La (triste) historia de Don Benito
Al viejo no le
importaba no parecerse en nada -físícamente, digo- a lo que realmente era. No
le molestaba en absoluto que su aspecto no impusiera el respeto debido a un
militar de carrera, y mucho menos que nadie lo fuera a recordar en el futuro
como político.
En realidad, hacía
muchos años que seguía en el generalato sin ganas, y encima, se había
convertido en un político a la fuerza, por obra y gracia de las circunstancias,
y nada más.
Para colmo, el
viejo era víctima de lo que en su fuero íntimo él mismo consideraba una doble
hipocresía: todos creían que por detrás de su coraza –o apenas su cáscara- de
autoridad y de mando, habitaba un viejo que tan solo queria ser un buen abuelo.
Padre mediocre, ausente y distraído ya había sido, pero muchos –incluso su
mujer, sus hijos y hasta sus propios nietos- pensaban que su vocación profunda
y verdadera era la de ser un buen y apacible abuelo.
Pero nada; era una
doble hipocresía, digo, porque en el fondo de su apariencia pacata y encubierta
por las obligaciones del poder, el ya
sesentón general Benito Bignone, ebullía una vitalidad y una pasión,
una turbulencia de deseos juveniles y una capacidad de realizarlos que pocos,
muy pocos en su entorno conocían y poquísimos sospechaban, incluyendo claro, su
propia esposa y sus hijos.
El viejo general Bignone tenía una amante treintañera de la alta
sociedad porteña. Cuando lo supo su mujer, Ana, le dio al viejo una única
opción para no dejarlo, sumándole la vergüenza de la separación al papelón de
ser descubierto públicamente. Divorciarse era algo inadmisible para aquellos
matrimonios ultra católicos y conservadores al extremo en sus costumbres.
Chantageándolo, Ana logró que el
viejo llevara toda la familia a pasear a Europa. Don
Benito Bignone se curvó, aunque se las ingenió también para organizar
un viaje paralelo de su amante, de tal modo de encontrarse a escondidas con la
linda treintañera en cada nueva ciudad que iba visitando con la familia, dejando
a los funcionarios de la Cancillería con los nervios de punta.
El viejo vivía una contradicción por la que ya habían pasado otros
presidentes de facto en la Argentina del siglo XX. Pero la de
don Benito era todavía peor que la de Agustín Justo, el primer
sucesor político del debutante en golpes cívico-militares, Felix Uriburu.
También pacato y de apariencia de abuelo bonachón
como Bignone, don Justo se había aborrecido tanto como don Benito con
los encargos del poder y prefería dejar las tareas de gobierno a terceros, para
que a él lo dejaran hacer lo que se le diera la real gana.
Y en el caso de don Benito Bignone, como en el de Justo, las
ganas eran siempre el libertinaje más solapado y la anarquía sexual más
contradictoria con sus funciones de representante del orden católico y
castrense, de la disciplina y el rigor de los cuarteles y las iglesias.
Cuentan los más
allegados que la fogosidad del viejo era excesiva, incluso para Jorgelina, la
joven treintañera de la que habíamos hablado antes, y que era motivo de las
frecuentes escapadas del general y de los desvelos de su cuerpo de seguridad
personal.
El aparentemente
bonachón y pacato dictador había nacido en Morón, en la provincia de Buenos
Aires, en 1928, y se convirtió en presidente -el decimotercero de facto- del
país entre julio del año 1982 y diciembre de 1983, como parte de la última
junta militar que se autodenominó como "Proceso de Reorganización
Nacional". Fue el único presidente del tal proceso que no participó en la
junta militar que tradicionalmente mantenía el mando supremo desde el golpe de
1976.
2ª parte.
Juancito entró a la
piecita alquilada de doña Manuela y se durmió profundamente. Se
despertó transpirando y preocupado con la pesadilla que había tenido.
Soñó que al abrir la
puerta de su dormitorio en la pensión se había encontrado con él de golpe, sin
aviso previo. Estaba parado al lado del roperito y bien frente a la luna del
espejo, que no lo reflejaba, y flotando a diez centímetros del piso sobre el
cual ni hacía sombra. El Diablo no le dio tiempo a nada: antes que Juancito
pudiese pestañar ya lo había levantado hasta la altura de los ojos, y lo miraba
fijo, con la vista roja de los borrachos, pero sin decirle ni una palabra. Era
el final de una época y Juancito -aún sabiendo que se trataba de una pesadilla,
pero sin poder despertarse- tuvo tiempo de reflexionar durante esos largos
segundos, de recordar y repensar en profundidad sobre los últimos seis años.
Seis
años y medio en realidad; y esa noche, el 24 de diciembre de 1975, al
atardecer, es el fin de ese ciclo. Y Juancito se acuerda que todo empezó en
1969, con enormes manifestaciones populares; el Cordobazo, la insurrección
obrera y popular que tomó Córdoba, y después fue extendiéndose a Rosario, y a
casi todas las capitales de provincia en Argentina.
- Menos en
Buenos Aires,¿no? - le adivina el pensamiento y suelta una carcajada
el Diabo, y Juan que es valiente y agurrido, siente que las piernas se le aflojan,
pero no se desmaya.
- Sí, pero ¿y ahora? Y el Rodrigazo, ¿eh?- lo desafía Juancito al Diablo, porque apenas seis meses antes de esa navidad tan dolorosa para muchos, millares de obreros de todo el Gran Buenos Aires habían salido a las calles y tirado al basurero de la historia al ministro de economía, Rodriguez, y de yapa, al Brujo López Rega, alma del gobierno de Isabelita y de la Triple A. Pero Juan sabía que el ciclo se cerraba. Esa había sido la última de centenas de enormes mobilizaciones populares, puebladas y alzamientos obreros. Y sabía Juancito que, por detrás de los fascistas de las Tres A y de su jefe más visible, López Rega, ya empezaban a sonar, ensordecedores, los ruidos de las metrallas y las 45 de los milicos. Juan no tenía la menor duda de que, después de Isabelita, las botas y uniformes ocuparían la escena nacional, otra vez, como había ocurrido en Chile y Uruguay, como en Brasil.
Se despierta
Juancito, asustado con la pesadilla, pero no puede dormir más; se levanta, se
lava la cara y se peina, y sale dos horas antes de lo previsto para la reunión
con los representantes de la Coordinadora del Gran Buenos Aires.
3ª parte.
El 10 de diciembre
de 1983, don Benito le entregó el mando de la nación a Raúl Ricardo Alfonsín,
que había ganado las elecciones democráticas realizadas dos meses antes y
marcaban la vuelta de la democracia. A Bignone le tocó la gloria y la
miseria de quedar a cargo de la rápida transición hacia la normalidad
constitucional después de la derrota del dictador-presidente anterior, Leopoldo
Galtieri, en la guerra de Malvinas. Y le sobró la dudosa honra de ser el último
dictador de la historia argentina.
