Prefacio
Esto es un ensayo -ficticio, digamos-, de lo que no fue, pero pudo haber sido. Las historias nunca se terminan; rebrotan y se multiplican. Cuando asesinaron a Moreno y Dorrego, quizás creyeron que los pueblos escarmientan, pero no, surgieron los Facundo, los Chacho, los Felipe Varela, y seguirán naciendo quienes piensan y pensarán que es honroso morir luchando por la libertad.
Dedicado a los Montoneros que se fueron, y a los que están, y juntos soñamos una Argentina libre.
Después de prolongados tormentos fuimos trasladados, todos encapuchados, en algún avión jamás visto, pero ciertamente percibido.
El embarque estuvo colmado de palizas, algunos más que otros…y el viaje tuvo como música de fondo los gruñidos de los perros que mordían a infelices, previamente señalados, al efecto.
De vez en cuando, algún guardia gritaba “prepárense, en pocos minutos los tiramos al mar”. Como partíamos de una localidad mediterránea, supuse que era una mentira, pero podrían arrojarnos en algún páramo desértico, y, desde unos miles de metros de altitud, el impacto sería el mismo, y el tiempo de agonía similar. Después pensaba: “es un absurdo, para matarnos no tiene sentido hacerlo desde un avión, simplemente un garrotazo, o dos en la cabeza, y ni balas gastan”; así de vulnerables somos.
Por fin arribamos a destino; la guardia, vestida con guardapolvos blancos nos recibió a trompada limpia; algunos que sabían karate nos pateaban el pecho ó la espalda, hasta que a los tropezones nos fueron introduciendo en las celdas predeterminadas, de a dos.
Estábamos en una cárcel, ciertamente, pero más parecía un viejo castillo feudal que, sin conocerla (por cierto) asimilé con La Bastilla. Sus paredes, cubiertas de moho, eran paralelepípedos de granito gris, apilados prolijamente en un orden que supuse inexpugnable.
"De aquí no se sale”, pensé, “o, más precisamente, de aquí nadie sale vivo”. La puerta era de acero, tenía mirilla y pasa plato. El excusado era un agujero en el piso, con una descarga. Una canilla de hierro, soldada al caño; era la provisión de agua para bebida e higiene personal.
Dos infectos colchones eran nuestros lechos, sobre los que había dos frazadas de lana, nuevas, de color verde oliva, que tenían bordado en amarillo las palabras “ejército argentino”.
Mi compañero de celda era un estudiante de ingeniería electrónica, de Mendoza, que me dijo que era del FIP. “¿y por eso estás preso?”, le pregunté, “No”, repuso, “tenía un amigo montonero, que compartía conmigo una pieza de la pensión, y me acusaron de pertenecer a su célula; murió en la mesa de tortura”, concluyó. Y no quiso seguir hablando del tema, lo cual fue racional, porque yo tampoco tenía demasiados deseos de hablar de mí, con supinos desconocidos. La comida era un amasijo grasoso, pero, por supervivencia, la ingeríamos con delectación celestial. La celda tenía un ventanuco de ventilación, ubicado casi a tres metros de altura. Mi casual compañero era bajo y delgado, por lo que no había problemas en que suba a mis hombros y espíe el paisaje, y, donde sus ojos alcanzaban a ver, todo era mar y acantilados. ¿De qué color son los acantilados?, indagué, “gris claros”, dijo. ¿A qué altura estamos sobre el agua?...Analizó un poco, y precisó “Unos diez a doce metros”…"Todo es posible, mientras haya vida…”, pensé.
El único control que había, por parte de las guardias, era un recuento a primera hora de la mañana, por decir a las siete, dado que la carencia de relojes nos situaba en limbos inescrutables. El cubil medía 3,6 m. de profundidad por 2,4 m. de ancho. Sobre la pared de la entrada había una mesa de grueso chapón, firmemente adosada a la pared, de 0,7 x 0,5 m., apta para que pudiéramos comer sin estorbarnos, sentados en dos banquetas opuestas, de idéntico material. Teníamos, cada uno, un plato y un jarro de aluminio, más una cuchara de madera…por el momento, cualquier ideario de fuga, era impensado, sin las herramientas mínimas adecuadas.
El embarque estuvo colmado de palizas, algunos más que otros…y el viaje tuvo como música de fondo los gruñidos de los perros que mordían a infelices, previamente señalados, al efecto.
De vez en cuando, algún guardia gritaba “prepárense, en pocos minutos los tiramos al mar”. Como partíamos de una localidad mediterránea, supuse que era una mentira, pero podrían arrojarnos en algún páramo desértico, y, desde unos miles de metros de altitud, el impacto sería el mismo, y el tiempo de agonía similar. Después pensaba: “es un absurdo, para matarnos no tiene sentido hacerlo desde un avión, simplemente un garrotazo, o dos en la cabeza, y ni balas gastan”; así de vulnerables somos.
