sábado, 6 de outubro de 2018

El hombre que tiene un secreto

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         El hombre que tiene un secreto    
 A Evaristo Carriego                                                                                                                                                                                                     
"El hombre que tiene un secreto" fue Mención en el Concurso Iberoamericano Julio Cortazar del argentino residente en España, Carlos E. Bischoff                                
                                                                

     Se congregan en la fuente, junto al antiguo paredón donde comienza la única calle del pueblo. Rito regular de media mañana que culmina cuando todas saben que están todas, y las ausentes –si las hay- lo son con causa. Recién el jueves será cuando venga el médico, único día de la semana en que la reunión se suspende. Todas asisten a la periódica visita pero es imposible prestar la debida atención con las inútiles idas y venidas de la enfermera acompañante del doctor. Lo más probables es que quiera escuchar.
     El sol se deja ver por momentos, como abriéndose paso para recordar entre los nubarrones que parten las montañas que nunca se irá del todo, su modo de hacer presente que volverá tras las lluvias intempestivas que duran poco, otro signo distintivo del poblado al que todos están habituados. El aire no es frío todavía, signo de que falta para que el otoño ponga sus retales. Cuando suceda, la reunión se postergará media hora sin necesidad de que ninguna diga nada, tácitos acuerdos que brindan las costumbres.
     Hoy faltarán Carmina y su hermana, la madre siempre enferma por estas fechas así que está previsto. Y el faltazo será debidamente rentabilizado, hasta Carmina y su hermana  –quien sabe si no su madre-  lo tienen claro. En pocos minutos se hace general el cotilleo aunque en voz más baja que lo normal, sin risas casi. Tal vez la borrasca que se anuncia para la noche no ayude a mantener el tono de rutina, o el inusual movimiento de alguno de los doce coches del pueblo que entra o sale (si no fuese conocido daría pie a la correspondiente investigación).
    Sin embargo hoy parece ser otro asunto de mayor envergadura el que las muestra algo alteradas. Cualquier observador habitual aguzaría sus sentidos, pero no hay observadores. Menos, habituales.
     Los niños en el colegio de la ciudad cercana, temprano los ha recogido el autobús. Los hombres desde antes de amanecer en labores de campo, sus inquietudes a estas horas tendrán que ver con las previsiones del tiempo. Ya recibirán las novedades -aún sin desearlo- al regresar a casa, de atardecida, tal vez algún comentario aparezca en el bar mientras juegan unas partidas rápidas de mus y apuran copas entre vecinos, preparándose para la cena. Si sucede, claro, las nubes no ayudan a imaginar hoy demasiada reunión. Pero si sucede serán las noticias sobre aparición de jabalíes o indicios de plagas en los sembradíos, pero sobre todo risas las que presidan el momento, las duras jornadas de laboreo rural empujan más a un corto espacio de alegría que a ocuparlo con sucesos que casi siempre imaginan imaginados por sus mujeres. Todo lo más, un comentario.