Don Benito había
estudiado en la Escuela Superior de Guerra y más tarde en la España del tirano
Franco, hasta que fue nombrado jefe del 4º Regimiento de Infantería en 1964. En
la promoción de 1975 -la misma que llevó, un año antes del golpe, a Jorge
Rafael Videla a la posición de comandante en jefe de las fuerzas armadas- don
Benito fue nombrado secretario del estado mayor del ejército, lo que le
permitió participar activamente en el golpe que derribó el gobierno
constitucional de Isabel Perón, y en las operaciones del terrorismo de estado,
antes y sobre todo, después del golpe de 1976. Poco después, ocupó el hospital
Alejandro Posadas -centro de la militancia revolucionaria del gremio médico y
de la salud en general- y lo transformaría en un campo de detención ilegal, de
tortura y extermínio; Don Benito tuvo responsabilidad directa en el secuestro
de 40 personas y el despido de todos los empleados del hospital durante el
régimen. En seguida fue jefe del Área 480 del centro ilegal de detención y
tortura de presos políticos y sociales de Campo de Mayo, y en 1980 quedó a
cargo de los Institutos Militares.
Al salir del mando
el tirano Videla en 1981, don Benito ya era general de división, y aprovechó
para pedir su pase a retiro. Como se había apartado de las cúpulas militares
posteriores durante los gobiernos de Viola y Galtieri, parecía ser el candidato
ideal para la presidencia cuando el ejército decidió retomar la conducción
política, sin el apoyo de las otras dos fuerzas armadas. Don Benito
recordaba con rencor aquella hora nefasta para él en que los titulares,
Jorge Isaac Anaya y Basilio Lami Dozo, se habían retirado de la junta militar.
Tremendo conflicto interno en el seno de la cúpula de la
dictadura imponía una renovación, para la cual fue electo el
general Benito.
Pasados los juicios
de la época de Alfonsín, y tras el limbo que les garantizara a los ex
dictadores las amnistías de Menem, en 2011 don Benito fue condenado por la
justicia a prisión perpetua por los delitos de lesa humanidad que fueron
cometidos durante el período en que ocupó el poder.
Aunque la intención
del comandante en jefe del ejército, el teniente general Cristino Nicolaides,
era la de demorar lo máximo posible la entrega del poder, don
Benito Bignone anunció ya en su primer discurso público que pretendía
convocar las elecciones para los primeros meses de 1984.
El lento retorno a
la democracia, sin embargo, fue acelerado por una situación económica y
política casi catastrófica. Aparte, claro, de la derrota ante los ingleses
en la guerra de las Malvinas de 1982. Dagnino Pastore, el ministro de economía
de don Bignone, terminó declarando el “estado de emergencia” para
enfrentar los cierres de fábricas, la inflación galopante —que pasaría los 200%
al año— y la creciente devaluación de la moneda.
Pero las presiones
políticas no disminuían, al contrario; la junta multisectorial creada por
Ricardo Balbín y liderada por Raúl Alfonsín, trataba de lograr una vuelta
anticipada e incondicional al poder civil. Las organizaciones de derechos
humanos, encabezadas por Adolfo Pérez Esquivel, aumentaban la campaña para el
esclarecimiento del destino de los desaparecidos políticos y sociales, mientras
los reclamos de otros países por el gran número de desaparecidos extranjeros
copaban las vías diplomáticas. El 16 de diciembre una manifestación masiva,
convocada por la junta multisectorial, fue reprimida por la policía, causando
la muerte de un manifestante.
A su vez, los
cuestionamientos de la marina y la fuerza aérea, que habían sido más activas en
la guerra de las Malvinas, obligaron al ejército a nombrar al teniente general
Benjamín Rattenbach para investigar las responsabilidades de la anterior junta
militar durante el conflicto bélico con Gran Bretaña.
En abril de 1983,
después de haber decidido la fecha de las elecciones para octubre, don
Benito Bignone dictó el decreto 2726/83, que ordenaba destruir toda
la documentación existente sobre la detención, tortura y asesinato de los
desaparecidos, y que contenía también el “Documento Final sobre la Lucha contra
la Subversión y el Terrorismo” en el que el último presidente de la dictadura
decreta la muerte de los detenidos desaparecidos.
El 23 de
septiembre, don Benito y su equipo avanzarían en el proceso de eliminación de
los antecedentes del gobierno dictando la ley 22.924, a la que llamaron
Amnistía -y que en realidad fue una autoamnistía- o de Pacificación Nacional
para los miembros de las fuerzas armadas sobre todos los actos irregulares
cometidos en la guerra contra las guerrillas. El congreso luego anularía esta
ley, aunque la pérdida de los registros fue irreparable. Los descubrimientos en
la Base Naval Almirante Zar, en 2006, de las pruebas del espionaje a civiles,
revela que algunos archivos que decían haberse destruido, siguen existiendo.
4ª parte
La situación de las
organizaciones de clase de los obreros y la de los grupos revolucionarios era
de una extrema dispersión y fragilidad hacia los meses finales de 1978; era un
proceso firme y acelerado, visible para todos, sobre todo después del 19 de
julio de 1976, cuando el dirigente del PRT-ERP, Roberto Santucho fuera muerto
en un enfrentamiento armado en San Martín, Buenos Aires, y murieran luego,
también en combate, Carlos Fessia y el Gordo Lowe y el Chacho Camilión.
El exilio forzado
de centenas de dirigentes del peronismo combativo y la
clandestinización en masa de gran parte de la militancia de izquierda hacia
fines de 1975, respondía a un fuerte reflujo del movimiento de masas y marcaba
el comienzo de los largos debates internos en cada una de las direcciones
políticas que fueron dividiendo a los dirigentes y los principales cuadros de
todas las organizaciones entre dos tendencias de pensamiento y de acción
política: la una más militarista, que no se resignaba a perder la iniciativa
que tanto Montoneros y PRT como Poder Obrero y GOR, habían mantenido a través
de acciones armadas de diversas envergaduras; y la otra siempre menos simpática
a continuar las actividades militares y más proclive a sumergirse a la espera y
en el trabajo más modesto y sistemático de preparar y prepararse para los
nuevos movimientos espontáneos.
De todos modos,
entre 1976 y 1979, la dictadura aniquiló tanto al PRT como a Poder Obrero,
Orientación Socialista, GOR y al resto de las organizaciones revolucionarias de
izquierda; sea de un modo directo por medio de la represión, o indirectamente
por las fracturas que la situación del golpe, el reflujo de las luchas
populares y las discusiones internas iban causando sistemáticamente en todas
las agrupaciones.