Por fin arribamos a destino; la guardia, vestida con guardapolvos blancos nos recibió a trompada limpia; algunos que sabían karate nos pateaban el pecho ó la espalda, hasta que a los tropezones nos fueron introduciendo en las celdas predeterminadas, de a dos.
Estábamos en una cárcel, ciertamente, pero más parecía un viejo castillo feudal que, sin conocerla (por cierto) asimilé con La Bastilla. Sus paredes, cubiertas de moho, eran paralelepípedos de granito gris, apilados prolijamente en un orden que supuse inexpugnable.
"De aquí no se sale”, pensé, “o, más precisamente, de aquí nadie sale vivo”. La puerta era de acero, tenía mirilla y pasa plato. El excusado era un agujero en el piso, con una descarga. Una canilla de hierro, soldada al caño; era la provisión de agua para bebida e higiene personal.
Dos infectos colchones eran nuestros lechos, sobre los que había dos frazadas de lana, nuevas, de color verde oliva, que tenían bordado en amarillo las palabras “ejército argentino”.
Mi compañero de celda era un estudiante de ingeniería electrónica, de Mendoza, que me dijo que era del FIP. “¿y por eso estás preso?”, le pregunté, “No”, repuso, “tenía un amigo montonero, que compartía conmigo una pieza de la pensión, y me acusaron de pertenecer a su célula; murió en la mesa de tortura”, concluyó. Y no quiso seguir hablando del tema, lo cual fue racional, porque yo tampoco tenía demasiados deseos de hablar de mí, con supinos desconocidos. La comida era un amasijo grasoso, pero, por supervivencia, la ingeríamos con delectación celestial. La celda tenía un ventanuco de ventilación, ubicado casi a tres metros de altura. Mi casual compañero era bajo y delgado, por lo que no había problemas en que suba a mis hombros y espíe el paisaje, y, donde sus ojos alcanzaban a ver, todo era mar y acantilados. ¿De qué color son los acantilados?, indagué, “gris claros”, dijo. ¿A qué altura estamos sobre el agua?...Analizó un poco, y precisó “Unos diez a doce metros”…"Todo es posible, mientras haya vida…”, pensé.
El único control que había, por parte de las guardias, era un recuento a primera hora de la mañana, por decir a las siete, dado que la carencia de relojes nos situaba en limbos inescrutables. El cubil medía 3,6 m. de profundidad por 2,4 m. de ancho. Sobre la pared de la entrada había una mesa de grueso chapón, firmemente adosada a la pared, de 0,7 x 0,5 m., apta para que pudiéramos comer sin estorbarnos, sentados en dos banquetas opuestas, de idéntico material. Teníamos, cada uno, un plato y un jarro de aluminio, más una cuchara de madera…por el momento, cualquier ideario de fuga, era impensado, sin las herramientas mínimas adecuadas.
El plan fue minucioso, como toda acción bélica era, no más, que una condigna revancha. Habían ejecutado, sin más trámite, a quince compañeros (entre ellos un CN) en una imprenta clandestina que, hacía más de tres años, utilizábamos para la edición de nuestra revista. En su sótano guardábamos un arsenal, de considerable magnitud. Nuestras pérdidas, humanas y materiales, las consideramos demasiado valiosas, para que queden impunes. Luego de un debate pormenorizado de blancos posibles, la propuesta de volar el ministerio de defensa, nos pareció la más adecuada. Lógico, era materialmente imposible colapsar todo el edificio, pero, un somero cálculo, con unos doscientos kilogramos de explosivo plástico, un piso completo quedaría reducido a escombro…y, de acuerdo al funcionamiento interno, el cuarto fue el elegido. Allí estaba la escuela superior de guerra, y oficinas de altos mandos, de coronel, para arriba. Ingresar al edificio, sin bien factible, no lo era portando un explosivo de tal magnitud. No cabía otra posibilidad que un cohete autopropulsado…Las tareas de inteligencia fueron, ciertamente, prolongadas. Debía detectarse algún edificio, y, en éste, con alguna ventana que brinde posibilidad de disparo eficiente, en un rango superior al 80%. No debía ser una oficina, cuya captura implicaba trastornar la vida de algún grupo civil, al punto que sus familiares denuncien su desaparición, y quede en evidencia la maniobra. Al fin, luego de mucho bregar, una vivienda fue la elegida, y, afortunadamente, la habitaban, solamente, un matrimonio de jubilados.
Disponíamos de un telémetro-clinómetro de precisión, donado por militantes argelinos, procedente de una oportuna confiscación al ejército francés. Con esta joya óptica, el cálculo de la trayectoria del caño-volador, fue de una calidad más que aceptable. Nuestros físicos e ingenieros electrónicos tuvieron a su cargo el pormenorizado diseño del arma…Ésta tendría casi tres metros de longitud, dieciocho centímetros de diámetro, y estaría impulsada por alcohol sólido. Tendría, por seguridad, dos detonadores en paralelo, uno sería un timmer convencional, y el otro por derrame de mercurio, en el impacto. Su capacidad teórica destructiva triplicaba el mínimo indispensable. Constaría de diez módulos de 0,3 m cada uno. Estaría pintado de negro, lo llamaríamos “El Halcón Negro”.
