terça-feira, 25 de outubro de 2011

Potpourri



Tiempos despiadados de amores, de demonios y de héroes de la patria

Me despierto, o salgo de a poco del delirio. Me quedo con los ojos cerrados, aunque tengo absoluta seguridad de que ahora ya puedo abrirlos. Veo pasar, de abajo para arriba, las luces fluorescentes del pasillo del sanatorio. Siento cuando los enfermeros paran y abren las puertas, y cada vez que la camilla se choca contra algún objeto en el corredor. Ya no oigo las voces con el eco lejano de la fiebre, pero los párpados me pesan, no me animo a abrirlos, después de tantos meses. Un gusto metálico en la boca, un ruido de silbato en cada movimiento de aspirar o inspirar; me duele la garganta; eso sí es nuevo. Siento un sobresalto, como un temblor involuntario en las sienes y en el pecho. De pronto veo por entre los párpados, que se abren de a poco, contra mi voluntad, un guardapolvo de médico o de un enfermero. Y al mismo tiempo me empieza un cosquilleo, un hormigueo suave en la punta de los dedos...los siento, ¡los muevo! El Chacho Rubio y Carlitos se fueron, pero me parece que me vuelve la fiebre. Me duermo otra vez.

Imaginemos una ruta estrecha, de mano doble, en dos sentidos simultáneos. En uno de ellos, un Javier Villanueva joven parte al exilio, que él prefiere llamar “emigración”. Se desencanta de la patria maltratada por las manos de los militares, pero no abandona sus antiguas convicciones.

En el otro sentido, veintiocho años después, él mismo, más maduro y descreído, vuelve a Argentina en un viaje en el que espera reencontrarse y saber algo más de su padre, al que no ve hace años y al que va descubriendo en la lectura de antiguos cuadernos de apuntes en los que el viejo trata de armar una novela. Pero ocurre un incidente inesperado y las dos manos del camino angosto se cruzan en una especie de rotonda de la vida, y se confunden. Villanueva pasa a mezclar sus sueños y fantasías, sus delirios y recuerdos en una nebulosa de pensamientos en los que conviven los personajes históricos de su infancia con los nuevos héroes de su juventud y de la de miles de otros jóvenes con los que compartió batallas y derrotas.

Como en las memorias confusas de la abuelita Mariana y su “Intentona”, que revive en los años de 1990 los hechos revolucionarios de un Rio de Janeiro de sesenta años atrás, a Javier Villanueva se le mezclan algunos episodios de su pasado con las glorias de la patria, los hombres que la construyeron, y los hechos reales o imaginarios que su padre y sus abuelos le contaron durante más de medio siglo, y que trató de recopilar en una serie de cuadernos como proyecto de una futura novela.

Las peripecias de la vida destinaron a Javier a una cama de hospital, en la que yace en coma durante meses. Los dolores y las novedades del exilio en Brasil, se confunden con los de un retorno a Argentina que había programado largamente.
Lamarca
“—Viejo, sabés que quise ser soldado, pero te juro que me cambio de ejército si el nuestro se pasa al lado de los explotadores—, le dice el capitán brasileño Carlos Lamarca a su padre, en 1956, al volver de una misión al Canal de Suez. —Y de este modo simple, en sus charlas familiares y con algunos camaradas de armas, nació el Lamarca rebelde, cuya trayectoria para algunos fue demoníaca, para muchos heroica, y que acabó trágicamente en el interior de Bahía bajo las balas de los militares— me cuenta Carlitos Fressie, que años después tendría un fin parecido, emboscado y muerto por tropas de la dictadura militar argentina.