Hubo incluso, en
1976, un intento de unificar a Montoneros, el PRT y Poder Obrero en la
"Organización de Liberación Argentina" cuando las fuerzas
revolucionarias estaban siendo, o ya habían sido, prácticamente diezmadas. Pero
sobre todo, el movimiento de masas, obrero y popular, ya se
había quebrado, separándose entre una ancha vanguardia de clase y las
grandes camadas de obreros peronistas que se retiraban de la lucha,
desilusionados por el final patético del gobierno de Isabelita Perón, que los
había atacado con leyes represivas, grupos armados y con sus ajustes
económicos.
La Argentina
atravesaba entre 1969 y el final del año de 1975 una clara situación
prerrevolucionaria; esto es lo que veían gran parte de las lideranzas populares
y obreras; es decir que las fuerzas de las clases trabajadoras crecían sin
parar, pero, ni su organización ni su conciencia estaban lo suficientemente
maduras para pensar en tomar el poder, aunque iban en un proceso de
desarrollo que se incrementaría y a su vez alimentaría las futuras condiciones
revolucionarias. Pero gran parte de los dirigentes obreros, sobre
todo los vinculados a las guerrillas más activas -de Montoneros y PRT- pensaban
que esas etapas de conciencia y organización ya habían avanzado al punto de
existir una real situación revolucionaria; creían que la crisis de poder del
gobierno de Isabelita y la amenaza primero, concretada después, del golpe
militar, eran la antesala de la revolución obrera y popular.
Muchos de los
grupos dispersos sobrevivientes en los últimos meses de 1978 e inicios de 1979
eran fragmentos reagrupados que aquellos que habían pensado seriamente que el
partido de la revolución no surge de la autodefinición de un grupo
de intelectuales sino del interior de un proceso de masas en el que irían
a convergir los distintos agrupamientos de la vanguardia que se había
creado en Argentina entre 1969 y 1975.
Se interpretaba en
esas nuevas organizaciones revolucionarias surgidas entre el Cordobazo y
afianzadas hasta el Rodrigazo de julio de 1975, que las insurrecciones urbanas
de fines de los años de 1960 e inicios de 1970 cuestionaban de un
modo profundo todas las estrategias revolucionarias obrero-campesinas
heredadas de las revoluciones rusa, china, cubana y vietnamita.
Entre los grupos de
militantes que se reorganizaban de modo extremamente doméstico después del
golpe de marzo de 1976, y sobre todo cuando todo parecía tierra arrasada, entre
1977 y 1979, todavía se recordaban los textos leídos de los dirigentes y los
grandes autores de la literatura revolucionaria del siglo XX. Eran los libros
que los partidos pro URSS ignoraban o denigraban, como Rosa
Luxemburg, Antonio Gramsci, Nicolás Bujarin y toda la vanguardia rusa
decapitada por Stalin. En la clandestinidad de la militancia sobreviviente,
todavía se repensaba a Georg Luckacs, y se polemizaba en torno a los
documentos de la 3ª Internacional, estudiando las lecciones pesimistas de
"La Crisis del Movimiento Comunista Internacional", de Fernando
Claudín, que resumían las experiencias del movimiento obrero
socialista mundial. Y tampoco se habían olvidado los europeos
Louis Althusser o Nicos Poulantzas, en medio de las acciones cotidianas de
los minúsculos grupos de resistencia.
En los extensos y
empobrecidos barrios populares del gran Buenos Aires y de la Capital, las
unidades básicas, que habían sido las formas legales, de superficie de la
organización política del justicialismo, y que fueron entre 1972 y 73 copadas
por la Juventud Peronista alineada a Montoneros, también se habían dispersado
en la clandestinidad forzada desde finales de 1975 y reforzada después del
golpe de marzo del 76. Pero muchos de sus militantes asumían las tareas de la
resistencia, rompiendo los moldes de la estructura partidaria para
transformarse en pequeños órganos de la lucha popular que sobrevivía. Esos
grupos minúsculos y bastante desconectados entre sí, eran una síntesis de las
experiencias de los mecánicos cordobeses de 1969 al 74, y sobre todo, de los
metalúrgicos de Villa Constitución y una sobra de las Coordinadoras de
Gremios en Lucha que en 1975, tanto en Córdoba, Buenos Aires y
Santa Fe, habían ido adaptando a las terribles circunstancias lo que habían
aprendido bajo el nombre de "clasismo".
5ª
parte.
Según me contaba el viejo Pedro Milesi, un día en que
de pura casualidad nos lo encontramos al Negro Flores del Sitrac-Sitram en la
entrada de la estación de Morón, en muchos de los grupos ahora descoordinados y
dispersos de 1978 y 79, se recordaban y releían las enseñanzas dejadas por el
Encuentro Nacional de Obreros Revolucionarios. Ese congreso había sido
convocado por los gremios clasistas de las fábricas Fiat cordobesas en 1971, y
decía Flores que en los grupos de resistencia posteriores al 77 se
discutía mucho el por qué y cómo fue que se levantó el debate que culminó,
todavía en plena dictadura de Levingston, con una declaración a favor de la
revolución socialista. Era una manifestación que, además, tomaba como suyas
todas las luchas históricas del movimiento obrero argentino, desde los primeros
anarquistas de finales del siglo XIX, hasta el 17 de octubre peronista de 1945,
y antes, con las batallas de la Patagonia Rebelde y la huelga de los talleres
Vassena de inicios del siglo XX.
Se estudiaba en aquellos grupos pequeños y
desconectados entre sí, cómo después del triunfo de Cámpora, en 1973, se vivía
una situación de equilibrio casi apocalíptico, con un movimiento obrero y
popular pujante, pero sin fuerzas suficientes como para ganar la hegemonía política
y sobreponerse al avance de la derecha, al mismo tiempo que los grandes grupos
económicos y políticos del poder se recomponían rápidamente.
En la Mesa de Gremios en Lucha de Córdoba, que había
sido el antecedente directo de las Coordinadoras de 1974 y 75, también se había
llegado a visualizar una concepción cada vez más abierta y abarcadora, menos
inflexiblemente clasista y más política. Y en aquellos grupos de resistencia
dispersos de 1978 y 79, se reconocía que esa nueva conciencia obrera del año de
1975 había sido causada por una necesidad que era vital -aunque tardía- de huir
del aislamiento que empezaba a sentir el movimiento de los trabajadores.
