La (trágica) historia de don Benito
Al viejo no le importaba no parecerse en nada -físícamente, digo- a lo que realmente era. No le molestaba en absoluto que su aspecto no impusiera el respeto debido a un militar de carrera, y mucho menos que nadie lo fuera a recordar en el futuro como político.
En realidad, hacía muchos años que seguía en el generalato sin ganas, y encima, se había convertido en un político a la fuerza, por obra y gracia de las circunstancias, y nada más.
Para colmo, el viejo era víctima de lo que en su fuero íntimo él mismo consideraba una doble hipocresía: todos creían que por detrás de su coraza –o apenas su cáscara- de autoridad y de mando, habitaba un viejo que tan solo queria ser un buen abuelo. Padre mediocre, ausente y distraído ya había sido, pero muchos –incluso su mujer, sus hijos y hasta sus propios nietos- pensaban que su vocación profunda y verdadera era la de ser un buen y apacible abuelo.
Pero nada; era una doble hipocresía, digo, porque en el fondo de su apariencia pacata y encubierta por las obligaciones del poder, el ya sesentón general Benito Bignone, ebullía una vitalidad y una pasión, una turbulencia de deseos juveniles y una capacidad de realizarlos que pocos, muy pocos en su entorno conocían y poquísimos sospechaban, incluyendo claro, su propia esposa y sus hijos.
El viejo general Bignone tenía una amante treintañera de la alta sociedad porteña. Cuando lo supo su mujer, Ana, le dio al viejo una única opción para no dejarlo, sumándole la vergüenza de la separación al papelón de ser descubierto públicamente. Divorciarse era algo inadmisible para aquellos matrimonios ultra católicos y conservadores al extremo en sus costumbres.
Chantageándolo, Ana logró que el viejo llevara toda la familia a pasear a Europa. Don Benito Bignone se curvó, aunque se las ingenió también para organizar un viaje paralelo de su amante, de tal modo de encontrarse a escondidas con la linda treintañera en cada nueva ciudad que iba visitando con la familia, dejando a los funcionarios de la Cancillería con los nervios de punta.
El viejo vivía una contradicción por la que ya habían pasado otros presidentes de facto en la Argentina del siglo XX. Pero la de don Benito era todavía peor que la de Agustín Justo, el primer sucesor político del debutante en golpes cívico-militares, Felix Uriburu.
También pacato y de apariencia de abuelo bonachón como Bignone, don Justo se había aborrecido tanto como don Benito con los encargos del poder y prefería dejar las tareas de gobierno a terceros, para que a él lo dejaran hacer lo que se le diera la real gana.
Y en el caso de don Benito Bignone, como en el de Justo, las ganas eran siempre el libertinaje más solapado y la anarquía sexual más contradictoria con sus funciones de representante del orden católico y castrense, de la disciplina y el rigor de los cuarteles y las iglesias.
Cuentan los más allegados que la fogosidad del viejo era excesiva, incluso para Jorgelina, la joven treintañera de la que habíamos hablado antes, y que era motivo de las frecuentes escapadas del general y de los desvelos de su cuerpo de seguridad personal.
El aparentemente bonachón y pacato dictador había nacido en Morón, en la provincia de Buenos Aires, en 1928, y se convirtió en presidente -el decimotercero de facto- del país entre julio del año 1982 y diciembre de 1983, como parte de la última junta militar que se autodenominó como "Proceso de Reorganización Nacional". Fue el único presidente del tal proceso que no participó en la junta militar que tradicionalmente mantenía el mando supremo desde el golpe de 1976.
2ª parte.
Juancito entró a la piecita alquilada de doña Manuela y se durmió profundamente. Se despertó transpirando y preocupado con la pesadilla que había tenido.
Soñó que al abrir la puerta de su dormitorio en la pensión se había encontrado con él de golpe, sin aviso previo. Estaba parado al lado del roperito y bien frente a la luna del espejo, que no lo reflejaba, y flotando a diez centímetros del piso sobre el cual ni hacía sombra. El Diabo no le dio tiempo a nada: antes que Juancito pudiese pestañar ya lo había levantado hasta la altura de los ojos, y lo miraba fijo, con la vista roja de los borrachos, pero sin decirle ni una palabra. Era el final de una época y Juancito -aún sabiendo que se trataba de una pesadilla, pero sin poder despertarse- tuvo tiempo de reflexionar durante esos largos segundos, de recordar y repensar en profundidad sobre los últimos seis años.
