sexta-feira, 31 de julho de 2020

La Tipa, la Santa Rita y las serpentinas.






La Tipa, la Santa Rita 
y las serpentinas de Rodolfito.


— Soy el más alto de toda la región, de Piedra Blanca a San Antonio y de ahí a La Falda. Alto y fuerte, tal vez el más alto y más fuerte de todo el Valle de Catamarca. Soy la Tipa de don Victoriano y doña Eufemia. Y ahora, según me dicen, soy la Tipa de Gringa y Luis Unzaga. Mido más de 18 metros, con el tronco cilíndrico, la corteza gris oscura, y la copa más tupida que ustedes se puedan imaginar, con ramas que se estiran en línea recta por más de 15 metros desde el tronco. Algunos me llaman Tipuana tipu, o tipa blanca, o tipuana palo rosa. A mí me da igual. Soy el árbol más alto y más fuerte de todas las Chacras. Y a mis pies, linda y perfumada, la Santa Rita.
       — Me dicen Pochito, o Pochochito, por Perón, y papá me canta la marcha peronista antes de hacerme dormir. Tengo un año y mamá 19. Mi papá acabó de cumplir 26, y llegamos a Las Chacras después de un viaje largo y polvoriento en tren, desde Retiro, en Buenos Aires, donde papá trabajaba en una enorme fábrica de chocolates, la Águila Saint. Ahora va a ser el gerente de Águila en Catamarca.
        — Tengo un nombre francés en Perú y en México. Bougainvillea, pero también me dicen buganvilla, bugambilia o papelillo. Y en Brasil, primavera. Me contó una prima que, en otras partes, nos llaman Napoleón, trinitaria, veranera y brisa. Somos más de 18 parientes en toda América, en las regiones más secas, como Lima o Catamarca, donde crecemos lindas, con todos los colores que uno pueda imaginarse. Pero yo prefiero el nombre que me dieron doña Eufemia y don Victoriano. Ellos me llamaban Santa Rita, y vivo a la sombra de mi compañero más viejo, la Tipa. Yo estoy como a la altura de las rodillas de ese árbol alto y fuerte, a unos cuatro metros y medio del suelo, y voy desde el portón de la entrada a la casa hasta la galería. Son como unos veinte metros de largo por diez de ancho.
        — Mi mamá me tenía a upa y papá golpeaba las manos cuando llegamos a la puerta de la casa de los abuelos Eufemia y Victoriano. Yo no sabía que me iba a divertir tanto, por muchos años. El tío Rodolfo llegó primero, abrió el portón de madera vieja y me agarró, me levanto para el cielo, y yo casi tocaba las ramas de la Tipa con las manos. Pasé raspando por la Santa Rita -o así me pareció, por lo menos. Bueno, entonces yo tenía un año nada más, y agora tengo cinco. Fue ese mismo día que la conocí a la Niní, mi prima mayor, y a la tía Gringa, el tío Daniel y el Negro, todos esperándonos, y sobre todo a mí, el “porteño” de la família. Al abuelo Victoriano y a la abuelita Eufemia los conocí por último. Eran unos viejitos de unos cincuenta años, y andaban despacito; él con un bastón de palo, y ella con sus lindos vestiditos floridos.
      — Subiendo por los alambres San Martín, - aquellos de los alambrados lisitos, sin púas-, entre las ramas fuertes y serpenteantes de una enredadera, los huevos de gallo crecemos, blancos y vistosos. Mis gajos se enredan en el alambrado de la casa de los Unzaga. Soy una frutita ovalada y comestible, como un huevito; pero mis hojas tienen propiedades narcóticas, que si alguien las mastica sin querer, producen una embriaguez locuaz y fantástica. Aunque en Las Chacras, y en particular en los campos de La Falda, todo es fantástico y como si formara parte de los sueños locos de una noche calurosa de verano. Y si bien es verdade que hay paisanos callados por acá, también los hay muy locuaces, como el Negro Unzaga.
       — Dicen que soplaron unos vientos muy fuertes anoche, y la tormenta de esta mañana hizo caer una Tipa centenaria en la plaza de San José de Piedra Blanca, acá nomás, en nuestro departamento de Fray Mamerto Esquiú. Algunos cuentan que esa Tipa caída -que Dios la tenga en su gloria- era más vieja que yo, pero no lo creo. Yo ya estaba acá cuando pasaron las tropas del gran caudillo, don Felipe Varela, en 1862, o 1863, no me acuerdo bien, ya pasó mucho tiempo desde entonces.
