quinta-feira, 8 de setembro de 2016

Insurrección en Dublin

La insurrección en Dublín - James Stephens


La insurrección en Dublín 
James Stephens
Ediciones Godot ©

Un diario al margen de la revolución
Prólogo de Matías Battistón


La escena es famosa y confusa. 
El historiador irlandés Fearghal McGarry la reconstruye así: al mediodía del 24 de abril de 1916, lunes de pascua, treinta miembros del Ejército Ciudadano Irlandés se dirigen al Castillo de Dublín, el complejo de edificios donde late el centro administrativo y simbólico del gobierno británico.

Están pertrechados con revólveres, rifles, escopetas. Alguna que otra pista les indica que la gente en la calle no los termina de tomar en serio. “Tira corchos”, les gritan cada tanto. 

Cuando llegan a la entrada al castillo, la reacción de James O’Brien, oficial veterano de la fuerza metropolitana de policía, no es muy distinta. Desarmado, solo, impasible, O’Brien extiende el brazo para bloquearles el ingreso. Es ahí cuando Matías Battistón Seán Connolly –conocido actor amateur, joven padre de familia, empleado público a la vuelta de la esquina del Castillo, en el City Hall– levanta su rifle y le descerraja un tiro en la cabeza. 

O’Brien, la primera víctima del levantamiento, sigue de pie por algunos segundos antes de desplomarse al suelo. Los demás rebeldes, azorados, vacilan y entran corriendo al patio del predio. A los tiros, revientan los vidrios de una sala cercana –donde seis guardias rodeaban tranquilos una cacerola de guiso lento–, arrojan una bomba casera que al final nunca estalla, y no tardan en reducir a los soldados y maniatarlos con sus propias polainas reglamentarias. 

A pocos metros de distancia, Ivon Price, jefe de inteligencia del ejército británico, está reunido con el Subsecretario de Irlanda, Sir Matthew Nathan, y el Secretario de la Oficina de Correos, Arthur Norway, para discutir el desarme y la supresión del Ejército Voluntario Irlandés, aparentemente al borde de la sublevación. “¡Ya empezaron!”, advierte Price de inmediato al oír los disparos. Sin pensárselo dos veces, saca su revólver y se abalanza al patio central del predio, donde comienza a tirar contra los intrusos. 

Lo más probable es que Price fuera el único oficial armado de todo el complejo. Hasta el día de hoy, nadie sabe muy bien cómo es posible que los rebeldes no hayan podido tomar el Castillo. “No podría haberles resultado más fácil”, comentaría Price más tarde. El periódico The Irish Times atribuyó el hecho a los reflejos rápidos de uno de los guardias, que habría logrado cerrar el portón justo a tiempo.

Un empleado postal Un diario al margen de la revolución que vio lo sucedido afirmó que los rebeldes parecían haberse asustado por un portazo, que confundieron con un disparo. Helena Molony, una de las dos mujeres que participaron del asedio, admitió que muchos de los hombres ni siquiera se decidían a entrar. Característicamente, estaban más seguros de la importancia de lo que hacían que de lo que estaban haciendo. 

Podría decirse que, de algún modo, la confusión, la violencia y la falta de previsión de ese primer ataque encapsulan todo el alzamiento. En retrospectiva, la morosidad del gobierno británico para poner fin a las actividades de los Voluntarios Irlandeses parece igual de incomprensible que la vacilación de los Voluntarios en el Castillo. 

“Que las autoridades permitieran que un grupo de revoltosos sin respeto por la ley fueran entrenados y armados abiertamente, y se equipararan con un arsenal de rifles y explosivos, es una de las cosas más asombrosas –declaró William Martin Murphy ante la Comisión Real, encargada de investigar la revuelta– que podrían suceder en un país civilizado fuera de México”. 

Cerca de una hora después de ultimar a O’Brien, el mismo Seán Connolly pasó a ser, en un acto de simetría casi burda, la primera víctima rebelde, cuando lo alcanzó un francotirador británico en el techo del City Hall. 
Para entonces, varios edificios clave de Dublín ya habían sido tomados, y el levantamiento quizá más decisivo de la historia de Irlanda se iba imponiendo, ante un pueblo incrédulo, como una realidad. 

Si incluso algunos de los líderes del levantamiento, como The O’Rahilly, se enteraron casi sobre la hora de que la rebelión iba a llevarse a cabo, no es del todo extraño que James Stephens, poeta, novelista y empleado público, ni siquiera lo sospechara. En el trayecto entre su casa en Fitzwilliam Place y su oficina en la Galería Nacional de Irlanda, en lo que para él era hasta entonces un día como cualquier otro, Stephens pasa por uno de los focos principales de resistencia rebelde, St. Stephen’s Green Park (el “Green”), y descubre, casualmente, que la ciudad se alzó en armas. 
Ajeno a las dos coordenadas típicas del relato testimonial (estar en el lugar indicado en el momento justo, estar en el peor momento en el lugar equivocado), "La insurrección en Dublín" es un diario en primera persona que refleja cómo vivió el Alzamiento de Pascua la mayor parte de los dublineses en el centro de la ciudad: sumidos en un total desconocimiento de lo que realmente sucedía. 
Declarado el estado de sitio, sin periódicos, sin medios de comunicación, la gente queda librada a sus propios recursos para conseguir el más mí- nimo dato que le permita interpretar el caos que la rodea. (“La barbarie es mayormente la ausencia de noticias”, observa Stephens al quinto día). La noticia es reemplazada por el rumor. Y el diario documenta, entonces, no lo que pasa, sino lo que se dice que está pasando. 

Matías Battistón

La insurrección en DublinEdiciones Godot ©


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