Disponíamos de un telémetro-clinómetro de precisión, donado por militantes argelinos, procedente de una oportuna confiscación al ejército francés. Con esta joya óptica, el cálculo de la trayectoria del caño-volador, fue de una calidad más que aceptable. Nuestros físicos e ingenieros electrónicos tuvieron a su cargo el pormenorizado diseño del arma…Ésta tendría casi tres metros de longitud, dieciocho centímetros de diámetro, y estaría impulsada por alcohol sólido. Tendría, por seguridad, dos detonadores en paralelo, uno sería un timmer convencional, y el otro por derrame de mercurio, en el impacto. Su capacidad teórica destructiva triplicaba el mínimo indispensable. Constaría de diez módulos de 0,3 m cada uno. Estaría pintado de negro, lo llamaríamos “El Halcón Negro”.
Las dimensiones de nuestra celda nos permitían caminatas, para mantener en buena forma el estado físico, descargar endorfinas, y generar desgastes que nos faciliten el sueño. No obstante, como corroboramos, debimos interrumpirlas, porque comenzamos a adelgazar, evidenciando la muy reducida realidad nutricia de nuestros alimentos. A pesar de interrumpir la gimnasia cotidiana, seguimos perdiendo peso y masa muscular, por mediciones de diámetros de cintura, brazos y piernas con un hilo de coser, extraído de la vestimenta. Es sencillo, afirmó mi compañero, nos están matando de a poco. La pérdida de defensas orgánicas se hizo sentir, y mi partenaire contrajo una gripe aguda. Avisé a la guardia, pidiendo médico…el cancerbero se burló de mi, en forma grotesca, pero al rato me trajo una tira de dipirona…era una noche fría, y la humedad del mar nos calaba los huesos. Lo abrigué con todas las frazadas, bajo riesgo de seguir sus pasos, y en dos días se repuso…Alguien se apiadó de él, abrieron el pasa platos, lo hicieron desnudar, y “algo”, que semejaba un facultativo lo observó, y en tono risueño, comentó: “flaco, decididamente, te lleva el viento”. Y la comida mejoró…seguramente no eran órdenes “superiores” matarnos de hambre, sino mera corruptela de algún directivo del establecimiento…Debíamos estar fuera de todo, y de todos. No recibíamos correspondencia, ni se nos proveía lectura de ninguna índole. Mojando los panes duros que nos proveían, hicimos juegos de ajedrez, que las requisas mensuales tiraban, y los volvíamos a modelar…hasta que nos cansamos, el pan era poco, y la necesidad tiene cara de oportunista.
Decidimos que era preferible intentar huir, o morir en el intento, a esta gradualidad en el deterioro que, seguramente nos enajenaría, mentalmente, aún antes que la cierta minusvalía física. La puerta del infierno jamás se abría, las paredes eran impracticables, por lo que deducimos que el piso era el único punto vulnerable, dentro de la imposibilidad de los posibles. Y algún dios, si existe, se apiada de los insensatos. Decidimos “esponjar” a mano la lana apelmazada de los colchones, y escarbándola descubrimos, cuidadosamente acolchadas, dos herramientas: una punta de una pulgada de diámetro por diez de largo, y una gruesa planchuela, de similares dimensiones. Inferimos que eran herramientas para un plan de fuga, de anteriores presidiarios del infierno. Seguramente condenados a trabajos forzados, en alguna cantera de granito, de donde se extrajo el material requerido para la construcción del establecimiento. Las guardamos tal como estaban, con la esperanza de que seguirían soportando tantas requisas como fueran necesarias, porque, al estar en estado de aislamiento total, nada podríamos ingresar en el críptico encierro.
Decidimos que era preferible intentar huir, o morir en el intento, a esta gradualidad en el deterioro que, seguramente nos enajenaría, mentalmente, aún antes que la cierta minusvalía física. La puerta del infierno jamás se abría, las paredes eran impracticables, por lo que deducimos que el piso era el único punto vulnerable, dentro de la imposibilidad de los posibles. Y algún dios, si existe, se apiada de los insensatos. Decidimos “esponjar” a mano la lana apelmazada de los colchones, y escarbándola descubrimos, cuidadosamente acolchadas, dos herramientas: una punta de una pulgada de diámetro por diez de largo, y una gruesa planchuela, de similares dimensiones. Inferimos que eran herramientas para un plan de fuga, de anteriores presidiarios del infierno. Seguramente condenados a trabajos forzados, en alguna cantera de granito, de donde se extrajo el material requerido para la construcción del establecimiento. Las guardamos tal como estaban, con la esperanza de que seguirían soportando tantas requisas como fueran necesarias, porque, al estar en estado de aislamiento total, nada podríamos ingresar en el críptico encierro.