       Don Gabino afila un palito con el facón montonero. Era soldado raso de Felipe Varela, dicen. Y don Victoriano contó que debe andar por los 112 o 115 años. ¡Otros le dan hasta 132! Don Gabino. Tiene costumbres extrañas el viejito; dicen que solo come carne, pero carne de vaca fallecida, de muerte natural, digamos. O sea, ni va a la carnicería ni pide cortes frescos. No. Don Gabino pide que le den las reses muertas. Cuentan que vivía en una quinta yque supo ser del lugarteniente de Felipe Varela, en la última montonera contra el gobierno de Mitre, en ocasión de la Guerra del Paraguay. Pero en mis adobes centenarios hay otros recuerdos, anteriores a don Gabino, sí. Yo soy la casa de doña Eufemia y don Victoriano, que ahora es de la Gringa y Luis Unzaga. Por acá pasaron las Montoneras de don Felipe. Sí, fue cuando estaba en Chile, y se supo la noticia del pacto secreto entre Mitre y el Imperio Brasileño para atacar al Paraguay. Fue por mí, por esta casa y sus adobes, que corrió la noticia de su llegada con dos batallones de cien hombres, dos cañones y su singular banda de música. Llegaba Felipe Varela, y la voz corrió como un reguero de pólvora por las faldas y valles andinos, y sobre todo por Piedra Blanca. Miles de gauchos de Catamarca, San Juan, La Rioja, Mendoza, San Luis y Córdoba sacaron sus chuzas, recogidas desde las épocas del Chacho, montaron el mejor caballo que hallaron a mano y, a veces tirando otro pingo en el lazo, fueron al encuentro del jinete montonero que les serviría de banderín de enganche. Soy la casa de los Unzaga, y entre mis adobes y vigas de madera antigua, esta casa de Las Chacras ya fue posta de las montoneras del Chacho Peñaloza y Felipe Varela, a mitad del siglo XIX.
       — Al día siguiente, después que descansamos del viaje desde Buenos Aires, nos vestimos con ropas de domingo y nos fuimos a la ciudad. La conocí a mi outra abuela, doña Juana, y al abuelo Samuel. Los Barrionuevo eran muy diferentes: él, alto y flaco, y ella petisita y regordeta. Dicen que él es descendientes de judíos y ella de mapuches. No sé lo que es eso, pero si lo son mis abuelos, quiere decir que yo también soy medio indio y judio, ¿no?
       — El Negro Unzaga era chico, pero se acordaba patente, fresco en el recuerdo como si fuera ayer, cuando una noche de otoño, fría y seca pero sin viento, golpearon con fuerza en la ventana de atrás de la casa de Las Chacras, cerca del gallinero. -¿Quién es?- Gritó Victoriano. Pero nadie le contestó. Y otra vez los ruidos. Entonces salieron todos los hombres: Saro, Rodolfo y Daniel, y él que era chico se quedó con Eufemia, atento pero sin miedo. Mientras, Victoriano rodeaba la casa con el máuser en manos, a ver si lo sorprendía al "fantasma". Soy Gringa, yo no estaba en las Chacras esa noche. Había ido con Berta que iba a probarse el vestido de novia a la ciudad, y nos quedamos en lo de la tía Rosa Arce a dormir; pero me acuerdo de todo, del modo que me lo contaron, clarito, clarito también.
     Victoriano no creía en aparecidos ni en almas en pena, y cuando empezaron a resonar cadenas y fierros debajo mío, en el piso de la "piecita del sur", y a brillar la "luz mala", enseguida se acordó del inglés Robertson que le contaba que donde hay luces nocturnas, es porque hay huesos o fierros enterrados; y ruidos de cadenas también, podés creer: ¡Hay cosa vieja enterrada bien hondo! Y entonces Victoriano mandó cavar, y cavó hasta llegar a unos cuatro metros abajo del nivel del piso de ladrillos; pero no podía pasar por abajo de mis viejas paredes de abobe crudo y paja: mi estructura añosa no resistiría. Y lo que Victoriano encontró al cavar no lo sorprendió: era una galería con más de veinte piezas de "naranjeros", una especie de pistolón antiguo, y unas diez carabinas. Todas herrumbradas y casi sin las partes de madera, desaparecidas desde décadas atrás. Esa soy yo, y me acuerdo muy bien. Soy la casa centenaria de los Unzaga.