Iara
“—Judía, revolucionaria, feminista, y psicóloga, Iara, que fue el gran amor de Lamarca, es otra de las leyendas de la guerrilla brasileña. El compromiso que Iara asumió con la misma rebeldía de toda su generación, la distinguió por su pasión también a favor de las libertades más íntimas y personales— comenta el Chacho Rubio. —Los Iavelberg eran campesinos rumanos; y los Roth, orgullosos ciudadanos de Budapest, el centro culto y politizado del antiguo imperio austro-húngaro. Ambas familias tenían una por la otra, desde siempre, un rencoroso desprecio, a pesar de que tanto unos como los otros habían padecido los mismos horrores bajo el nazismo; y lo mismo los Roth que los Iavelberg habiendo logrado huir de Europa, llegaron a Brasil aterrados y muertos de hambre. Iara, la mayor de los Iavelberg-Roth -una jovencita paulistana de la clase media, caprichosa, inteligente, y dicen que muy linda- se distinguía en la Escuela Israelita del tradicional Cambuci por su cordialidad y las buenas notas que sacaba. Estudiaba con ahínco, y la psicología le permitió ampliar sus miras; pero, aunque Brasil se sacudía con las luchas políticas y sociales de aquél tiempo tan duro, ella sólo se ocupaba en vestirse bien, ir al cine, y mantener efímeros romances. Era ardiente y provocativa, y a quien quisiera oírla le hacía saber que a ella, para disfrutar los placeres no le hacía falta el amor— le guiña un ojo a Fressie, provocándolo, se levanta para calentar agua, y sigue el relato, Juancito.
Memorias póstumas
“El autor un día, de pronto y sin ningún aviso, se muere; ya muerto, en su velorio, observa a sus seres queridos que van despidiéndolo. Ve las lágrimas, el dolor, la nostalgia que se adelanta, y el olvido irremediable, que sigue de inmediato a la pena y al luto; luego ve su propio entierro. Ya velado y enterrado, el autor retrocede en el tiempo, y se ve niño, luego adolescente, y finalmente adulto. Así escribe su libro, de vivas memorias póstumas. Algo como lo que le pasó a Bráz Cubas, en Brasil, allá por 1881, aunque el libro que mencionamos primero es mediocre, y el autor no está muerto, sino casi muerto, o medio vivo. Vivir es como escribir un libro de olvidos; estar casi muerto es como una nueva oportunidad para reescribir la memoria, olvidar y revivir”.
Garibaldi
“–En 1882, la leyenda de Garibaldi hizo que los inmigrantes italianos de Argentina, un poco después de su muerte, soñaran con levantarle una estatua– golpea el bastón de palo nudoso contra el suelo de tierra reseca, se saca el sombrero y se alisa el mechón solitario que alguna vez fue rubio, mi abuelo Victoriano. –Los oriundi juntaron plata entre los vecinos y llamaron al escultor Maccagnani, que hizo una réplica de otra obra suya en Brescia–el viejo le pasa el mate a Eufemia. –La Plaza Italia de hoy, que era entonces un paseo público llamado Plaza de los Portones rodeada de plátanos, en frente al tranway de Palermo, fue el lugar que eligieron para levantar el monumento; fantástico, con un imponente Garibaldi de sombrero y a caballo, mirando hacia el Río de la Plata; lo inauguraron en 1904, en un acto muy concurrido, con el presidente Roca y Bartolomé Mitre en el palco oficial– me sirve un mate y recuerda, mi abuelo. –Había diplomáticos de todo el mundo, divisas y estandartes de los garibaldinos, hombres rudos y humildes de la Legión Italiana, de las logias y clubes masónicos, que pelearon junto al gringo, defendiendo Montevideo cuando el sitio de Rosas– continúa Victoriano Unzaga.