La operación no era, por nada sencilla, primero debimos construir el cohete, seleccionando materiales de altísima resistencia y reducida densidad, para minimizar su peso. Debía ser de duraluminio, torneado a partir de un cilindro macizo, hasta dejarlo como tubos de 12 mm. de espesor. Una labor de órdago, primero conseguir el metal, de un costo excesivo, por su utilización restringida a piezas “especiales”. Luego adquirirlo con excusas solventes para poder “conformar” la eventual curiosidad del proveedor. De allí llevarlo a un tornero, sólo para que lo troce, en diez segmentos de 0,3 m c/u. Luego repartirlo en otras tantas tornerías para el socavado: Las aletas fueron un capítulo aparte, del mismo material, en una plancha de 10 cm. de espesor, debieron ser recortadas, pulidas en degradé y soldadas en los tramos. Su distribución era tal que el proyectil giraría sobre si mismo, a fin de evitar sobrevuelos ó caídas, y garantice arribar a velocidades superiores a los 5.000 Km/h. El motor era una turbina de bronce fosforoso, impulsada en la presión de vapor generada por la volatilización de un combustible sólido, en una etapa, y la combustión del gas, en la ulterior. En síntesis, una muy sofisticada “cañita voladora”. En la construcción y diseño del aparato intervinieron diez especialistas. Otros tantos se ocuparon de hacer el seguimiento en tornerías y herrerías, de todas y cada una de las piezas, de precisión, del sistema. La punta, una exquisitez, un cono aguzado de 0,6 m. de largo, en dos tramos de igual tamaño. Todo ensamblado con rosca bayoneta, y asegurado con tornillos. Casi veinticinco compañeros se ocuparon de la logística, entre tantas la exacta distancia con telémetro entre la pared del edificio y la ventana del blanco, y la determinación precisa del ángulo de vuelo. Se hizo molde de parafina de la llave de ingreso al edificio.
Debía tomarse, complementariamente al departamento seleccionado, para el disparo, a la portería, puesto que el afluir de tanta gente, despertaría lógicas sospechas. Funcionando con precisión milimétrica, el trabajo demandaría 18 horas…estimamos 20 para darle un soportable margen de error. Llegó el día señalado, sin dificultad reducimos al portero, un gallego jubilado que tomó las cosas con calma, garantizamos su absoluta seguridad, en tanto medie debida colaboración, amén de una generosa retribución. Colocó un cartel en el hall de entrada, que versaba “el portero fue al médico”. El departamento del “lanzamiento” nos facilitó el ingreso con nuestros disfraces de empleados de la empresa de telecomunicaciones. Uno de los cumpas que copó el objetivo era cardiólogo, y procuramos, por todos los medios, no atemorizar a los ancianos, casi octogenarios. Luego de alguna agitación se sosegaron, facilitado por la generosa suma que le proveímos, en forma anticipada. Con rapidez armamos la plataforma de lanzamiento, un bastidor de ángulos de hierro, totalmente abulonado. Y el cohete fue tomando forma. Por la debida práctica previa, todo fue saliendo a pedir de boca…El 22 de agosto, a las 11.30 el Halcón Negro realizó su vuelo vengador…y fue un blanco perfecto. La información oficial mencionó 75 muertes, donde sobre preciaron (cual es su costumbre) el número de mujeres. Nuestras estimaciones rondaban las 200 bajas efectivas, un 35% de personal jerárquico. No obstante que preservamos nuestra identidad, con pasamontañas, las facciones de dos cumpas habían sido, inevitablemente, vistas por el portero. Y la inteligencia logró un identikit que se difundió en todas las fuerzas “del orden”
Debía tomarse, complementariamente al departamento seleccionado, para el disparo, a la portería, puesto que el afluir de tanta gente, despertaría lógicas sospechas. Funcionando con precisión milimétrica, el trabajo demandaría 18 horas…estimamos 20 para darle un soportable margen de error. Llegó el día señalado, sin dificultad reducimos al portero, un gallego jubilado que tomó las cosas con calma, garantizamos su absoluta seguridad, en tanto medie debida colaboración, amén de una generosa retribución. Colocó un cartel en el hall de entrada, que versaba “el portero fue al médico”. El departamento del “lanzamiento” nos facilitó el ingreso con nuestros disfraces de empleados de la empresa de telecomunicaciones. Uno de los cumpas que copó el objetivo era cardiólogo, y procuramos, por todos los medios, no atemorizar a los ancianos, casi octogenarios. Luego de alguna agitación se sosegaron, facilitado por la generosa suma que le proveímos, en forma anticipada. Con rapidez armamos la plataforma de lanzamiento, un bastidor de ángulos de hierro, totalmente abulonado. Y el cohete fue tomando forma. Por la debida práctica previa, todo fue saliendo a pedir de boca…El 22 de agosto, a las 11.30 el Halcón Negro realizó su vuelo vengador…y fue un blanco perfecto. La información oficial mencionó 75 muertes, donde sobre preciaron (cual es su costumbre) el número de mujeres. Nuestras estimaciones rondaban las 200 bajas efectivas, un 35% de personal jerárquico. No obstante que preservamos nuestra identidad, con pasamontañas, las facciones de dos cumpas habían sido, inevitablemente, vistas por el portero. Y la inteligencia logró un identikit que se difundió en todas las fuerzas “del orden”