En muchos de estos nuevos grupos de resistencia de los
años 78 y 79, se consideraba que hubo una continuidad entre el clasismo y el
sindicalismo combativo, y las coordinadoras. Esas coordinadoras de 1975 habían
sido la síntesis del ideal democrático obrero y popular del momento que se
vivía. Y ya no proponían tan solo cuestiones de tipo reivindicativo, sino que
las coordinadoras de 1975 se habían convertido en una conducción obrera y
popular, que había sabido incorporar sabiamente, en sus propuestas, las luchas
por las libertades democráticas.
Todo había cambiado, y lo más interesante es que las
cúpulas dispersas o exiliadas de las organizaciones revolucionarias durante debacle
de 1976 a 78 conocían muy poco, o casi no sabían siquiera sobre la existencia
de este nuevo universo oculto de los años 78 y 79, en el que se habían juntado
varios centenares de militantes y simpatizantes sobrevivientes a la hecatombe
posterior al golpe -todos mezclados y en un creativo desorden organizativo-. Y
la verdad es que entre estos minúsculos grupos remanentes había algunos
militantes ya veteranos y otros, simpatizantes sumamente jóvenes, incorporados
en la última etapa, que por causa de la forzada clandestinidad no habían
llegado a tener ningún contacto personal con los militantes más antiguos, los
cuadros históricos. Pero aún así, se habían fogueado en las últimas luchas
sindicales y estudiantiles del 74 y 75, en las que habían ganado bastante
representatividad y reconocimiento político.
Había una clara convicción, entre estos grupos pequeños y dispersos, de que las condiciones habían cambiado
irreversiblemente; sabían que -así como entre julio de 1975 y marzo del 76 la
posibilidad de parar el golpe había quedado ya prácticamente fuera del alcance
real de las organizaciones revolucionarias; y comprendían también que,
enseguida, y como una culminación del reflujo de las masas, los sectores
obreros y populares que habían sido el núcleo dinámico durante el período
anterior empezaban a aislarse; esos militantes de los nuevos grupos de
resistencia de los años 78 y 79 sabían también que esse reflujo en las luchas
había ocurrido proporcionalmente y al mismo tiempo que las organizaciones
revolucionarias se empeñaban más y más en redoblar la apuesta del
enfrentamiento. Un enfrentamiento directo con el hueso duro del estado que cada
vez se volvía más policial y militarizado. Y gran parte de los militantes y
simpatizantes remanentes en 1978 y 79 reconocían que el camino de la revolución
ya era ya un callejón sin salida a finales de 1975, en un momento en que los
dirigentes del PRT y Montoneros todavía se empeñaban en ver una situación
revolucionaria en desarrollo.
Muchos de los militantes y simpatizantes remanentes
entre 1978 y 79 le criticaban amargamente al PRT el haber retirado
cuadros valiosísimos de las coordinadoras para llevarlos al combate de la lucha
armada. Hay que recordar que hacia fines de 1974 la Compañía Ramón Rosa Jiménez
del ERP, ya estaba formada por 100 combatientes, entre hombres y mujeres,
organizados en 4 pelotones. Gran parte de los militantes veteranos que
sobrevivían en los pequeños y desconectados grupos de resistencia en 1978 y 79,
entre ellos varios de los dirigentes gremiales que habían militado en algún
grupo político entre 1969 y 75, vivieron en la propia carne la contradicción
entre la espontaneidad del movimiento obrero y su desorden natural, por un
lado, y las propuestas políticas de su grupo partidario, por el otro, que casi
siempre se movía al borde de lo burocrático y autoritario; era algo que aislaba
a esos militantes, y a veces los enfrentaba con sus compañeros de base o
delegados de comisión interna, con los que tenían una vivencia más íntima.
Algunos de los miembros de esos reagrupamientos
espontáneos y aislados entre sí, venían de las antiguas FAL, las Fuerzas
Argentinas de Liberación. Un par de aquellos grupitos pequeños y desconectados
de 1978 y 79, provenían de los comandos de "América en Armas", que
habían sido un desprendimiento del antiguo aparato militar del PC y que se
habían mantenido en la construcción de una corriente clasista en Buenos Aires.
Una parte de la gente que formó los primeros grupos de resistencia en la
Capital Federal y en la provincia, entre 1978 y 79, traían una concepción casi
foquista y ultrasindicalista, pero fueron la gente que entre enero del 78 y
junio de 1979 realizaron algunas acciones incruentas de financiamiento que
permitieron a muchos, sobrevivir en los momentos más negros de la
clandestinidad.
Esos militantes sueltos, pero muy experimentados, a
diferencias de los de las otras organizaciones, no se habían considerado en
guerra abierta contra el gobierno y sus fuerzas armadas, y por lo tanto, al
incorporarse a la resistencia sorda de 1978 y 79, tuvieron una buena dosificación
en el uso de la violencia. Así como al inicio de 1970 habían decidido -y
cumplido- que la primera etapa de su crecimiento revolucionario iba a limitarse
a una acumulación, capacitación y trabajo social muy medidos, del mismo modo,
ocho o nueve años después, los diversos individuos y pequeñas fracciones de las
FAL 22 de Agosto, FAL América en Armas, FAL Inti Peredo, fueron extremamente
sigilosos y eficaces entre los nuevos grupos espontáneamente formados a fines
de los 70, aunque ya no hubiera ninguna conexión entre ellos.
En julio de 1978, por ejemplo, el GOR -Grupo Obrero
Revolucionario, que se había separado del PRT- El Combatiente en la crisis de
1970- realizó una operación llamada de “guante blanco” en conjunto con Fuerza
Obrera Comunista (FOC), que era la fracción más militarista de Orientación
Socialista. OS, con dirigentes del mismo origen que GOR, fue la organización
que polarizó al sector de la Izquierda Socialista que no fue hacia Poder Obrero
en 1973, y que se fortaleció incluso con la militancia proveniente de la
Fracción de El Obrero de Córdoba.
Con el propósito de obtener nuevos recursos
financieros que le permitieran enfrentar la situación de absoluta
clandestinidad que se vivía desde 1976, GOR y FOC desarrollaron un operativo
minucioso, realizado con éxito gracias a la labor de inteligencia del FOC, y
que partía de un conocimiento muy profundo de la estructura de las operaciones
bancarias, y se concretizó con el uso de talonarios de giros sustraídos al
Banco de la Nación Argentina y cobrados en otras entidades bancarias. El
operativo, con el que ambas organizaciones lograron retirar del Banco de la
Nación Argentina un total de más de 250 millones de pesos, permitió costear la
salida al exterior de la mayoría de los militantes en situaciónes de riesgo, y
mantener una estructura mínima y más segura en el interior del país.