Seis años y medio en realidad; y esa noche, el 24 de diciembre de 1975, al atardecer, es el fin de ese ciclo. Y Juancito se acuerda que todo empezó en 1969, con enormes manifestaciones populares; el Cordobazo, la insurreição obrera y popular que tomó Córdoba, y después fue extendiéndose a Rosario, y a casi todas las capitales de provincia en Argentina.
- Menos en Buenos Aires,¿no? - le adivina el pensamiento y suelta una carcajada el Diabo, y Juan que es valiente y agurrido, siente que las piernas se le aflojan, pero no se desmaya.
- Sí, pero ¿y ahora? Y el Rodrigazo, ¿eh?- lo desafía Juancito al Diabo, porque apenas seis meses antes de esa navidad tan dolorosa para muchos, millares de obreros de todo el Gran Buenos Aires habían salido a las calles y tirado al basurero de la historia al ministro de economía, Rodriguez, y de yapa, al Brujo López Rega, alma del gobierno de Isabelita y de la Triple A. Pero Juan sabía que el ciclo se cerraba. Esa había sido la última de centenas de enormes mobilizaciones populares, puebladas y alzamientos obreros. Y sabía Juancito que, por detrás de los fascistas de las Tres A y de su jefe más visible, López Rega, ya empezaban a sonar, ensordecedores, los ruidos de las metrallas y las 45 de los milicos. Juan no tenía la menor duda de que, después de Isabelita, las botas y uniformes ocuparían la escena nacional, otra vez, como había ocurrido en Chile y Uruguay, como en Brasil.
Se despierta Juancito, asustado con la pesadilla, pero no puede dormir más; se levanta, se lava la cara y se peina, y sale dos horas antes de lo previsto para la reunión con los representantes de la Coordinadora del Gran Buenos Aires
3ª parte.
El 10 de diciembre de 1983, don Benito le entregó el mando de la nación a Raúl Ricardo Alfonsín, que había ganado las elecciones democráticas realizadas dos meses antes y marcaban la vuelta de la democracia . A Bignone le tocó la gloria y la miseria de quedar a cargo de la rápida transición hacia la normalidad constitucional después de la derrota del dictador-presidente anterior, Leopoldo Galtieri, en la guerra de Malvinas. Y le sobró la dudosa honra de ser el último dictador de la historia argentina.
Don Benito había estudiado en la Escuela Superior de Guerra y más tarde en la España del tirano Franco, hasta que fue nombrado jefe del 4º Regimiento de Infantería en 1964. En la promoción de 1975 -la misma que llevó, un año antes del golpe, a Jorge Rafael Videla a la posición de comandante en jefe de las fuerzas armadas- don Benito fue nombrado secretario del estado mayor del ejército, lo que le permitió participar activamente en el golpe que derribó el gobierno constitucional de Isabel Perón, y en las operaciones del terrorismo de estado, antes y sobre todo, después del golpe de 1976. Poco después, ocupó el hospital Alejandro Posadas -centro de la militancia revolucionaria del gremio médico y de la salud en general- y lo transformaría en un campo de detención ilegal, de tortura y exterminio durante el régimen. En seguida fue jefe del Área 480 del centro ilegal de detención y tortura de presos políticos y sociales de Campo de Mayo, y en 1980 quedó a cargo de los Institutos Militares.
Al salir del mando el tirano Videla en 1981, don Benito ya era general de división, y aprovechó para pedir su pase a retiro. Como se había apartado de las cúpulas militares posteriores durante los gobiernos de Viola y Galtieri, parecía ser el candidato ideal para la presidencia cuando el ejército decidió retomar la conducción política, sin el apoyo de las otras dos fuerzas armadas. Don Benito recordaba con rencor aquella hora nefata para él en que los titulares, Jorge Isaac Anaya y Basilio Lami Dozo, se habían retirado de la junta militar. Tremendo conflicto interno en el seno de la cúpula de la dictadura imponía una renovación, para la cual fue electo el general Benito.
Pasados los juicios de la época de Alfonsín, y tras el limbo que les garantizara a los ex dictadores las amnistías de Menem, en 2011 don Benito fue condenado por la justicia a prisión perpetua por los delitos de lesa humanidad que fueron cometidos durante el período en que ocupó el poder.