El hallazgo de las “herramientas” nos sobre-excitó. Esa noche no pudimos dormir, de tanto conciliábulo…De una desesperanza total viramos a una rendija, hacia un túnel que, eventualmente, nos llevaría al sueño de la libertad. Dedujimos que, quizás, los anteriores pobladores de la celda, pudieron haber hecho labores previas, en su intento, porque las herramientas se veían con notable desgaste. Lo cierto es que, no lograron su objetivo, puesto que los fierros seguían encanutados en los colchones. Era obvio que, de haber arribado a su cometido, habrían dejado la obra visible, y los artificios hubieran sido decomisados. Mi compañero, proclive a perfiles depresivos (potenciados por torturas y encierros) supuso que quizás, en la vía de escape, hallaron obstáculos insalvables, que frustraron, en definitiva, el plan de fuga…citando las veces que los túneles de los condenados, terminan a la luz, en medio de la oficina del alcaide de la cárcel. Yo mantuve mi perfil de iluso soñador, y le repuse que cabían otras posibilidades:- que hubieran sido liberados. – que hayan muerto, víctimas de enfermedades ó de las golpizas cotidianas. – que hayan sido trasladados…Lo cierto es que una herramienta era de rotura-excavado (la punta) y la otra de palanca (la planchuela). Y comenzamos a observar las losas graníticas del piso. Eran de 0,6 x0,6 m. …entraban seis a lo largo y cuatro a lo ancho del cubil. Debemos examinar en detalle todas las juntas, dije, pero…con la luz del día…ahora, mejor durmamos, compañero. Está bien, repuso, pero, en el mejor de los casos, salir al exterior no garantiza nada…con el pelo y barba de tres años, andrajosos, con cientos de milicos tras nuestros pasos…nuestras vidas no valdrán nada…Es cierto, amigazo, las posibilidades son mínimas, pero existen, en todo caso si la alternativa es morir libres…no está mal. Por la mañana, con total minuciosidad, fuimos relevando la totalidad de las juntas de las veinticuatro losas…hasta que…en un rincón distal de la entrada, vinos que una junta, en un tramo central de diez centímetros, tenía un engrosamiento de un centímetro, donde la ranura estaba mimetizada con una argamasa ligada con miga de pan, oscurecida con polvo de roca. Las horas se hicieron interminables, hasta la noche. Apenas cayó el sol raspamos la argamasa, evidenciando que la losa tenía un espesor de seis centímetros…Calculé el peso por la densidad del granito (2,7 kilogramos por litro) y daba cincuenta y ocho kilogramos. Nuestra herramienta de palanca, la planchuela, medía sólo 25 cm., por lo que potenciaba al mínimo el esfuerzo. Le dije a mi cumpa, mirá, debemos levantar veintinueve kilos cada uno, con la yema de los dedos…es la única forma. No hay método posible para medir el tiempo…pero fue una larga agonía. Hasta la última fibra de nuestros cuerpos se empeñó en izar la pequeña mole cuarzo-feldespática. Milímetro a milímetro la extrajimos, y con suma precaución la deslizamos, sin hacer el menor ruido. Tanteamos, descubriendo que había una rebaba de cinco centímetros por todo el perímetro de la losa (para su apoyo) y luego…aire…un túnel.
Un cumpa para en una policía caminera, el cana lo reconoce…el afiche con el identikit estaba sembrado por todo el país…lo deja seguir, sin más trámite, y da el alerta con el handy…A los pocos kilómetros es rodeado por cuatro camionetas del ejército, colmadas de soldados. Se tira a la banquina, rueda varios metros sobre si mismo… Empuña la Browning…Y comienza la balacera. “Lo quiero vivo, dice el oficial al mando…si algún boludo lo mata, le corto el cogote…”. Hiere a dos, y una bala, inevitable, le atraviesa el hombro, destrozándole la clavícula…el dolor lo desmaya, y se lo llevan. Intervenido por cirujanos de excelencia, le salvan la vida, y aún convaleciente, lo llevan a la tortura. Despierta de la anestesia, y se encuentra, desnudo, estaqueado en una cama metálica…y piensa…Entre operación y demás, han perdido diez horas, debo aguantar otro tanto…y zafamos. Está despierto, dice el médico de los verdugos, al advertir su cambio de ritmo respiratorio…pueden comenzar. Y funcionaron los códigos. El joven sabía que, si a las veinticuatro horas de apresado no realizaba su llamada telefónica, la red se alerta, los pájaros se encapsulan…Pero, humanos, al fin, errores se cometen. Cuando habló, mencionó cuanto sabía de sus compañeros de célula, uno de ellos desconocido, “alias” Matute, que zafó. El otro compartió buena parte de su vida, era un amigo, sabía su nombre, domicilio y fue inevitable su detención. La resistencia a la tortura tiene sus límites tangibles...él había cumplido su rol en la organización, era un simple militante…Los militares querían saber más y más, demasiado más de lo que, realmente, sabía, y la impotencia es su peor limitante…le terminaron reventando el corazón, de tanto alto voltaje aplicado. Su amigo cambió de provincia, se mimetizó como pudo, tiñó sus cabellos, se afeitó el bigote, y se guardó hasta el límite de sus posibilidades, empero, cuando conocen tu nombre, y tu cara, se hace más sencilla la captura…No aguantó sin fumar…sólo caminó cinco cuadras, buscando un kiosco, en ese conurbano desconocido…Y fue atrapado por una pinza casual del ejército…sin poder disparar un solo tiro.