Inmigrantes
–La nueva elite porteña lucró mucho con la ocupación de la Patagonia, que hasta 1879 había sido de los indios pampas. Los terratenientes les tomaron más de 800 mil km2 a las naciones tehuelche y mapuche, y forjaron patrimonios gigantes en una economía con fuerte predominio británico, que les daba superioridad sobre los tanos– le dice Ovejero a Fuenzalida. –Sí, la ocupación del Desierto fue financiada por la Sociedad Rural Argentina y de esa conquista, los Martínez de Hoz recibieron 2,5 millones de hectáreas en tierras. Aparte de los indios muertos, muchos quedaron esclavos de las familias de la alta sociedad, lo que agrandó una vez más el deterioro fatal de los inmigrantes, a los que una ola tras otra de nuevos llegados los volvía cada día más miserables y degradados. Además, la elite italiana originaria no logró superar a los nuevos colonos galeses y vascos, que también estaban ocupando extensas áreas–– dice Raúl. –Y luego, la expansión argentina hacia el sur y el centro oeste, auxiliada por los trenes ingleses, convirtió a los nuevos inmigrantes en unos molestos advenedizos, hordas de plebeyos invasores, llegados de ultramar, y que anticipaban el “aluvión zoológico” de pobres que años después invertiría la marea de llegada de los más miserables, y vendría en impetuosa migración desde el norte y el noroeste, jodiéndole de una vez por todas a la elite porteña sus sueños de ser la Europa Austral– se ríe, se ahoga con el mate, tose, y larga una carcajada, mi abuelo.
El miedo
“Se fue instalando entre nosotros de a poco, como una semilla diminuta que penetra en un terreno fértil, y empieza a crecer, casi sin que se la note. El miedo se metió en nuestras vidas como un inquilino indeseable, y creció hasta ocupar todo el espacio que pudo, o que le dejamos sin querer. El miedo se acomodó en nuestro quehacer cotidiano, y fue aumentando de tamaño como un carozo, una pepa gigante, un tumor al que sólo se lo puede extirpar con una determinación audaz e irrevocable. No saber qué puede ocurrir de un momento a otro es siempre peor que saber que algo malo va a pasar. Terror es no tener control del miedo, de la amenaza prevista cuando ignoramos en qué momento ella ocurrirá. Aún así, seguimos peleando, confiados en que en cinco o seis años, la dictadura asesina va a hacer agua, y las luchas populares van a llevarnos de nuevo a la cresta de la ola. Y quién sabe ahí sí, podamos empezar a preparar una revolución que venza al miedo de una vez.

El estado de coma
“El paciente en estado vegetativo no muestra ninguna actividad del córtex cerebral: ni asomos de lenguaje, o de cualquier tipo de movimiento voluntario; puede tener los ojos abiertos, pero no mantiene la mirada ante los estímulos complejos; pasa por ciclos normales de vigilia y de sueño, pero no hay evidencias de que pueda haber interacción con el medio. El estado vegetativo se produce por el estado de coma, que puede ser motivado por un traumatismo craneano, pero también existen casos de coma emocional.

El cerebro humano funciona en diferentes grados de conciencia; el más alto es el estado de alerta, en el que los dispositivos de la mente están listos para responder rápidamente a las más variadas exigencias, como en una guerra, o cuando se es perseguido, por ejemplo. En el otro extremo, cuando el cerebro deja de responder, decimos que llegó al estado de coma, que es el último peldaño antes de la muerte, y el más parecido con ella. El individuo en coma puede recuperarse y salir de ese estado en un plazo que varía de algunos días a varios años. El paciente parece adormecido, pero el cerebro del que duerme, diferente de quién está en coma, puede responder a los estímulos con rapidez y alcanzar en pocos instantes un estado de alerta máximo.
La Zwi Migdal
–Un día de mayo de 1906 en Avellaneda, al sur del Gran Buenos Aires, un grupo de rufianes polacos creó un club muy especial, la Sociedad de Socorros Mutuos llamada “Varsovia”– pone cara de serio y me cuenta mi tío Luis, que lo había leído en un libro de Fuenzalida, un poco para pasar el tiempo y amenizar el viaje por el camino de tierra.

–Un artículo oculto de la “Varsovia” decía que sus socios sólo serían cafetines, un oficio bastante antiguo, conocido hoy con el nombre de rufián, cafishio, o simplemente, tratante de blancas– agrega Luis, y la música de Leo Dan resurge de pronto en el aire, mientras la enfermera va entrando despacio al cuarto del sanatorio, dejando los remedios encima de la mesita de luz, y poniéndome lenta, profesionalmente, el suero en los tubitos y una inyección en el antebrazo, al mismo tiempo que me toma la temperatura y la presión arterial.

–Un aventurero llamado Noé Trauman, que se decía ser un veterano anarquista, fue el primer jefe de la “Varsovia”; arengaba a sus socios, todos rufianes, con pormenorizadas e interminables reflexiones sobre las injusticias y los males sociales del capitalismo: los verdaderos explotadores eran los patrones que pagan unos míseros pesos por largas jornadas de trabajo— cuenta que decía Trauman en sus discursos, carraspea mi tío Luis, saca el boleto del ómnibus, se lo entrega al “chancho” que subió enfrente a la casa de los Ovejero. Le dice que yo soy menor de 12 y que sólo pago medio pasaje, aunque en realidad voy a cumplir catorce, pero mi baja estatura lo convence al ingenuo inspector, que me deja seguir viaje a las Chacras sin pagar.