Aunque la intención del comandante en jefe del ejército, el teniente general Cristino Nicolaides, era la de demorar lo máximo posible la entrega del poder, don Benito Bignone anunció ya en su primer discurso público que pretendía convocar las elecciones para los primeros meses de 1984.
El lento retorno a la democracia, sin embargo, fue acelerado por una situación económica y política casi catastrófica. Aparte, claro, de la derrota ante los ingleses en la guerra de las Malvinas de 1982. Dagnino Pastore, el ministro de economía de don Bignone, terminó declarando el “estado de emergencia” para enfrentar los cierres de fábricas, la inflación —que pasaría los 200% al año— y la devaluación de la moneda.
Pero las presiones políticas no disminuían, al contrario; la junta multisectorial creada por Ricardo Balbín y liderada por Raúl Alfonsín, trataba de lograr una vuelta anticipada e incondicional al poder civil. Las organizaciones de derechos humanos, encabezadas por Adolfo Pérez Esquivel, aumentaban la campaña para el esclarecimiento del destino de los desaparecidos, mientras los reclamos de otros países por el gran número de desaparecidos extranjeros copaban las vías diplomáticas. El 16 de diciembre una manifestación masiva, convocada por la junta multisectorial, fue reprimida por la policía, causando la muerte de un manifestante.
A su vez, los cuestionamientos de la marina y la fuerza aérea, que habían sido más activas en la guerra de las Malvinas, obligaron al ejército a nombrar al teniente general Benjamín Rattenbach para investigar las responsabilidades de la anterior junta militar durante el conflicto bélico con Gran Bretaña.
En abril de 1983, después de haber decidido la fecha de las elecciones para octubre, don Benito Bignone dictó el decreto 2726/83, que ordenaba destruir toda la documentación existente sobre la detención, tortura y asesinato de los desaparecidos, y que contenía también el “Documento Final sobre la Lucha contra la Subversión y el Terrorismo” en el que el último presidente de la dictadura decreta la muerte de los detenidos desaparecidos.
El 23 de septiembre, don Benito y su equipo avanzarían en el proceso de eliminación de los antecedentes del gobierno dictando la ley 22.924, a la que llamaron Amnistía -y que en realidad fue una autoamnistía- o de Pacificación Nacional para los miembros de las fuerzas armadas sobre todos los actos irregulares cometidos en la guerra contra las guerrillas. El congreso luego anularía esta ley, aunque la pérdida de los registros fue irreparable. Los descubrimientos en la Base Naval Almirante Zar, en 2006, de espionaje a civiles, revela que algunos archivos que dicen haberse destruido, siguen existiendo.
4ª parte
La situación de las organizaciones de clase de los obreros y la de los grupos revolucionarios era de una extrema dispersión y fragilidad hacia los meses finales de 1978; era un proceso firme y acelerado, visible para todos, sobre todo después del 19 julio de 1976, cuando el dirigente del PRT-ERP, Roberto Santucho fuera muerto en un enfrentamiento armado en San Martín, Buenos Aires, y murieran luego, también en combate, Carlos Fessia y el Gordo Lowe y el Chacho Camilión.
El exilio forzado de centenas de dirigentes del peronismo combativo y la clandestinización en masa de gran parte de la militancia de izquierda hacia fines de 1975, respondía a un fuerte reflujo del movimiento de masas y marcaba el comienzo de los largos debates internos en cada una de las direcciones políticas que fueron dividiendo a los dirigentes y los principales cuadros de todas las organizaciones entre dos tendencias de pensamiento y de acción política: la una más militarista, que não se resignaba a perder la iniciativa que tanto Montoneros y PRT como Poder Obrero y GOR, habían mantenido a través de acciones armadas de diversas envergaduras; y la otra siempre menos simpática a continuar las actividades militares y más proclive a sumergirse a la espera y en el trabajo más modesto y sistemático de preparar y prepararse para los nuevos movimientos espontaneos.
De todos modos, entre 1976 y 1979, la dictadura aniquiló tanto al PRT como a Poder Obrero, Orientación Socialista, GOR y al resto de las organizaciones revolucionarias de izquierda, sea de un modo directo por medio de la represión, o indirectamente por las fracturas que la situación del golpe, el reflujo de las luchas populares y las discusiones internas iban causando sistemáticamente en todas las agrupaciones.