La exitosa operación “El Halcón Negro” fue difundida a todo el planeta, con las veinte fotos de precisión sacadas desde su lanzamiento hasta impactar el objetivo. La CN difundió documentos “secretos”, y otros no tanto, acerca de detalles de la tarea, entre ellos el costo del proyectil que rondó el millón de dólares. Los técnicos estaban exultantes, afirmando uno de ellos que “después de esto, ya nos contratan en la NASA…”
Cincuenta centímetros, por la diagonal, unos pocos más, lo justo para poder descender en la oscuridad. Apoyé las manos en los bordes y fui, lentamente, soltando el cuerpo. Toqué fondo, más ó menos al metro de profundidad y el pasadizo se ensanchó. Entonces pude flexionar las piernas, y agacharme. Palpé con las manos mi entorno, hasta que introduje mi mano por un hueco, por el que accedí a un túnel que, sin dificultad, facilitaba mi cómodo traslado, sobre manos y rodillas. Avisé a mi cumpa: “vamos, bajá, seguime, todo está bien…” y recorrimos la vía de escape.
Era un zigzagueo permanente, un metro horizontal, otro hacia abajo. A los cuatro metros percibí una corriente de aire, hacia mi izquierda (¿hacia fuera?). Era un ducto horizontal de unos diez centímetros de diámetro que horadaba una junta entre dos bloques graníticos, de la firme pared de la prisión…y mi mano tocó el exterior, y fue libre, unos instantes, al frío viento de la noche…Esa indudable ventilación del túnel reponía el aire, al momento de destapar la losa del piso de la celda. Seguramente la horadación del granito, por su notable dureza, insumió a los predecesores varios meses de esforzada, lenta y tediosa labor. Proseguimos sin dificultad hasta cubrir ocho metros horizontales y otros tantos verticales. Y todo terminaba allí. Arranqué con la punta una esquirla de la roca, y avisé a mi cumpa “todo termina aquí…peguemos la vuelta”. Nuevamente, en la celda, analizamos la situación.
Concluimos que nuestros gentiles antepasados no concretaron la fuga, por esta vía. Lo cierto es que uno de los moradores debía trabajar en un taller de herrería de la cárcel, porque sólo para hacer el respiradero, debieron gastar varias puntas de acero. Se nos planteó qué hacer con la loza…si debíamos alzarla cada vez que ingresemos…o la podíamos dejar tapada con un colchón, con franca vulnerabilidad en caso de requisa. Optamos por la primera alternativa, más esforzada, pero de mayor seguridad global. “La destapada de la loza, y la excavación en roca, serán parte del calvario nuestro de cada día”…aseveró mi cumpa, con su consabido optimismo. Dejamos todo tal cual estaba…y nos fuimos a dormir, y soñé que era libre, en alguna ciudad de algún país, de algún mundo, no depredado por militares genocidas.
Era un zigzagueo permanente, un metro horizontal, otro hacia abajo. A los cuatro metros percibí una corriente de aire, hacia mi izquierda (¿hacia fuera?). Era un ducto horizontal de unos diez centímetros de diámetro que horadaba una junta entre dos bloques graníticos, de la firme pared de la prisión…y mi mano tocó el exterior, y fue libre, unos instantes, al frío viento de la noche…Esa indudable ventilación del túnel reponía el aire, al momento de destapar la losa del piso de la celda. Seguramente la horadación del granito, por su notable dureza, insumió a los predecesores varios meses de esforzada, lenta y tediosa labor. Proseguimos sin dificultad hasta cubrir ocho metros horizontales y otros tantos verticales. Y todo terminaba allí. Arranqué con la punta una esquirla de la roca, y avisé a mi cumpa “todo termina aquí…peguemos la vuelta”. Nuevamente, en la celda, analizamos la situación.
Concluimos que nuestros gentiles antepasados no concretaron la fuga, por esta vía. Lo cierto es que uno de los moradores debía trabajar en un taller de herrería de la cárcel, porque sólo para hacer el respiradero, debieron gastar varias puntas de acero. Se nos planteó qué hacer con la loza…si debíamos alzarla cada vez que ingresemos…o la podíamos dejar tapada con un colchón, con franca vulnerabilidad en caso de requisa. Optamos por la primera alternativa, más esforzada, pero de mayor seguridad global. “La destapada de la loza, y la excavación en roca, serán parte del calvario nuestro de cada día”…aseveró mi cumpa, con su consabido optimismo. Dejamos todo tal cual estaba…y nos fuimos a dormir, y soñé que era libre, en alguna ciudad de algún país, de algún mundo, no depredado por militares genocidas.