     Como de costumbre, Carmen lleva la voz cantante, tras las menores importancias –fáciles de priorizar, y en último extremo Carmen establece gradaciones sin discusión posible- los chismorreos se centran en el hecho que todas ya conocen pero no ha sido depurado en el lugar en que se debe, donde tal vez una idea, una palabra, la interpretación de un gesto al que no se ha prestado la atención que corresponde, las ayude a aclarar ese misterio que, aunque ya tiene su tiempo, cada tanto por una cosa u otra, reaparece y da hilo a nuevas alternativas.
     Ha sido ella –y Noemí, claro- la que lo vio ayer a la tarde y lo cuenta ahora que es la hora de ponerse al día de nuevas o sucesos que si no hay se suponen, algo de razón llevan sus hombres. Pero hoy hay, y lo que hay no parece de talla menor. Sí que puede dar tela para cortar el asunto, de hecho es algo que ya ha sufrido diversos cortes en el tiempo. Claro que siendo un nuevo perfil el que se presenta, ya ha corrido por vías que se saben no son las adecuadas pero todas practican, los teléfonos permiten adelantar y la noche pasada han funcionado. Porque menos menor será lo nuevo si se logran encontrar hilos que lo relacionen con anteriores cortes.
     Toma su tiempo Carmen tras propiciar el momento con una frase breve y sonrisa entre enigmática y preocupada, la clase de gestos que debe suponer alerta expectativas. Tose con delicadeza sobre su pañuelo hasta que ve que ha convocado atención suficiente, para recién entonces decir que se quedó “como de piedra” en el mostrador del Estanco Bar y Verdulería cuando fue a comprar, el atardecer casi noche es siempre hora propicia para comprar algo innecesario para la cena y de paso verificar si ha pasado algo que haya podido escapar al control que ejerce tras los visillos del primer piso de su vivienda, a dos pasos, vereda de enfrente. Quedó así, “como de piedra”, repite para que se entienda hasta qué punto la situación y sus posibles significados la golpearon, convirtiéndolo en algo suficiente para desmenuzarlo en el sitio apropiado. Tiene claro –no lo dice, desde luego- que es ya hecho conocido pero no examinado en detalles y perspectivas.  
     Noemí –lleva el estanco y piensa que el tema debió haber sido suyo pero como no quiere conflictos calla. No le disgustaría en algún momento ser eje de atención pero sabe que con Carmen no tiene ni para empezar- confirma lo sustancial en cuanto la otra se detiene para recuperar aliento apelando al pañuelito delicadamente bordado –un asma antigua y cultivada la obliga a frenar seguido y la usa para ambientar parlamentos-. Noemí ha ido confirmando lo que cuenta Carmen con lentos cabeceos, su modesto modo de ser parte sin ofender, amén de ir gestando también su propio momento, sabe que le tocará. Le interesa que Carmen note su asentimiento, es de sus principales clientas y los clientes se cuidan. Más –lo dicho-, Carmen es la que lleva la voz cantante. Cuando frena para toser, queda habilitada.  
     Llegó doblando la esquina a la hora de siempre –confirma, echa un inútil vistazo al reloj pulsera-, ella estaba como cuando no hay gente ni tiene ganas de fregar, en la puerta –quiere aprovechar su momento para dar algún relieve a su    lugar, sabe que será un tiempo corto y no es habitual ser vocera de información aunque su negocio sea el centro comercial del pueblo-. Entró y sacudió los pesados zapatones en el felpudo de la puerta, saludó –es hosco pero educado, todo debe ser dicho-, pidió su vino de costumbre y se fue al fondo, a la mesa casi en penumbras donde se sienta habitualmente, la más alejada de las cuatro que conforman el salón del bar. Todas conocen de memoria el estanco, de lo contrario haría un plano pero sabe que no tiene tiempo. A la media hora buscó como siempre su segundo vaso, lo gastó sorbo a sorbo -siempre igual-, luego armó con paciencia un cigarro… No sabe cómo hacer para extenderse en detalles pero Carmen la interrumpe. Recuperada la respiración y seguramente pensando que ya ha sido demasiado generosa, a cada cual el lugar que toca. Los niveles deben ser respetados.
     De modo que así lo vio Carmen que se reitera agregando alguna que otra floritura, su posición excede con mucho la de Noemí y cuando corresponde lo hace notar. En el acto le pareció que no tenía el mismo aspecto de otros días -explica profundizando la curiosidad y dejando clara diferencias de hondura en las visiones-, apenas entrar notó algo raro, lo percibió más extraño… y eso que ella no es persona de andar investigando la vida de los demás ni siquiera con la mirada, cosas que deja para otra gente. Pero sí, aún sin investigar visualmente lo notó abstraído, como ausente –ésta Noemi no sirve ni para gestionar curiosidades-, quizá un poco más desaliñado… Pero no, no era eso…, tal vez la forma de estar inclinado sobre la mesa, algo pesaroso…, no podía precisar bien la sensación pero distinto. Ella a estas cosas las nota enseguida, conoce a la gente y puede determinar si está preocupada o no, si está compungida o alegre. No va a ser esta chiquilla novata quien le birle a ella el protagonismo.