Cinco antiguos grupos barriales del PRT en la región
de Lomas del Mirador, y dos de la Villa Las Antenas en la Matanza, Gran Buenos
Aires, y otros seis agrupamientos con decenas de trabajadores metalúrgicos y de
la construcción, así como gráficos, enfermeros, del chacinado, y muchos
visitadores médicos y empleados estatales -en los que se mezclaban gente que
venía de las FAL, el Peronismo de Base-FAP, anarquistas y tupamaros escapados
de la dictadura de Bordaberry en Uruguay- actuaban, descoordinados y desconocidos
entre sí, tan solo entre la zona oeste de la Capital Federal y el enorme
triángulo formado por González Catán, Morón y la Tablada en la provincia.
6ª parte
La verdad es que al pasar los meses y los años, la
linda treintañera que el viejo general mantenía como amante ya se estaba
cansando de don Benito. La mujer del general-presidente, doña Ana, además de
sacarle al viejo el largo viaje por media Europa, se las había ingeniado para
sobornar a uno de los tenientes de la seguridad personal del marido; y este la
había llevado al departamento en pleno Palermo que el amante fogoso había
comprado para su amiguita. Y conversando con astucia, doña Ana había logrado
llenarle la cabeza a la niña con prejuicios contra su viejo protector. La
convenció que, más tarde o más temprano, la tortilla del poder se iría a dar
vuelta y ella -la joven amante- quedaría en Pampa y las vías, sola y
desamparada.
La niña -Roberta, por si me olvidé de decirlo antes-
fue llenándose de rencor cada vez que veía los dos Ford Falcon de la custodia
del viejo Benito parar en cada esquina de la José León Pagano, su calle, y
espiaba por entre las cortinas las caras amedrentadas de los vecinos que sabían
quién estaba llegando y para qué se armaba tremendo circo de armas y jóvenes de
traje oscuro, anteojos y walky-talkies.
Pero mucho más se resintió y le subió como bilis la
indignación cuando Manuelita -la chica correntina que don Benito le había
puesto para ayudarla en las tareas domésticas- le contó que en su barrio de
Lomas del Mirador, cerca de las callejuelas de Las Antenas, la villa miseria en
que vivía, no pasaba semana sin que se llevaran a la fuerza a algún vecino, que
nunca más volvía a aparecer.
El odio creciente de Roberta, sin embargo, llegó a su
culminación cuando supo -por medio del hermano de Manuelita, que había venido a
llevarle un dinero para su madre- los detalles sobre el secuestro de una
trabajadora de Insul, la fábrica que se había mobilizado años antes por causa
de la enfermedad del saturnismo causada por el uso de plomo en la producción.
Se trataba una joven tucumana, linda y rubia,
embarazada de ocho meses; los soldados cercaron la villa y dos grupos de
civiles en Ford Falcon la arrastraron a uno de los camiones militares; y los
vecinos solo volvieron a verla cuando regresó, dos meses después, a pie,
demacrada y flaca. Sin barriga y sin el bebé, que había nacido mientras estaba
presa e incomunicada, en el sector de la aviación de Campo de Mayo. Le habían
robado el bebé. Un coronel había llegado y se lo había arrancado de los brazos,
unas tres semanas después del parto. Iba a ser bien cuidado por una familia
rica y cristiana, de buenas costumbres, que no podía tener hijos, le dijo el
militar.
La rubita tucumana, que había sido detenida y
torturada por puro error burocrático de los militares, tenía el mismo apellido
de otra obrera de Insud, esta sí militante y activista del gremio. Pura
casualidade: ambas eran tucumanas, de apellido alemán -descendientes de los
muchos huídos de Baviera y la Floresta Negra que fueron a La Cocha después de
la guerra- y los milicos se habían confundido. Cuando finalmente capturaron a
la otra, a la verdadera Shiffer que buscaban, simplemente la soltaron y ella
volvió a su villa miseria. A pie y sin su bebé.
Pero aunque la rubita tucumana ya estaba conformada
con la “adopción” de su hijo por la familia amiga del coronel de Campo de Mayo
-al final, ella era pobre, madre soltera, trabajadora sin escuela y con
bajísimo sueldo, y no sabía si podría mantenerlo y educarlo, decía-, a la que
no le disminuía la indignación era a Roberta, amante cada vez más arrepentida
del viejo Benito.
Por eso, el día en que el Negro Tony, hermano de
Manuelita, su empleada doméstica, le propuso visitar la Villa Las Antenas,
Roberta concentró toda su inteligencia e imaginación al servicio de un plan que
no le salía de la cabeza: escaparse del control de los custodios que el viejo
le mandaba un par de veces por semanas, en fechas aleatorias, para que la
vigilaran con la excusa de protegerla "de los terroristas". Quería
verse libre de nuevo, sacarse
de su vida ese monstruo que cada día que pasaba le molestaba más, y ahora sabía
por qué, y sobre todo, sabía cómo librarse de él.
Aprovecharon un día en que Manuelita salió a hacer las
compras y vio que no había coches Ford Falcon ni peatones sospechosos.
Salieron, tomaron el colectivo 60 hasta la avenida General Paz y siguieron
hasta el cruce de La Tablada. Se bajaron en Jabón Federal y caminaron en
zig-zag por las calles laterales de Lomas del Mirador hasta llegar a Villa Las
Antenas. Nadie los había seguido.
El Negro Tony las recibió a la entrada de la casilla
pobre de madera de la familia y una vecina que hablaba un castellano mesclado
con palavras en guaraní les trajo un atadito redondo en un repasador. Era una
sopa paraguaya que comieron en pedacitos mientras tomaban mate y lo esperaban a
Juancito.
Roberta no sabía, ni se imaginaba en lo que se estaba
metiendo, pero presentía que era algo prohibido y peligroso, pero que
probablemente la iba a librar del acoso del viejo Benito y sus custodios, uno
de los cuales no dejaba de mirarla de arriba abajo cada vez que se volvía de
espaldas; Manuelita, a su vez y desde su ingenuidad de chica provinciana, se
había ido enterando de todo lo que pasaba en el país y odiaba a la dictadura y
al viejo Benito, amante de su patrona, pero sabía que Roberta tenía un corazón
enorme y estaba harta de la situación en que vivía, y se dispuso a ayudarla.
Cuando Juancito entró, por la otra punta de la
callejuela de la villa, y después de andar más de veinte minutos entre San
Justo y Lomas del Mirador, sabía que el riesgo era medido y estaba bajo
control. No lo habían seguido, ni había autos o peatones que le levantaran
ninguna sospecha. Entró a la casilla de la familia del Negro Tony y Manuelita
lleno de entusiasmo y buenos presentimientos.
7ª parte.