–El ex anarquista, ahora capo de los cafishios, solía verlo a Arlt, el escritor, ¿sabés?, y juraba haber sido él quién le inspiró Haffner, el Rufián melancólico, que es uno de los personajes de “Los siete locos”– cuenta mi tío que leyó en el mismo libro que le prestó Fuenzalida, y se hace a un lado para que las otras dos enfermeras la ayuden a la primera a pasarme la sábana por abajo de la espalda, para ponerme en la camilla y llevarme hasta el baño. –Dicen que los famosos mafiosos polacos dirigían todo el tráfico de esclavas del sexo sudamericano, trayendo a las muchachitas desde los países más pobres de Europa oriental, para vendérselas después, en exclusividad, a los elegidos con antecedencia.

Entre la página 196 y la última carilla del tercer cuaderno de apuntes de mi papá, aparece un injerto de 16 páginas, un pliego completo de un tamaño de hoja más grande que el “Laprida”, doblado prolijamente en cuatro, en el que el viejo vuelve al tema de Carlos Prestes y su tentativa de encontrarlo a Villanueva para pasarle los pasaportes y el dinero para sus compañeros de exilio en Argentina. Lo leo por encima, pero prefiero concentrarme en los apuntes sobre su retorno a Argentina; él contaba que había pasado más de dos días viajando, primero en ómnibus hasta Foz do Iguaçu, dónde se encontró con el Negro, que lo ayudó a vencer el miedo de cruzar la frontera; y más tarde tomaron un micro de Costera Criolla que iba a Rosario, donde su padre había dejado el auto. Desde de allí manejaron hasta Córdoba, muertos de susto cada vez que la gendarmería o la policía caminera los paraban y les pedían que mostraran los documentos y abrieran las valijas.

“Volví por fin a Argentina después de dos años. Pensé que fueran a pasar por lo menos tres o cuatro; y tampoco me imaginé nunca que cuando lo hiciera fuera para buscar los papeles de mi residencia en Brasil: la Modelo 19, el paso previo a la permanencia definitiva. En fin, aquí estoy de nuevo, en un café de la Avenida Colón, mirando las veredas iluminadas por el sol fuerte de la primavera, mientras espero que mi viejo me lleve al Cabildo a ver si un tipo conocido suyo de la policía de Córdoba me consigue un “laises passer” para volverme a Buenos Aires sin riesgos; los milicos siguen en el poder y no hay que jugar con fuego; sigo escribiendo:

Me despierto y escucho que Anibal le repite a Graciela lo que Raquel ya sabía de memoria: ––Los pacientes en coma profundo no sueñan, no tienen actividad mental de ningún tipo–– insiste, y por lo tanto ella no podía haber visto ningún pestañeo o sonrisas levemente esbozadas, ni nada. ––Javier es por ahora un vegetal, y los vegetales, hasta nueva orden de la ciencia, no piensan, y por lo tanto no tienen agitaciones faciales que revelen algún tipo de pensamientos o de sueños durante su estado de vida latente–– dice el doctor, y sale de la habitación, me imagino yo, muy confiante en su diagnóstico, dejándolas a Graciela y a Raquel cabizbajas, calladas y pensativas.

La militancia
“–Tuvo mucho miedo la primera vez que salió a un acto callejero en Córdoba; era 1968, primer año de arquitectura, y las noticias del Mayo Francés le llegaban por la boca de Marilén, jovencita de 19 años, militante del Comando de Resistencia Santiago Pampillón. Y aunque hubiera querido impresionarla, no se había animado a llevarle las bombas molotov que ella le había pedido, y la había dejado esperando los cuatro cócteles incendiarios en la esquina de Duarte Quirós y Velez Sársfield– dice Raúl.