     Ha sido motivo de rumores diversos desde que se afincó por allí hace meses, vino nadie sabe bien de donde aunque suposiciones hay y han sido objeto de especulaciones múltiples y complejas hipótesis, la imaginación es poderosa en lugares pequeños y –según los hombres- la de sus mujeres podría superar cualquier tamaño.
     Sus estancias en el poblado nunca han pasado de pedir su vino para en media hora saborear con más gusto el segundo en la mesa casi a oscuras del estanco, armar sin prisas su cigarro, encenderlo, pagar y largarse a la casa de las afueras donde se ha instalado. Casa es una manera de decir, de algún modo hay que llamar a esas cuatro paredes sin ventanas que ha ocupado sin reclamo de nadie a unos quinientos metros, solitaria, allá por donde el rio hace un recodo, casi oculta, quizá refugio de pastores hace muchos años, o de pescadores nocturnos cuando el rio todavía traía peces –unas excavaciones cauce arriba los fueron liquidando- y el pueblo cobijaba casi doscientos habitantes, época que sirve a los memoriosos para contar historias a los niños, mitad verdad y mitad creación libre, como les gusta a los pequeños.      
     Ahora el pueblo no llega a cincuenta almas y en menos de una semana hasta los niños supieron de su existencia, desde donde duerme a su silencio espeso cuando se acerca al bar, de su miraba siempre baja hasta como se pierde en el bosque sobre senderos marcados por animales, de sus vinos atardecidos a ese voluntario estar aparte de todo y de todos. Cada quince o veinte días se lo puede ver subir la corta calle cargando a la espalda una bolsa que suponen de víveres, que debe comprar en la ciudad no tan lejana a la que ha de ir caminando, cruzando campos, no hay transporte de ningún tipo que lleve a nadie, cada quien se apaña como puede. Pero el origen del dinero con que compra sigue alimentando sospechas, seguro que algo opaco también se esconde  tras eso.
     Al principio despertó suspicacias, los extraños de extrañas costumbres siempre las liberan y por un tiempo hubo mayores cuidados con gallinas y conejos, pero la falta de señales perversas permitió que a corto plazo se fuera haciendo casi costumbre perdiéndose la curiosidad inicial, aunque no borrando del todo antiguos escrúpulos, por lo que de tanto en tanto sirve para comentarios mujeriles junto a la fuente, cerca ya de mediodía. Frio o calor, la fuente es el lugar  de  los  comentarios,  ninguna  pierde el momento aunque en muchas ocasiones sean repetidos.  Se exprime lo que hay, por poco que sea. Y de faltar ni hablar, no es cuestión de que una ausencia injustificada justifique convertirse en tema. Cosa que, naturalmente, sucede.
     Cargando su -casi seguro- misterio a cuestas, la mayoría de las tardes se sienta a perder la vista en el vino, apenas la levanta para cabecear un saludo silencioso cuando alguien entra a por tabaco o una verdura, o tan solo a verificar la concurrencia (no solo Carmen está adscripta y todo partícipe colabora a la modesta renta de Noemí). Sábados y domingos no aparece, hay misa en la vieja capilla y viene gente de fuera –como si no quisiera verla, o que lo vean, hasta el sacerdote viene de otro pueblo-, propietarios de tierras y ganado que viven en la ciudad y quieren estar al tanto de sus producciones. Los días de semana torna a  sus rutinas, llega al bar cuando el sol empieza a caer y endereza a su rincón, paladea el fin del segundo vaso en tanto lía su tabaco, lo enciende, cuidadoso, paga y emprende la retirada.
     Lo más probable es que tenga un secreto y lo guarde -sobre esto no hay prácticamente dudas, arbitrarias seguridades se han abierto cauce y ya están instaladas como certezas-, nadie a menos que sea un hippie de los que a veces malviven por los alrededores se comportaría así y no tiene trazas de descuido, todo lo más algún día que no se ha afeitado y un asomo de grises le festonea el mentón. El vino da la impresión de aflojarle el gesto adusto pero no la lengua, hay quien no ha escuchado nunca el sonido de su voz. Tampoco nunca ha dicho su nombre  aunque  verdad es que nadie se lo ha preguntado. Para todos, se llama  “hola, don”. Para él, todos se llaman  “buenas…”
     Quizá sea un huido de vaya a saber que cosas –han supuesto desde el principio sólidos presagios de las mujeres-, no se pueden tener seguridades en estas épocas en que tanta gente da la impresión de esconderse. Tal vez un viudo –ha arriesgado Juana en cierta ocasión, asimilando la misteriosa situación a telenovelas que pasan por la tarde-, murió la mujer y escapa de recuerdos o antiguas culpas. O mal separado –la imaginación se dispara, la de Juana es fértil y sus clasificaciones amplias, apela a una abundante hemeroteca mental que cuida con esmero-, la mujer se largó tras descubrir sus amoríos ocultos y le quitó hijos y propiedades, uno no acaba de comprender los comportamientos de la gente. No se le escapa ninguna alternativa de las muy diversas que puede ver mientras plancha.
     Quizá alguien a quien la familia ha expulsado de su seno por oscuros tejes y manejes, estas épocas confusas se prestan a tales situaciones ha imaginado María que no dispone de hemeroteca alguna pero si de una frondosa fantasía, para ser apoyada en el acto por Pepa. María es suegra de Pepa, vive con ella y su hijo. Y además es propietaria de la vivienda, hay apoyos que colaboran a las convivencias.  
     Puede ser…, las familias de ahora ya no son como la de antes… –opina sin mala intención  Leonor y Noemí hace  como que mira distraída hacia el campo aunque ha entendido que  la cosa no va con ella.  Lleva en su haber dos o tres matrimonios por denominarlos de alguna manera, y una reata de hijos-. No ha faltado la que computó como posibilidad que haya sido religioso y la iglesia terminado excluyéndolo por andar con mujeres, por ejemplo…, o algo peor. La iglesia tampoco es como antes.  Verdad es que se puede detectar cierto aire eclesial y mala planta no tiene, aunque eso de que a veces asome una sombra de barba no lo favorece. Pero la hipótesis ha quedado descartada hace tiempo, un sobrino de Carmen que “está en el tema” –sacristán en un convento de la ciudad parece facultad bastante para estarlo- ha hecho las indagaciones necesarias y la deniega.