Cuando nos encontramos con el Negro Flores del
Sitrac-Sitram en la entrada de la estación de trenes de Morón, de pura
casualidad, al Viejo Pedro Milesi y al Juancito se le juntaron las ideas como
en un juego de rompe-cabezas imantado, de esos en los que, de repente y en el
momento menos pensado, las piezas se encajan y todo queda clarísimo.
Juancito le contó al Viejo Pedro una historia que
había oído de boca de su hijo de 8 años en una de las visitas a Encausados.
Decía Martincito que un hombre muy ocupado, un investigador científico, tenía
que resolver un problema. "Como arreglar el mundo", se llamaba la
investigación que el científico quería terminar de escribir. Pero su hijo no lo
dejaba concentrarse, porque quería jugar y le hacía infinitas preguntas a todo
momento, propias de un chico, claro.
El científico tomó un mapamundi colorido de su
cuaderno Laprida, de aquellos que antes venían en la última página y lo arrancó
con cuidado; con una tijera lo recortó, de tal modo de parecer un rompe-cabezas
y se lo dió al hijito, esperando que se entretuviera por un buen tiempo. Pero,
a los diez minutos, el chico vuelve con el mapa armado, y con el improvisado
rompe-cabezas correctamente resuelto. ¿Cómo hiciste, nene? le pregunta el
padre, admiradísimo. Fácil, papi, le dice el nene, como estaba muy difícil
armar el mapa, di vuelta la hoja y me di cuenta que del otro lado había un
cuerpo humano. Ese sí que fue facil de armar.
Y el Viejo Pedro, cuando se lo llevó al Negro Flores a
su casa, le contó la historia del mapa rompe-cabezas como quién saca una
moraleja: si no podemos arreglar el mundo, vamos a tratar de arreglar a la
persona, al ser humano. Charlando con Juancito al día siguiente, juntaron las
piezas y llegaron a la conclusión de que el único modo de salir del impasse
histórico de la dictadura de don Benito, era ayudar a la propia historia,
dándole un empujón para ver si las cosas se volvían un poco más fáciles.
Las primeras tres semanas para contactar cada uno de
los siete grupos originales quedó a cargo del Negro Tony, que fue llevándolo a
Juancito algunas veces y al Viejo Pedro otras, hasta armar un grupo de coordinación
al que se sumaron, en la 5ª semana, otros tres representantes de comités de
resistencia del Gran Buenos Aires. Dos semanas después llegaron dos cordobeses y un rosarino,
representando otros seis grupos en total.
Ninguno de los obreros, estudiantes y villeros
reunidos en esos pequeños núcleos sabía sobre la existencia de los otros, ni se
habían visto nunca antes del golpe, a no ser en el caso del tucumano Farías,
que venía de Córdoba, y en el micro de la Chevallier reconoció al Turco Muḥammad, con el que había estado preso en Catamarca, en
la época del copamiento del Regimiento 17º. No se hablaron en el ómnibus, pero
sí se saludaron cuando se volvieron a encontrar encima de la General Paz, yendo
ambos a pie hacia la cita con Pedro Milesi.
Y tampoco se supo que alguno de los miembros de esos
grupos desconectados y dispersos de la resistencia de aquella época supiera que
sus organizaciones habían sido destruidas por la represión, o que se habían
autodisuelto; mucho menos que todas, o casi todas, estuvieran fraccionadas o
divididas en tendencias irreconciliables, la mayor parte en el exterior, y muy
pocas en el interior del país.
Capítulo 2
Resumen de los
acontecimientos:
Como dije antes, y
según me lo relató Gregorio, que no participó en los hechos, el Negro Tony se
encargó durante las primeras tres semanas de noviembre de 1983, de contactar a
cada uno de los siete núcleos de la resistencia de 1977 a 1979, y fue
llevándolo a Juancito y al Viejo Pedro, a diversas reuniones, hasta que logró
armar un grupo de coordinación. En la 5ª semana se agregaron otros tres
representantes de la resistencia del Gran Buenos Aires. Y más tarde llegaron todavía un
rosarino y dos cordobeses, representando a otros seis grupos de sus
ciudades.
Ninguno de los
militantes reunidos en esos pequeños núcleos sabía sobre los otros, ni se
habían visto nunca antes del golpe. Y tampoco los miembros de esos
agrupamientos desconectados y dispersos de la resistencia de aquella época
sabían que sus organizaciones políticas habían sido prácticamente aniquiladas
por la represión. También ignoraban que algunas se habían autodisuelto y que
todas, o casi todas ellas estuvieran fraccionadas en tendencias
irreconciliables, muchas en el exterior, y muy pocas dentro del país.
En realidad, y como
ya había ocurrido en otras situaciones históricas semejantes, esa pequeña
multitud silenciosa de militantes y simpatizantes obreros, estudiantes y
villeros, estaban prácticamente igual a aquellos combatientes japoneses
olvidados en las islas del Pacífico, en las que resistían porque no habían llegado ni
siquiera a enterarse de que Japón había sido derrotado y que se hubiese rendido.
8ª parte
Esa era la situación
de la militancia revolucionaria entre 1978 y 1982; mientras que, por otro lado,
dentro de las entrañas de la dictadura que había dado el
más sangriento golpe de estado, la historia de lo que ocurría es bastante
conocida hoy y no se admiten demasiadas discusiones: tanto el reemplazo del
presidente de facto anterior -Viola, el sucesor de Videla- como el de Galtieri,
derrotado en las Malvinas, fueron justificados por el "vacío de
poder" que amenazaba a los militares. Era la vieja excusa que ya había
sido usada antes, en los golpes contra los gobiernos constitucionales de
Yrigoyen, Castillo, Perón, Illia e Isabelita.
Don Benito Bignone
formaba parte del ala moderada del ejército que desplazó a Galtieri. Pero como
se demoraba a convocar a elecciones nacionales -las que finalmente serían
llamadas para el 30 de octubre de 1983- y toda su política de búsqueda de
diálogo con la "Multipartidaria" se volvía lenta, a los militares del
ala dura no les parecía demasiado seguro el modo con el que estaba preparando
una salida electoral honrosa que preservara la unidad del ejército al mismo
tiempo que evitara enfrontar en la justicia las responsabilidades de la
represión ilegal.
Cuando por fin,
presionado por el ejército, don Benito dicta una ley de Amnistía basándose en
aquella orden de Isabel Perón de 1975 de "aniquilar a la guerrilla",
y por medio de un Acta Institucional se declaran muertos a todos los
desaparecidos, considerando que los represores han cumplido con "actos de servicio", esto es muy
mal recibido por la sociedad. Y es entonces que Juancito, el Viejo Pedro y el
Negro Tony se deciden a darle una manito a la historia.