Para los militares fue un “problema de honor” nuestra captura. El cumpa recién apresado valía, para ellos, lo que pesaba, en oro…no debían, bajo ningún aspecto, matarlo…ni antes, ni después de arrancarle su confesión.
Fue salvajemente torturado, con dos médicos de cabecera, que vigilaban, en forma constante, sus signos vitales. Los entretuvo dos días con pistas falsas, se bancó las represalias, quizás, intuyendo que, por el momento, no era espectable su muerte…Luego contó lo que sabía, que no fue demasiado, sólo fue operador logístico, un cuadro intermedio, en la escala…en la volteada, caí yo, y no sé cuántos más…pero el tenor de los interrogatorios me tranquilizó…nadie sabía demasiado, y los milicos tenían un enquilombizado rompecabezas, para armar. Supuse que no fuimos tantos los capturados…Estuvimos en calabozos individuales, los últimos poco más de seis meses, los primeros, quizás, unos tres meses más. Nos alojaron dejando una celda vacía entre nosotros, imposibilitando comunicación Morse, y nos permitieron tener una Biblia.
Trabé una cierta amistad con el guardia, y obtuve muy pequeños beneficios…una vez me prestó un diario (La Voz del Interior) y me enteré que estábamos en algún lugar de la provincia de Córdoba. La comida era, más que razonablemente buena. No nos permitían hacer ejercicios...y engordé. Después comprendí, un día entraron en mi celda dos cronistas extranjeros, me sacaron fotos leyendo la biblia y fumando; supuse que el artículo versaría sobre las condiciones humanitarias de alojamiento de los terroristas.
Fue salvajemente torturado, con dos médicos de cabecera, que vigilaban, en forma constante, sus signos vitales. Los entretuvo dos días con pistas falsas, se bancó las represalias, quizás, intuyendo que, por el momento, no era espectable su muerte…Luego contó lo que sabía, que no fue demasiado, sólo fue operador logístico, un cuadro intermedio, en la escala…en la volteada, caí yo, y no sé cuántos más…pero el tenor de los interrogatorios me tranquilizó…nadie sabía demasiado, y los milicos tenían un enquilombizado rompecabezas, para armar. Supuse que no fuimos tantos los capturados…Estuvimos en calabozos individuales, los últimos poco más de seis meses, los primeros, quizás, unos tres meses más. Nos alojaron dejando una celda vacía entre nosotros, imposibilitando comunicación Morse, y nos permitieron tener una Biblia.
Trabé una cierta amistad con el guardia, y obtuve muy pequeños beneficios…una vez me prestó un diario (La Voz del Interior) y me enteré que estábamos en algún lugar de la provincia de Córdoba. La comida era, más que razonablemente buena. No nos permitían hacer ejercicios...y engordé. Después comprendí, un día entraron en mi celda dos cronistas extranjeros, me sacaron fotos leyendo la biblia y fumando; supuse que el artículo versaría sobre las condiciones humanitarias de alojamiento de los terroristas.
Por la mañana investigué la esquirla de roca obtenida al final del túnel…era gris blanquecina, de grano grueso, cuarzosa, con cemento calcáreo, bien litificada. Le informé a mi compañero que era semidura y trabajable, aunque algo proclive a desgastar le herramienta. Como nos faltaban menos de cuatro metros de profundización, estimé que, aún perdiendo longitud, la punta aguantaría. En cuanto al tiempo que se requeriría, debíamos trabajar una semana, y recién tentar un cálculo.
Avanzamos algo más de un metro, y pudimos fijar el plazo de nuestra huída, en poco más de dos meses. Pero los acontecimientos, se precipitaron, y antes de un mes nos abrimos paso a una voluminosa caverna, que supuse haría de alcantarilla al penal. El agua de mar circulaba, estimamos, dos metros más abajo, con inusual alboroto. Le expliqué al cumpa que, probablemente, el agua ingrese, a favor de las mareas, por un nivel superior, y salga a borbollones por gravedad, manteniendo siempre limpio el sistema cloacal. Bueno, hermano, nos zambullimos y nos vamos a la remierda, le digo. Hay algún problema, contesta, puede haber rocas abajo…Si claro, respondo, es parte del riesgo. Mi otro problema, alega, es que no sé nadar…aclara, y me empuja al vacío…Y caí en una masa helada, negra y tumultuosa. Me puse a flote, unos pocos segundos, hasta que el conducto se enangostó, en forma repentina, obligándome a llenar los pulmones, sumergirme y nadar…con la última y desesperada pulsión de vida. Las filosas aristas de roca me flagelaban por doquier, cabeza, brazos, flancos y piernas sufrían parejo, y mis pulmones hervían, como una caldera a punto de estallar. Y, repentinamente, se termina el túnel, y puedo nadar hacia la superficie, y ver todas las estrellas de mi primera noche en libertad.