–El Chacho Rubio se había pasado dos horas explicándole a Javier cómo se armaban las “molos”: que al romperse el vidrio la nafta se desparrama, entra en contacto con el ácido y la potasa, y se incendia. Si se usa aceite de motor, la nafta se agarra a cualquier tipo de superficie, y además del daño que causa el fuego, se agrega la corrosión del ácido. Pero Javier se había asustado y la dejó a Marilén esperándolo por más de quince minutos, hasta que los muchachos y chicas, que habían estado disimulados, divididos en cuatro o cinco grupos en las colas de los ómnibus, se lanzaron a la calle, gritando consignas contra la dictadura. Y Marilén no pudo llevar las molotovs porque Javier, muerto de miedo, la había dejado esperando–– completa mi primo, se levanta, mira por la ventana del sanatorio y comenta que todavía hay poca gente a esa hora en el paseo Sobremonte.

La fiebre no baja, y entre sueños escucho más voces en portugués; es mi mujer otra vez, contándole a los chicos: —O capitão da guerrilha estava triste e doente. Foi achado dormindo debaixo de uma árvore. Zequinha quiso reaccionar y murió en la tentativa. Lamarca quedó en el piso. —El mayor y Lamarca tuveron un diálogo rápido. Cerqueira le preguntó el nombre: “Capitão Carlos Lamarca!”, se identificó. Enseguida le preguntó dónde estaban su mujer e hijos: “En Cuba”, contestó. Y la última pregunta: “Você sabe que é um traidor da pátria e do exército brasileiro?”— cuenta Hernando. Y agrega: —Lamarca no respondió, según Cerqueira. Pero de acuerdo con un militar que vio de cerca lo ocurrido, Lamarca levantó los hombros, en un gesto de decir “¿qué me importa?”, y se alzó dándole la espalda a la patrulla. Morreu fuzilado no chão, aos 33 anos pelas balas atiradas pelo major Cerqueira— escucho que lee mi hijo Gabriel, siempre hablando en portugués.
—Llevaron sus cuerpos sin vida hasta el pueblo de Brotas de Macaúbas, arrastrándolos por las calles miserables durante horas; y por fin los expusieron de modo macabro, en el medio de una canchita de fútbol. La chusma soldadesca se divertía pateándolos, linchándolos después de muertos, y a cada tanto se detenían, borrachos, para disparar al aire y volver con más rabia y más ganas al juego siniestro— termina Carlitos y se levanta para irse, sin poder esconder su malestar por lo premonitorio del texto”.

Josefa Scarfó
Me despierto con el frío de quien sale de la fiebre, y escucho que Raúl le cuenta a mi hermana que doña Josefa Scarfó ya recibió esta semana del ministro del Interior todas las cartas -aquellos mismos paquetitos que habían sido requisados casi ocho décadas antes- en una pacata ceremonia en la Casa Rosada. Estaban en los archivos de la Policía Federal, desde que Di Giovanni fuera fusilado por orden del dictador Uriburu y su jefe de la policía, el famoso Ramón Falcón, en 1931:

“—Pocas veces hay noticias tan simpáticas en esta noble Casa de Gobierno— le había dicho en un tono ceremonioso y educado el ministro. Es que el funcionario se disponía a devolverle a doña Josefa América Scarfó todas las cartas y los poemas de amor que el anarquista Di Giovanni le había escrito cuando ella era todavía una adolescente, allá por el final de los años veinte del siglo pasado.

—Mire, he venido aquí a llevar algo que es muy mío, que tan sólo a mí pertenece— cuenta Raúl que le dijo ella, muy seria. —Estas cartas, que son mías, estuvieron hasta ahora en los archivos de la Policía, en un museo— completó la viejita.

—Creemos que esta solemne entrega cumple un deber moral del Estado argentino— dijo el ministro, un tanto intimidado o avergonzado, a disgusto, según Raúl. A su lado, con una expresión seria, y compenetrada en sus lejanos pensamientos, doña América Scarfó miraba la cajita azul con las 48 cartas de su amado, que seguía intacta, muy cerca de ella, como venida de otra época, a través de un túnel del tiempo.

—Tratamos de cerrar aquí algunas viejas llagas de nuestra historia— me cuenta Muñeca que reflexionó cabizbajo, como muriéndose de verguenza, el ministro.Y al hablar de Di Giovanni, el alto funcionario pintó el contexto histórico en convulsión de la que fue su época y en la que se encuadró su lucha. —Murió por sus ideales— dijo, según nos cuenta Raúl.