La idea era simple:
sorprenderlo al general-presidente don Benito en el departamento de Roberta,
mantenerlo guardado durante un par de días y reemplazarlo por el Viejo Pedro,
que en una decisión burocrática rápida, iría a decretar la anulación de la "auto-amnistía"
de los militares y producir el llamado a elecciones inmediatas. Simple. Si no
resultara, porque los mandos más gorilas del ejército se sublevasen por
ejemplo, destituyéndolo al presidente, una nueva crisis se habría instalado en
el seno de la dictadura, lo que aceleraría su fin, de cualquier modo.
Tomar esta decisión,
según Juan y el Negro Tony, era urgente: después de Malvinas se habían
difundido, como en un efecto dominó, las denuncias de graves violaciones a los
derechos humanos cometidas por la represión estatal, lo que iba poniendo a todo
el pueblo de cara a las evidencias de la gran tragedia ocurrida a la sombra del
poder militar. Se había creado una comisión con oficiales de alta jerarquía del
ejército para analizar y evaluar las responsabilidades en el conflicto de
Malvinas, que escribió el llamado "Informe Rattenbach", que destaca
los actos de valor de los combatientes y cuestiona la irresponsabilidad, la
falta de planeamiento adecuado y los errores de la conducción militar.
Mientras tanto,
argumentaba el negro Tony, en Italia empezaba el proceso contra la
"Propaganda Due" involucrando a los altos mandos, de tal modo que el
ciclo militar se iba cerrando en condiciones totalmente negativas para la
dictadura y favorables para la lucha popular por la democracia. Los ciudadanos
empezaban a estar más persuadidos de sus derechos civiles y del valor de la
democracia como modo de gobierno.
Después que empezaron
a hacer relevos cada veinte minutos, los muchachos de Villa las Antenas
descubrieron que en la segunda esquina después de la cuadra del departamento de
Roberta, había un cabo de consigna, pero vieron que no estaba allí por causa de
las visitas esporádicas de don Benito a su amiga.
Ya les había llamado
la atención que don Benito no dejara una custodia permanente en el departamento
de Roberta, por lo menos por el lado de afuera. En las seis semanas de chequeo
no vieron nunca una custodia permanente, ni ronda de patrulleros, a no ser
cuando el general, don Benito llegaba. Solamente el portero tenía cara de
policía, pero Roberta decía que no, que lo conocía bien y jamás iría a
delatarlos.
El día de la acción,
de madrugada, los hermanos menores de Tony pusieron un letrero en la esquina
que decía "Hombres trabajando". Por las dudas que necesitaran
demorar el tráfico de vehículos.
La planificación
definitiva la hicieron en la casa de Lomas del Mirador, con Gregorio y el Viejo
Pedro donde vivían Juancito y el Pelado Rafa. Pintaron con aerosoles la
camionetita roja que iba a ser usada en el caso de que se necesitara hacer
contención.
Mientras los
compañeros de Villa las Antenas hacían estas tareas, Marcelita, peluquera de
oficio y amiguísima de Manuela, le daba retoques delicados al Viejo Pedro, le
teñía reflejos plateados en un pelo que iba quedando cada vez más grisáseo, le
borraba las arrugas y le acentuaba las ojeras con un maquillaje suave. A cada
tanto se detenía, dejaba la tintura y los pinceles de lado, y miraba
detenidamente la foto de don Benito, el general-presidente, que había colocado
en el borde del espejo de la cómoda. El Viejo Pedro estaba quedando bastante
parecido al dictador, lo que no le hacía demasiada gracia, claro.
A las seis de la
mañana siguiente, día en que Roberta esperaba la visita del viejo don Benito,
finalmente salieron. Pedro Milesi, por causa de sus problemas con la
vista, manejaba la chatita a una velocidad enervante, tal vez a menos de 20
km/h. Su nieta -que era azafata y rubia, siempre tenía una buena coartada con
su uniforme de la Air France- lo acompañaba en el asiento delantero. Atrás iba
un compañero disfrazado de ejecutivo, y el Negro Tony con uniforme de teniente
de la policía federal, con una PAM de aquellas que se trababan al cuarto tiro,
encima de las piernas.
Después de 35
minutos, la camionetita roja -la Coloradita, le decían- dejó el tránsito atroz
de la avenida General Paz y entró en Núñez en dirección a Palermo. Diez minutos
más tarde, estacionaban a 15 metros de la entrada del edificio de Roberta. La
azafata rubia se quedó al volante y los otros tres se bajaron. Don Pedro
Milesi, con su respetable cara de general-presidente lo saludó secamente al
encargado y entró al ascensor sin mirar para atrás. El "ejecutivo"
con su típica valijita 007 se quedó en la planta baja, a dos metros de la
puerta de entrada, y el Negro Tony, en su papel de teniente de la federal,
subió con el Viejo.
Cuando vio el
uniforme de Tony, Roberta se sorprendió, pero los dejó entrar rápido y nadie
pareció haberlos visto. Cuarenta minutos después tocó el portero eléctrico y
subió la guardia del viejo. Mientras el sargento y el subteniente se distraían
mirando alternadamente las curvas de Roberta, y subían y bajaban hacia el piso
de arriba y el de abajo, Tony, Juan y el Viejo Pedro se escondían en la terraza
del edificio, subiendo con mucho cuidado por las escaleras.
Cuando la custodia se
retiró discretamente -a escasos 50 metros, uno de cada lado de la entrada del
edificio, sobre las dos esquina de la cuadra- el viejo fogoso, don Benito,
general-presidente, harto de su misión de último dictador, se sacaba los pantalones
y el saco y quedaba en calzoncillos en la pieza de Roberta, mientras esta, con
todo los cuidados del caso, abría la puerta para que entraran otra vez el
negro Tony, Juancito y el Viejo Pedro.
No vamos a decir que
don Benito no se sorprendió cuando irrumpieron los tres en la habitación,
manteniéndola a Roberta en una posición de supuesta rehén, mientras le
apuntaban con un par de pistolas y una PAM vieja y en desuso. Si se sorprendió,
o si se asustó, el general-presidente lo disimuló muy bien. O tal vez el
cansancio del cargo impuesto, o sus culpas de último genocida en la ardua tarea
de apagar las luces de la dictadura lo ayudaron.
Con cara apática e
impávido, don Benito se puso lentamente los pantalones mientra pronunciaba un
sonoro y marcial -Puedo?- y en su íntimo pensaba que le estaba
ocurriendo lo mismo que a Aramburu, pero con trece años de atraso.