Avanzamos algo más de un metro, y pudimos fijar el plazo de nuestra huída, en poco más de dos meses. Pero los acontecimientos, se precipitaron, y antes de un mes nos abrimos paso a una voluminosa caverna, que supuse haría de alcantarilla al penal. El agua de mar circulaba, estimamos, dos metros más abajo, con inusual alboroto. Le expliqué al cumpa que, probablemente, el agua ingrese, a favor de las mareas, por un nivel superior, y salga a borbollones por gravedad, manteniendo siempre limpio el sistema cloacal. Bueno, hermano, nos zambullimos y nos vamos a la remierda, le digo. Hay algún problema, contesta, puede haber rocas abajo…Si claro, respondo, es parte del riesgo. Mi otro problema, alega, es que no sé nadar…aclara, y me empuja al vacío…Y caí en una masa helada, negra y tumultuosa. Me puse a flote, unos pocos segundos, hasta que el conducto se enangostó, en forma repentina, obligándome a llenar los pulmones, sumergirme y nadar…con la última y desesperada pulsión de vida. Las filosas aristas de roca me flagelaban por doquier, cabeza, brazos, flancos y piernas sufrían parejo, y mis pulmones hervían, como una caldera a punto de estallar. Y, repentinamente, se termina el túnel, y puedo nadar hacia la superficie, y ver todas las estrellas de mi primera noche en libertad.
Hacía una semana que me daban un paquete de cigarros por día, y me dijeron que pida un libro que me gustaría leer; solicité “El extranjero” de Albert Camus, y, prontamente, me lo entregaron. Una noche me trajeron de cena pollo al horno, con papas, y una gaseosa. Y le pregunté al guardia “¿llegó la hora?”. Si, me dijo, mañana los trasladan. “¿Cuantos somos?”…Todos, dijo, los diecisiete…”. Bueno, entonces, no seas guacho, y tráeme un vino” y cumplieron mi último deseo. Apenas probé la cena, no me pasaba por la garganta…pero bebí el vino, lentamente, mientras fumaba, y pensaba.
Sólo diecisiete…quizás cinco caídos en la tortura, y otros tantos que se volaron la cabeza, o masticaron la pastilla de cianuro, para no caer presos. Apenas apresaron a la mitad; siempre quedarían algunos que hagan volar otro “Halcón Negro”, en nombre nuestro…y me dormí. Antes del amanecer vinieron a buscarme, me esposaron las manos a la espalda y me pusieron grilletes en los tobillos con una cadena fina que, en honor a la verdad, no dificultaba demasiado la caminata…Nos formaron, en fila, en el patio, algunos sonreían, otros guiñaron el ojo…la mayoría, bien conocidos.
Uno gritó: ¡Montoneros, patria o muerte!... ¡Patria o muerte!...contestamos a coro. Y escuché los motores de los camiones, más allá del portón de entrada…y recordé haber soñado toda la noche…con mi fuga de un penal patagónico…o quizás éste era el sueño, mientras en realidad nadaba, eufórico…hacia la libertad…hacia la vida.
Autor:
Guillermo Amilcar Vergara
Sólo diecisiete…quizás cinco caídos en la tortura, y otros tantos que se volaron la cabeza, o masticaron la pastilla de cianuro, para no caer presos. Apenas apresaron a la mitad; siempre quedarían algunos que hagan volar otro “Halcón Negro”, en nombre nuestro…y me dormí. Antes del amanecer vinieron a buscarme, me esposaron las manos a la espalda y me pusieron grilletes en los tobillos con una cadena fina que, en honor a la verdad, no dificultaba demasiado la caminata…Nos formaron, en fila, en el patio, algunos sonreían, otros guiñaron el ojo…la mayoría, bien conocidos.
Uno gritó: ¡Montoneros, patria o muerte!... ¡Patria o muerte!...contestamos a coro. Y escuché los motores de los camiones, más allá del portón de entrada…y recordé haber soñado toda la noche…con mi fuga de un penal patagónico…o quizás éste era el sueño, mientras en realidad nadaba, eufórico…hacia la libertad…hacia la vida.
Autor:
Guillermo Amilcar Vergara
¡Hola!
ResponderExcluirPerdóname por escribir sobre otra cosa que no su texto.
Mi nombre es Rubem Leite, soy escritor brasileño y estoy me pos graduando en “ensino da língua española”. Vivo en Ipatinga (Minas Gerais, Brasil), tengo un blog literario llamado aRTISTA aRTEIRO.
Pero, lo que deseo hablarte es que pienso en hacer una monografía sobre literatura brasileña traducida para la lengua española.
Y no le siendo muy fastidioso me encantaría tener ayuda suya. ¿Puede indicarme libros o textos hispanohablantes que hablan sobre literatura brasileña? Libros académicos, libros escolares o introducción de algún libro literario tratando de ese asunto me sería utilísimo.
Me email es arterubemleite@gmail.com
¡Muchas gracias!