     Y, digame, doña Santa Rita: Ud. Es mucho más joven que yo, pero se va a acordar mejor, porque mi memoria ya me anda fallando un poco. ¿Se acordará Ud. del colectivo número 7, cuando venía con un cartel adelante que decía Perón cumple, Evita dignifica? ¿Se acuerda? Yo soy tan alto, imagínese, ¡más de 18 metros! No podia ver bien desde acá arriba. ¿Se acuerda en el año 1952, cuando llegaron Tina y el Negro Barrionuevo con Pochochito, y después se murió Rodolfito Unzaga y enseguida Evita? ¿Se acuerda Ud. qué muertes más trágicas las de los dos?
    Sí, don Tipa (nunca sé si decirle don por ser árbol, o doña por ser tipa), claro que me acuerdo de todo eso. Rodolfo Unzaga era rubio y de ojos verdes. Don Victoriano los tenía de un azul marino, sin medias tintas; a veces claros, a veces oscuros. A Doña Eufemia le brillaban un par de ojos castaños verdosos grisáceos, como los de Liz Taylor. Pero los de Rodolfito eran definitivamente verdes. Y las mujeres de San Antonio se morían de amores por ese par de esmeraldas, y por las mechas rubias doradas. Pero él no se aprovechaba de eso, al contrario. Tenía preferencia por chicas no tan jóvenes, solteronas declaradas a veces; y sobre todo, siempre se acercaba a las que decididamente no habían sido favorecidas por la naturaleza en materia de bellezas. O sea, en las fiestas del pueblo de San Antonio, Rodolfito solo sacaba a bailar a las feas, a las que nadie invitaba a la pista. Rodolfo Unzaga era divertido y conversador; seductor a su modo, muy especial, dejaba siempre felices a las chicas del pueblo con sus cortejos inocentes. Pero en aquella última fiesta, desde que empezó el baile, Rodolfito insistía en una de sus bromas favoritas. Hacía poco que había terminado el carnaval, y sobraban las serpentinas. Y al rubio se le había dado por enroscar a las chicas y a sus amigos con las largas tiritas de papel colorido. “El que quede más enroscado con las serpentinas va a morirse este año”, decía; y como pasaba con todas las bromas y juegos de Rodolfo, este de las serpentinas y el destino también entusiasmó a las jovencitas, que en pocos minutos casi no podían moverse de tan enroscadas que estaban entre las cintas de mil colores. Y el más enroscado fue Rodolfito. Pasaron pocas semanas y Saro -el tío que Pochochito imaginaba en aventuras selváticas y con sombrero de corcho, porque doña Eufemia decía que era muy “aventurero”- lo llamó a Rodolfo para un viaje por la Cuesta de Ancasti. Irían en dos camiones, llevando frutas para una finca en la cima de la montaña. Cuando Saro volvió solo, ya todos se lo imaginaban: el camión de Rodolfito se había desbarrancado en un precipicio y nunca más se lo vería em las fiestas de Las Chacras. Su alegría juvenil se había terminado en el viaje trágico, cumpliéndose la profecía del juego de las serpentinas. 
    Me acuerdo bien, sí, doña Santa Rita, ahora que Ud. me lo recuerda, sí, me acuerdo bien. Porque, pocas semanas después, moría en Buenos Aires la mujer más importante de aquellos años, la más querida y la más odiada de su época, Evita. Ese año de 1952 fue muy triste para todos.
     ¿Se acuerda de mí, don Tipa? Soy Victoriano. ¿Y Ud, sabe quién soy, doña Santa Rita? ¿Me oís, huevito de gallo? ¿Te acordás de mí y de la Eufemia? ¿Y Uds, adobes añosos de nuestra casa?
     — Claro que te ven, y te escuchan, y se acuerdan de nosotros, Victoriano. Las plantas y las cosas siempre ven a los muertos, hablan con sus almas y comparten sus recuerdos. ¿No es verdad, don Felipe?
     — Sí, claro. ¿Por qué piensan que no nos olvidaron todavía las personas después de tantos años? Las cosas, las plantas, los árboles y los pájaros les hablan a los vivos en sueños. Les cuentan las glorias y las penas antiguas. ¿Lo sabía, don Gabino?
      — Pues claro, mi comandante. ¿Lembra cuando era su bombista? ¿Se acuerda de mí, parado encima del caballo tordo, esperando ver la llegada de los unitarios para emboscarlos?
      Claro que me acuerdo, Gabino, fueron años gloriosos aquellos. Y las lanzas y las escopetas me lo recuerdan todos los días. También los adobes de su casa, don Victoriano, me lo dijeron hace más de sesenta años. Escúchelos:
      ¿Sabe, comandante Varela? Nosotros sentíamos como las escopetas se quejaban cuando las sacaban de debajo de la tierra. Ellas esperaban todavía a los hombres con sus caballos que iban a llegar a buscarlas para ir a combatir contra la infame Guerra al Paraguay, a luchar contra los enemigos de nuestros hermanos paraguayos, y se preocupaban porque ellas ya no estarían; pero claro, Victoriano no escuchaba, porque estaba vivo. Las armas pedían, pero él no podía oírnos, ni a nosotros, los adobes ni a las armas.
      — Sí, no escuchaba porque estaba vivo, eso ocurre mucho. Los adobes tienen razón. La casa de Uds. tiene razón, Eufemia y Victoriano. Así es la vida, nomás. Las mujeres y los hombres nos vamos. Los animales también. Pero las plantas y las cosas se quedan, y les cuentan nuestras vidas a nuestros nietos y bisnietos. Y así, doña Eufemia, don Victoriano y don Gabino, somos inmortales. Vivimos para siempre en la memoria.

Javier Villanueva. 
Sobre una idea de Luciano Barrionuevo
San Antonio de Fray Mamerto Esquiú, abril de 2021.


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