momento. “Hoy, ahora”, pensaba febrilmente Ignacio, y se acordaba de otro diablo, el que se le había aparecido a Victoriano detrás de los túneles del tren de Ramos Mejía; el Malo le había dicho “La eternidad es hoy, es este momento exacto, en que Yo estoy acá, ahora”, y el médico sesentón, aún cansado de las faenas rurales, sacaba fuerzas de no se sabe dónde, y se estiraba en un movimiento de rayo, y llegaba hasta la puerta, y agarraba el picaporte, y aceleraba el cuerpo agotado hacia afuera de la pieza y, al mismo tiempo que cerraba la puerta con furia, agarraba el crucifijo nacarado y se lo ponía con rabia en la cara del Mandinga, que gritó desesperado, y todo este corto segundo transcurría a lo largo de lentos minutos; y el rostro enrojecido, pintado de sudor y sangre del Diablo se esfumaba en un instante y don Ignacio Unzaga veía los abismos del infierno hundiéndose lentamente en pocos segundos, derritiéndole el piso de madera de roble, mansamente en centésimas de tiempo, engullendo las paredes y las vigas del tejado en lerdos y pesados movimientos instantáneos.


“Y yo sabía, Victoriano”, le escribía Ignacio a su sobrino meses después, “que este encuentro con el Malo iba a tener consecuencias atroces, que Mandinga no iba a perdonarme jamás el haberle rehusado su oferta”, me cuenta el hijo de Ignacio, Pedro, que años después también emigraría a la Argentina, dejando el país vasco a finales del siglo XIX, una tierra cada vez más despoblada, y agrega que sus noches en el barco que lo trajo hasta Montevideo fueron un verdadero suplicio, soportando los llantos que venían de la bodega, y se desparramaban por la cubierta, convirtiéndose de a poco en un lastimoso canto gregoriano, monofónico, monódico, desaforado y monocorde, que sólo podía ser el comienzo de la larga venganza del Malo.
JV

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