Hubo incluso, en 1976, un intento de unificar a Montoneros, el PRT y Poder Obrero en la "Organización de Liberación Argentina" cuando las fuerzas revolucionarias estaban siendo, o ya habían sido, prácticamente diezmadas y sobre todo, el movimiento de masas, obrero y popular, ya se había quebrado, separándose entre una ancha vanguardia de clase y las grandes camadas de obreros peronistas que se retiraban de la lucha, desilusionados por el triste final del gobierno de Isabelita Perón, que los había atacado con leyes represivas, grupos armados y con sus ajustes económicos.
La Argentina atravesaba entre 1969 y el final del año de 1975 una clara situación prerrevolucionaria; esto es lo que veían gran parte de las lideranzas populares y obreras; es decir que las fuerzas de las clases trabajadoras crecían sin parar, pero, ni su organización ni su conciencia estaban lo suficientemente maduras para pensar en tomar el poder, aunque iban en un proceso de desarrollo que se incrementaría y a su vez alimentaría las futuras condiciones revolucionarias. Pero muchos de los dirigentes obreros, sobre todos los vinculados a las guerrillas más activas -de Montoneros y PRT- pensaban que esas etapas de conciencia y organización ya habían avanzado al punto de existir una real situación revolucionaria; creían que la crisis de poder del gobierno de Isabelita y la amenaza primero, concretada después, del golpe militar, eran la antesala de la revolución obrera y popular.
Muchos de los grupos dispersos sobrevivientes en los últimos meses de 1978 e inicios de 1979 eran fragmentos reagrupados que aquellos que habían pensado seriamente que el partido de la revolución no surge de la autodefinición de un grupo de intelectuales sino del interior de un proceso masas en el que irían a convergir los distintos agrupamientos de la vanguardia que se había creado en Argentina entre 1969 y 1975.
Se interpretaba en esas nuevas organizaciones revolucionarias surgidas entre el Cordobazo y afianzadas hasta el Rodrigazo de julio de 1975, que las insurrecciones urbanas de fines de los años de 1960 e inicios de 1970 cuestionaban de un modo profundo todas las estrategias revolucionarias obrero-campesinas heredadas de las revoluciones rusa, china, cubana y vietnamita.
Entre los grupos de militantes que se reorganizaban de modo extremamente doméstico después del golpe de marzo de 1976, y sobre todo cuando todo parecía tierra arrasada, entre 1977 y 1979, todavía se recordaban los textos leídos de los dirigentes y los grandes autores de la literatura revolucionaria del siglo XX. Eran los libros que los partidos pro URSS ignoraban o denigraban, como Rosa Luxemburg, Antonio Gramsci, Nicolás Bujarin y toda la vanguardia rusa decapitada por Stalin. En la clandestinidad de la militancia sobreviviente, todavía se repensaba a Georg Luckacs, y se polemizaba en torno a los documentos de la 3ª Internacional, estudiando las lecciones pesimistas de "La Crisis del Movimiento Comunosta Internacional", de Fernando Claudín, que resumían las experiencias del movimiento obrero socialista mundial. Y tampoco se habían olvidado los europeos Louis Althusser o Nicos Poulantzas, en medio de las acciones cotidianas de los minúsculos grupos de resistencia.
En los extensos y empobrecidos barrios populares del gran Buenos Aires y de la Capital, las unidades básicas, que habían sido las formas legales, de superficie de la organización política del justicialismo, y que fueron entre 1972 y 73 copadas por la Juventud Peronista alineada a Montoneros, también se habían dispersado en la clandestinidad forzada desde finales de 1975 y reforzada después del golpe de marzo del 76. Pero muchos de sus militantes asumían las tareas de la resistencia, rompiendo los moldes de la estructura partidaria para transformarse en pequeños órganos de la lucha popular que sobrevivía. Esos grupos minúsculos y bastante desconectados entre sí, eran una síntesis de las experiencias de los mecánicos cordobeses de 1969 al 74, y sobre todo, de los metalúrgicos de Villa Constitución y una sobra de las Coordinadoras de Gremios en Lucha que en 1975, tanto en Córdoba, Buenos Aires y Santa Fe, habían ido adaptando a las terribles circunstancias lo que habían aprendido bajo el nombre de "clasismo".
Continuará
Javier Villanueva. São Paulo, 23 de abril de 1989.
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