     Pese a que las suposiciones no son coincidentes –algo que colabora a mantener vigente el asunto- y las opiniones pueden variar a la contraria en diez días –o aún plazos más inmediatos según quien empuñe la alternativa-, la inclinación general lo encuentra culpable de algo, familiar o social. Probablemente -y más, casi con seguridad aunque tal norte no esté confirmado-, de alguna fechoría. Nadie que no tenga en su haber malas andanzas –o cuando menos las haya compartido- puede optar por una vida así, sin las más elementales comodidades y en la soledad más absoluta. La culpa es algo que se desparrama con cierta facilidad, y la curiosidad insatisfecha termina por aparearse rápido con la insidia.

     El par de vinos parecen contentarlo, o relajarlo, es casi una sonrisa lo que aparece cuando al levantarse murmura un  “…noches” hacia los que siguen jugando al mus en la mesa cercana y pasa por su lado al comenzar la retirada. El sonido de los gastados zapatones se pierde al salir, termina de acomodarse el raído abrigo marrón sobre la camisa siempre blanca y bien planchada –detalle que no pasa desapercibido al avizor ojo de las mujeres-, se alisa el pelo entrecano quizá un tanto largo, cala la boina con esmero al cruzar la puerta, aspira de pie el fin del cigarro para aplastarlo luego sobre las piedras, y con sus largos trancos desaparece en la semi oscuridad de la noche que ya se está viniendo encima.
    Hace cosa de dos meses Tito -carnicero del pueblo, tertuliano habitual de las tardecitas y de cuanta ronda de orujo le sale al cruce en el estanco- se acercó para invitarlo a jugar una partida de ajedrez.  Sorprendido, apenas levantó la vista con gesto de extrañeza para agradecer con alguna timidez y justificar “no se jugar”, que se entendió no querer estar con nadie ni que lo inviten a nada. Ese día, incluso, hizo más corta su estancia, tomó el segundo vaso con solo un par de tragos y ni tiempo se concedió para armar su cigarro. Y se largó. Desde entonces nadie ha vuelto a acercársele, aunque el hecho –naturalmente comentado- dió pasto durante varios días al mentidero junto a la fuente. Tito no insistió pero tampoco se sintió molesto, es hombre que en su sencillez sabe entender mensajes sin que se los deletreen, escucha los rumores que arrastra el viento entre los peñascos, habla con los pájaros y la tierra, losbulets y las higueras. Pocos son los contertulios que no creen cuando cuenta que los frutos le dicen que ya están listos para ser cogidos.      
     Ayer –tarde algo ventosa, precisa como si las demás no la hubiera vivido-, ni se volvió en el momento que Carmen entró, y probablemente eso fue lo que le llamó la atención –insiste, es el fondo de la atención del día y lo va a aprovechar, la novedad, tal vez lo sorprendente que tiene a todas desarrollando conjeturas y contabilizando posibilidades-, ni miró como hace siempre cuando la cortina se mueve y alguien llega.
     Siguió concentrado en su vino –relata Carmen con cara casi de susto ahora-, semi oculto en la penumbra, el vino por la mitad, la mano tal vez un poco  temblorosa –no se corta ambientando, tiene a todas picoteando en la palma de su mano-, día que no se había afeitado –o al menos eso le pareció, debe recordarse que fue apenas un limitado vistazo-, el pelo acaso demasiado largo y un poco más descuidado que otras veces, tal vez excesivamente encorvado sobre la mesa. O quizá fuera el modo en que aferraba el vaso, casi con fuerza. increíblemente no da precisiones sobre si la camisa estaba recién lavada. Y todo esto –también reitera, previniendo que vaya a pensarse mal- apenas con una ojeada casi descuidada, que ella no es de andar indagando sobre nadie ni siquiera con la vista.
     Prepara el final, solo alcanzó a percibir la cara pero por algún motivo que se le escapa parecía extraña. Algo fue lo que le llamó la atención, algún detalle –tal vez intuición, a eso sí que no va a dejarlo para otra gente- y por eso dijo en voz alta "¡Buenas tardes...!”, y fue entonces que lo vio, eso la dejó de piedra, porque aunque no terminó el gesto de cabeceo seco, los ojos asomaron. Y ella, entonces, lo vio llorar.                                                                                                    
                                         Carlos Enrique Bischoff                       
                    

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