—Ideales que eran revolucionarios— precisó, sin ironías pero con firmeza en la voz, doña Scarfó. Tal vez para zafarse del mal momento, el funcionario comentó que la relación entre el anarquista y América Scarfó “fue una bellísima historia de amor”, aflojando algunas sonrisas entre los presentes.

Años despiadados
—Me mudé de Córdoba a Buenos Aires el 5 de febrero de 1975, el mismo día en que Isabelita firmaba el decreto secreto que ordenaba al Ejército iniciar la Operación Independencia en Tucumán— me contaba mi viejo treinta años después, ya en São Paulo. —Llovía de la mañana a la noche; y hacía un calor húmedo y sofocante, pero yo andaba feliz con el descubrimiento de la “misteriosa Buenos Aires”.

Entré a la pensión de la calle San Martín a la misma hora en que empezaban las acciones militares que completarían de a poco el genocidio cuando, en octubre de ese mismo año, el presidente interino Italo Luder las ampliara a todo el país— escribe el Negro en unas hojas sueltas que más tarde va a pegar en el cuaderno de sus apuntes para la novela, y saca una foto de la Galería Pacífico, a 50 metros de la pensión.

—Los militares usaron el territorio de la menor provincia argentina para poder aplicar los métodos de la guerra contrarrevolucionaria que habían aprendido con los franceses en las batallas de Argelia y de Vietnam, y con los yanquis en Centroamérica— dice el Indio, y paga el cafe en el Ópera, compra un diario cualquiera y salimos a tomar el 62 para ir hasta mi casa en Lomas del Mirador, cerca de San Justo, en la Matanza.

—El pretexto de los militares era neutralizar y aniquilar la guerrilla rural, y lograr destruir el combativo movimiento popular tucumano— agrega.

—Yo andaba en Buenos Aires perdido y fascinado, con citas desparramadas, entre tareas y reuniones en decenas de cafés y pizzerías por toda la ciudad, saltando de las librerías a los cines de la calle Corrientes. Disfrutaba de la enorme diferencia entre el cerco represivo de Córdoba y el relativo relajamiento de Buenos, cuando leí en “La Opinión” del 9 de febrero, durante un aburridísimo domingo de carnaval, que Tucumán había sido ocupada por tropas del ejército, gendarmería, policía federal y de la provincia. Llevavan centenas de especialistas de inteligencia, que jugarían un papel esencial en la represión feroz que se iniciaba— escribe el Negro en sus apuntes.

Y me acuerdo ahora que, la última vez en que nos vimos, Villanueva me decía que todos podemos escribir cualquier cosa: un diario, un cuaderno de notas, un poemita, algún cuento nacido de la chispa o la inspiración del momento, imaginación y audacia que en general mueren con la misma inercia con la que se va a apagar, naturalmente, esa centellita fugaz. —Pero una novela exige constancia y coherencia, inspiración y sobre todo transpiración, horas de laburo— decía mi viejo. —La mayoría de las veces, en medio del proceso, tenemos incluso la tentación de pensar todo lo contrario, y abandonamos el texto a su propia suerte, tratando de matarlo— completaba.

Veo pasar las luces blancas del techo del corredor, una atrás de la otra. Me despierto perturbado y con miedo; no sé bien cómo, pero logro levantar la cabeza un poco y abrir los ojos. Me han sacado los tubos y la sonda; no hay nadie en la habitación del sanatorio, y no se oyen voces en los pasillos, ni de las enfermeras ni de los médicos. La cama está arreglada y hay un paquetito con mi ropa encima de la almohada.

Y me acerco a la ventana; pero no veo el Paseo Sobremonte y sí una especie de escenario como de cartones o placas superpuestas; en el primer plano, un paisaje tropical: árboles frondosos y montes. Un poco hacia atrás, en un segundo plano, un claro en la selva: troncos secos, restos de fuego y gente tirada sobre la tierra polvorienta y pisada, el escenario triste de la derrota de Cerro Corá.

JB (Tiempos despiadados de amores, de demonios y de héroes de la patria)

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