El Viejo Pedro le
dijo que no había ninguna intención de ejecutarlo, aunque crímenes no le
faltaran en el prontuario, pero que se quedaría un par de días detenido, junto
con Roberta, que seguía en su papel de víctima para evitarle cualquier
sospechas sobre su complicidad con la acción que estaba sufriendo. Esto lo
animó al general a tratar de negociar:
-Miren, yo estoy
cansado de gobernar. Sé que Uds. están derrotados, pero van a terminar
ganándonos la paz. Yo voy a tener que renunciar y llamar a elecciones, más
tarde o más temprano. Les propongo ahorrarse tanto trabajo y riesgo- nadie
le había contado al dictador-presidente cuál era el plan, pero el viejo no era
tonto, y al verlo a Pedro Milesi vestido y maquillado a sua imagen y semejanza,
se imaginó que la idea era reemplazarlo y hacer alguna acción que acelerase la
vuelta a la democracia. Había acertado, y a Juan y al Negro Tony se le ocurrió una
variación en los planes.
9ª parte
-A las 11:10 de aquel
martes 12 de abril, exactamente, un comando de unos diez improvisados
combatientes, algunos de ellos que nunca habían tenido una mínima práctica
militar, ni participado siquiera en la periferia de las organizaciones armadas,
convergieron en el momento en que el general-presidente, don Benito bajaba a la
planta baja del edificio de Roberta, acompañado por la dueña del departamento y
custodiado por Juan, el Negro Tony y Laura, la azafata, que había subido quince
minutos antes- me cuenta Pedro Milesi.
¿Qué ocurrió entre el momento en que don Benito fue
sorprendido sin pantalones en la pieza de Roberta y la salida de todos hacia la
calle?
-Juan y el Negro Tony
entraron a la habitación apuntando sus armas y haciendo de cuenta que mantenían
rehén a Roberta. Don Benito, imaginándose un secuestro, pero notando el
asombroso parecido físico del Viejo Pedro con su propia figura, enseguida se
imaginó todo lo que el grupo planeaba, que era reemplazarlo, ocupar su lugar de
algún modo y com algún objetivo preciso. Solo no entendía para qué, con qué fin-
dice Roberta.
En pocos minutos, sin
embargo, don Benito, el general-presidente que ya estaba harto de gobernar bajo
presión doble -la de los militares, que le pedían milagros, y la que crecía en
la sociedad, exigiendo democracia- resolvió patear el tablero y correr de una
vez por todas el riesgo de lo que él sabía que iba a ser su destino. Era un
dictador, el último de un cuarteto de asesinos en una de las dictaduras más
criminales de la historia; y la democracia volvería tarde o temprano a
exigirles una rendición de cuentas: ¿dónde están los presos
políticos y sociales desaparecidos? Y tarde o temprano él y sus antecesores
irían a pagar con la cárcel todos sus crímenes. No servía de nada querer parar
el tiempo, pensó el general-presidente y tomó su decisión.
Pero en los tres o
cuatro minutos que demoró para explicar su propuesta, don Benito y Roberta se
olvidaron de algo simple, pero muy importante: bajar las persianas hasta la
mitad de la ventana para avisar a la custodia personal del general que estaba
todo bien y que podían subir a buscarlo sin problemas.
Lo que ocurrió entonces,
pocos minutos después, fue una escena digna de una película de ficción: los
militantes, activistas sindicales y barriales en su mayoria, junto con algunos
ex guerrilleros de un lado, y el duo de militares del ejército encargados de la
custodia del general-presidente, al que se había sumado un agente de la policía
federal, estaban en un círculo, unos apuntando sus armas hacia los otros. En
meio de todo, en el centro del círculo, nada menos que el presidente de facto,
último personero de la dictadura más feroz y letal que conoció el país, y un
par de militantes tratando de negociar.
-Yo tenía una PAM. El
compañero José Parrada -el Catalán- que había llegado en el primer coche
vestido de ejecutivo, estaba armado con una ametralladora Uzi alemana de 9
milímetros. Los otros, habíamos bajado todos con el general en un único
ascensor, después de haber llegado a un acuerdo. Al alcanzar la puerta del
edificio, estaciona en frente una patrulla del ejército de la que se bajan los
dos custodios del general-presidente y el de la federal- contaba el Negro
Tony, años más tarde.
-Apenas llegaron a la
puerta, notaron algo diferente al ver a su jefe con tres extraños y a Roberta
separada del general. Nosotros, estábamos alrededor del general-presidente, y
sus custodios y el agente recién llegados, alrededor nuestro. Era un cerco
dentro de otro cerco; pero todavía había otro, el de nuestros compañeros del
segundo auto, el de la contención – que estaban apuntando directo hacia el
cerco del cerco- agrega el Viejo Pedro.
Pasados algunos años,
Tony me contaba que había tenido tiempo de decirle en voz baja al general: -Mire
Don Benito, acá va a morir mucha gente. Sus hombres nos están cercando. Pero
nuestros compañeros ya los cercaron a ellos.
El general entonces
levantó la voz, dirigiéndose a sus custodios:
-¡No! bajen las armas! Son
colegas del GT de San Justo, gente del Comando de Organización. Trabajan para
nosotros-
cuenta Juan, todavía sin poder creer lo que vivió em aquel momento.
-Empezamos a
retroceder despacio, pero siempre apuntándoles nuestras armas; y ellos, los
militares y el policía federal hicieron exactamente igual- sigue Juan.
-El capitán Ledezma nos
va a compañar hasta la Casa Rosada- dijo don Benito Bignone, señalándolo al Negro
Tony, que estaba impecable en su uniforme de federal, me cuenta Pedro.
-Yo fui el último que
entró en el patrullero del ejército; los dos custodios en el asiento delantero
y yo me senté atrás, con el general– cuenta Tony, que dice que el
auto salió en disparada, seguido por el Peugeot y la camioneta roja de la
contención. A menos de diez metros, un segundo Ford Falcon del ejército que
nadie había visto hasta ese momento, se sumó de improviso, para cerrar la comitiva.
Cuando la extraña
caravana ya estaba por Leandro Além, a escasos trescientos metros de la Casa
Rosada, la camioneta roja y el Peugot se separaron bruscamente del grupo a la
altura del cruce con Sarmiento y salieron, una hacia la derecha, mientras el otro coche se
volvió en sentido contrario. El Ford Falcon con los tres militares optó por
perseguir a la camioneta, primero discretamente por las calles del centro, hasta que la
perdieron de vista. Minutos después, volvieron a encontrarla, pero al llegar al
cruce de las vías de Retiro, exactamente medio minuto antes del paso de una
locomotora, los militantes que habían dado apoyo a toda la operación aceleraron
y arrojaron dos granadas contra el vehículo de los militares, dándose el tiempo
suficiente para aumentar la distancia y poder huir en pocos minutos.
Continuará
Javier
Villanueva. São
Paulo, 22 de mayo de 1989.
Nenhum comentário:
Postar um comentário